La enferma: novela - 05

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podía desecharlas, ni mirar a otro sitio, ni proponerse otro asunto; era
una manía, una obsesión de loca; y cuando respondía procuraba hacerlo,
no con arreglo a su criterio, pues en circunstancias tales carecía de
voluntad y de pensamientos, sino del modo que más satisficiese a
Montánchez.
Éste llegó a comprenderlo.
--Es imposible entenderse con usted--dijo severo--; siempre contesta
usted lo primero que se la ocurre y esa falta de sindéresis reporta dos
males gravísimos: el de confundirme y el de engañarse a sí propia. Diga
usted lo que sienta y no lo que yo quiero oírla decir, pues yo no quiero
nada: vine a que usted me esclarezca respecto de un asunto para mí
desconocido, y si por pereza, indiferencia o volubilidad de carácter, me
lo oculta o desfigura, las consecuencias podrían ser fatales para usted.
El semblante de Consuelito Mendoza reflejó vergüenza y arrepentimiento,
y el esfuerzo brioso que sobre sí misma hacía para gobernar su atención.
Pero su buena voluntad no tardó en decaer y sus ideas empezaron de nuevo
a confundirse: el mundo de lo soñado volvió a surgir ante sus ojos; su
imaginación, harta de seguir paso a paso aquel interrogatorio odioso,
atropelló todas las conveniencias.
Miraba al médico sin verle, o sin poder apreciar, cuando menos, los
rasgos de su cara; le oía sin comprender claramente sus palabras y
replicaba con la vaguedad del alumno que responde sin conciencia de lo
que dice y movida sólo por la idea de complacer a su marido y a
Montánchez, y de que la dejasen sola.
En tal ocasión experimentaba con redoblada fuerza el indefinible
malestar que sufría siempre que la examinaban con fijeza, pues los ojos
del médico la sugestionaban. Al principio de la entrevista pudo mirarle
con timidez, luego empezó a desconcertarse y una profunda turbación
invadió su espíritu; sus ideas se nublaron y acabó por no atreverse a
levantar la vista del suelo; a continuación sintió miedo y ese frío
íntimo y penetrante de la calentura; los ojos del médico la hormigueaban
en las entrañas. De pronto, rompiendo aquel exótico embrollo de
impresiones y de recuerdos, surgió una idea que murió casi al mismo
tiempo de nacer, iluminando el obscuro abismo de la conciencia con una
luz tenuísima de fuego fatuo; pero aquella imagen reapareció más tarde,
y entonces sus contornos fueron mejor definidos. Era algo soñado que
pretendía armonizarse con la realidad; un recuerdo, una figura
misteriosa, un jirón de gasa o de niebla cuyos vagos perfiles iban
acentuándose. En aquella forma incorpórea, Consuelo veía los rasgos de
una persona que en otra ocasión la impresionara fuertemente, pero que
entonces no recordaba bien...
--¿Sueña usted mucho?--inquirió Montánchez.
--Sí; casi todas las noches.
--¿Y se refieren sus pesadillas a asuntos determinados?...
--No, señor... es decir, no recuerdo...
--Insisto en ello--advirtió el médico--, porque el estudio de los sueños
es interesantísimo, no desde el punto de vista profético, como afirmaban
los antiguos y como aparentan creer las gitanas, sino por hallarse
ligados a muchas enfermedades nerviosas; y tan cierto es esto, que
algunas afecciones cardíacas o espinales, van siempre unidas a
determinados ensueños.
--Pues mis pesadillas varían mucho--contestó Consuelo--, pero
generalmente se refieren a lo que me ha impresionado durante el día.
--¿Y en ellas no vió usted nunca unos objetos muy grandes y otros muy
pequeños?
--No, señor, aunque... espere usted... ¡Ah, sí!... he tenido un delirio
horrible, que no puedo olvidar...
--Uno de los fantasmas que más activamente intervienen en las dislocadas
imaginaciones de mi mujercita--observó Sandoval--, eres tú.
--¡Yo!--repuso el médico sorprendido.
--Sí; noches atrás, cuando la desperté, me dijo que querías representar
con ella no sé qué ópera o qué belenes...
