La enferma: novela - 13

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A la hora indicada llegó el médico a casa de Sandoval. Éste le recibió
en el gabinete; estaba un poco pálido por las cavilaciones y las noches
de insomnio.
Gabriel se sentó en una butaca junto a la chimenea.
--¿Y Consuelo?--preguntó.
--Peor que nunca--repuso Alfonso secamente--; ninguno de los médicos que
la han reconocido sabe decirme qué tiene; parece hechizada.
--Pues yo no pensaba venir--dijo Gabriel poniendo indolentemente una
pierna sobre otra y apoyando sus manos cruzadas sobre la rodilla
cabalgadora--, pero me has enviado un mensaje tan despótico que más bien
parece un cartel de desafío, y en la duda he venido, ignorando
ciertamente si me quieres para pedirme consejo o para reñir.
Sandoval miró a su interlocutor de hito en hito, y Montánchez sostuvo la
mirada con perfecta tranquilidad, sonriente, como si no comprendiera que
los ojos de su amigo querían leer su pensamiento.
--Te he llamado--dijo Alfonso--para ambas cosas; para pedirte
consejos... y para reñir contigo si te negabas a dármelos.
--Pero, ¿a muerte?
--A muerte; como riñen los hombres.
--Veo que la enfermedad de Consuelo--repuso Montánchez burlesco--te ha
avinagrado el carácter y haces mal en ponerte así, porque la dolencia de
tu mujer no es grave; si enviudaras serías un viudo intratable, un
traidor de melodrama.
--Gabriel--interrumpió Sandoval levantándose--, no te llamé para pasar
un rato riendo, sino para discutir seriamente: quiero que cures a
Consuelo; lo quiero y la curarás... porque eres el único hombre que
puede curarla.
--Gracias.
--¿La curarás?
--Haré lo posible--repuso Montánchez fríamente--; vamos a verla.
Entraron en la alcoba.
--Ahí la tienes--dijo Alfonso señalando a la joven que parecía dormir--;
así está desde hace un mes, desde la tarde del ciclón... ¿recuerdas
aquella tarde?
--Perfectamente.
--¿Cuánto tiempo hará?
--Eso que has dicho; un mes.
--¿Nos vimos aquella tarde en el casino?
--No.
--¿Dónde estuviste?
--¿Te importa saberlo?
Sandoval miró al médico fijamente, no sabiendo si atribuir la ingenuidad
de sus respuestas a su inocencia o a su descaro; pero la escasa luz que
atravesaba los visillos de la ventana le impidió ver la expresión
impasible de Gabriel.
--Pues bien, cúrala tú, que sabes el origen de su enfermedad.
--Lo supongo, pero puedo equivocarme.
--No, Gabriel; tú no lo supones, tú lo sabes...
--Te engañas.
--¡Mentira! Tú lo sabes... por consiguiente no caminas a ciegas.
Montánchez no respondió y se acercó a la enferma. Inmediatamente los
ojos de Consuelo, cual si hubiesen adivinado la mirada del médico,
empezaron a parpadear y después todo su cuerpo vibró con un temblor
nervioso: entonces Montánchez la cogió una mano y ella, como si acabase
de recibir la descarga de una máquina eléctrica, despertó súbitamente
lanzando un grito. Al fijarse en el médico sus ojos, expresaron un
terror supremo; abrió la boca y sin poder articular palabra ninguna se
desvaneció.
Cuando la intensidad del ataque hubo pasado, Gabriel se levantó para
marcharse.
--La enfermedad--dijo--reviste los caracteres de costumbre, y por tanto
no desconfío de poder curarla: todos los días vendré y lucharé hasta el
fin; en el poder de la sugestión fundo mis esperanzas.
Montánchez tenía demasiado mundo para no comprender lo que en el ánimo
de su amigo sucedía: el lenguaje lacónico y duro empleado por Sandoval
para llamarle, la sequedad de su recibimiento y el marcado retintín con
que pronunció ciertas palabras, le revelaron que sospechaba la traición
de que había sido víctima.
Otras razones no menos poderosas concurrieron a corroborar su
pensamiento; al acercarse al lecho de Consuelo para pulsarla, vió que
los brazos de la joven estaban señalados en ciertos sitios por dos
manojitos de manchas negras, y supuso cuerdamente que aquellas señales
pusieron a Sandoval sobre la pista del crimen: lo que Alfonso ignoraba
era el nombre del criminal y esta ignorancia fué la que Montánchez quiso
prolongar indefinidamente, aun cuando la empresa durase años.
