La enferma: novela - 06

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confortable de la calle Arenal, fue para él un oasis delicioso en su
desierto de estudios y vigilias. En casa de Alfonso encontró
comodidades, una chimenea siempre encendida, tabacos, café, un amigo con
quien evocar libremente los recuerdos de los años pretéritos en la
seguridad de ser escuchado con interés, ya que sus vidas corrieron
juntas muchas veces, y una mujer que halagaba su vanidad con la atención
que prestaba al relato de sus aventuras.
En el seno de aquella intimidad, donde la presencia de Consuelo
reforzaba el afecto de los dos amigos, pasó el invierno y llegó el mes
de mayo con sus alegres alboradas.
--Estoy quebrantando mis votos--solía exclamar el médico--, y jugándome
la tranquilidad; y como aún soy joven y remolco muchos vicios sobre la
conciencia, temo que el mundo consiga engatusarme otra vez.
Sandoval procuraba retenerle alegando, entre otras razones, la necesidad
de velar por la salud de su mujer.
--No seas maniático--decía--; aquí vives perfectamente, tan libre del
mundo y del tiempo como en tu misma casa; puedes con más facilidad
estudiar el temperamento y los achaques de mi enfermita y, sobre todo,
ganar poco a poco su confianza y su aprecio, circunstancias que te
permitirán entenderte con ella y someterla a tus procedimientos
sugestivos.
--Eso sí--replicaba Gabriel--, en cuanto yo pueda allanar el misterioso
santuario donde las personas nerviosas encierran sus afectos, y Consuelo
se acostumbre a verme sin temblar, su curación está asegurada.
La vida de Montánchez había cambiado notablemente. Al principio sus
visitas eran raras, parecía que le llevaban a remolque, y siempre
pretextaba, para no ir, su amor a la soledad o la urgencia con que había
de terminar algunos trabajos: después sus visitas menudearon y pocos
meses después eran casi diarias: hubiérase dicho que su espíritu
empezaba a disfrutar de una segunda primavera y que bajo el sol de la
amistad retoñaban los pocos gérmenes que no tronchó el sufrimiento.
--El mundo y la juventud vencen mi voluntad--decía Gabriel cuando vió
que el fastidio también le perseguía en su cuarto de estudio--; la
soledad me aburre, mi dolor de tantos años se desploma, el contento
vuelve a uncirme a su dorado carro de cascabeles...
Pero Consuelo creía con terror que quien le arrastraba era un diablo, y
que ese diablo le empujaba hacia ella...
La joven seguía empeorando; cada vez su temperamento era más irritable,
más irregular; lloraba y reía por todo, y su carácter cambiaba como las
piedras de un kaleidoscopio sin que en ella se revelase ninguna idea
matriz que sirviese de norma a sus pensamientos. Pocas eran los noches
en que no sufría algún ataque de jaqueca: entonces se ponía
insoportable; todo la molestaba: la luz, el ruido de los platos que la
doncella fregaba a cencerros tapados al otro extremo de la casa, el
ruido de la péndola del reloj, las voces de los vecinos, el rodar de los
coches. Al fin se quedaba dormida boca abajo, con la cabeza entre las
manos para no oír, sufriendo descargas nerviosas que la hacían brincar
cual si de improviso la pusieran en comunicación con una pila eléctrica.
Algunos médicos que la examinaron dijeron que aquello no revestía
gravedad, que todo ello desaparecería con los primeros síntomas de
embarazo, y que era inútil y hasta peligroso emprender ningún plan
curativo, ya que se trataba de una enfermedad que no ofrecía caracteres
determinados. Montánchez también se mostró partidario de la espera.
--Aguardemos--decía--a que llegue el verano; el frío ejerce influencia
funesta sobre los organismos delicados, pues contrae los nervios
sometiéndolos a dolores cruelísimos; con los primeros calores se
disiparán esos amagos de histerismo y entonces emplearemos con ella un
tratamiento más bien higiénico que terapéutico.
A despecho de tantas opiniones tranquilizadoras, un accidente imprevisto
demostró que no se trataba de ningún desarreglo vulgar, y que el mal de
Consuelo adquiría proporciones alarmantes.