Estas palabras fueron para Consuelo una revelación; se acordó de las
quimeras que tanto la atormentaban, de aquellos brazos inconmensurables,
largos y negros como alambres quemados, que una tarde soñó se extendían
tras ella para sujetarla; de la reunión de espíritus celebrada por un
gnomo en un antepalco del teatro Real, y de aquel horripilante monigote
de estuco vestido con traje de tafetán verde, que al abrazarla se
convirtió repentinamente en Gabriel Montánchez...
Al recomponer este último detalle de su pesadilla, la imagen incolora
que momentos antes surgiera en su cerebro, reapareció en toda su fuerza,
y la vida ficticia de sus noches y la realidad se dieron la mano. El
hombre que tenía delante era el mismo con quien tantas veces soñó en sus
horas nocturnas de fiebre; era el original de aquel fantasma que
pretendió abrazarla so pretexto de representar una ópera desconocida;
aquellos ojos eran los mismos ojos verdes y penetrantes que en su
pesadilla de la última siesta la observaban cuando ella iba hacia el
Campo Santo en hombros de cuatro sepultureros imaginarios; la mirada
diabólica que registraba sus pensamientos más íntimos y gravitaba sobre
ella como una maldición. Ante aquel hombre tan temido, su valor flaqueó,
y tapándose la cara con un pañuelo rompió a llorar. Montánchez se
levantó.
--¿Qué es ello?--dijo--. ¿Se siente usted mal?
La joven no repuso y siguió llorando, dejando correr a lo largo de sus
dedos gruesos lagrimones.
El médico quiso pulsarla, mas ella le rechazó violentamente.
--¡No, por Dios... suélteme usted!...
--Consuelo--exclamó Sandoval procurando obligarla a levantar la
cabeza--: no te pongas así, ¿qué tienes?...
--¡Déjeme usted tranquila: no me toque usted!
--Pero si soy yo quien te habla... ¿no me conoces?...
Ella le miró: estaba hermosa, con las mejillas encendidas y cubiertas de
lágrimas y los ojos brillantes. Una sonrisa imperceptible alegró sus
labios; pero al ver a Montánchez que se había quedado un poco detrás,
sus facciones volvieron a contraerse penosamente. Alfonso insistió:
--¿Qué tienes?
--Nada, déjame en paz.
--Consuelo, está aquí Gabriel, que se enfadará contigo y con razón.
--¡No guardo contemplaciones a nadie!--gritó la joven furiosa--; eso es
lo que quiero, que se enfade, que se vaya... que no vuelva más... Ea, ya
lo dije bien clarito para que todos me entiendan; ¿lo ha oído usted?...
pues me alegro mucho de que lo sepa. No le quiero; sin saber la causa me
pongo nerviosa en cuanto le siento... No me es usted antipático,
precisamente, pero le tengo miedo, muchísimo miedo...
Sandoval se había levantado y miraba estupefacto a su amigo; mientras
Montánchez, de pie y con los brazos cruzados sobre el pecho, según su
costumbre, sonreía con sonrisa burlona imperceptible.
--¿Pero quieres callar, imprudente?--gritó Alfonso exasperado.
--No, no... quiero que se vaya...
Continuaba echada sobre el diván, tapándose los ojos con ambas manos.
Gabriel, sin despedirse, dirigíase de puntillas hacia la puerta. Alfonso
le siguió. Cuando llegaron al recibimiento, Sandoval preguntó:
--¿Qué piensas de todo esto?
--Es un caso muy extraño--repuso el médico gravemente.
--Es que te odia.
--Sí, me odia y me teme: quizá la inspiro más miedo que aborrecimiento.
--¿Y qué opinas de su mal?
