La enferma: novela - 12

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cerezas, y la luz, la terrible luz tanto tiempo buscada, brotó al fin.
Por primera vez vió Consuelo iluminarse aquel punto tan negro hasta
entonces; su conversación con Montánchez, la tempestad, la lucha, la
caída... todo desfiló ante sus ojos como las figuras de una terrible
linterna mágica.
La impresión causada por este doloroso recuerdo fué tan viva, que la
joven dió un salto sobre la cama exhalando un grito angustioso.
Sandoval se levantó precipitadamente.
--¡Consuelo, Consuelo!...
Pero la infeliz ya no le oía.
Cuando, pasado aquel ataque que duró varias horas, recobró Consuelo la
conciencia de sí misma, su tristeza hasta entonces muda y sin nombre,
sacudió la embotada sensibilidad de sus nervios deshaciéndose en
torrentes de lágrimas.
¡Al fin lo recordaba “todo”, estremeciéndose ante el secreto encerrado
en aquella palabra!...
Como por arte mágico desfilaron por su imaginación los recuerdos de
aquellos dos últimos años y la historia de la insensata pasión de
Gabriel: la noche en que Sandoval le presentó a su amigo, la
desagradable emoción que experimentó al sondear con una mirada el
semblante del médico, las circunstancias innúmeras que más tarde
concurrieron a aumentar el antagonismo que involuntariamente sentía por
él, la repugnancia a someterse a sus planes curativos, sus ensueños que
parecían profetizar lo que luego sucedió, sus congojas cuando estaba
junto a aquel hombre misterioso que, a despecho de su amabilidad, la
infundía miedo; los perversos planes ideados por Montánchez para
alejarla de su marido y disminuir la bienhechora influencia de Sandoval;
y, finalmente, sus proyectos de viaje o, más bien, de fuga, único medio
de evitar las fatales consecuencias del amor que bien a pesar suyo había
encendido.
La pasión creció poco a poco en Gabriel hasta dominarle por completo;
era un fuego tardío que volvía a caldear las cenizas aún tibias que le
dejaron otros amores, pero que por lo mismo de ser el postrero brotaba
con ardor y pujanza juveniles; que así como los crepúsculos matutino y
vespertino se parecen, de igual modo las pasiones que marcan la
primavera y el otoño del corazón se asemejan también.
Consuelo adivinó la tempestad que en aquella alma iba formándose, la
sintió crecer y rugir, y tembló por ella y por Sandoval. Cohibida por
las circunstancias, sin energía para tomar una resolución decisiva y
temiendo provocar un conflicto grave entre Montánchez y Alfonso, cuyo
genio arrebatado no necesitaba excitaciones para desbocarse, prefirió
esperar creyendo que manifestando repugnancia hacia el médico
conseguiría separar a Alfonso de su amigo y disuadir a éste de su amor.
Pero la enfermedad era muy grande y un remedio tan débil no dió
resultado.
Gabriel no se preocupó de aquel odio de paloma, seguro de conquistar
tarde o temprano los favores que Consuelo no quisiera otorgarle de buena
voluntad, y Alfonso se rió de las antipatías de su mujer como de un
capricho infantil. ¡La pobre no consideró que estando enferma nadie
tomaría en serio sus deseos, y la tratarían como a una loca mansa y
bonita a la que era necesario dispensar todo!
Quiso protestar y no pudo; le faltaban palabras, conceptos propios y una
voluntad enérgica que la sostuviese; si alguna vez procuró hablar con su
marido de aquel asunto, Alfonso la embromaba llamándola monigote mimado,
la besaba, la daba azotitos, la hacía cosquillas... y ella entonces
también reía y olvidaba sus negros presentimientos: así fueron
sucediéndose los meses a los días, y cuando Consuelo, quebrantando su
letargo, comprendió que era preciso huir, el Destino torció un instante
la buena marcha de las cosas, despeñándola al abismo cuando iba tocando
con sus manos las puertas de la salvación.
El recuerdo de aquella caída obscura y sin placer, la causaba infinita
angustia. ¡Ay!... nadie lo sabía, a nadie se lo dijo, el horrible
misterio moriría con ella, pero adivinaba que ya no era la misma, que la
Consuelo de ahora era semejante pero no idéntica a la Consuelo de antes,
y que sobre su cuerpo, hasta entonces tan fiel, había caído una mancha
imborrable, que Alfonso no la perdonaría nunca. Recordaba las
conversaciones de su marido acerca de la fidelidad conyugal, la idea
elevadisísima que tenía éste formada de la mujer, y lo que dijo una
noche en que, siendo novios aún, ella le reprochó llorando sus
relaciones con una cantante de zarzuela.