Una tarde, después que Montánchez se marchó, la joven fué a sentarse
sobre las rodillas de su marido, rogándole con porfiada insistencia que
contase algún cuento para distraerla; todo el día estuvo alegre y
parlanchina, y muy entusiasmada con la idea de ir por la noche a ver
unos acróbatas chinos que despertaban en el público, según decía el
cartel, “gran atracción”.
--¿Te sientes bien?--preguntó Alfonso.
--Sí, muy bien.
--Tienes amarillentos los ojos y las encías muy pálidas--agregó él
examinándola--; pronto empezarás a beber agua de hierro y en cuanto
llegue el buen tiempo saldremos a pasear todas las mañanas, para que
aspires los aires vivificadores del campo; y este verano, al mar, a
bañarnos y a correr por la playa. Dos meses de vida salvaje nos harán
infinito bien a los dos: este Madrid es una cloaca blasonada donde
estamos pudriéndonos poco a poco.
--Conformes, ¿me cuentas eso?...
--No creas--continuó Sandoval distraído--, yo también deseo verme
vestido de campesino y tener una escopeta y un perro, ¡me aburren tanto
esas alamedas del Retiro, con sus arbolitos recortaditos y afeitados por
la mano del jardinero!...
--¿Me complaces en lo que pido--interrumpió Consuelito impaciente--, sí
o no?
--Sí, niña; ¿qué es ello?
--Un cuento.
--¿Cómo lo quieres?
--¡Como te dé la gana, con tal que dure hasta la hora de cenar!
Y su cara, hasta entonces sonriente, se puso seria, expresando en pocos
segundos sorpresa, furor y angustia.
Había visto en el alfiler de corbata de Alfonso un hilo de toquilla, que
recordaba la presencia de otra mujer.
--¿Qué tienes aquí?--preguntó levantándose y cogiendo entre sus dedos
convulsos aquella prueba de adulterio.
--¿Dónde?--preguntó Sandoval estupefacto.
--Aquí, ¿no ves? ¿Dónde has estado, de dónde vienes, a qué mujer has
abrazado? Alfonso, dímelo por Dios, por tu madre... mira que prefiero
saber la verdad, toda la verdad, por tus labios. ¿No ves? Habla,
cuéntamelo todo, yo te perdono antes de saberlo... pero dime a quién has
abrazado, dime su nombre, ¡su nombre! para que yo pueda maldecirlo...
--¡Consuelo, por lo que padeció Cristo en la cruz!
--Porque tú has abrazado a otra mujer--afirmó ella--; éste es un hilo de
toquilla, de una toquilla azul y yo no tengo ninguna de ese color...
--Cálmate y déjame hablar--dijo Alfonso poniéndose muy serio--, y
procura no aturdirme con papeles trágicos; estás preguntándome cosas a
las cuales no puedo responder porque las ignoro tanto como tú...
--¡Mentira!
--Repito que no puedo satisfacer tu curiosidad más que con suposiciones:
yo no he estado en ningún sitio donde no pueda entrar contigo, y con
esto digo bastante: ni he hablado con mujeres. Ese hilo maldito habrá
caído de algún balcón y se enredaría ahí... ¿qué sé yo?...
--¡Mentira!--gritó la joven con vehemencia--, conozco que mientes en tu
manera tibia de negar; porque si fueras inocente y te doliesen mis
dudas, protestarías fogosamente, como todo el que tiene su conciencia
limpia.
Y continuó mesándose los cabellos:
--¡Con otra, Virgen santa, con otra, dejarme a mí por otra, a mí, que le
quiero tanto!... ¡Eres un criminal que va matándome poco a poco!... Y es
que ya no me quieres... estás harto de mí y con mi enfermedad, Dios mío,
te aburro más aún... y me castigas así, dejándome, como si yo tuviese la
culpa de los dolores que sufro...
--¿Quieres escucharme una observación?
--No, este desengaño me mata... no podré resistirlo... ¡Con otra, padre
mío, con otra!...
Aquel ataque de celos fue tan violento, que su delicado organismo no
pudo soportarlo. Calló repentinamente, permaneciendo de pie, con la
cabeza un poco inclinada hacia adelante y los brazos inertes a lo largo
del cuerpo; parecía la imagen del abatimiento: después, perdiendo el
equilibrio, lanzó un grito ronco y hubiese caído al suelo si Alfonso no
la coge del talle.