Después que pasó el ataque nervioso motivado por la visita del médico,
Consuelo se incorporó en la cama y con un aplomo que sorprendió a
Sandoval:
--Alfonso--dijo posando sobre su marido una mirada llena de dolor--,
¿Montánchez va a volver?
--Sí, hermosa, le he llamado para que te cure, porque los otros médicos
son unos burros que no ven más allá de sus narices.
--¡Ah!... ¿Tú le llamaste?
--Sí, porque él no quería venir, temiendo que su presencia te
impresionase desagradablemente.
La miró procurando sorprender el efecto que en ella causaban estas
palabras; pero Consuelo, que parecía sumida en graves cavilaciones, se
pasó la mano por la frente y repuso con la impasibilidad de un
sonámbulo:
--¡Qué fatalidad!... ¡Tú, siempre tú!
--¿Por qué dices eso?
--Porque yo no quería verle; ya sabes que siempre me fué antipático,
pero hoy me es más repulsivo que nunca... ahora, por tanto, necesito,
más que nunca, vivir lejos de él... Si yo estuviese buena o
convaleciente, te instigaría a que me sacases de Madrid, mas no hablemos
de esto porque sé que de esta cama no he de levantarme. Estoy enferma,
Alfonso mío, muy enferma... y mi mal es incurable: lo tengo metido en mi
corazón, en mi sangre, tan hondo, tan hondo, que es imposible llegar a
él con ninguna medicina... Deja que concluya--agregó, viendo que Alfonso
quería hablar--, me quedan pocas fuerzas y temo se agoten antes de decir
todo lo que pienso. Comprendo que siempre fuí una niña mimosa y
lunática, cuyos juicios raras veces has tomado en cuenta. Yo, que puedo
ahora examinarme bien, porque he dejado de parecerme a la Consuelo de
antes, no te recrimino por ello; tenías razón... siempre he sido una
cabeza de chorlito, sin más virtud que la de amarte con toda mi alma...
Óyeme con atención y ten fe en mis palabras, que los locos y los
moribundos dicen las verdades, y a mí poca vida me queda. Pues bien,
como iba diciendo... he tenido poco juicio, pero en cambio tuve una
penetración extraña, una doble vista que me permitía adivinar lo que mi
pobre entendimiento no razonaba: no acierto a explicarte de dónde
procede esta voz sobrenatural que habla en mí, pero la siento resonar
clara y distintamente en mi interior y sé que nunca me engañó... Esa voz
siempre me ha prevenido contra Montánchez y hecho sentir hacia él
aversión invencible; parece lo más natural, lo más lógico, puesto que yo
le odiaba, que ese hombre hubiese vivido fuera de mi intimidad más que
otro cualquiera, y, sin embargo, el Destino, por conducto tuyo, me le
puso constantemente delante de los ojos... Tú, desde antes de casarnos,
me hablabas de él; tú me lo presentaste en el teatro; tú, venciendo mi
repugnancia y su retraimiento, le aficionaste a frecuentar nuestra
amistad; por ti empezó a curarme, finalmente...
--¿Pero me acusas de haber provocado alguna desgracia?--preguntó Alfonso
sin poder contenerse--; ¿te ha ofendido ese hombre?... Habla, Consuelo,
por Dios; no es amigo mío quien te ofenda... si él te ultrajó, aún vivo
yo para arrancarle las entrañas... ¿Por qué te detienes?... ¿A dónde vas
a parar?...
--No te enfades, porque me asustas--dijo ella hablando con dificultad--,
y ya sabes que las impresiones me son funestas. Lo que iba a decir era
que, pues hasta aquí me has contradicho forzándome a aceptar su amistad,
no sigas violentándome en lo sucesivo. Alfonso, sé cariñoso como siempre
lo fuiste para mí y cede una vez más; éste es uno de los postreros
favores que te pido... ¡y es tan pequeño!... No quiero ver a tu amigo,
deseo morir tranquila junto a ti, sin ver a nadie, y si él se presentara
moriría rabiando... Quiero estar sola contigo, entregada a ti, ya que
soy completamente tuya... Háblame... ¡tengo tanta necesidad de oír tu
voz y de recibir tus besos!...