--No he conocido ningún temperamento tan original como el suyo: es un
carácter incomprensible que tan pronto está de un modo como de otro; o
más exactamente: son diez o doce caracteres diferentes arracimados en un
solo espíritu. Desde que me hablaste de ella hasta ahora, he pensado
mucho en su enfermedad, y con lo que me dijiste y lo que acabo de
presenciar, creo conocerla bien. Consuelo tiene un temperamento
extraordinariamente sensible; el menor accidente la contraría, el
obstáculo más insignificante la asusta; a solas se atreve a todo, en el
terreno de los hechos no es capaz de nada; su voluntad, por tanto, es
una actividad puramente subjetiva, que no trasciende al exterior, que no
sale fuera de su propio ser y se limita a elaborar ideas que, por no
tener cimiento sólido, son siempre descabelladas, y a voliciones que
ceden y se desvanecen al primer asomo de peligro. Consuelo es una
persona doble, o lo que es lo mismo: entre sus muchas manías, cada una
de las cuales constituye un carácter distinto, hay dos determinadas y
permanentes. En el seno del hogar, contigo o con otra persona que la
inspire confianza, debe de ser alegre, decidora, resuelta y hasta un
tantico amiga de imponer su voluntad; en cambio, cuando se halla entre
extraños, parece cohibida y acobardada. Al principio de la consulta me
miraba familiarmente; luego advertí en ella señales de turbación que
fueron aumentando hasta provocar el desenlace que hemos visto y del cual
la pobrecilla no es responsable: y es que se turba; que en su cerebro
debilitado desde aquel susto que me referiste, las ideas se confunden y
la falta de aplomo en los pensamientos origina esas vacilaciones y esos
terrores pueriles cuyo origen desconoce ella tanto como nosotros. Su
falta de carácter lo atestigua su modo de mirar; Consuelo no puede
sostener la mirada porque carece de voluntad.
--¿Y será fácil su curación?
--Creo que sí, y debemos intentarla en seguida, antes que el daño
crezca.
Hablaron del plan curativo.
--Yo emplearía el hipnotismo--dijo Montánchez--; es mi panacea para toda
clase de males. Además, el magnetismo no deja en el cuerpo, como el
mercurio, señales de su paso: el imán, cual la luz, obra sin manchar. El
hipnotismo es la gran terapéutica del espíritu: impón a Consuelo tu
voluntad, domínala, enséñala a tener firmeza en sus deseos y conciencia
de sus actos, tonifica mediante esa gimnasia espiritual los resortes de
su carácter relajado, y verás cómo esas veleidades ridículas
desaparecen.
--Pues, en ese caso--contestó Sandoval estrechando la mano de su amigo,
que ya se marchaba--, quedas en libertad de obrar según te acomode; ven
cuando gustes y procederemos al primer ensayo.
Despidióse Montánchez, y Alfonso volvió al gabinete donde Consuelo le
esperaba arreglándose los cabellos. Al verle entrar, la joven corrió a
echarse en sus brazos.
--Concho, ¿de qué habéis hablado tanto?... Hijo, desde aquí no oía más
que el “muu” de la conversación; parecíais dos moscones.
--Contento me tienes--repuso Alfonso sentándose y afectando gran
seriedad--; ¿es disculpable lo que has hecho esta tarde?... ¿Qué dirá
ese hombre de nosotros? Vamos a ver, ¿qué dirá? Pues dirá que eres una
niña incorregible que no debió salir nunca de la escuela y que mejor
estaría en un convento estudiando el abecé, que casada; y yo, un marido
bonachón, un ablandahigos sin medio adarme de sentido común para
distinguir lo bueno de lo malo, y sin fuerza de voluntad para hacerme
respetar ni aun de las muñecas como tú. Ahí tienes, eso es lo que dirá,
¿te parece bonito...
Consuelo sonreía comprendiendo que Alfonso no hablaba formalmente; esto
la tranquilizó.
--Pero, hijo mío, si no lo pude remediar; ese amigote de los demonios es
muy antipático.
--Pues, niña, bien guapo es.
--¡Lo cual no impide que sea muy antipático, concho!
--Haces mal en odiar a Gabriel--dijo Alfonso--, cuando no hay razón para
ello; pues, como enseña un antiguo proverbio, necesitamos comer una
fanega de sal con un hombre antes de conocerle.
--No, señor; yo le conozco muy bien, como si nos hubiésemos criado
juntos; y sé que es un infame, un bandido de mala ley... ¡ya ves si le
conozco mejor que tú!...
--No hay hombre que no tenga sus ribetes de bellaco.
--¡Y además, tiene cara de bruto!
Sandoval se echó a reír.
--No rías, que es la verdad; de bruto... y luego con aquellos bigotazos
que parecen... no sé qué...
--¿Bigotes Montánchez? ¿Gabriel con bigotes?--exclamó Alfonso--;
muchacha, ¿has perdido la chaveta?
--¿Que no tiene bigote?...