Inmediatamente una criada fué en busca de Montánchez, que no tardó en
acudir: cuando llegó, la joven seguía tendida en la cama sin recobrar el
conocimiento: tenía los ojos un poco abiertos y entre los párpados dos
gruesos lagrimones que parecían congelados; el semblante conservaba su
color habitual, pero el pulso era casi imperceptible y la respiración
fatigosa. Gabriel la llamó por su nombre y no obtuvo contestación.
--Está insensible--dijo--; todo lo que ahora hiciésemos por despertarla
a la vida sería inútil; esperemos a que decline la crisis.
--¿Te parece--observó Alfonso--que le echemos agua fría por la cara?...
Acaso reaccione.
--No consigues nada, pues no hay reacción donde la sensibilidad falta;
es preferible aguardar a que vuelva en sí, y probablemente no tardará
mucho, pues ya la naturaleza estará luchando y poniendo en juego sus
resortes para triunfar del mal.
Alfonso, lleno de impaciencia, comenzó a pasear por el gabinete,
mientras Montánchez permanecía de pie junto a la cama, mirando a la
enferma: estaba un poco pálido y en su semblante impasible vagaba una
ligera expresión de tristeza y ansiedad. En aquel momento Consuelo
sonrió y sus facciones denotaron bienestar infinito.
--Consuelo--exclamó Alfonso cogiéndola una mano--, ¿te sientes mejor?
Montánchez le hizo seña de que era inútil hablar, pues la enferma no
oía.
--¿Que no me oye... y está riendo?
--Ríe... ¡vaya al diablo a saber de qué! Esta muchacha es histérica y
casi todos los ataques de histerismo se presentan así.
--Nunca la he visto igual.
--Es porque el mal sigue creciendo.
--¡No quiero café, concho!... ¿No sabes que me pone nerviosa?--gritó de
repente la joven.
Los dos hombres se miraron.
--De eso hablamos hoy a la hora de almorzar--dijo Alfonso--. ¿Pero será
posible que no me oiga?... ¡Consuelo, Consuelo!...
--Alfonsete, ¡qué rico!...--exclamó ella--, las consecuencias serán de
oro, ya verás... si no te quedas ciego... ¿Sabes que me duele el
corazón?
--¡Si parece loca!--murmuró Sandoval consternado--; ¿es posible que se
discurra así sin haber perdido la razón?...
--Lo que presenciamos no es extraordinario; cuando recobre el
conocimiento estará como de costumbre y sin acordarse de nada.
Consuelo se había quedado seria y su semblante expresó ira, cansancio,
después miedo.
--¿Y si muriera en un ataque de esos?...--preguntó Alfonso.
--Imposible, en el caso presente, por lo menos.
Sandoval empezó de nuevo a pasear con los brazos cruzados a la espalda,
mientras el médico continuaba en la alcoba mirando a la joven con
insistente fijeza. Entonces Consuelo sonreía con sonrisita semejante a
un iris de paz, cual si sus oídos gozasen los acordes de una música
deliciosa.
Alfonso, que se había detenido delante del lecho, exclamó:
--¿Es hermosa, verdad?
--¡Oh... es preciosa!--repuso Montánchez cerrando los ojos, distraído y
como en éxtasis.
Sandoval le miró un instante y dijo:
--No puedo estar tranquilo mientras la vea tendida ahí, como una muerta;
¿quieres que probemos a despertarla dándole a oler amoníaco?
--Probemos.
Alfonso salió del gabinete trayendo a poco un frasquito destapado que
puso bajo las narices de la enferma; ésta, al principio, no demostró
sentir nada; luego ladeó la cara con un gesto de repugnancia, se
colorearon sus mejillas y empezó a toser.
--Hola--murmuró Sandoval alegre--, ya parece volver a la vida.
Pero Montánchez le obligó a retirar el brazo, diciendo:
--No lo creas; esa tos proviene, no de que su olfato perciba el olor,
sino de la irritación que el amoníaco produce en la membrana pituitaria;
tengamos paciencia, pues, para ser espectadores.
Transcurrieron algunos minutos y Consuelo comenzó a inquietarse; la
sonrisa huyó de sus labios y su entrecejo se contrajo; parecía ahogarse;
luego balbuceó palabras incoherentes...
--A... aa.. ven, ven... siento que suben... la escalera, qué miedo, qué
frío... es un hombre, un hombre alto... ¡¡Alfonso!!