--Ése es un pecadillo que debes perdonarme--había contestado Alfonso--,
pues los hombres que como yo están acostumbrados a la vida alegre, no
pueden prescindir de ciertas distracciones; pero eso acabará hoy mismo,
y si alguna vez mis ojos y mi cuerpo te han sido infieles, mi corazón y
mis pensamientos siempre fueron tuyos; la materia podrá caer arrastrada
por la tentación, pero el alma te pertenece.
--Esos distingos no me convencen--repuso ella--; ¿te gustaría que yo
hiciese otro tanto? ¿O eres tú de los caballeretes que defienden la ley
del embudo?...
Entonces Sandoval se extendió en una larga disertación acerca de la
citada ley, diciendo que pues las primitivos legisladores no disfrutaron
de sueldo, no es raro procuraran recompensarse su trabajo concediendo a
los hombres libertades especiales.
--El amor--sostenía Alfonso--es una pasión única, inmensa, universal,
sin épocas ni fronteras; es el único destello que Dios puso en nosotros:
el sentimiento que nos hace discurrir, trabajar y caminar hacia
adelante; y si estudiásemos minuciosamente la historia, veríamos cuántos
adelantos ha realizado el amor en la humanidad. Esta pasión tiene dos
fases, dos aspectos diferentes; las mujeres lo consideran de un modo,
los hombres de otro. El amor lo ocupa todo en la vida de una mujer,
mientras en el hombre sólo llena una parte; la mujer cifra su felicidad
en querer hasta el delirio y ser amada de igual modo, y está dispuesta a
los mayores sacrificios aun cuando el hombre a quien entregó su albedrío
no corresponda cumplidamente a su pasión; y no le pregunta por su
pasado, ni le importa que haya tenido queridas; sólo ansía amor, amor
eterno; así quieren las mujeres de corazón, así me quieres tú... El
hombre no siente el amor así, pues su sexo, su educación y su
temperamento, se lo impiden. Yo, verbigracia, hago de mi mujer mi ángel
tutelar: tú eres mi amor, mi ilusión más querida, mi esperanza más
risueña, mi tesoro más preciado; en ti deposito mi felicidad y mi honor,
te doy mi juventud, mi existencia, mi fortuna, el vigor de mis caricias,
todo lo que poseo, hasta mi nombre... Nuestros destinos no pueden
separarse; tu sangre es mía; tu carne es mi carne, lo que a ti te
molesta a mí me ofende también; no tenemos más que una cabeza y un
corazón, un entendimiento y una sola voluntad, y, claro es, Consuelo
mía, que poniendo en ti toda mi alma, he de quererte más que a mí, pues
al amor que te profeso agrego el que tú me inspiras como mujer buena y
hermosa. Por mi persona no paso cuidados; soy fuerte y me sobran brazos
y corazón para defenderme de cualquier enemigo; pero en cambio tú, niña
de mi alma, que eres débil y tímida, me preocupas constantemente. Yo,
que conozco los lazos que el vicio enlaza a los pies de las mujeres,
¿cómo he de consentir que ande libremente por el arroyo la joya que yo
desearía guardar en un fanal para que el aire no la tocase?... Eso
equivaldría a poner una perla en el regajo, al alcance de la codicia
pública. No, Consuelo; yo te deseo con toda mi alma y todo mi cuerpo, y
por eso quiero que tu cuerpo y tu alma estén enteramente puros, que no
hayas querido a nadie, que no hayas besado a nadie, que yo sea el único
hombre que estreche tu brazo y llegue a tu corazón. Conozco tu historia;
tu buen padre, al echarte en mis brazos limpia de toda mancha, cumplió
su misión; ahora he de cumplir yo la mía. No tengo celos de ti, pero
debo tenerlos de todos los hombres, porque mi buen sentido me dice que
ellos te desean como yo te deseo, porque tu hermosura halaga su
sensualidad y despierta sus pasiones, y si no te enamoran es porque no
se atreven. Y no digas que soy mal pensado, porque eso mismo hice yo
antes de enamorarme de ti con todas las hembras hermosas que he visto, y
no soy más pecador que otro cualquiera... Pues bien; si alguno de ellos,
abusando de tu debilidad o de mi confianza, llegase a ti, manchando la
castidad de tu cuerpo, creería que el mundo me aplastaba. ¡Ay,
Consuelo!... Nada ha sucedido y, sin embargo, cuando pienso que esa
catástrofe entra en el número de las cosas posibles, siento vértigos de
ira. No hallaría ningún tormento para castigar al villano que nos
hubiera perdido, pues aunque sorprendiese a su mujer y a sus hijas y
devolviera en ellas la afrenta que en ti me hizo, aunque le cosiera a
puñaladas, su sangre no bastaría a lavar su crimen, porque las cosas que
sucedieron son irremediables. Tú eres luz que me guía, aire que dilata
mis pulmones, espejo donde mi honor se refleja... y antes que ese espejo
se rompa o se empañe, antes que esa luz se extinga o ese aire me falte,
prefiero morir.
