La enferma: novela - 02

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siempre estaba borracho, y por tanto impotente para nada útil, y con una
hija, ya moza; pero ésta tampoco la ayudaba en sus quehaceres porque
tenía un señorito que la compraba pendientes finos de oropel, y
vestidos y zapatos de charol y camisas de treinta pesetas... Todo, menos
mantenerla y casarse con ella.
Daniela, por tanto, era la administradora única de aquellos dominios:
ella fué quien impuso a las vecinas que llevaban su ropa a secar allí,
cinco céntimos de contribución, y diez o veinte, según las
circunstancias y la abundancia de pastos, a los dueños de las vacas y
burras de leche; la que regaba el solar con agua sacada de un pozo,
hacía calceta por las noches, y barría y repasaba lo más apremiante de
lo roto que tenían las ropas de su marido y las suyas; ella, finalmente,
era propietaria de un copioso enjambre de pollitos culones y vivarachos,
hechizo de Consuelo y de sus amigas.
Desde la ventana de su cuarto, Consuelito Mendoza los veía correr por el
solar, moviendo las inteligentes cabecitas y riñendo sobre los montones
de estiércol: todos eran hermanos, y cuando a la caída del sol su madre
los llamaba, acudían en tropel a guarecerse bajo el soportal trasero de
la casa. Poseer uno de aquellos pollitos, dormir con él y comérselo a
besos, constituía la mayor ilusión de Consuelo.
Resuelta a dar satisfacción a este deseo, espió pacientemente la
oportunidad de allanar los dominios de la señora Daniela: pasaron más de
quince días sin que la anhelada coyuntura se presentase; ¡qué mala
suerte!... los pollitos serían, cuando ella los cogiese, casi unos
gallos. Pensando así la pobre niña lloró mucho, perdió el apetito y fué
necesario llamar al médico. Cuando los tan codiciados animalitos
crecieron, aquel antojo quedó repentinamente olvidado. Esta volubilidad
de carácter presidió la psicología, toda la psicología, de Consuelo
Mendoza.
A los diez y siete años, la joven sufrió un accidente que puso en riesgo
su vida.
Una tarde, yendo con su padre, varios granujillas intentaron prenderla
en el abrigo una obscena figura de papel: don Felipe, justamente
irritado contra el atrevimiento de los chicuelos, quiso aplicarles una
buena mano de azotes que, sin romperles hueso, les escociese, cuando se
vió detenido por un hombre que, luego de insultarle groseramente por lo
que llamó “cobardía y barbaridad”, intentó agredirle con un cuchillo.
Afortunadamente, varias de las personas allí reunidas mediaron en la
cuestión, evitando que ésta tuviese mal desenlace; pero Consuelo, que
desde los primeros momentos comenzó a sentirse muy excitada, al ver
brillar el arma dió un grito espantoso y cayó al suelo sin conocimiento.
Este accidente, complicándose con las manifestaciones primeras de la
pubertad, provocó una violentísima fiebre que la hizo delirar varias
noches consecutivas y de la cual tardó mucho tiempo en reponerse.
Desde entonces su naturaleza quedó resentida: adelgazó, perdió el
color, sus ojos se agrandaron, su mirada fué más profunda y brillante, y
su carácter adquirió una irritabilidad morbosa. Todo llamaba su atención
y de todo se aburría; sus cuadernos de dibujo estaban llenos de esbozos
y figuras a medio terminar, y al piano farfullaba seguidamente los
trozos musicales más opuestos, sin acabar ninguno: sus labores
inconcluídas, la pluralidad de libros que empezó a leer y que rodaban de
una silla a otra con las hojas a medio cortar, el desorden de sus
conversaciones y propósitos, todo descubría un carácter inconstante,
sujeto a crisis nerviosas y a inmotivados accesos de ternura. Pero, como
el ataque primitivo no volvió a repetirse, los médicos opinaron
neciamente que todo ello desaparecería con los años y el matrimonio, y
dejaron que la enfermedad, al parecer dormida, siguiese echando mejores
y más profundas raíces.