Dió un grito fortísimo, y como si los músculos del cuello hubieran
perdido instantáneamente el vigor, su hermosa cabeza rodó sobre la
almohada, y su boca se llenó de espumarajos que en vano pretendía
escupir; después llevóse las manos al corazón y su respiración fué
difícil, agitóse violentamente presa de movimientos espasmódicos y
volvió a quedar tranquila. Luego bostezó profundamente y abrió los ojos;
sus miradas, que parecían por lo inmóviles las de una idiota, se fijaron
alternativamente en su marido y en Montánchez.
--¡Uy, qué miedo!--murmuró.
--¿Quieres agua?--dijo Alfonso acercándola un vaso a los labios.
--Agua... agua--repitió ella como un eco.
Bebió algunos sorbos y volvió a tenderse diciendo que tenía mucho sueño.
El acceso histérico había pasado.
Aquellas crisis se repitieron. Ocurrían sin pretexto justificativo, a
veces por la menor contrariedad, y se anunciaban por un malestar general
y una laxitud indefinible que obligaban a la paciente a adoptar
distintas posturas sin que en ninguna de ellas acertara a estar bien:
entonces sentía frío y calor, contento y tristeza, miedo y ganas de
llorar; era una modorra suprema que la hacía maldecir de sí misma.
Con los primeros amagos de sueño experimentaba deseos de estirarse y de
suspirar: extendía los brazos y las piernas, arqueaba la columna
vertebral con la voluptuosidad de los gatos que se desperezan al sol, y
su boca se abría bajo la acción de grandes bostezos que hacían crujir
sus mandíbulas y llenaban sus ojos de lágrimas. Después quedaba inmóvil,
los párpados temblaban un momento antes de cerrarse, la cabeza perdía su
posición, y sus miembros, atacados de súbito desmadejamiento, adoptaban
la actitud más conforme con las leyes de la gravedad: en seguida
sobrevenía el desvanecimiento y la insensibilidad era completa.
Aquello era una muerte que sólo conservaba de la vida el aliento y un
poco de calor: perdido el oído, la vista y el olfato, el mundo exterior
desaparecía completamente.
En ciertas ocasiones el ataque era pasivo y Consuelito Mendoza
conservaba durante muchas horas la misma posición, sin parpadear ni
moverse: otras su espíritu rebrincaba furioso en su cárcel de células,
víctima de pesadillas intraducibles, y entonces refería escenas que
había presenciado o lo que pensaba hacer, y todo con perfecta hilación y
notable claridad y lógica, como si estuviera despierta.
Cuando las crisis eran habladoras, Alfonso y su amigo escuchaban con
vivísimo interés aquellas confesiones inconscientes en que la enferma
refería todos sus pensamientos con la prolijidad y franqueza del que
charla sin saber que le oyen; y tan íntimas fueron en más de una ocasión
sus confidencias, que Sandoval hubo de taparle la boca.
Todo cuanto se hacía para arrancarla de aquel estado, era inútil; no
había medio de conmoverla; los nervios estaban rotos o embotados y era
imposible hacerlos vibrar.
Lo más sorprendente de aquellas crisis eran los presentimientos, las
corazonadas. Consuelo, que no veía la luz encendida delante de sus ojos,
ni oía las voces dadas cerca de ella para despertarla, experimentaba
pequeñas sensaciones inapreciables para otro cualquiera.
--En toda mi carrera de médico, y a pesar de lo mucho que he estudiado
las afecciones mentales--decía Montánchez--, he visto nada semejante: a
veces creo habérmelas con una de aquellas adivinas que el fanatismo de
la Edad Media asesinó en las hogueras inquisitoriales; a una posesa que
mantiene relaciones sobrehumanas con ese mundo fantástico que no vemos y
dicen está habitado por millones de almas de personas que ya murieron y
de otras que no han nacido aún. Porque en esos momentos, aunque Consuelo
no disfrute una vida semejante a la nuestra, tiene otra enteramente
suya, en la cual discurre con perfecta lógica; un retablo poblado de
imágenes y de escenas que ella misma dispone y al cual raras veces
llegan las luces y rumores del mundo.
Y esto era cierto, pues la joven, que parecía ajena a toda sensación
física, contraía súbitamente los ojos, como herida por una luz vivísima.