De estas apasionadas conversaciones se acordaba Consuelo y cada frase
punzaba su corazón: Alfonso había sido un buen profeta, sus temores se
cumplieron.
--Ya no soy la misma mujer--murmuraba en sus amargos soliloquios--que
hace dos años llevó al altar; ya no soy su ángel custodio, porque el
demonio me cortó las alas... Sí, quiero morir para descansar, para no
acordarme; las caricias de Gabriel me dan frío; sus besos, asco...
algunas veces creo que se me conocen en la cara... Deseo morir, es el
único medio de que este secreto permanezca oculto; muerta yo, Alfonso
nada sabrá y seguirá amándome: soy buena, la conciencia no me reprocha
nada; merezco, pues, en cierto modo, que él siga amándome... y la idea
de que mi memoria le arranque lágrimas y de que irá a poner flores sobre
mi tumba, es lo único que me hace feliz... No quiero vengarme de ese
canalla; la persona a quien podía encomendar mi venganza es Alfonso, y
aunque el desgraciado le matara, se moriría después de dolor; ¡él mismo
me lo ha dicho muchas veces!...
Estos monólogos eran silenciosos, los discurría sin llegar a
pronunciarlos, y dando vueltas al mismo tema pasaba los días, mientras
Alfonso, sentado junto a ella, miraba sus labios, acechando alguna frase
que le pusiera en la pista del hecho que su corazón presentía. Cuando la
intensidad de aquel marasmo intelectual disminuía, Sandoval procuraba
distraerla refiriendo cuentos; ella le escuchaba atentamente, pero de
pronto, y cuando él estaba más satisfecho de la virtud terapéutica de su
conversación, el rostro de la joven se cubría de palidez cadavérica, sus
ojos se llenaban de lágrimas y se arrojaba llorando en brazos de su
marido.
--¡Ay, Alfonso, encanto de mi vida--decía entre sollozos--, qué
desgraciada soy!... ¡Qué pena, Dios mío, qué pena tan grande llevo en el
corazón!... Yo me siento morir, porque esto no me deja respirar, no
puedo vivir así... tengo metida en el pecho una serpiente que va
devorándome las entrañas poco a poco... ¡No, tú no sabes cuánto sufro...
es una espina, un veneno, un demonio... deseo morir o que me mates!...
Y en el paroxismo del dolor, con la voz enronquecida por la angustia y
como si quisiera descargar su conciencia:
--¡Ay, Alfonso--decía--, si tú supieras, si tú supieras!...
Al fin, caía rendida sobre el lecho, y Sandoval quedaba absorto,
devorando sus dudas, estudiando aquellas palabras misteriosas que el
dolor arrancaba a la prudencia de la enferma.
Cuando salía de su abstracción, ya Consuelo estaba desmayada y era
inútil preguntarla; entonces la sacudía desesperado, cogiéndola de un
brazo.
--¿Qué no sé yo? di... ¿qué es lo que ocultas?...
Después su excitación disminuía y tornaba a sentarse, con las piernas
extendidas y los brazos cruzados.
Había transcurrido un mes desde que Consuelo cayó enferma: los ataques
histéricos eran menos frecuentes, pero su salud quedó muy resentida.
Tenía los ojos más hundidos, el semblante enflaquecido, los labios sin
color, el cuerpo desmazalado; comía poco, dormía mal y la fatiga
avasallaba su espíritu.
