La enferma: novela - 03

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modos con una suavidad de movimientos semejante a la de los gatos cuando
quieren meterse por debajo de una puerta. Consuelo le observaba
fijamente: el misterioso espíritu pasó primero la cabeza, luego la mitad
del busto, en seguida la otra mitad, las piernecillas también fueron
entrando poco a poco hasta desaparecer enteramente: y entonces sólo vió
el reflejo de la linterna que continuaba luciendo bajo la otomana,
iluminando su vientre, convirtiéndola en un gigantesco gusano de luz.
De pronto las miradas de Consuelo repararon en una puertecilla que
acababan de abrir y por la cual entró un hombre muy pálido, sin pelo de
barba, con las mejillas arreboladas, las orejas grandes y separadas del
cráneo, los labios descoloridos, el pelo áspero y cortado a rape, la
mirada inmóvil y sin expresión, las manos exangües como las de un
muerto, el cuerpo vestido con un burdo traje de tafetán verde; aquel
extraño antojo avanzaba lentamente, sin mover los brazos ni las piernas,
como patinando... La joven comenzó a tiritar de miedo: no podía huir, ni
gritar, ni defenderse; la espeluznante aparición ejercía sobre ella una
atracción fascinante. Entretanto, la sombra fatídica se acercaba sin
ruido, sin movimientos, sin voz, extendiendo hacia su víctima sus brazos
y sus labios. Consuelo sintió que aquellos brazos la enlazaban con un
anillo de hielo. El fantasma maldito tenía la fuerza de una realidad
espantable: la boca del horrible engendro oprimió la suya con un beso
mortal, mientras una mano, fría como el mármol, la palpaba bajo las
faldas. Estaba tendida en el suelo, sin poder desasirse, jadeante, a
punto de ser vencida... Entonces la expresión del hombrecillo del traje
de tafetán empezó a cambiar: sus apagados ojuelos fueron transformándose
en otros grandes, expresivos, penetrantes, de color pardo o verde muy
obscuro, sombreados por largas pestañas negras. Consuelo, que había
visto aquellos ojos en otra parte, miró mejor... El muñeco había
desaparecido y en su lugar estaba Montánchez. La vergüenza y su dignidad
de esposa sublevaron el valor de Consuelo, que empezó a defenderse.
--¿Qué hace usted?--exclamó.
--Nada, no se apure usted--repuso él con su acostumbrada finura--; vamos
a representar la última escena de la ópera.
--No, no... puede venir Alfonso y enfadarse conmigo. Espere usted a que
yo se lo diga; vuelvo pronto... Hombre, ¿usted no dice que deben
evitarme las impresiones fuertes?... ¡No me irrite usted!
--Señora--insistía Montánchez sin soltarla--, tenga usted paciencia;
concluímos en seguida.
--Suélteme usted, se lo ruego, porque si Alfonso nos ve aquí solos y
abrazados, es capaz de matarnos. ¡Oh!... Si él supiera que un hombre me
ha tenido entre sus brazos, me daba un tiro... Suélteme usted... oigo
pasos... ¡es él... es él!...
Ya no percibía la música del teatro, ni los rumores de la sala, ni las
voces de los cantantes: la decoración había cambiado.
En aquel momento apareció Sandoval. Consuelo le vió dar un paso atrás,
ponerse horriblemente pálido y coger un cuchillo, una faca enorme, cuya
hoja brillaba a la luz siniestramente; la faca, tal vez, con que
quisieron matar a don Felipe: luego caminó hacia ellos... Montánchez no
se movió: hubiérase creído que esperaba resignado el golpe, o que poseía
algún medio oculto y sobrenatural para conjurar el peligro y detener el
brazo agresor. Mas Consuelo no pudo contenerse y lanzó un grito.
--¡Yo no quería!--exclamó--; ¡es... él!...
Iba subiendo la voz. Luego oyó la de Sandoval, y el trágico caramillo se
disipó.
--Es Montánchez--repetía la joven.
Abrió los ojos y vió que ya amanecía. Alfonso la riñó duramente; no le
había dejado dormir en toda la noche.