--¡Oh, qué miedo!--murmuraba--, ¿has visto, Alfonso?... Por ahí ha
pasado una sombra; será la de algún bandido; sal al balcón y llama a los
guardias, di que quieren robarte... pero no, no vayas, porque teniéndote
junto a mí estoy más tranquila. Ven, acércate, ¿dónde te escondes?...
¿Es que no quieres estar conmigo?... ¿No quieres?
Extendía las manos y sus dedos se agitaban en el aire buscando un
fantasma, un vapor impalpable, y luego cerraba los brazos apretando
entre ellos aquel ser misterioso que su imaginación la ofrecía, en tanto
su bello semblante expresaba placer y sosiego subidísimos.
Pero la sombra de que hablaba no era un antojo; Sandoval y Montánchez la
habían visto también: fué la de un coche que se dibujó fugazmente en el
techo del gabinete, o un reflejo ligerísimo que entró por la ventana,
casi nada... y, sin embargo, Consuelo la vió, puesto que sus párpados
temblaron en el preciso instante de cruzar la sombra y hasta explicó su
aparición diciendo que era la de un hombre que huía... Otras veces sus
cejas se arqueaban y permanecía inmóvil, conteniendo el aliento y
abriendo la boca para oír mejor; después se incorporaba en el lecho,
apoyándose sobre un codo y estirando el cuello, como escuchando la
revelación de algún espíritu a través del espacio infinito...
--Algo debe de impresionarla--decía Montánchez--; todos sus gestos lo
indican.
--¡Consuelo, Consuelo!--gritaba Alfonso--, ¿me oyes?
Pero la joven le rechazaba, imponiéndole silencio con el ademán,
mientras escuchaba aquellos ruidos que sólo ella percibía.
--¡Ah, sí, es él... le conozco perfectamente por el modo de andar!...
¡Qué oportunamente llega! Cuando sepa que ha entrado aquí un ladrón y
que estuve sola con él, se pondrá furioso... Sí; ya ha entrado en el
zaguán; ya empieza a subir la escalera...
En efecto, se oía ruido de pisadas.
--¡Ya viene, ya va a tocar!--exclamaba Consuelo alegremente--; voy a
abrirle.
Y como hiciese ademán de levantarse y Alfonso se lo impidiera:
--Dejadme, concho--decía--; quiero abrirle la puerta; es mi marido...
Y sus misteriosos ensueños la daban, efectivamente, la facultad de
presentir y de ver a despecho de la distancia y de los cuerpos opacos,
pues mientras decía aquello el timbre de la escalera sonaba. Las agudas
vibraciones del metal disipaban instantáneamente su ilusión; Consuelo se
entristecía, echaba la cabeza hacia atrás y volvía a tenderse en la cama
suspirando profundamente.
--¡No es él, no es él!--murmuraba--. ¡Dios mío! ¿dónde andará?... ¿Por
qué no viene?...
Transcurrido algún tiempo, la crisis disminuía y su desaparición se
indicaba por caracteres semejantes a los que fueron heraldo de su
llegada.
Empezaba a desperezarse y a bostezar, paladeaba mucho, chasqueando la
lengua como si tuviese mal sabor de boca o se la hubiera atravesado
algún cabello en la garganta, se pasaba las manos por la frente y abría
los ojos.
Al volver en sí no recordaba nada y permanecía atontada largo rato,
sorprendida de oír los detalles que su marido y el médico referían de su
accidente. No tenía conciencia de lo pasado y su memoria no hallaba
solución de continuidad entre lo último que dijo o hizo antes de perder
el conocimiento y el instante en que lo recobró, aun cuando el acceso
hubiese durado varias horas.
La buena alimentación, los largos paseos por el campo, los vasos de
leche recién ordeñada bebidos en el Retiro o en la Moncloa, y las
distracciones de que Sandoval procuró rodear a la joven, no modificaron
su salud, que, aparte de su histerismo y de sus ratos de negra
pesadumbre, era excelente.
Los primeros días de junio fueron de distracción para Consuelo; el
cumpleaños de su marido se acercaba y era preciso celebrarlo según
costumbre.