Dos años después conoció a Sandoval, un muchacho de muy buena familia
que acababa de salir de la Universidad, y que, falto de obligaciones y
no necesitando de su carrera para vivir, divertía agradablemente el
tiempo en viajes o riendo con amigos y pecadoras de buen humor. Aquel
noviazgo formó una pareja perfecta: ella de regular estatura, cabello
negro y ondeado, ojos soñadores, un poco fruncidos, como los del árabe
que explora el desierto; las curvas abultadas, breve la cintura, las
manos y los pies aniñados; él, alto, vigoroso, alegre, con el
ilusionado corazón siempre propicio a enamorarse de todo lo noble y
digno de aplauso. Las relaciones fueron cortas, y tras un viaje de
novios más empalagoso que un idilio de Mosco, los nuevos cónyuges se
establecieron en un cuartito entresuelo de la calle Arenal. Poco después
murió el padre de Consuelo, y la pérdida de aquel ser querido reforzó
los lazos que ya la unían apretadamente a su esposo. El idilio de la
niñez había terminado y empezaba la novela de la juventud.


II

Jorge Sand dijo que “una mujer no puede amar al hombre a quien considere
inferior a ella, porque el amor sin veneración y sin entusiasmo sólo es
amistad”. Con este idolátrico, ciego y bienhechor frenesí, quería
Consuelito Mendoza a Sandoval: más fuerte que ella, dominándola por la
amplitud y serenidad de su pensamiento y la entereza de su resolución.
Alfonso era condescendiente, benévolo, fácil siempre a la súplica y al
perdón; pero a ratos, en los asuntos de riesgo y trascendencia, sabía
desenvolver su voluntad inexorable, probando cuán recta y dura eran su
orientación y su temple.
A despecho de tales rozaduras, acaso por este mismo antagonismo de
caracteres, ambos se amaban locamente. Consuelo reconocía ciertamente
que Alfonso Sandoval era muy celoso, pues no la permitía salir sola a
ninguna parte, y hasta dió a entender a sus amigos que las puertas de su
casa no se abrían con gusto para ninguno de ellos, creyendo fundadamente
que, si bien hay mujeres en quienes puede tenerse absoluta seguridad
por lo que a ellas atañe y concierne, de los hombres, aun de los más
fieles y allegados, debe siempre desconfiarse: mas aquel exceso de
pasión halagaba el amor propio de la joven, y como no quería nada fuera
de su hogar, no sintió el peso de tales prohibiciones. Vivía consagrada
a su marido, con exclusión rotunda de todo otro afecto; y, sin
procurarlo, imitó su manera de hablar, sus gestos, sus frases favoritas:
le adivinaba en el modo de pisar, de toser, de subir la escalera; y a
obscuras, sólo por el olor, reconocía sus ropas, aun cuando estuviesen
recién lavadas, en algo simpático que sólo ella percibía. Hallándose
sola, esperándole, solía suceder que su corazón, de pronto, latiese con
más violencia.
--¡Ahí viene!--exclamaba corriendo a la ventana.
Y ¡cosa rara! su agudo instinto de mujer enamorada jamás la engañó:
había necesariamente entre ellos un flúido que les ponía en relación
constante, permitiendo que se buscaran sin verse, por la misma ley
magnética que mueve a la aguja imantada a señalar al norte. En lo que
Alfonso Sandoval mostrábase absolutamente intransigente era en cuanto a
la salud de su mujer concernía: a verla sana y fuerte, aspiraban sus
empeños.
--Acerca de esto procederé según mi criterio y mi conciencia me
aconsejen--decía--; Montánchez, que, como médico y como amigo, está
interesado en curarte, me aconseja evitarte toda clase de malas
impresiones, que no te deje llorar ni reír con exceso... y yo, que
cumplo fielmente estas cuerdas prescripciones, inmolando muchas veces mi
voluntad y mis deseos a tu bien, ¿consentiré que nadie, sea quien fuere,
llegue con su imbecilidad a destruir mi obra?
A pesar de tan prolijos cuidados, la flaca salud de Consuelito Mendoza
no mejoraba; el diablillo inapresable de la neurosis mordía sus nervios;
sus risas y sus lágrimas sucedíanse caprichosa e inesperadamente, como
las grupadas en los días vernales o de otoño.
Una tarde, después de almorzar, el matrimonio pasó al gabinete a tomar
el café. Era aquella una habitación cuadrangular, ricamente alfombrada.
Sandoval arrimó su butaca a la chimenea, cruzó una pierna sobre otra y
encendió un tabaco.
--Acércame el café, niña, ya que estás ahí--dijo con su tono cariñoso
habitual.
Ella apresuróse a obedecerle trayendo un velador con dos tazas. Alfonso
cogió la suya y bebió un sorbo.