La enferma calló sofocada por los suspiros que subían a su garganta y
rompió a llorar.
--Consuelo--exclamó Sandoval--, tú sufres alguna desgracia, tú has sido
víctima de una asechanza inicua; me lo dicen mi amor y mis celos, que no
se engañan: tú me quieres, lo sé, pero disimulas en esta ocasión por no
disgustarme, y haces mal... quiero saberlo todo, ¡todo!... aunque la
rabia me ahogue después de oírte... ¡Habla; te lo ruego por caridad,
como un esclavo... te lo exijo como marido... habla!...
--No oculto nada--repuso ella con acento desmayado--, no hables así, me
infundes miedo.
--Y entonces, esas señales que tienes aquí, ¿de qué provienen?
Fuera de sí, no podía contenerse más tiempo.
--¿Cuáles?--exclamó Consuelo abriendo mucho los ojos y mirando espantada
a su alrededor.
--Éstas que tienes aquí, en los brazos... no lo niegues, porque hasta
ahora creí que sólo había un infame y si te obstinas en fingir,
Consuelo... creeré que hay dos.
La joven miró hacia el sitio indicado y no pudo responder; su impresión
fué tan grande que perdió el conocimiento y empezó a delirar en voz alta
y perfectamente inteligible.
--No, no puedo más, ¡qué dolor, si parece que están partiéndome los
brazos con tenazas de hierro!... Sobre todo éste, el derecho... so...
so... corro... Y esa tempestad, esos rayos malditos, esos truenos que me
aturden... Alfonso, ven, que ya no puedo más... ¡ay, ay!...
Su voz se ahogó y sus labios barbotaron algunas palabras que Sandoval no
pudo entender.
--No--prosiguió Consuelo esforzándose en sonreír--, si no lloro, ¡qué
tontería!... estoy muy bien, muy alegre... tengo los ojos llenos de
lágrimas porque he estado picando cebollas... Nadie tiene derecho a
averiguar mi historia, nadie... y menos usted, que es una vecina a quien
apenas conozco; pero, en fin, para que no crea usted que oculto algo se
lo diré todo, sí, señora... como si fuese usted mi confesor. Esta niñita
tan mona, tan gordita, con esos ojos tan grandes, es mía, mía sola...
¿que no puede ser?... Ya lo creo, ¿quién lo sabrá mejor que yo, que soy
su madre, quien la ha parido?... Ea, es usted tan cabezona que no hay
más remedio que ceder... Pues sí... es hija de Alfonso... por eso la
tengo vestida siempre con trajecitos azules adornados de encajes
blancos, porque esos eran los colores que más le gustaban... Pero luego
me dejó... hace ya tres o cuatro años... ¡ay!... ¿Dónde andará?... Me
dejó porque me volví muy mala, muy mala; una tía completa. No, él era
bueno; no ha nacido ningún hombre más hermoso ni más caballero que él...
y no tuerza usted el gesto porque reñimos... Él me dejó porque yo era
una perdida, por eso no me quejo... ¡pero si él supiera que yo no tuve
la culpa de nada!... Le aseguro a usted que esta niña es de Alfonso; lo
juro, vaya... si fuese de otro cualquiera, lo mismo lo diría...
Calló, suspirando honda y largamente.
--¡Ah, sí!--continuó--, esas manchas no sé de qué serán... ¡Cuidado si
eres fastidioso!... ¿Cómo he de decir que no me acuerdo?... Serán de
tinta o de betún...
Lanzó una carcajada corta y estridente, y luego se puso muy seria;
frunció las cejas y levantó un poco la cabeza, procurando percibir un
ruido lejano.
Entonces se oyeron el repiqueteo de un timbre y los pasos de la doncella
que salió a abrir: después entró en el gabinete Gabriel Montánchez.
--¿Duerme?--dijo.
--No--repuso Sandoval--, delira.
Montánchez se acercó al lecho, y Consuelo, cual si hubiese tenido
conciencia de su llegada, se cubrió la cara y fué encogiéndose hasta
quedar hecha un ovillo, como los chicos cuando se suben las mantas a la
cabeza para librarse del coco.
--¡Qué miedo... ya está ahí... se acerca... me callaré, schiii,
silencio!...
El médico la miraba con todo el poder fascinador de sus ojos.
--Estoy temblando... que no me sienta...
No dijo más y quedó inmóvil, rendida por un sueño magnético.