Alfonso Sandoval decidió que los médicos la reconociesen, pues
Montánchez se había negado a ello rotundamente, y por la alcoba de
Consuelo pasaron varias celebridades científicas. Unos creyeron que se
trataba de una afección cardíaca, otros de un padecimiento cerebral,
quién de un desarreglo en las funciones del aparato generador, y quién
imputó al hígado la culpa de todo. Alfonso escuchaba sus pareceres y les
hacía recetar, y cuando hubo desfilado el último, reunió un montón de
prescripciones tan extensas, que entre todas hubiesen agotado los
medicamentos de una botica bien surtida: duchas, fricciones, pomadas,
cataplasmas, sanguijuelas, agua de azahar, éter, cloroformo, valeriana,
acónito, bromuro... de todo había allí.
El último médico que vió a Consuelito Mendoza fué un antiguo amigo de
Sandoval.
El anciano profesor la pulsó, la examinó los ojos, auscultó los latidos
cardíacos, reconoció detenidamente el vientre y los costados, y después
de repetir las mismas operaciones varias veces, sorprendido de no hallar
nada se encogió de hombros.
--El corazón--declaró--está sano, pero anda mal; sufre palpitaciones y
contracciones violentísimas que me inducen a creer que la enferma ha
experimentado una impresión muy grande.
--No sospecho qué pueda ser--repuso Alfonso.
--¡Es extraño!... yo juraría que algo grave la ha sobrecogido.
--Y usted no podría precisar...
--Imposible; si usted, que vive con ella, lo ignora, ¿cómo voy a saberlo
yo, que desconozco su historia y su vida?...
El médico se fué sin recetar y Alfonso volvió al cuarto de Consuelo
devorado por sus presentimientos.
La joven, que no se había enterado de nada, parecía dormir.
--En este misterio hay un hombre--murmuró Alfonso--; no sé quién es,
pero el corazón me dice que hay un traidor, cuyo nombre necesito
conocer; ¡si ella hablase, si pronunciase una palabra, una sola!...
Y se quedó mirando a Consuelo como quien contempla a una esfinge.
La vida de Consuelo iba extinguiéndose paulatinamente, como lámpara
falta de aceite. El cerebro perdía vigor y las nociones del mundo real
se borraban mezclándose unas a otras; los nervios, relajados por las
descargas eléctricas que habían sufrido, no vibraban y yacían
insensibles y lacios como las cuerdas de un instrumento musical roto; y
como consecuencia inmediata de aquel agotamiento intelectual, el cuerpo
también se hallaba rendido.
Consuelo empezó a enflaquecer de un modo alarmante: su repugnancia a
ingerir alimentos y su dolor silencioso y continuo, eran dos poderosos
agentes de destrucción a los cuales su delicada juventud no podía
sobreponerse. En su pálido semblante se acentuaban las dos arrugas
laterales que cava el desencanto desde las ventanas de la nariz a las
comisuras labiales, los ojos perdieron su brillo, el cuerpo su esbeltez,
el cuello su gracia. Una consunción terrible minaba su organismo
arrebatando lentamente la vitalidad a la sangre, la energía a los
músculos, su frescura a la carne.
Consuelito Mendoza se moría, pero rápidamente, por momentos, con una
velocidad tal, que casi podía apreciarse a simple vista: Sandoval lo
reconoció y su angustia fué mayor sabiendo que la joven moría de
tristeza, de anemia, de histerismo, del corazón, de una enfermedad, en
fin, sin nombre, vaga, misteriosa como la producida por aquellos
infernales venenos que componían los italianos del siglo XVI.
Hasta entonces se limitó a ver y callar, y cuando hablaba con ella lo
hacía de asuntos indiferentes, temiendo mortificarla con sus preguntas.
Entretanto, se devanaba los sesos discurriendo siempre acerca de la
misma cuestión. ¿Cómo enfermó tan repentinamente? ¿Quién la cubrió los
brazos de cardenales?... Un hombre, sin duda; y ese hombre, ¿quién era,
cómo se llamaba, dónde vivía?...
Muchas veces pensó en Gabriel Montánchez; el médico era su amigo, casi
su hermano, y aunque no hubiese renunciado por cansancio y desde hacía
mucho tiempo a su antigua vida libertina, el entrañable cariño que ambos
se profesaban imposibilitaba una traición: desconfiar de Montánchez
equivalía a dudar de la virtud de Consuelo o de sí mismo, presunciones
ambas inadmisibles.