--¡No te enfades, hijito!--repuso ella--. ¿Ves?... yo no soy responsable
de mis males. Es que he tenido pesadillas horribles. Creí que un muñeco
de estuco, vestido de verde, me abrazaba, y después aquel monigote se
convirtió en Gabriel Montánchez, que quería representar conmigo la
última escena de una ópera...
Y volvió a temblar, recordando aquellas quimeras.
Poco a poco, sin embargo, tornó a quedarse dormida. Tenía el semblante
pálido, sus ojos cerrados temblaban ligeramente, los labios se movían
balbuceando palabras que no llegaban a ser inteligibles...
Al día siguiente, y sin otro contratiempo o motivo, Consuelito Mendoza
amaneció tiritando otra vez bajo las garras de la calentura.


III

Gabriel Montánchez vivía en un piso tercero de la calle Hortaleza, sin
otra familia que una vieja sirvienta y un hermoso perrazo negro que
agonizaba de viejo y de gordo.
La primera juventud de Montánchez fué borrascosa. Cuando cursaba el
cuarto año de Medicina se enamoró de una modista vecina suya, y fué
correspondido; su familia, sabiendo que el joven pagaba largamente las
mercedes de la muchacha y que la pasión amorosa le quitaba la del
estudio, intentó romper el idilio. La escena entre el padre y el hijo
fué violentísima y se separaron sin avenirse.
Al día siguiente Gabriel corrió al Monte de Piedad a empeñar su reloj,
sus sortijas y cuantas alhajas tenía, malbarató sus libros y algunos
trajes, pidió dinero a varios amigos de posición holgada, aguzó el
ingenio hasta conseguir que un prestamista conocido le facilitase dos
mil reales, y con más de cuatrocientos duros en la bolsa, y en compañía
de la moza que le había vuelto el juicio, emigró a París: fué un viaje
relámpago, salpicado de peripecias interesantes, de escenas imprevistas.
Los primeros meses pasados en la ciudad del Sena no fueron malos.
Embriagados Montánchez y su coima de amor y de libertad, no miraron al
porvenir hasta que su caja de caudales estuvo casi vacía. Entonces
recordaron que ninguno de ellos era hijo de millonarios, y alarmados por
tan razonable observación procuraron contener a la miseria con su
trabajo: ella buscó quehacer en un obrador; él pidió dinero prestado a
un viejo corredor de vinos con quien hubo de intimar en sus días de
prosperidad y bonanza, y con aquel dinero y el que pudo allegar dando
lecciones de español, pudo continuar evitando la bancarrota definitiva
algunos meses más.
La situación, no obstante, fué agravándose: la patrona, sospechando que
nunca vendría de España aquella letra de dos mil pesetas con que sus
huéspedes parecían pretender engatusarla eternamente, empezó a
desconfiar; púsoles mala cara y acabó negándose a mantenerles si no
satisfacían su deuda.
Ante esta dificultad que las circunstancias hacían insuperable, Gabriel
Montánchez procedió con el acierto y resolución que siempre fueron los
rasgos sobresalientes de su carácter; obligó a su querida a ponerse unos
sobre otros sus vestidos; él hizo lo mismo; y una mañana escaparon
dejando a la patrona, por todo recuerdo, una maletilla vieja llena de
piedras cuidadosamente envueltas en papeles para que no sonasen unas
contra otras.
Esta aventura fué como la introducción o prólogo que el Destino maleante
quiso poner a los muchísimos enredos en que más tarde el aventurero
había de verse preso y trabado. Gabriel y su amiga descendieron los
últimos peldaños del moral rebajamiento: la miseria corrompió sus
costumbres y su amor; ella llegó a vivir de la prostitución; él, cuando
la veía regresar a su boardilla despeinada y oliendo a vino, se encogía
de hombros despreciativamente, feliz de que nunca le faltase tabaco con
que llenar su pipa.
Una noche la pobre mujer no volvió: al día siguiente Montánchez supo,
por los periódicos, que la habían asesinado en una taberna de los
arrabales.
No tardó Montánchez en consolarse de aquel descalabro, y al fin, libre
de la malhadada pasión que en un momento de fiebre le robó a su familia
y a su patria, decidió regresar a Madrid, lo que hubiera hecho si el
Destino no hubiese dispuesto el curso de los acontecimientos de muy
distinta manera.