--¡Uy, qué rico está!--dijo.
Aquel era uno de sus mayores caprichos; el de fumar y beber café al amor
de la lumbre, sin discurrir nada serio, abandonándose a una pereza
enervante. Entonces reconocíase completamente feliz; el adormecedor
aroma del tabaco, el humo que caracoleaba alrededor de sus dedos y
luego subía en líneas sinuosas girando sobre sí mismo en caprichosas
espirales por el ambiente tibio, el sonsonete continuo de la lluvia y el
cálido chisporroteo de la madera quemada inspirábanle un placer
tranquilo, soporífero, paradisíaco.
Consuelo, sentada delante de él sobre el brazo de una butaca, le
contemplaba silenciosa, cubriéndole bajo una mirada de amor: tenía el
pelo graciosamente recogido, un pañuelo rojo de seda ceñía su cuello
mórbido y blanco; el vestido negro realzaba los contornos ondulantes,
exquisitamente pomposos, de su cuerpo; cuerpo juvenil, de carnes frías y
apretadas. Su frente pequeña, sus ojos grandes, la afilada nariz y el
tinte pálido del semblante y de los labios, daban a su fisonomía la
expresión dulce de esos retratos de mujeres hebreas que publican las
revistas ilustradas...
De pronto Sandoval miró su reloj; eran las tres, la hora de ir al Casino
para desentumecerse haciendo gimnasia o tirando al florete.
--¿Te vas?--preguntó Consuelo.
Alfonso repuso indeciso:
--Psch... ¿Llueve mucho?
Ella corrió al balcón y levantando los visillos:
--¡Qué atrocidad--dijo--, no se ve a cuatro metros! ¡Qué modo de caer
agua!... En toda la Puerta del Sol hay dos personas. Pero, chico, si los
tranvías parecen submarinos y los pobrecitos caballos tienen un canalón
en cada oreja...
Dejó caer la sutil cortinilla y fué a sentarse sobre las rodillas de
Sandoval.
--¿Conque, vas a salir?
--¡Diantre... no sé!...
Consuelo sintió uno de aquellos vehementes arrebatos mimosos que la
transfiguraban en otra mujer.
--Bien mío, no salgas, complace esta vez a tu mujercita. El tiempo es
malo, llegas al Casino mojado de pies a cabeza, manchado de barro,
tiritando de frío... ¿y para qué? Para ganar o perder una partida de
tresillo: mientras que aquí estás abrigadito, con los pies calientes y,
sobre todo, junto a mí, que te adoro. Verás: jugaremos al tute, al
ajedrez, me contarás cuentos... ¿verdad que sí? ¡Concho, hijo, cuánto
tardas en responder!... Di, ¿te quedas?... ¿Eh?... ¿Te quedas?...
Realmente Sandoval ya estaba decidido a quedarse, pero no quiso rendirse
tan pronto.
--Acceder a esto--dijo--no es cuestión de cariño, porque las pequeñeces
no merecen tenerse en cuenta. Lo que te quiero lo sabrás algún día, si
llega el caso. Yo me quedaría, ¡pero eso de no ir al Casino, ni un
ratito siquiera, es horrible!... La vida de Círculo llega a ser para
ciertos hombres, para mí, verbigracia, una segunda naturaleza.
Consuelo hizo un gesto impaciente.
--¡Qué Casino ni qué concho! Siempre estás mortificándome; es lo
primero que te pido y luego...
--Digo esto--agregó él complaciéndose en verla apurada--, porque
prescindir del Casino equivale a renunciar a la tertulia de mis amigos,
al riquísimo café que allí se bebe, a la sonrisa del criado que está en
el guardarropa y me ayuda a quitarme el gabán, a los asaltos que riñen
los aficionados en la sala de armas... y a otra multitud de atractivos;
¡celebraría que las mujeres tuvieran también sus círculos para que
apreciases cuánto vale todo esto!... Pero el hombre es débil, y
Hércules, hilando a los pies de Onfala, es el ejemplo que mejor
demuestra cuán grandes son el imperio y poderío que las faldas tienen
sobre los pantalones; por eso yo, que te quiero tanto o más que Hércules
a Onfala, también me rindo a tus súplicas, bribonzuela, y con tal de
verte alegre renuncio a todo y... ¡me quedo!