Los ataques que sobrevinieron en los días sucesivos tuvieron un
desenlace idéntico: en cuanto el médico la miraba, la infeliz histérica
enmudecía como amordazada, y ya no volvía a desplegar los labios ni a
moverse en muchas horas.
Gabriel Montánchez seguía un plan maravilloso.
Estaba seguro de que Consuelo no viviría más de un mes; la ciencia se lo
dijo y la ciencia en ciertos casos no se engaña. La joven se hallaba
herida de muerte; tenía una anemia crónica que por sí sola hubiese
bastado a destruir su vida; y como si aquel padecimiento obrase con
demasiada lentitud, sufría una inflamación en uno de los lóbulos del
cerebro que podía causar de un momento a otro la muerte por congestión,
y un principio de aneurisma en el cayado de la aorta: la infeliz, por
tanto, estaba sentenciada de modo irrevocable, y todo el trabajo del
médico, durante aquellas semanas de agonía, se reducía a velar a
Consuelo constantemente, para impedir que hablase, resultado que
conseguía fácilmente merced a su influencia sugestiva.
Para esto, y amparado por la amistad de Alfonso, pasaba todo el día y
gran parte de la noche velando a la enferma y espiando sus palabras con
el mismo interés que Sandoval, y, en cuanto el delirio la impulsaba a
hablar, torcía instantáneamente con una mirada el curso de sus ideas y
sellaba su boca.
Abusando de estos sopores magnéticos, el infame conseguía dos objetos:
impedir que revelara inconscientemente su caída y acortar su existencia,
pues como los ataques se sucedían casi sin interrupción, apenas tenía
tiempo de tomar alimentos entre acceso y acceso, lo cual acrecía
enormemente los destructores efectos de la debilidad.
Los resultados de tan infernales maquinaciones se apreciaban ya a simple
vista: la postración de Consuelo era espantosa, su cuerpo y su espíritu
iban sumergiéndose en el no ser, rápidamente, y la nostalgia y la anemia
se daban la mano para completar el aniquilamiento del organismo; sus
largos desmayos la dejaban postrada, y cuando volvía en sí, la
conciencia de su triste estado la precipitaba otra vez en nuevos
delirios.
Más que para Montánchez, las noches se hacían insoportables para
Sandoval, que comprendía cuán equívoca y terrible era su situación. A
las ocho de la noche la doncella iba a decirles que la cena estaba
servida, y entonces los dos salían del dormitorio de la enferma para
pasar al comedor. Las comidas eran tristes; se sentaban el uno frente al
otro y permanecían silenciosos, comiendo maquinalmente, preocupados con
sus pensamientos.
Después de tomar el café, Montánchez se sentaba en un sillón, cargaba
una pipa de sándalo y fumaba tranquilamente, adormeciéndose con las
voluptuosas emanaciones de aquel humo perfumado; Sandoval quedábase
inmóvil, los codos sobre la mesa y la cara entre las manos, mirando
detenidamente su taza, ya vacía, llena de cenizas de cigarro. Así
estaban una hora, dos... hasta que la campana del reloj o algún grito de
Consuelo les sacaba de su éxtasis; entonces se levantaban cual si sólo
hubiesen estado aguardando aquella señal para ponerse en movimiento y
volvían al cuarto de la joven. Allí se instalaban, cada cual en su
butaca, y dejaban transcurrir el tiempo entretenidos, al parecer, en
mirarse la bigotera de sus botas o los dibujos de la alfombra.
A pesar de esta calma aparente, empezaba a surgir entre ambos un
disgusto, un antagonismo, una tirantez magnética que acrecía por
momentos; eran amigos o, por lo menos, lo fueron hasta allí, y la
amistad y la consecuencia que creían deber guardar a su antiguo cariño,
era lo que les impedía abofetearse. Aquella animosidad radicaba
principalmente en Alfonso: su instinto suspicaz había convertido sus
recelos en certidumbres y un odio mortal iba invadiendo su corazón; y si
no estalló de una vez fué porque algo misterioso le retenía, poniéndole
ese pelo que se enreda al frenillo de la lengua, aun en las
circunstancias más críticas, y que rara vez deja hablar a tiempo.