--¡Qué ha de tener, si siempre anda afeitado como un inglés!... ¿Pero
tú, cómo miras a las personas que después no las recuerdas?... Apuesto a
que si me vieras en la calle no ibas a conocerme tampoco.
--Pues, no sé--dijo--, no me acuerdo...
Y así era.
A la semana siguiente verificóse la primera prueba de hipnotismo que,
como era de suponer, no dió ningún resultado.
Practicóse el experimento en casa de Sandoval, una tarde.
Acomodóse Consuelo en un sillón, de espaldas a la luz y con la cabeza
echada hacia atrás; delante de ella se puso Montánchez, y a un lado, y
de modo que ella no podía verle, Alfonso.
--El sueño hipnótico vendrá en seguida--dijo Gabriel disponiéndose a la
operación--, porque este cuarto reúne inmejorables condiciones; poca luz
y mucho silencio. Usted procure no distraerse y cortarle los vuelos a la
picara imaginación: de no hacerlo así, dificultaría usted mucho mi
trabajo y nos cansaríamos todos inútilmente. Piense en lo que vamos a
hacer; esto es: en que se halla enferma, y que yo, para curarla, quiero
dormirla; que Alfonso también desea oírla roncar como una
bienaventurada, y que usted procura dormir porque está rendida y tiene
mucho sueño. Conque, veamos, ¿lo hará usted así?... Ponga sus manos
sobre las mías y míreme fijamente a los ojos, tratando de pestañear lo
menos posible.
Pero Consuelo, a quien la sola presencia de aquel hombre bastaba otras
veces para ponerla de mal humor, no podía reprimir la risa; una risa
inmotivada y tonta que llenaba de lágrimas sus bellos ojos.
--Ya sé lo que debo hacer--decía--; pero no consigo mirarle seriamente:
pone usted un semblante tan estrafalario que me río con toda el alma;
pero no de usted, concho, no sea que “papá” Sandoval lo oiga y luego
haya sermón: es del hip... no... tizador, ¿no se dice así?... Hip, hip,
hip... parece que acaba una de comer, que no hizo bien la digestión y
que está hip... hipando.
Montánchez no respondió, esperando a que pasase aquel acceso de
hilaridad. Cuando la comprendió más tranquila, volvió a cogerla de las
manos.
--Procedamos con formalidad--dijo--; quizá de esto, que parece un juego
de estudiantes, dependa su curación.
--¡Pero si no estoy mala!... ¡qué hombres éstos... empeñarse en decir a
todo el mundo que estoy enferma y que ellos van a curarme!... Vamos, ¿se
apuesta usted algo a que de los tres que estamos aquí quien primero se
muere es usted, y que una de las mujeres que irán al entierro seré
yo?... Ea, ¿se apuesta usted algo?...
Fue preciso desistir de la empresa, pues cuando Consuelo se hartó de
reír, se levantó diciendo que no quería más mojigangas.
A la tarde siguiente hubo otra sesión hipnótica.
Esta vez Montánchez, para evitar los perturbadores efectos de la risa,
acudió a otro procedimiento. En las garras del buitre disecado que
colgaba del techo, ató un hilito del cual pendía un esferita de metal
brillante. El hilo tenía la longitud necesaria para que la bolita
metálica estuviese suspendida a media pulgada sobre el entrecejo de
Consuelo, quien, como el día anterior, hallábase sentada en un sillón de
espaldas a la luz.
--Mire usted a esa esfera--dijo Montánchez--, y si se arma de paciencia,
antes de cinco minutos dormirá como un lirón.
La joven quiso obedecer.
--¡Concho--exclamó pasados algunos segundos--, yo no sigo mirando!
--¿Por qué?
--Porque me duelen mucho los ojos.
--Tenga usted calma, mujer, que ese desasosiego visual es el primer
síntoma del sueño.
Consuelo volvió a inclinarse hacia atrás mientras Alfonso y su amigo
permanecían inmóviles, conteniendo la respiración. Durante algunos
instantes sólo se percibió la tranquila respiración de la joven, el
tic-tac del reloj, el sordo rumor de los coches rodando sobre el
entarugado de la calle...
Sandoval miró al médico preguntándole con un gesto si la paciente
dormía; Montánchez se encogió de hombros, pero viendo que habían pasado
cinco minutos, aproximóse a ella de puntillas. Consuelito Mendoza tenía
las manos caídas sobre la falda, la boca entreabierta, los ojos
cerrados y el aspecto de una persona dormida.