Alfonso renunció, pues, a esta primera hipótesis y echóse a discurrir y
a fabricar castillos en el aire. Un enamorado desconocido no podía ser,
porque Consuelo jamás salía sola a la calle y nadie enloquece de amores
por una mujer a quien no ha tratado; el hombre que entró en su casa
tampoco fué un ladrón, pues nada faltaba; era, por tanto, lógico suponer
que habían ido por su honra y no por su dinero.
El silencio de la joven corroboraba sus conjeturas; era innegable que
ella, contra su costumbre, disimulaba algo. ¿Por qué no hablaba del
viaje con el interés que hasta entonces? ¿A qué causa atribuir su
tristeza y su enfermedad?... ¿Era admisible que una tronada de primavera
fuese origen de aquella gravísima perturbación nerviosa?... Y,
finalmente, ¿cómo Consuelo no le reveló el motivo de los arañazos y
verdugones que tenía en las piernas, en los brazos y en la cara?...
Allí había un secreto, tanto mayor cuanto más inexplicable era el
silencio de la enferma, y era necesario despejarlo en seguida porque le
iba en ello su tranquilidad y tal vez la vida de la joven.
Alfonso Sandoval dejó de salir; permanecía día y noche sentado en un
sillón junto al lecho, cuidando a Consuelo, tapándola cuando se
desnudaba, inventando farsas para distraerla en sus ratos de juicio,
procurándola bocados substanciosos y exquisitos al paladar, y acechando
el momento de arrancar a sus delirios alguna revelación. Esta esperanza
era la que le sostenía impidiendo que la fatiga cerrase sus párpados; no
tenía sueño, ni ganas de comer, ni de salir: era también un estado
patológico de sus nervios, acuciados siempre por una idea fija.
De noche se embozaba con su capa para no sentir frío, y mientras
apuraba, una tras otra, varias tacitas de café, vigilaba a Consuelo con
atención y paciencia incansables; cuando ella balbuceaba alguna frase,
Alfonso se inclinaba sobre el pecho de la enferma procurando entender lo
que decía por el movimiento de las labios; mas aquellos sonidos mal
articulados eran tan débiles que nunca podía entenderlos, y tornaba a
sentarse desesperado, bregando siempre con el mismo tema.
Y otra vez desfilaron por su cabeza aquel ladrón desconocido y las
figuras de sus compañeros de casino, aun las de aquéllos que menos
trataba, y la de Montánchez; y después de examinarlas minuciosamente
volvía a empezar con la primera de la serie, obligándolas a girar en
torno suyo como los caballejos de un tío vivo.
De pronto sus ojos se iluminaron y cuatro palabras que envolvían una
duda espantosa surgieron ante él entre dos signos de interrogación.
--¿Y si fuese Montánchez?--preguntó la voz reveladora.
--¿Y si fuese Montánchez?--murmuraron como un eco los labios de
Sandoval.
Pero, no, eso era imposible; ya se lo había preguntado antes y rechazó
tal pensamiento como absurdo... ¿Y por qué lo rechazó?... Ah, sí, por
varias razones que eran de gran peso. Sin embargo, no estaba
tranquilo.--¿Y si fuese, y si fuese?...--repetía en sus profundos la voz
misteriosa.
--Gabriel--agregó--siempre fué un calavera, un perdido con talento y
buena fortuna, pero también un vicioso con el alma manchada de cieno. Un
hombre que no cree en el honor, ni en sí mismo, ¿no es capaz de todo?...
¡Horror!... Hacerme él traición... no, no lo creo; yo, tratándose de un
amigo íntimo, tampoco sería capaz de cometer villanía semejante...
Además, Gabriel me quiere bien, tengo recibidas de su cariño pruebas
inconcusas, y aunque sea un pillo es también un valiente que, antes de
traicionarme, me diría sus intenciones claramente. ¡Además!... él está
muy hastiado de placeres y el cansancio es la moral que más santos ha
hecho. Por otra parte, Consuelo le odia con toda su alma... ¡No, cuando
digo que eso es imposible!...
Sandoval se pasó la mano por la frente horrorizado de la ofensa que
mentalmente infiriera a la honradez y fidelidad del médico, y nuevamente
comenzó a girar el fantástico tío vivo de sus amistades.