Su exasperación provenía de su situación harto equívoca; sabía que su
honor fué pisoteado, que sus ensueños de felicidad estaban muertos y que
el único autor de aquella catástrofe era un hombre, quizá el mismo que
tenía delante, y a quien, por falta de pruebas, no podía estrangular. La
idea de representar un papel ridículo y de que alguien estuviera
riéndose en silencio de su ceguedad le ponían fuera de sí: hubiera
preferido habérselas con un demonio de cien cabezas, a reprimirse y
sufrir por no hablar fuera de razón: su actitud era agresiva, pero aún
no estaba bien determinada y padecía ese raro furor que acomete a los
perros de presa cuando oyen el gruñido provocador de un rival invisible.
La posición de Gabriel Montánchez era bien distinta: conocía
perfectamente qué circunstancias le favorecían y cuáles le perjudicaban,
y la única persona de quien debía guardarse, caso de que el enredo se
descubriese. Estaba, por tanto, a la defensiva, pero tranquilo,
confiando a la ciencia el éxito lisonjero de su empresa, y en último
caso, y cuando toda compostura fuese imposible, encomendándose a su
valor.
Así iban filando las horas para ambos, inquiriendo el uno y esperando el
otro, los dos silenciosos, velando atentamente el sueño de aquella pobre
mujer que se moría.
Pasaron más días, todos monótonos y tristes como las vibraciones de la
campana que anuncia en los cementerios la llegada de los difuntos, y el
trágico desenlace de la enfermedad previsto por Montánchez tampoco era
un misterio para Alfonso: Consuelo se moría, era preciso ser ciego para
no verlo.
Cuando Gabriel se lo advirtió, Sandoval no dijo nada, no se le ocurrió
nada, apenas experimentó una pequeña sensación, como si fuere una
noticia insignificante que ya supiera desde hacía mucho tiempo: era una
insensibilidad absurda, de loco o de imbécil; sus preocupaciones
invadían su espíritu desquiciándolo; no aquilataba los hechos que a su
alrededor ocurrían, ni que Consuelo, la mujer amada, su encanto, su
esperanza, su espíritu bienhechor, su ángel guardián, iba a morir.
¡Morir!... aquella palabra lúgubre llenaba su cerebro produciéndole una
noción vaga cuya importancia desconocía.
Una noche se levantaron de la mesa peor humorados que nunca; sabían que
el desenlace de la tragedia se acercaba y que sólo algunas horas
bastarían para romper aquella situación. Alfonso asomó la cabeza por
entre las cortinas que separaban el gabinete de la alcoba; la joven
estaba tendida de lado, la cabeza sobre el antebrazo izquierdo,
descansando toda ella con el lánguido abandono de una persona
profundamente dormida.
Entonces se retiró de puntillas y fué a sentarse en un sillón, después
de cubrir con un papel la parte inferior del quinqué colocado sobre la
chimenea, para que su luz no le molestase. Montánchez se había tendido
en el sofá. Alfonso empezó a contemplarle a su sabor aprovechando la
circunstancia de tener el médico los ojos cerrados. Hasta entonces nunca
pudo fijarse bien en su amigo, y quiso corregir aquel descuido de su
atención; examinó su ancha frente surcada de arrugas, sus cejas bien
arqueadas, su nariz recta, sus mejillas hundidas y la blancura marmórea
de aquel semblante que parecía más pálido de lo que era en realidad,
visto a los reflejos del quinqué: después, aquellos rasgos fueron
borrándose y concluyó viendo en el sitio ocupado por la cabeza una
sombra blanca. Vencido por el sueño, inclinó la cabeza sobre el pecho...
A pesar de los recelos que hasta allí le sostuvieron en perpetua
vigilia, su cuerpo y su espíritu, extenuados, reclamaban imperiosamente
el derecho que tiene todo lo que vive al reposo; la materia estaba
aniquilada, las piernas no querían moverse, los oídos eran dos órganos
inservibles, sordos a toda impresión; sus ojos, abiertos por un
esfuerzo supremo de voluntad, no veían; los nervios estaban embotados,
el cerebro dormido; la naturaleza exigía descanso y fué preciso
rendirse.
Largo rato hacía que los dos hombres disfrutaban el más reparador de los
sueños, cuando Consuelo, que se revolvía en la cama articulando
palabras, lanzó un grito tan penetrante que les despertó.
--¡Socorro, socorro, suélteme usted!--decía.
Ellos se levantaron, pero Alfonso había entendido las palabras
pronunciadas por la enferma y aquello fué para él un rayo de luz.