“El día grande”, como ella lo llamaba, estuvo atareadísima. Aquella
mañana fué a la joyería de Ansorena a recoger una preciosa sortija de
oro, con esmalte verde, que había encargado; luego, a una tienda de
bisutería de la calle del Príncipe; después a casa de Tournié en busca
de dulces y fiambres. Por la tarde no quiso salir de la cocina, empeñada
en preparar por sí misma los flanes y las fuentes de natillas que debían
de servirse a los postres; aquel desusado trajín y el calor de la
lumbre la rindieron, y tuvo que sentarse junto a la ventana, fatigada,
sudorosa, aventándose con el delantal.
La hora de la cena deslizóse agradablemente; el único invitado a ella
fué Montánchez. Se habló de literatura; el médico, contra lo que de un
empirista acérrimo podía esperarse, sostuvo la preeminencia de la forma
sobre el fondo.
--Si hubiera caído la caja de Pandora entre mis manos--dijo--, no la
hubiese abierto.
Después, ponderando la magnitud de sus pesadumbres, agregó:
--Aseguraba Ernesto Renán, que para leer todo lo que se ha escrito, para
amar y para escribir, se necesitan tres vidas; figuraos yo, que he
escrito bastante y leído mucho y amado mucho también, si habré sufrido
condensando las amarguras de esas tres existencias en una sola.
Después de tomar el café, y cuando los tres se disponían a prolongar en
la sala la reunión, dijo el médico:
--Sandoval es un Nabab que me ha tratado espléndidamente, pero esto no
pasa de ser una comida europea. Yo, a mi vez, deseo invitaros a una
fiesta oriental, si es que os dignáis aceptar el modesto ofrecimiento de
un persa con levita: mi festín se reducirá a algunos exquisitos licores
que yo mismo compongo, porque aquí son desconocidos; a frutas de entre
trópicos y a media docena de pipas cargadas de opio: ahí es donde
escondo los deleites de mi orgía.
--Opio he tomado una vez--repuso Sandoval--, y creí volverme loco;
después de aquel ensayo anduve atontado varios días, y prometí
contentarme con los sueños que tuviera cuando me acostase del lado
izquierdo.
--Pero yo lo sé administrar y respondo de que no sufrirás la menor
molestia.
--¡Tú no tomarás eso!--gritó Consuelo acercándose a Alfonso y
sacudiéndole por un brazo--; no lo tomarás porque es un veneno, y no
hagas caso de lo que ese hombre te diga...
--No te apures--repuso Sandoval rechazándola suavemente--; aún no ha
sucedido nada.
--Pero sucederá...
--No, mujer.
--Lo que Gabriel te brinda no es opio, es ponzoña... lo sé... me lo ha
revelado ahora mismo una voz misteriosa...
Y agregó con excitación creciente:
--¡Júramelo!... Júrame que no tomarás nada de su mano... Júrame que no
te separarás de mí ni el negro de una uña... ¡Júramelo!
Palideció.
--¡Consuelo, Consuelo!
Ella no contestó: sus labios balbucearon algunas palabras, arreboláronse
sus mejillas, se llevó las manos al corazón y empezó a vacilar.
--¡Agua, agua en seguida!...--pidió Sandoval.
Entonces Montánchez se acercó a la enferma y, cogiéndola por un brazo,
la miró fijamente a los ojos: ella exhaló un pequeño grito y quedó
inmóvil, sosteniendo la mirada del médico.
Fué una escena relámpago que apenas duró tres segundos.
--Vamos--exclamó Gabriel con aire triunfal--, al fin se presentó la
ocasión que tanto hemos buscado y pude aprovecharla. Ya está
hipnotizada.


V

Las experiencias que siguieron a esta primera sugestión se realizaron
fácilmente.
Todas las tardes iba Gabriel Montánchez a casa de Alfonso, y era tan
grande la presión que ejercía sobre el ánimo de la joven, que no
necesitaba recurrir al procedimiento de la bolita metálica, ni a ninguno
de los medios que provocan la hipnotización por fatiga: le bastaba
mirarla repentinamente a los ojos para ponerla en estado cataléptico.
Una vez dormida, Gabriel imponía su voluntad de un modo absoluto, con
sólo tocar a la enferma, obedeciendo ésta los mandatos del médico con la
pasividad de una máquina.