Pero la figura de Gabriel Montánchez volvió a presentarse una vez y otra
con tal insistencia, que llegó a dominarle. Recordó las palabras que
había oído a Consuelo en diferentes ocasiones, la inexplicable aversión
que sintió siempre hacia su amigo, el malestar que experimentaba en su
presencia y la facilidad que Gabriel adquirió para dormirla...
--¡Y si el miserable, abusando de ese poder, hubiera llegado hasta el
punto...!
El concepto embozado en aquella frase despertó en él una ira salvaje y,
sin saber lo que hacía, dió tal patada en el suelo, que las paredes
retemblaron y Consuelo abrió los ojos; mas el ruido se extinguió y sus
párpados volvieron a cerrarse con la tranquilidad del caminante que,
tras una jornada de muchas leguas, se abandona al sueño sobre un colchón
de plumas.
Aquellas primeras cavilaciones arrastraron en pos de sí otras memorias y
Sandoval fué acordándose del empeño que mostró Gabriel en curar el
histerismo de Consuelo por la sugestión; sus consejos acerca de la
conveniencia de conceder a la joven más libertad y permitir que
anduviese sola y por donde quisiera, so color de fortalecer su voluntad
y acostumbrarla a discurrir por sí misma; su empeño en referir en sus
reuniones íntimas del invierno, lances maravillosos que cautivaban la
imaginación de Consuelo y le ofrecían como a un personaje novelesco
rodeado de esa aureola fantástica que envuelve a los protagonistas de
los cuentos orientales; y, sobre todo, recordó un detalle... una frase
que entonces creyó insignificante, pero que ahora era para él la
expresión indubitable de un pensamiento criminal.
En cierta ocasión, estando Consuelo desmayada, él, subyugado por la
hermosura de la joven, le preguntó a Gabriel sin poder dominar su
pensamiento:
--¿Es hermosa, verdad?
Y Montánchez repuso:
--¡Oh, es perfecta!...
Sandoval recordó bien los pormenores de aquella escena: su amigo estaba
de pie, mirando a la enferma con un arrobamiento que le alejaba del
mundo; al oír su pregunta se estremeció, y como quien despierta de un
sueño lanzó aquella exclamación; exclamación leal, que le salía de muy
hondo, porque Montánchez la dijo con el acento del hombre que, creyendo
estar solo, habla consigo mismo. Era, pues, indudable, que en tal
momento el médico también admiraba la belleza de Consuelo, y este
pensamiento envolvía un deseo, un principio de amor, que pudo ir muy
lejos.
Sí, era innegable que Montánchez le había traicionado con el
pensamiento, y el que las imagina las hace, no bien la ocasión se
presenta; ¡y si aquella ocasión fatal hubiese llegado!...
Sandoval quedó estupefacto ante su descubrimiento, pues ya imaginaba que
el criminal estaba descubierto y que sólo faltaba castigarle. Levantóse
cautelosamente del sillón y, apartando la sábana y las mantas, examinó
nuevamente los brazos de Consuelo a la luz del quinqué: las señales
moradas habían disminuído mucho, pero aún se distinguían perfectamente;
y tan grande, tan íntima era ya la convicción de Alfonso, que creyó
reconocer en ellas las manos y los dedos de Montánchez.
--Sí, es él--exclamó a media voz--; ¿por qué buscar sofismas que le
disculpen? Aquí ha ocurrido una escena horrible; en ausencia mía la ha
fascinado, arrojándome a la cara un estigma que nadie puede borrar...
El crimen adquiría a los ojos de Sandoval proporciones tan gigantescas,
que la magnitud de su venganza no le cabía en la frente. Levantóse
desesperado y abrió con estrépito las hojas de la ventana; eran cerca de
las siete de la mañana y la rojiza luz del quinqué palideció bajo la
claridad diurna. El tiempo era hermoso, por la calle discurrían algunos
barrenderos con sus escobas al hombro, en la Puerta del Sol había un
grupo de desarrapados junto a un puesto de café.