--No te muevas--dijo con tono imperioso y sujetando por un brazo a
Montánchez que se dirigía a la alcoba.
--¿Por...?
--Porque quiero oír lo que dice.
--¡Valiente antojo!... Dirá mil simplezas, como siempre; suelta,
conviene cortar el ataque para impedir que aumente...
--¡Socorro, que me ahogan, no puedo respirar!...--gritó Consuelo.
--No te muevas--dijo Sandoval poniéndose de un salto delante de la
alcoba--, a esa mujer la ha sucedido algo muy grave cuando grita de ese
modo, y necesito saber qué es.
--Quieres una tontería; dejándola entregada a sí misma, la crisis puede
matarla.
--No importa; he de arrancarla ese secreto que me oculta... y por
saberlo diera su vida; ¡ya ves si deseo conocerlo!... Parece que no
quieres que hable, que te da miedo oírla, que tratas de amordazarla con
tu magnetismo...
--¡Basta, Alfonso!--replicó Gabriel haciendo un gesto despreciativo--;
mi corazón no conoce el miedo; no temo a nadie y menos a una mujer
histérica, y si no creyese que discurres así porque la fiebre nubla tu
razón, me iba de aquí para no volver, pues hay ofensas que la amistad
más estrecha no disculpa...
Diciendo esto sentóse en el sofá con toda la indolencia del que se
dispone a dormir, y Alfonso permaneció de pie, escuchando la voz amada.
Consuelo hablaba tranquilamente.
--No sé cómo arreglármelas para meter mi equipaje en estos baúles; ¡y
cuidado que son grandes los malditos!... ¿Pero en qué pensaría Alfonso?
Debió de comprar muchos, muchos, veinticinco o treinta, aunque fuesen
pequeñitos... Y ahora no puedo cerrarlos, no tengo fuerzas... ¡Ay!...
qué triste estoy; el día se presenta malo, ¡cómo llueve!... Voy a
helarme en el tren... si me parece que estoy metida en el coche y que
junto a mí va un señor muy gordo, con unas narices muy coloradas,
durmiéndose sobre una maleta... Pero no, aún no he salido de mi casita,
ni saldría nunca si en mí consistiera; Alfonso cree que deseo viajar,
correr mundo... como si me importase algo verle los bigotes al emperador
de los chinos o patinar por el Sena; lo que necesito es huir, poner
muchas leguas por medio... ¡Uy, ahora que se han ido ésas empiezo a
sentir miedo!... Me aterroriza pensar que estoy solita en esta casa tan
grande y tan obscura; parece que las estatuas del despacho se descuelgan
a lo largo de los armarios para visitarme... Sí, cerraré la puerta para
que no entren. ¡Cómo llueve! Lo que más temo son los relámpagos y los
truenos... Y Alfonso sin venir...
Calló haciendo sonar su lengua contra el paladar, como saboreando algo.
Sandoval continuaba inmóvil, con el oído pegado a la cortina de la
alcoba, poseído de ansiedad creciente; tenía el presentimiento de que
iba a saber el misterio con que luchaba desde hacía tanto tiempo, y que
Consuelo sería la pitonisa reveladora. Montánchez seguía en el sofá,
pálido y frío.
--Y han llamado--continuó diciendo la joven--, juraría que es el timbre
de la escalera... Dios santo, vuelven a llamar, ¿quién será?...
Las ideas que sucesivamente se ofrecían a su espíritu eran de tal
naturaleza, que comenzó a temblar violentamente.
--¡Es él, y yo aquí sola!... voy a morirme de espanto. No, señor; pero
mi marido volverá de un momento a otro... quizá no tarde ni diez
minutos... si quiere usted hacerle algún encargo yo se lo diré; sí, eso
es lo mejor; ¿para qué va usted a molestarse en esperar?... ¡Y estoy
sola!... Este hombre y el diablo se dan la mano para perderme.
Hubo otra pausa; Alfonso y Montánchez se miraron fijamente.