La esposa de un alemán de quien Montánchez era íntimo amigo, tuvo el
imperdonable antojo de enamorarse del joven español a los cuarenta años
cumplidos: fué una pasión tardía, pero abnegada y generosa, que
proporcionó al antiguo estudiante ganancias pingües.
Más tarde la mujer de un sueco, recién venido a París de agregado a la
embajada de su país, cautivó el corazón del arriscado mozo,
arrastrándole a nuevos azares.
En este tercer enredo Montánchez fué menos afortunado. El marido,
sospechando la verdad, le desafió, y Gabriel recibió una estocada que
puso en gravísimo riesgo su vida.
Cuando salió del hospital, como París le inspirase repugnancia
invencible, resolvió emigrar sentando plaza en un batallón de zuavos que
salía para la guerra de Argel. Al año siguiente, cansado de la vida del
campamento y comprendiendo que ni su carácter ni sus antiguas
disipaciones le permitían resistir aquellos trabajos, desertó, y merced
a un pasaporte falso pudo embarcarse con rumbo a Sicilia. Luego pasó a
Italia y en Roma vivió dos años, endulzando con su amor las soledades de
una rica viuda genovesa. Más tarde marchó a Grecia, recorrió el Asia
Menor y, finalmente, volvió a París, donde conoció a Sandoval, de quien
no tardó en ser muy camarada.
Aquélla fué para Montánchez una era de paz. Se colocó de traductor en
una casa editorial, y los ratos que sus ocupaciones y sus devaneos le
dejaban libres, los consagró al estudio de la Medicina. Por aquel
entonces las teorías criminalistas de Lombroso y el hipnotismo
empezaban a estar en boga; diariamente hablaban los periódicos y las
revistas profesionales de los descubrimientos hechos en un sentido o en
otro, y Montánchez, cediendo a ese impulso innato que arrastra a la
juventud hacia lo desconocido, aceptó inmediatamente las teorías
defendidas por la flamante escuela. Los misterios de la ciencia
hipocrática y los nuevos vastísimos horizontes extendidos ante sus ojos,
le sedujeron: los trabajos de Charcot, relativos al origen y desarrollo
de los padecimientos mentales, le aficionaron al estudio de la
psicología fisiológica; leyó a Wund y a Lotze, oyó las explicaciones de
Cullerre y de Luys, concurrió asiduamente a la escuela de Medicina y a
los hospitales, y bien pronto figuró entre los alumnos más aventajados:
su espíritu, hasta entonces adormecido por los placeres, despertó
súbitamente, adquiriendo en pocos meses un copioso caudal de
conocimientos.
Aquel otoño Sandoval y su amigo regresaron a Madrid, donde Gabriel
Montánchez tuvo la desgracia de saber muchas y muy amargas novedades: su
padre había muerto poco después de su fuga, y su madre, aniquilada por
tantos disgustos, vivía en una calle de las afueras, consagrada a sus
recuerdos y a la educación de una sobrina.
La reconciliación entre la anciana y el hijo pródigo fué completa y
dulcísima; pero Montánchez, para no tener nada que coartase su fanático
amor a la libertad, quiso vivir solo, y no sosegó hasta hallar un cuarto
al cual se fué a vivir con una antigua sirvienta de su familia.
Una vez establecido, tomó posesión de la parte que le correspondía de la
herencia de su padre, que era considerable, y tres años después se
graduaba doctor en Medicina; hecho lo cual compró aparatos de física y
química, retortas, alambiques, dialisadores, balanzas de precisión,
cajas de reactivos, pilas de Bunsen, una máquina eléctrica de Ramsden y
una soberbia biblioteca que importó más de cinco mil duros y en la cual
reunió lo más notable que en aquellos últimos años se había publicado
relativo a la ciencia de curar.
En aquella casa pasaba Gabriel casi todo el día y gran parte de la noche
estudiando a sus autores favoritos, sacando notas, escribiendo Memorias,
entregado a una labor incesante que ocupaba todas sus horas, y
disfrutando una vida anómala, más propia de un monomaníaco que de un
hombre cuyos tornillos razonadores estuviesen bien apretados.
Asustado de sus antiguas calaveradas y de los años perdidos en torpes
aventuras, odiaba al tiempo con todas las fuerzas de su alma, y a tener
forma corporal se hubiera batido con él.