--Como su desarreglo nervioso--explicaba Montánchez--procede
indudablemente de atonía cerebral o medular, podemos someterla a duchas
artificiales; esto es, a duchas imaginarias o nerviosas que, sobre ser
más intensas que las naturales, ofrecen la ventaja de aumentar o
disminuir en intensidad frigorífica a mi capricho. Ya verás qué remedio
tan raro, es un baño que puede tomar el paciente sin desnudarse ni
mojarse las puntas de los pies, y de cuya dolorosa impresión no se
acuerda en cuanto recobra el dominio de sí mismo.
Durante estas sesiones Alfonso se colocaba en un ángulo del aposento,
sin hablar y comunicándose con el médico por señas, mientras Consuelo,
en los momentos de descanso, permanecía de pie en medio de la
habitación.
Gabriel se acercaba a ella y, poniéndola una mano sobre el hombro o en
la frente, decía con acento enérgico:
--¡Hace un frío horrible, estás tiritando!...
Consuelito Mendoza dudaba un momento, luego empezaba a temblar y sus
dientes castañeteaban, corría de un lado a otro, acercándose a los
muebles, buscando algún calor que mitigase el frío que penetraba sus
huesos; poco a poco la alucinación adquiría mayor fuerza y los efectos
producidos por la voluntad del operador eran conmovedores. La joven se
arrodillaba, se encogía, doblegándose y enroscándose como un gato para
calentar unas con otras las partes de su cuerpo, lanzaba quejidos
angustiosos, se azotaba los sobacos con las manos, se alentaba las
puntas de los dedos e iba encogiéndose hasta quedar tendida sobre la
alfombra hecha un ovillo, casi sin conocimiento, acometida por tiritones
intermitentes, como una mendiga que hubiese caído medio helada bajo
nieve.
Entonces palidecía hasta la lividez, sus labios perdían el color, su
nariz se amorataba y los efectos de aquel frío imaginario eran tan
reales y valederos, que casi paralizaban los movimientos respiratorios y
las palpitaciones cardíacas; y era que sus nervios, sometidos en
absoluto a la voluntad del médico, vibraban al unísono coadyuvando a
producir la misma alucinación de frío.
--En estos momentos no hay para Consuelo más mundo que el que yo quiera
poner delante de sus ojos--decía Gabriel--: y reirá hasta morir o
llorará hasta que sus ojos queden secos, si ése fuere mi gusto: es un
cuerpo que, durante la operación, no tiene más inteligencia, ni otros
sentidos, ni más voluntad, ni más conciencia que mi capricho: y mira
cómo el hipnotismo ha proclamado, en este siglo de libertades, la
esclavitud del espíritu.
Luego, cuando calculaba que aquella sensación no debía prolongarse más,
ponía una mano sobre el cuerpo de la joven, diciendo con el mismo tono
autoritario de antes:
--¡Hace un calor insoportable; estás ahogándote!...
Instantáneamente Consuelo dejaba de tiritar y se ponía de pie; el
semblante readquiría su color natural; comenzaba a pasearse con la boca
abierta, cual si la faltase aire respirable; quería abrir los balcones
y era preciso sujetarla para que no se desnudase. En menos de dos
minutos aparecían los primeros síntomas de la asfixia, y se dejaba caer
sobre una silla o en el suelo, la faz congestionada, la frente inundada
en sudor copiosísimo, la mirada inmóvil, los ojos inyectados...
Estos “baños nerviosos” sólo duraban cinco o seis minutos, pues aunque
Consuelo, al recobrar su personalidad, no se acordaba de lo hecho y
hasta se resistía a creer lo que su marido y el médico contaban, solía
quedar tan rendida que era necesario llevarla al lecho.
Una tarde Gabriel Montánchez tuvo una curiosidad.
--Alfonso--dijo--, ¿quieres que examinemos a esta criatura por dentro?
--No entiendo--repuso Sandoval.
--Propongo sondear su conciencia, lo que piensa, lo que siente, bañando
en luz cuanto lleva oculto en el corazón y detrás de la frente.
--¿Y lo dirá todo?
--Todo. Recuerdo que hace algunos años, estando en el Cairo de paso para
Grecia, conocí a Emanuele Cannezotti, un médico italiano con quien me
ligaba una amistad bastante estrecha. El hombre era partidario de las
antiguas teorías de Mésmer y de Teste, y a pesar de su poca ciencia
hipnotizaba fácilmente y disfrutaba en el Cairo de popularidad y
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