Ella, enajenada de gozo y no sabiendo cómo demostrar su regocijo,
acomodóse en el suelo entre las piernas de él, los brazos apoyados sobre
sus rodillas, besándole las manos. Alfonso sonreía satisfecho,
acariciando aquella frente preciosa cubierta de abundantes cabellos
negros que ponían a su cara un marco de azabache. Luego estuvieron
contemplándose, dictando con sus miradas un idilio mudo.
--¿Me quieres mucho?--preguntó Consuelo.
--Más que el primer día de casados, y nunca he sido tan feliz como hoy:
creo que ni en el paraíso cristiano, con sus santos repletos de teología
y sus once mil vírgenes insulsas y rezadoras, ni en el edén musulmán
poblado de huríes ardientes, puede estarse mejor que aquí: esto es un
ensueño de opio y hasta me creo un sultán vestido a la europea, y tú una
sultana más hermosa y discreta que _Schéhérazade_.
--¿Se te quitará el mal humor? ¿Serás bueno y tolerante para mí? ¿No
volverás a reñirme?...
--Tonta; defendiendo tu bienestar soy para los demás una fiera; para ti,
siempre seré un niño.
Consuelito, aburrida de permanecer en el suelo, quiso cambiar de
posición, mas no acertaba a colocar cómodamente las piernas.
--¡Concho, siempre me lastimo!
Harta de removerse inútilmente, acabó por estirarlas, dejando al
descubierto sus pantorrillas: tenía medias negras.
--¡Qué vergüenza!--exclamó Alfonso tapándose los ojos--; ¿le parece a
usted eso decente?
--¿El qué, concho?
--Esas dos cosas negras que te asoman por debajo de las faldas.
--Y, ¿qué importa?
--¿Cómo?... ¿No es un delito tenerme siempre el ánimo en pecado mortal?
Ella, bruscamente, se levantó.
--¡Ah, está bien--dijo--, te disgustan!... Pues no volverás a verlas en
toda tu vida, lo juro. Eso ya no es para nadie.
Parecía enfadada y corrió a echarse en el sofá, al otro extremo del
gabinete. Después, sin saber por qué, comenzó a ponerse seria, muy
seria; sus cejas se fruncieron; plegó los labios gravemente.
El crepúsculo fué breve y la noche cerró en seguida; la luz de los
faroles atravesaba los cristales del balcón dejando en el techo ligeros
resplandores que se movían en indeciso aquelarre.
Como la joven no depusiese su actitud esquiva, Sandoval la llamó.
--Acércate, quiero descubrirte un secreto al oído...
La requerida continuó impasible; él agregó incomodándose:
--¿Para eso me retuviste con tus ruegos? ¿Para luego ponerte a ensayar
mojigangas?
--Pues... ¿por qué no quieres verme las piernas?
--Vaya, basta de tonterías, chiquilla mal criada.
--No haberlo dicho.
--Tonta.
--Mejor que mejor.
--Si quieres reconciliarte conmigo, ven aquí.
--¡No, ven tú!
--¡Eres más empalagosa que un tarro de almíbar! ¿Qué? ¡Haces lo que
mando o me marcho y no vuelvo hasta la madrugada!
Consuelo reanudó su llanto, lanzando a cortos intervalos largos y
entrecortados suspiros. Alfonso, compadecido, acercóse a ella; seguía
tendida con abandono delicioso; bajo su traje negro, sencillo como el de
una colegiala, se bocetaban las formas lujuriantes del cuerpo, y estaba
tentadora, con esa seducción irresistible que tienen las mujeres bonitas
cuando lloran de amor.
--Niña, no te excites, procura serenarte--dijo Sandoval--; levanta la
cabeza; ya me tienes aquí. Ea, ¿qué?... ¿te pasó el mal humor?
--No. ¿Por qué me llamaste empalagosa? Hijo, yo debo de darte náuseas;
las cosas muy dulces repugnan.
Decía esto abriendo mucho los ojos y arqueando las cejas con adorable
expresión inocente: Alfonso la abrazó conmovido, murmurando:
--¡Pobre enfermita!
--No estoy enferma; ésas son calumnias que el mundo inventa para
atormentarme. Lloro porque me tratas muy mal, porque no me quieres,
porque te aburre en mí todo lo que antes te divertía, porque soy para ti
menos que una esclava... Menos, sí; pues yo he oído contar que muchos
hombres quieren a sus esclavas como a sus propias mujeres...
--¡Loca... locuela... loquilla!...
--Eso querría yo, eso... porque prefiero morir loca a que me abandones.