--Es el único enemigo que me ha hecho temblar--decía.
Y le odiaba porque le temía, seguro de que contra la eterna sucesión de
las cosas no se puede luchar.
Cuando el amor al estudio transformó a Gabriel Montánchez en otro
hombre, el antiguo aventurero, parapetado en su gabinete sin más
entretenimientos que sus autores y sus recuerdos, echó una ojeada a su
alrededor considerando lo que fué, lo que era, lo que podía ser... Nueve
años eran pasados desde que una mujer le robó con el amor de sus padres
el aprecio de sí mismo; aquellos años huyeron veloces y sus deleites
podían compendiarse en estas palabras: amar y maldecir del objeto amado
para volver a enamorarse de otros ídolos tan falsos como el caído y
renegar de ellos también. Evocó aquella dichosa juventud que se cubría
bajo un cendal de poéticos encantos según se alejaba, recordó su
presente lleno de hastío y las nieves que coronarían los años venideros,
y quedó horrorizado ante los progresos del tiempo, ese monstruo que los
días hermosos se presenta con cara de risa y los nublados con ceño de
demonio, pero a quien siempre recibimos con gusto porque trae cabalgando
sobre cada amanecer una nueva esperanza.
Gabriel Montánchez, no queriendo envejecer ni morir, soñó con ser
inmortal. Para lograrlo propúsose descubrir un elixir, que mantuviese la
juventud perpetuamente, de modo que los cabellos no blanqueasen, ni los
ojos perdieran su brillo, ni las carnes su tersura, ni el cuerpo se
encorvara, ni el corazón dejase de alentar los divinos entusiasmos de
la edad primera; quería, en fin, llegar a los treinta o treinta y cinco
años, edad en que el desarrollo ha terminado definitivamente, y no pasar
de allí. Y este propósito de substraerse a la muerte, de vivir en el
mundo contrariando la más inquebrantable de sus leyes al conservar para
sí la vida que la Naturaleza exige a todo lo que nace, era la ambición
más grande, el desvarío más original y prodigioso, que ningún espíritu
cultivado pudo concebir.
Gabriel Montánchez trabajó en su empresa cuanto supo; revolvió libros,
consultó autores, practicó experimentos en animales vivos y compuso
multitud de combinaciones químicas sin hallar la bebida que, reuniendo
todos los elementos constitutivos de los tejidos orgánicos, tuviese la
facultad de eliminar las substancias calizas que los años acumulan sobre
los órganos.
Al fin se convenció de que el tiempo era más fuerte que él, y ya no
pensó más en disputarle aquella vida miserable que se escapaba.
Pero el deseo de inmortalidad había logrado preocuparle tan hondamente,
que aun después de reconocerse vencido no quiso saber la duración de su
suplicio, y para conseguirlo apeló a un procedimiento original. Cerró
cuidadosamente las ventanas de sus habitaciones, tapando con burletes y
argamasa cuantos intersticios pudieran servir de paso a la luz exterior;
extendió, para mayor seguridad de no ser nunca sorprendido en su
refugio por un rayo de sol, grandes cortinajes de damasco sobre las
ventanas y encendió magníficas lámparas en todos los cuartos; de este
modo, permaneciendo sumido en una noche perpetua, ignoraba la sucesión
de los días. Para realizar más cumplidamente su alejamiento del mundo,
vendió todos los relojes, esos chismes fatales que amarran la humana
existencia al rítmico girar de sus manecillas; los almanaques, que
cuentan los días, los meses y los años, y cada una de cuyas hojas, al
caer, deposita sobre el corazón una gotita de hielo; los termómetros,
que al marcar la temperatura recuerdan indirectamente el nombre de la
estación; los periódicos, que cada veinticuatro horas compendian en sus
páginas los ecos todos de la opinión y de la vida, y los espejos, que al
reflejar nuestra imagen nos obligan a comparar involuntariamente lo que
fuimos y lo que somos... Y para estar más libre aún, su ama de llaves
quedó encargada de recibir al casero y a cuantos importunos pudiesen
recordarle que estaba en el mundo y que era esclavo de sus
impertinencias.