--¿Duerme?--preguntó Alfonso.
--Ahora veremos.
--Mejor será dejar que el sueño sea más profundo.
--Sí... mejor es.
Entonces ella abrió sus grandes ojazos y lanzó sobre el médico una
mirada burlona como una carcajada.
--¡Yo no estoy dormida!
--¿Y por qué tenía usted los ojos cerrados, diablillo indómito?
--¡Concho, porque me dolían mucho! Y, además, porque para mirar esa bola
debo ponerme bizca y no tengo ganas de quedarme hecha un adefesio para
toda la vida... Entonces ya podía echarle un galgo corredor a mi
maridito, que se iría por esos mundos a buscar mujeres que le mirasen
con buenos ojos.
Sandoval quiso reñirla por su falta de respeto y de juicio.
--Vaya--exclamó Consuelo insinuando un mohín como si fuese a llorar--,
te aseguro que por hoy no puede ser; no te encalabrines, hombre, mañana
será otro día; ahora estoy muy distraída y os será imposible sacar
partido de mí. ¿Sabes de lo que estaba acordándome hace un rato?... Pues
de aquella fábula que habla de un labrador que, estando sentado a la
sombra de un guindo, se lamentaba de que las guindas no fuesen tan
grandes como los melones; y cuando ya empezaba a sentir humos de teólogo
campestre y a decir que el mundo no estaba bien arreglado y que Dios no
sabía un pitoche de eso de fabricar planetas, ¡pum! le cayó una guinda
en la punta de la nariz; lo cual le hizo comprender que bien están los
melones cerquita del suelo. Y por eso yo pensaba: si conforme esta bola
es una esferita que no pesa, fuese como un melón o un pepino, cualquiera
me hacía estar debajo de ella...
--Pues mírese usted las narices--dijo Montánchez--, a mí, me es igual...
--Como a mí--interrumpió ella riendo--, que se mire usted las suyas, o
que se las suene.
--Lo digo porque los resultados son idénticos; ese procedimiento y el de
mirarse el ombligo eran los usados por los frailes medioevales.
--¡Hoy no me parece nada bien; mañana, mañana!...--gritó Consuelo.
Montánchez se convenció de que la misma impresionabilidad de la joven,
que al principio juzgó circunstancia favorable para emplear el
hipnotismo como plan curativo, era el primer obstáculo que entorpecía
sus planes.
Consuelo Mendoza era una desequilibrada animada por un espíritu de
protesta que la incitaba a rebelarse continuamente. Cuando comprendía
que se trataba de un asunto serio sentía deseos de jugar, porque su
alegría y su risa se excitaban ante la gravedad ajena; y, por el
contrario, si veía a los demás contentos, experimentaba súbitos accesos
de tristeza. El único modo de dominarla era sorprenderla con lo
desconocido, con lo que ella no pudiese prever ni esperar; a traición
exclusivamente se vencerían las asperezas de aquel carácter que sólo era
consecuente en sus propias inconsecuencias.
--Estoy seguro de subyugarla--decía Montánchez a su amigo--; si bien
necesitamos aprovechar la ocasión propicia. Siempre el primer
experimento es el más difícil, porque aún el organismo no está
predispuesto a recibir las influencias del sueño hipnótico, pero en los
sucesivos se camina como por país conquistado.
Aquella ocasión tardó mucho en presentarse.
Aunque Alfonso dejó de ir al casino con tal de que Montánchez fuese a
visitarle por las tardes, casi nunca Consuelo les acompañaba: se metía
en sus habitaciones y ellos quedaban en el comedor, con los pies
colocados sobre los morillos de la chimenea, las piernas envueltas en
mantas, fumando y bebiendo café, adormecidos en la tibieza de la
atmósfera. A veces Consuelo, cansada de estar sola, venía a
acompañarles: ellos entonces sacudían su pereza oriental y hablaban de
los asuntos del día, para distraerla: Sandoval refería chascarrillos o
el escándalo de la última semana: Montánchez le escuchaba atentamente,
porque aquéllos eran los ecos de un mundo que él desconocía.