Desgraciadamente no será así. Me lo aseguran tu manera de comportarte
conmigo, tus miradas, tus atenciones, que más parecen dictadas por el
deber que por el cariño; tu conversación...
Sandoval estaba perplejo, no sabiendo si entristecerse y tomar la
cuestión por su lado serio, o si reír.
--¡Ay, maridito mío!--exclamó de repente Consuelo--: yo tengo muchas
ganas de llorar.
--¡Cómo, tontuela! ¿qué motivo tienes?
--No sé, quizá ninguno, pero siento sobre el pecho un peso muy grande
que me impide respirar, y estoy cierta de quitármelo llorando.
--Pues llora.
--Es que no puedo...
Volvió a reclinarse en el sofá, prorrumpiendo en sollozos fingidos;
luego se sentó, oprimiéndose el pecho; pero las lágrimas no corrían, y
tal fué su desesperación que llegó a pegarse un vigoroso cachete en la
cara. El dolor permitió que los ojos se humedecieran momentáneamente,
pero en seguida volvieron a secarse.
--¡Virgen, qué nerviosa estoy!... Alfonso, dime algo, hazme algo, para
que llore...
Se retorcía los brazos como un reo en la tortura.
Sandoval la llevó al lecho, pero Consuelito Mendoza, insensible a sus
halagos, dejóse caer en la cama, sollozando furiosamente, pugnando por
derramar aquellas lágrimas rebeldes que se obstinaban en no correr. Su
excitación nerviosa fué aumentando, empezó a revolcarse y llegó a
tirarse del pelo.
--¡No seas imbécil!--gritó Alfonso realmente irritado--; vas a
lastimarte.
--Eso quiero.
--Pues cuida de que no te haga llorar de veras aplicándote unos buenos
azotes.
El semblante de Consuelo expresó alegría inmensa.
--¡Sí, por Dios, sí... dámelos!
--No instes, porque cumplo lo ofrecido.
--Bueno, pues, sí; anda pronto...
--Que van a escocerte...
--Lo que quieras, tirano mío; pégame cuanto gustes, tuyos son mi
espíritu y mi cuerpo, pero no dejes de amarme. Mírame a merced tuya,
sumisa, gozando ya con el castigo... ¡Pégame, Alfonso, pégame!...
Ella misma se tendió boca abajo, la cara sobre la almohada, esperando
impaciente. Toda aquella flagelación envolvía una voluptuosidad extraña.
Sandoval, sin otros ambages, sofaldó a la joven y cogiendo una chinela
levantó el brazo sobre aquellas carnes turgentes que parecían vibrar de
placer bajo la fina tela de la camisa. Consuelo permanecía inmóvil,
suspirando dulcemente, esperando el castigo, deleitándose con él: al fin
recibió el primer golpe y su cuerpo tembló más de sensualidad que de
dolor; luego recibió otro y seguidamente cinco o seis más, muy
fuertes... Después Sandoval, condolido, acarició la parte azotada.
Consuelito le abrazó diciendo:
--¡Esposo mío, piedad para mí, no me pegues más, basta, por Dios!...
Tenía los ojos colorados y las lágrimas corrían abundantes por sus
mejillas. Pero Alfonso, comprendiendo la refinada voluptuosidad de aquel
capricho, quiso extremarlo, y desasiéndose de la joven continuó
macerando sañudamente aquellas carnes blancas y duras; ella sollozaba;
después, juzgándola bastante castigada, se acostó a su lado para
consolarla. Consuelo se dejaba acariciar besándole y riendo y llorando
al mismo tiempo, complaciéndose en rendirse a su propio verdugo; y
cuando estuvo completamente tranquila acabó por confesarle, y aun lo
juró por su padre muerto, que desde aquel momento le quería más y que
los azotes mejores fueron los últimos.
Aquella noche, acobardados los dos por el frío, se acostaron temprano:
Consuelo tenía miedo; ese miedo a lo indeterminado y remoto que sólo
conocen los nerviosos: la seguridad de sufrir el asalto de alguna
pesadilla horrible, oprimía su ánimo.
--¿Qué tienes?--inquiría Alfonso sintiéndola temblar.
--¡Ay, no sé, pero... no me sueltes... se me antoja que van a
llevarme!...
Al fin, tras muchos esfuerzos, logró dormirse; el temido ensueño,
efectivamente, no tardó en llegar disfrazado bajo sus vagarosas
hopalandas negras y grises...