Al principio este nuevo plan de vida no dió los resultados apetecidos,
porque el hambre, el sueño y los ruidos que subían de la calle, le
recordaban vagamente las horas; mas poco a poco la realidad mundana fué
borrándose, la casa pareció un retiro encantado, los quinqués siempre
estaban encendidos, el silencio era casi completo, sobre las
habitaciones pesaba una noche eterna. Montánchez vivió así tres meses
consecutivos, pasados los cuales vió con satisfacción que no recordaba
fijamente ni la hora, ni el día, ni el mes en que vivía. Después empezó
a salir a la calle y se hizo socio del casino a que concurría Sandoval,
pero procurando siempre mantenerse alejado del movimiento de la vida. Si
al salir de su casa encontraba la luz del sol o la de los faroles, o
veía casualmente algún reloj, como no sabía ni el día ni el mes en que
estaba, aquellas impresiones no le causaban efecto ninguno: cuando tenía
que hacer alguna visita, su ama de llaves cuidaba de avisarle de un modo
especial, previamente convenido, y de ventilarle bien las habitaciones
durante sus ausencias, cerrándolas antes de que él volviese, para que
las encontrase según las dejó, y de servirle las comidas a horas
estrafalarias y desordenadamente. Merced a estas sapientísimas
precauciones, el encanto duraba.
La última fecha conservada en la memoria del médico era la del cinco de
diciembre, día en que se parapetó en su casa con el propósito firme de
renunciar al mundo: a partir de allí, la realidad y la ficción se
fundían en inextricable laberinto y, como sus paseos eran poco
frecuentes, la ilusión persistió. La única persona que de tarde en tarde
le visitaba, era Alfonso Sandoval, su amigo íntimo. Éste procuró
arrancarle de la cabeza aquel inútil “odio al tiempo”, hablándole de su
próximo enlace con Consuelo Mendoza, recordándole las bellezas del
mundo y la posibilidad de matrimoniar con una joven guapa y rica, que le
colmase de comodidades y de muchachos.
--Hay que cumplir los preceptos divinos--decía Sandoval--, y ya que no
estamos en edad de crecer, debemos multiplicarnos para dejar a Dios
contento.
Montánchez, indiferente, alzábase de hombros.
--El mundo--decía--me hizo mucho daño; no quiero saber de él.
Así vivía, retraído, a solas con sus autores y sus ensueños de sabio,
luchando, ya que no por la inmortalidad del cuerpo, sí por la del
hombre, en aquella mansión fantástica, remedo exacto de la eternidad,
rodeado de libros y de objetos inmutables.
Este cambio radical de costumbres modeló notablemente los principales
rasgos fisonómicos del médico.
Tenía los labios finos, la nariz aguileña, la cara cuidadosamente
afeitada, conservando aún la fresca gallardía y desenvoltura de sus
buenos tiempos de galán, pero sin olvidar la sangre fría y el aplomo
propios del hombre de mundo.
Pero donde los efectos del trabajo mental se revelaron más
poderosamente, fué en su mirada enérgica, fascinante, dotada de una
fuerza magnética irresistible: había en ella algo sobrenatural y
misterioso que infundía miedo, horizontes inmensos, relampagueos
deslumbrantes de genio y de luz. Todas las actividades de su cuerpo
estaban concentradas en los ojos: el fuego y las pasiones de la juventud
dieron a su mirada la expresión de la audacia y del desprecio; la
ciencia y el estudio, la mansedumbre y la profundidad; era una mirada
fría y dura, dotada de fijeza mortificante, que acariciaba sondeando.
Aquellos ojos eran el terror de Consuelito Mendoza; eran los ojos que
tenía el muñeco vestido de tafetán verde de su pesadilla, y los que
algunas veces vió en sus horas de ensueño. A su juicio, el poseedor de
tales ojos no podía ser bueno.
Aquella mañana, Sandoval salió de su casa en busca de Montánchez: caía
una lluvia menudita, que el viento pulverizaba.