--No, no, señor--prosiguió Consuelo--, eso, de ninguna manera; o usted
ha perdido el juicio, o me toma por una tía del arroyo... Lo que usted
oye; sí, señor, eso mismo, no tengo nada que añadir, mis fallos son
irrevocables como los de las leyes absolutas. Por la violencia menos...
se lo juro a usted, antes muerta: yo tendré menos fuerza, pero a corazón
nadie me gana y el mío es de un hombre que quiero con toda mi alma; se
lo di enterito hace mucho tiempo... ya sabe usted demasiado a quién me
refiero; pues sí, él se lo llevó y aquí no me ha quedado ni una
piltrafa... ignoro la razón de mi cariño; es bueno y es guapo... ¡ya ve
usted si le quiero, que por él perdí hasta las ganas de besar a mi
padre!... Pero aunque así no fuera, a usted no puedo amarle nunca, le
odio demasiado para mirarle alguna vez con buenos ojos... me ha sido
usted siempre repulsivo; desde la primera vez que le vi... usted es malo
y las personas malas me infunden repugnancia y miedo.
--¿Pero con quién hablará esa mujer?--exclamó Sandoval--, ¿con quién?...
Montánchez no se movió.
--¡Uy, qué asco!--dijo Consuelo desvariando y echando poco a poco hacia
fuera la saliva que tenía en la boca--, ¡qué sabor tan repugnante tiene
esta agua de tila!... ¡Puf! me he tragado un cuerpecillo sólido, quizá
una pajilla o un pedacito de azúcar... pero no, es un sabor amargo, tal
vez habría en el fondo una araña muerta... ¡Qué asco, un bicho negro y
con tantas patas!...
Prorrumpió en arcadas como si fuese a vomitar; aquella alucinación
gustal aumentó la fuerza del ataque histérico y su cuerpo empezó a
crisparse.
Entonces Sandoval, temiendo que se lastimara, cogió el quinqué y penetró
en la alcoba; Gabriel, que a pesar de su aparente tranquilidad no había
perdido un solo detalle de la escena, se apresuró a seguirle,
comprendiendo que el momento decisivo llegaba.
Alfonso se sentó en la cama procurando dominar las sacudidas nerviosas
de la joven sujetándola por las muñecas, mientras Montánchez, no
queriendo que su solicitud despertase la ya alarmada suspicacia de su
amigo, permaneció al otro lado de la cama, con los brazos cruzados y la
impasibilidad del exorcista ante los calambres de una posesa a quien
está sacando con conjuros los demonios del cuerpo.
Consuelo procuraba desasirse de las manos de Alfonso, empleando para
conseguirlo un vigor sobrehumano. Tenía el semblante congestionado, el
pelo suelto y extendido sobre las revueltas almohadas, los ojos
apretados convulsivamente, las narices dilatadas, los labios
descoloridos, la boca llena de espumarajos, las venas del cuello
pletóricas de sangre, el cuerpo arqueado, los brazos rígidos. Conforme
la intensidad del ataque arreciaba, la curvatura del cuerpo aumentaba
también; hubo momento en que las nalgas estuvieron separadas del colchón
cerca de medio metro, y Sandoval creyó que la columna vertebral iría
doblándose hasta permitir que la cabeza se juntase con los pies: en
aquel instante la cara de Consuelo ofrecía un aspecto horrible; el pecho
contraído por un espasmo violentísimo no podía alentar y la falta de
respiración determinó un aumento considerable de sangre venosa; el
cuello y el semblante fueron obscureciéndose hasta renegrirse; sus ojos
se abrieron; los tenía inyectados como los de las personas que mueren
por asfixia, y entre las babas que salían de su boca entreabierta,
apareció un hilito de sangre. Pero el espasmo había llegado a su mayor
grado de intensidad sin conseguir romper ninguna fibra vital, y Consuelo
lanzó un grito y cayó sobre la cama: el aire penetró silbando por las
fosas nasales, el pecho alentó con placer y la cara recobró su color;
pasados algunos minutos, el delirio histérico empujaba los nervios hacia
otras sensaciones y la joven palideció como la persona que sucumbe
víctima de una sangría suelta. Después empezó a hablar.
--Esto es espantoso, váyase usted, se lo ruego de rodillas; mi marido
puede llegar... ¡Ay! no me apriete usted de ese modo, parece que se
parten mis brazos, yo desfallezco... ¡Alfonso de mi alma, ven aquí, ven
a favorecerme, que ya no puedo más!...
Se agitaba luchando con aquel enemigo que su imaginación la ponía
delante.
--¿Dónde estará Alfonso, que no viene?... No, la muerte antes... si yo
pudiera valerme de mis brazos o morder...
Aún se defendió un poco y al fin tendióse a discreción, destrozada de
tanto pelear. Hubo un largo silencio.
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