...Era una tarde de invierno; ella vivía en aquella misma casa, pues
todas las estancias guardaban entre sí idéntica disposición, pero las
habitaciones eran inmensas, las paredes de color plomizo se balanceaban
alejándose o acercándose cual si tramoyistas invisibles las pusieran en
movimiento por medio de mágicos resortes...
Consuelo andaba por allí calladamente, sorprendida de que sus pasos no
tuvieran eco y de la prolongada ausencia de Alfonso: también
maravillábase de la pequeñez de los muebles y de la gran altura a que
fueron colocados los cuadros: la cama no llegaba a sus rodillas, la
mesita de noche apenas levantaba dos palmos del suelo. Alarmada por
tanto silencio salióse al pasillo y llamó a la camarera; a sus voces
sólo contestó un eco lejano, un quejido moribundo semejante al del
viento penetrando por una abertura estrecha. Entonces recorrió el
corredor, las alcobas, la cocina; todo estaba desierto: en la despensa,
encaramado sobre un queso de bola, había un ratoncillo gris, de largos y
blancos bigotes. Siguió adelante y se detuvo frente a la puerta del
despacho; aplicó el oído a la cerradura y no oyó nada; llamó ligeramente
con la yema de los dedos... y nadie respondió. Animándose a entrar
empujó la puerta, y al comprender lo que en la habitación sucedía, quiso
huir; una fuerza invencible se lo impidió. Delante de la chimenea y
alrededor de un hombrecillo de pelo rojo, se hallaban repantigadas en
sendos butacones de cuero claveteado, varias personas: el hombrecillo
era un gnomo; los demás, las estatuas del despacho que habían dejado sus
pedestales: todas tenían sus hermosas cabezas de yeso asentadas sobre
pequeños cuerpos vestidos con jubones acuchillados, gregüescos y gola, y
sus voces resonaban temerosamente como si saliesen de una caverna o del
fondo de una tinaja vacía.
Consuelo colocóse sin ruido tras una cortina para no llamar la atención
de los misteriosos personajes. La conversación de éstos llenóla de
espanto; hablaban de ella, querían buscarla, prenderla, llevarla
maniatada a un paraje lejano, a un mundo chiquitín que brillaba en medio
del espacio... Quien entonces usaba de la palabra era Cervantes, y le
respondían Quevedo y Marco Aurelio. Byron callaba, mirándoles con sus
ojos sin luz. Todos ellos, y éste fue un detalle que no sorprendió a
Consuelo, se expresaban fácilmente en correcto castellano. Entonces
estuvo a punto de salir de su escondrijo diciendo a gritos:
--Concho, ¿qué es eso?... ¡Fuera de aquí, espíritus y desatinos mágicos!
¡Zape! ¡Cada mochuelo a su olivo!...
Mas se contuvo, sobrecogida de curiosidad y de miedo. El gnomo hechicero
acababa de levantarse; iba vestido de encarnado, como el Mefistófeles
de Fausto, y después de dar una cabriola en el aire, empezó a describir
con su mano izquierda movimientos cabalísticos y a pronunciar palabras
en un idioma desconocido. Obedeciendo a su irresistible llamamiento,
penetraron por la ventana muchos espíritus revestidos de formas extrañas
y tan pequeños, que el más grande, que tenía cabeza de elefante y cuerpo
de pescado, no era mayor que una sopera.
Aquellos diablejos trabaron entre sí reñida batalla: un sapo que volaba
por la habitación montado en un plumero, atravesó con su espadín a otro
espíritu con trazas de zorro; dos escarabajos horripilantes trepaban
cachazudamente por las flacas y torcidas piernas del gnomo, quien subido
sobre un tambor, continuaba dirigiendo con los movimientos de su mano
zurda la espantosa bataola; las estatuas dejaron los butacones para
volver a sus sitiales respectivos. Consuelo las veía trepar por
inseguras escalerillas de cuerda, pendientes del techo, apreciando las
violentas contracciones musculares de sus brazos y de sus piernecillas
negras, impotentes para soportar el peso abrumador de sus cabezotas; y
por entre aquel perpetuo flujo y reflujo de figurillas disparatadas, de
ratonzuelos que corrían por el suelo empujando quesos de bola, de machos
cabríos, de lagartos verdes que se arrastraban por las paredes cazando
tortugas con alas de murciélago, los ilustres padres del habla
castellana, del romanticismo moderno y de la grave filosofía estoica,
continuaban trepando en busca de sus pedestales vacíos. La joven les
observaba atentamente, deseando verles arribar sanos y sin magulladuras
al término de sus afanes. Cervantes llegó el primero; luego Calderón; al
recobrar su puesto sus cuerpecillos desaparecían y tornaban a ser las
pacíficas estatuas que ella misma compró por doce o quince pesetas a un
mercader italiano.