Al cruzar la Puerta del Sol miró el reloj del ministerio de la
Gobernación; eran las ocho. Cambió el paraguas a la mano izquierda y
llevóse la derecha a la boca para alentar sobre ella e infundirla calor;
después la guardó en el bolsillo del pantalón apretando mucho los dedos
unos contra otros. Al entrar en la calle Montera oyó una voz estentórea
que pregonaba: “¡Café caliente!...” Y vió un grupo de vendedores de
periódicos, colilleros, barrenderos y agentes de orden público, reunidos
alrededor de un hombrecillo regordete que sacaba un brevaje obscuro y
humeante de una no muy limpia cantimplora de hojalata, colocada sobre un
braserillo. Aquel cuadro de costumbres madrileñas trajo a Sandoval
recuerdos de otros tiempos.
Iba caminando maquinalmente hacia la calle de Hortaleza y abarcando los
detalles del cuadro. A su lado pasaban algunos obreros de prisa, con la
gorra sobre las cejas, la nariz amoratada por el frío, la americanilla
abrochada, los brazos cruzados sobre el pecho y las manos bajo los
sobacos, para calentárselas con el calor del propio cuerpo; criadas
madrugadoras que iban a la plaza envueltas en densos mantones a cuadros,
y grupos de barrenderos que quitaban la nieve de la noche anterior con
las mangas de riego y las escobas. Las puertas de los comercios se
abrían con estrépito y a ellas salían los horteras, con sus redondas
cabezas y sus semblantes inexpresivos, el centímetro alrededor del
cuello y las tijeras en el bolsillo; parados con las piernas abiertas y
frotándose sin cesar sus manos cuajadas de sabañones, miraban ufanos a
las mujeres transeúntes. Las porteras barrían sus zaguanes, quitando el
barro y sacudiendo las paredes, y los visillos de algunas ventanas se
corrían descubriendo caras macilentas que aún conservaban en las
mejillas las señales de la almohada.
Sandoval, agradablemente sorprendido por un espectáculo que, por
perezoso y dormilón, veía pocas veces, ambulaba recomponiendo un mundo
de memorias.
Recordó los años en que su padre le obligaba a ir todas las mañanas a
un colegio de primera enseñanza situado en la calle del Pez, esquina a
la de Pozas, y donde tenían que habérselas, él y sus condiscípulos, con
un cura que les abofeteaba y vejaba sin motivo. A las siete en punto la
criada iba a despertarle: ¡horrible iniquidad!... Él procuraba eludir la
orden todo lo posible, seducido por el calor del lecho, la
semiobscuridad encantadora de la habitación y el ruido de la lluvia;
pero a las siete y cuarto volvían a llamarle y luego a las siete y
media... A las ocho no había salvación; su padre en persona iba a
visitarle armado con un jarro lleno de agua recién sacada de la fuente,
amenazándole con echársela por la espalda si no se levantaba en seguida.
Después, tras un buen chapuzón, le vestían su trajecito marinero, le
daban un pocillo de chocolate y una ensaimada, le ponían su boina, le
terciaban a la espalda la cartera de los libros y le echaban a la calle.
Y recordó también las noches que aprovechaba estudiando las lecciones de
Gramática, de Historia o de Aritmética, del siguiente día; el repaso que
les daba camino del colegio, los cinco céntimos de castañas asadas que
siempre compraba al salir de su casa, no sólo por el gusto de comerlas,
sino para calentarse con ellas las manos; el invariable mal humor del
presbítero pedagogo, los insultos, los pescozones recibidos, muchas
veces injustamente; y luego las correrías hechas con otros chicos por
las orillas del Manzanares, las riñas con las lavanderas, las peleas con
los granujillas del barrio de Pozas y de la Moncloa, y la ovación que le
tributaron sus compañeros de hazañas una tarde en que luchó y venció a
dos pilletes en la Fuente de la Teja.
De estas excursiones clandestinas regresaba entre seis y siete de la
tarde, y a esa hora se iba por las calles de Fuencarral y Montera muy
despacito, parándose embelesado ante los escaparates de las tiendas, con
la gorrilla encasquetada, las manos en los bolsillos del pantalón y la
bufanda muy levantada alrededor del cuello.