Las conversaciones de su amigo despertaban en su memoria gratos
recuerdos de otros tiempos y de otros lugares, y su borrascosa juventud
desfilaba ante sus ojos medio cerrados: él también había amado y reñido
con maridos celosos, y recibido heridas por mujeres que no le
importaban, y peleado, como Byron, por una patria que no era la suya, y
sufrido miserias por el gusto de triunfar de todas y poder referirlas
después... Y entonces recordaba los años que fueron y le acometían súbitos
deseos de desenterrar, charlando, detalles de su historia que sus amigos
ignoraban; y cuando Alfonso agotaba el tema de las comidillas
callejeras, Gabriel hablaba de París, de Argel, de un carnaval pasado en
Venecia, de la noche en que hirió, a la entrada de Atenas, a un marinero
corso por una mora a quien había visto sólo un ojo y con la cual huyó
después a Menidi; de las noches pasadas al pie de las palmeras en los
oasis, contemplando el fantástico espectáculo de la luna iluminando la
arenosa inmensidad del desierto; y de las orgías nocturnas celebradas en
góndolas al pie del Vesubio, con napolitanas complacientes...
A Consuelo la divertían aquellos episodios que, por lo inverosímiles,
parecían capítulos sacados de un folletín.
Montánchez gozaba refiriéndolos, y como los recuerdos, cuando son muy
vivos, caldean el cerebro, aquellas viejas memorias adquirían a sus ojos
toda la fuerza de la realidad: entonces parecía que su alma misteriosa,
deponiendo su habitual reserva, se desdoblaba para mostrarse mejor, y
Consuelo le escuchaba embelesada, algunas veces con curiosidad, otras
con grima, siempre con interés.
Gabriel Montánchez, que vivió mucho en poco tiempo, era más viejo de lo
que parecía y tenía una historia más larga de lo que sus amigos
imaginaban. Aquel hombre cuyos ojos encerraban, como el mar, abismos
insondables; el médico que vivía encerrado en su estudio,
emborrachándose con tinta, según la expresión de Flaubert, y
arrancándole secretos al cuerpo humano con el microscopio y el bisturí;
aquel viejo de cuarenta años, tan frío y dueño de sí mismo, era en sus
ratos de expansión, otro individuo. A pesar del empeño que siempre
mostraba en no revelarse, la naturaleza o el temperamento vencían su
voluntad, y el alma surgía. Su conversación era sencilla, su lenguaje
claro, sus pensamientos ingeniosos o mordaces: todo lo refería
llanamente, con un candor de niño grande que cautivaba, aun cuando
tratase asuntos difíciles: los mayores delitos los refería claramente,
sin rebuscar palabras que dulcificaran las durezas de la acción ni
disculparse de las infamias cometidas.
Aquellas confesiones provocaban las de Sandoval, reverdecía sus amores
de estudiante, las graves deudas que contrajo y de las cuales hubo de
librarle su padre, su viaje por Europa, en compañía de algunas pecadoras
que se encargaron de embellecerle su estancia en Basilea, Munich y
París, y otros pormenores de su antigua vida de soltero: Montánchez
refería una historieta y él otra, y a veces contaban entre los dos una
travesura en que ambos intervinieron.
Consuelo les oía silenciosa, sin acordarse de su costura, pensando que
su inocencia debía de ser muy grande cuando no tenía nada que referir:
quería conocer bien los secretos del hombre a quien estaba unida por los
vínculos del amor, de la religión y de la ley, y de aquel otro
fantástico personaje que el Destino atravesaba en su camino. Pero en
Alfonso jamás sorprendió nada aborrecible; siempre fué el mismo calavera
de buen tono, franco y valiente, que ella conoció; mozo sin dobleces ni
hipocresías, poeta por temperamento y artista de corazón, que necesitaba
de la alegría y del amor, como del aire, para poder vivir.
En Montánchez su fino instinto procuró ver la luz, y, no hallándola,
retrocedió espantada ante las tinieblas pavorosas que rodeaban su
espíritu gigante: aquel hombre, a pesar de su amabilidad y de la miel
que destilaban sus labios, tenía una historia lúgubre, que se traslucía
en las sencillas narraciones de su vida pasada. Lo más novelesco, los
cuadros más interesantes y dramáticos, aquéllos donde existía un
destello de pasión para disculpar los errores del hombre, eran los que
Montánchez contaba; pero tras estos episodios había otros cuidadosamente
velados, lagunas enormes que el narrador no quiso o no supo llenar,
contradicciones que envolvían misterios, viajes sin objeto, ciudades y
personas cuyos nombres no pudo saber.