Pero Marco Aurelio fué menos afortunado que los otros: al llegar a la
cornisa del estante, un condenado diablillo que andaba por el suelo
jugando al trompo, quiso subir por la escalerilla en que, desde hacía
diez minutos, realizaba prodigios de agilidad el desgraciado emperador y
filósofo romano, y aquélla empezó a oscilar. Consuelo hubiera deseado
ahuyentar al maligno espíritu, mas como no podía moverse, tuvo que
resignarse a permanecer inactiva. No obstante las importunas sacudidas
del demoncejo revoltoso, el autor de “Los doce libros” estaba a punto de
salvarse: ya había afianzado su pie izquierdo en la cornisa y
reconcentraba todas sus energías para separarse con un último esfuerzo
de la escala fatal, cuando una lagartija que huía de un repugnante sapo
armado de adarga y lanza, tropezó con tal violencia al desventurado
filósofo, que le arrebató el equilibrio. Consuelo le vió vacilar,
inclinarse hacia atrás, dar una vuelta de campana y caer pesadamente al
suelo, saltando en añicos. Al quedar la venerable cabezota de Marco
Aurelio reducida a un montón de pedacitos de yeso, la joven lanzó un
grito. Entonces desaparecieron por ensalmo los detalles de aquel
aquelarre y la joven permaneció inmóvil, creyendo que la llamaban: luego
aquella audición fue más clara; parecía la voz de Alfonso.
--¿Qué es eso?--murmuró.
--Despierta, mujer; tienes una pesadilla.
--Es que el pobrecito Aurelio se ha roto la cabeza...
Sus ideas tornaban a confundirse y calló.
--¿Qué dices, loca?... Vuelve en ti; no sueñes.
Era otra vez la voz de Alfonso. Consuelito Mendoza oyó que la hablaban
casi al oído, un aliento tibio rozó su cara, manos vigorosas la
sacudieron. Despertó sobresaltada, frotándose los ojos.
--Alfonso--balbuceó.
--¿Qué?
--¿Pasó ya?
--Sí; era una pesadilla; como te empeñas en acostarte del lado
izquierdo... Ahora duerme y déjame en paz; tengo mucho sueño.
--¡Hijo... qué miedo tan grande!... ¡Si vieras!
Dió media vuelta, abrazándose al cuello de Sandoval.
--¿Qué hora es?--preguntó.
No dijo más y volvió a dormirse. Transcurridos algunos minutos, la
pesadilla se reanudó.
Estaba con su marido en un palco del teatro Real, viendo una ópera cuyo
argumento desconocía. De pronto tuvo frío y se levantó para vestirse el
abrigo que había dejado en el antepalco: éste era una alcoba, su
dormitorio de la calle Arenal, con su otomana, su mesa de noche y su
cama matrimonial vestida de blanco. Sentóse en el lecho a reposar; tenía
jaqueca; las notas llegaban a sus oídos debilitadas, tenues, remedando
suspiros.
De pronto reapareció el gnomo con su luenga barba gris, su caperucita
roja y una linterna en la mano. Corría de un lado a otro callado y sin
ruido, como buscando algún pequeño objeto extraviado. Consuelo no tuvo
ganas de seguir mirándole.
--Este hombre--pensó--es un pillo. ¿A qué vendrá esta noche aquí?
Seguramente entró por el cristal roto de alguna ventana, como hacen las
brujas, o por la puerta, bajo las faldas de alguna señora: como es tan
chiquitín... Pero, ¿a qué habrá venido, a qué?... Yo antes lo sabía y la
idea está aquí; se va... se me escapa, no consigo agarrarla bien. ¡Ah,
sí... ya sé... ahora recuerdo!... Lo que pretende es organizar una
reunión de diablos para que bailen un poquito al son de la música.
Reapareció el gnomo: sin fijarse en ella atravesó el cuarto y procuró
ocultarse bajo la otomana: después de tenderse de pecho al suelo
comenzó a estirarse alargando los miembros, doblegándose de diferentes
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