Los comercios que más le cautivaban eran los de juguetes y los de
cuadros, sobre todo si éstos representaban batallas o cacerías; y luego,
dentro de esos mismos establecimientos, se aficionó a determinados
objetos. Había, por ejemplo, en la calle Caballero de Gracia, un cuadro
representando una carga de coraceros franceses, que le gustaba
apasionadamente; la cara de los jinetes, la actitud de un oficial
herido, la posición de los caballos, los accidentes del terreno, el
color del cielo, de todos los detalles se acordaba: este grabado y un
teatro de fantoches expuestos en la vidriera de Medel, fueron los dos
mayores caprichos de su niñez. Habló de ellos en su casa, y como cuantas
diligencias hizo por adquirirlos resultaron inútiles, hubo de resignarse
a ver sus dos codiciados juguetes a distancia y a través de un cristal.
La tarde en que uno y otro, teatro y cuadro, desaparecieron, fue para él
tristísima; perdió el apetito, la alegría y el color, se le marcaron las
ojeras, recibió una azotaina paternal y hubo de tomar una purga.
En este detalle, aunque con variantes leves, la niñez de Consuelito
Mendoza y de Alfonso, se parecían.
Cuando Sandoval llegó a casa del médico, supo que éste se había acostado
pocas horas antes, y entonces pasó al despacho a esperar que fuese más
tarde.
El estudio del médico era un vasto salón con dos balcones a la calle
Hortaleza, decorado con magníficos muebles de felpa, color verde musgo.
Todos los detalles indicaban que la noche anterior el trabajo se
prolongó hasta muy tarde: sobre la mesa había un manojo de cuartillas
escritas y varios libros abiertos y con las márgenes plagadas de
anotaciones; el tintero estaba destapado, las plumas diseminadas aquí y
allá, el depósito del quinqué casi vacío; en todo el cuarto se percibía
un fuerte olor a petróleo y al carbón quemado en la chimenea.
Sandoval empezó a revolver cuartillas y vió que Gabriel se ocupaba en
componer una Memoria acerca del medio mejor y más seguro de provocar el
sueño hipnótico, y los peligros a que la ineptitud del operador expone
a las personas sugestionadas. Los otros manuscritos también trataban
asuntos puramente científicos.
Entonces cogió un número de la revista “Ambos Mundos” y fué a sentarse
junto a la chimenea; sobre ésta vió una gran cabeza de cartón que
explicaba el sistema frenológico de Gall, y el cráneo de un mono metido
en una urna. Aparte de un magnífico cuadro al óleo que representaba a
Cleopatra probando el poder de sus venenos en sus esclavas, las paredes
estaban adornadas por cuadros anatómicos: uno de ellos figuraba un
esqueleto en actitud de correr; otro, los lóbulos del cerebro; los demás
un hombre de espaldas y sin epidermis, enseñando el complicado mecanismo
de los músculos dorsales; y otro de frente, con el pecho y el abdomen
abiertos, y mostrando los órganos interiores; bronquios, pulmones,
diafragma, estómago, intestinos; aquella figura, que presentaba la
cabeza vuelta hacia un lado para descubrir mejor las venas y tendones
del cuello, parecía exhalar un olor nauseabundo y tenía una expresión
tan grande de dolor, que inspiraba asco y miedo. En un ángulo había un
esqueleto verdadero y un armario abastado de órganos de cartón; brazos,
piernas y caderas que parecían manar sangre, y multitud de caras
contraídas por muecas horribles.
Cansado de estar solo, Alfonso decidió despertar a su amigo, y allanó el
gabinete que Montánchez había convertido en laboratorio; allí estaban
las pilas de Volta, la máquina de Ramsden, metida en su funda de tela
gris, un sillón-cama para operaciones y reconocimientos obstétricos, y
buen número de vasijas de vidrio, frascos y tubos de reactivos colocados
en hilera a lo largo de la pared; una marmita de Papín, dos alambiques,
varias retortas, barómetros, higrómetros y un estantito lleno de
minerales, cada uno en su cajita de cartón y con su etiqueta
correspondiente.
Sandoval, sin fijarse en aquellos objetos, asomó la cabeza bajo los
cortinajes. Al fondo, tendido sobre una amplia cama de hierro, dormía
Montánchez: su rostro, habitualmente pálido, aparecía más delgado y
largo que de costumbre, y las arrugas de las mejillas daban a su
fisonomía la cansada expresión de los Cristos yacentes.
Alfonso se acercó al lecho y exclamó alegremente cogiéndole la mano que
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