A Sandoval le parecía su amigo un calavera afortunado y de talento, que,
cansado de correr mundo, se retiró a la vida tranquila cuando su cerebro
conservaba aún muchas energías para el estudio y su corazón mucho
entusiasmo por la gloria; para Consuelito Mendoza, Gabriel Montánchez
era algo peor que un aventurero; era un criminal; y su imaginación,
predispuesta siempre a ver las cosas abultadas y por su lado pésimo,
creyó adivinar en el misterioso pasado de aquel truhán muchas páginas
rojas. Su marido decía que Gabriel fué un loco de buena índole, porque
él era bueno y no podía juzgar mal a nadie; pero ella no pensaba así:
Montánchez no trabajaba “por amor al estudio”, mentira; quien tal cosa
dijese, era un embustero o un tonto: estudiaba por distracción, por
espantar algún remordimiento ineluctable: el trabajo era para él lo que
el aguardiente para los borrachos o el opio para los chinos; un medio de
olvidar...
Gabriel Montánchez era alto, fornido, con un pechazo de atleta y un
cuello de león. Cuando aquel cerebro privilegiado funcionó estimulado
por la abrasadora sangre de la juventud, y a sus nervios, semejantes a
hilos telegráficos, los contrajo la pasión, sus energías serían
portentosas. Era, pues, un coloso que, si entonces se mostraba grande en
sus libros y en sus rarezas, también lo fué antes en sus amores y en sus
crímenes. Un amor desgraciado y un crimen horrendo: tal era, según
Consuelo, el nudo más interesante de la historia del terrible médico.
Prescindiendo de estas particularidades físicas, lo que más aterrorizaba
a Consuelo era la aureola sobrenatural que, según ella, envolvía el
nacimiento y la historia del arriscado desertor de las tropas argelinas.
Montánchez era médico, conocía el mecanismo de los músculos y de los
huesos, los secretos de la química y de la botánica, y dormir con los
ojos e imponer su voluntad a la persona dormida, convirtiéndola en
instrumento inconsciente y dócil de sus caprichos; y además de este
saber peligroso que adquiriera en las bibliotecas, había viajado mucho
por Oriente, donde aprendió, quizá por boca de algún endiablado brujo,
el secreto de componer venenos, decir sortilegios y preparar filtros
mágicos. En suma: Montánchez era un bandido que, cual otro Judío
Errante, recorrió el mundo bajo la nefasta influencia de su sino; un
corsario del siglo XV vestido a la moderna, un brujo rezagado de la
última “misa negra” que se celebró antes del descubrimiento del gas; un
nigromante que, a usar bigote, hubiera tenido tres pelos del diablo en
cada una de sus guías; una mala persona de la que era prudente recatarse
como de los espíritus infernales...
--Adviértele a Gabriel--dijo Consuelo a su marido una noche después que
el médico se hubo marchado--, que no vuelva a contar más aventuras; de
oírle me pongo nerviosa; es un hombre que da miedo, porque, si es malo
lo que cuenta, peor es lo que calla.
--¿Así que tú crees que Montánchez es uno de los pocos demonios que se
libraron de las parrillas inquisitoriales?
--Poco menos.
--Entonces, ¿un Borgia con su correspondiente redomita de venenos en el
pomo de la espada?... Pues aún le haces favor...
--Búrlate cuanto quieras--exclamó la joven--, pero ¡ojalá que ese tío no
sea nuestro ángel malo!
Alfonso sonrió.
--¡Ay, cabecita, cabecita mía!--dijo--, ¿cuándo te acostumbrarás a ver
las cosas como son?...
Aquellas tardes de invierno pasadas con sus amigos y al amor de la
lumbre, fueron una resurrección para el misantrópico carácter de
Montánchez.
Insensiblemente su espíritu despertaba, sus expansiones eran más
francas, sus pensamientos más explícitos, y aunque seguía fiel a su
antigua costumbre de vivir retraído, esquivando las impresiones con el
mismo cuidado que ponía en impedir que ciertos elementos químicos
quedasen expuestos a la luz, aquel cuartito bien alfombrado y
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