--Pero necesito una prueba--murmuró Sandoval--, una sola, porque de lo
contrario no sabré acusarle... Cuando venga le recibiré secamente, como
nunca; a él le sorprenderá mi conducta, y como a los criminales los
dedos les parecen agentes de policía, dirá: “Éste ya sabe algo”. Y como
es de los templados, se pondrá fosco.--¿Por qué estás así?--Porque eres
un canalla, Gabriel.--¿Yo?--Tú, sí; abusaste de Consuelo y voy a
arrancarte las entrañas... no lo niegues, ten agallas para confesar tu
crimen, cobarde ladrón... Atrévete, tú que has realizado tantas proezas,
que has hecho correr a tantos... ven a mí, quiero reñir contigo en un
cuarto cerrado, como pelean los hombres de verdad, no los fantoches de
novela... Y él se encrespará furioso y se arrojará sobre mí, y
entonces... ¡me le como a mordidas, le despedazo!... Le saco los riñones
y se los pateo; le trituro, le reduzco los huesos a polvo, me baño en su
sangre... ¡Toma, charrán, miserable, villano, bandido, toma!...
Comenzó a dar puntapiés, presa de terrible cólera; los muebles caían al
suelo.
--¿Qué habías creído, bellacón--prosiguió--, que yo no era capaz de
vengar tamaño agravio?... Toma, en las tripas, ¡pum! en la cabeza...
¡así! ven acá, levántate, ya te dejo, acércate, acércate más... Parece
que mi cabeza va a dar un estallido... ¡Qué martilleo, estoy
atontado!... ¿Y si fuera inocente, o tan hipócrita que negase a pies
juntillas el mal que ha hecho? ¿Cómo la emprendo a bofetadas con quien
jura ser mi mejor amigo?... ¿Y si con sus razones consigue calmarme y
mientras yo me sosiego el indecente se ríe por dentro de mi
credulidad?... ¿Qué hago yo entonces?... Por eso necesito una prueba de
esas que se ven y se tocan... que son irrecusables... y con un testigo
así ya no dudaré aunque él me aseverase lo contrario de rodillas. Señor,
¿por qué no habla Consuelo, por qué ese espejo no conserva la imagen de
lo que aquí sucedió aquella tarde maldita?...
Acercóse a la chimenea y oprimió un timbre; la doncella se presentó.
--Ten--dijo Alfonso entregándola una tarjeta en donde había escrito
algunas palabras--, ve corriendo a casa del señor Montánchez y entrégale
esto. Vuelve pronto.
Cuando la muchacha llegó al domicilio del médico, éste se disponía a
meterse en la cama.
Montánchez cogió la tarjeta y leyó:
“Gabriel: Necesito verte en seguida; ven”.
Montánchez estrujó el cartoncillo entre sus dedos y empezó a pasear por
su despacho con la cabeza inclinada sobre el pecho y los brazos echados
atrás, sin acordarse de que la mujer que tenía delante esperaba una
contestación.
--¿Qué hora es?--preguntó.
--Las siete y media.
--¿De la mañana o de la noche?
--¡De la mañana!--replicó la doncella estupefacta.
Hubo una pausa.
--Bueno; dile a don Alfonso que iré después de la una...
En el transcurso de aquel mes Gabriel Montánchez había tenido tiempo
suficiente para examinar su situación y el curso probable de los
acontecimientos. Al principio creyó que todo estaba irremisiblemente
perdido, pues lo más fácil era que Consuelo, en un momento de locura o
de debilidad, se lo dijese todo a Sandoval, y resolvió permanecer
alejado del teatro de los sucesos, esperando el desenlace de aquel drama
cuyas últimas páginas iban necesariamente a mancharse de sangre; pero
cuando vió que todo continuaba tranquilo y que Consuelo Mendoza se moría
poco a poco y sin hablar, recobró su aplomo.
Montánchez se había engañado respecto de sí mismo una vez más, pues
tomando por verdadera pasión lo que sólo fué un arrebato de su
sensualidad, creyó que el amor hacia Consuelo era el mayor cariño de su
vida; pero cuando satisfizo aquel deseo, la indiferencia consiguiente a
la posesión le demostró que su corazón estaba frío y que la cabeza era
demasiado dueña de sí para consentirle nuevas locuras, y lo único que
deploró fué haberse expuesto tanto por lo que le interesaba tan de
soslayo.
--Si Consuelo muere--pensó Montánchez disponiéndose a dormir--, el
conflicto queda resuelto, pues los difuntos no hablan; si vive,
procuraré estar a su lado todo el tiempo posible para sujetar su lengua.
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