La enferma: novela - 10

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tranquilizadoras apariencias siempre recordaba con miedo la tarde en que
Montánchez estuvo hablándola de amistad, quejándose de sus soledades y
explicando su necesidad de ser querido por alguien; y sus palabras, sus
gestos, el fuego que puso en su conversación y la extraña expresión de
su mirada. En su lenguaje apasionado, la joven adivinó un amor criminal;
y aunque Montánchez, o por prudencia o por miedo, no se declaró más
francamente y todo ello parecía olvidado, Consuelo recelaba las
consecuencias de esas tempestades que se forman poco a poco y sin ruido,
y en un momento dado estallan con violencia aterradora.
Consuelo sentía cernirse sobre su cabeza aquel ciclón “pasional”; empezó
por un puntito negro apenas perceptible y ya ocupaba el horizonte. Como
a sus cándidos ojos de niña crédula Gabriel Montánchez se había ofrecido
como un genio superior relacionado y hasta emparantado con los espíritus
maléficos más poderosos del otro mundo, temía que el endiablado médico
pusiera en juego para rendirla algún procedimiento sobrenatural, algún
filtro o conjuro, alguna hierba milagrosa de ésas que, según afirman las
viejas zurcidoras de voluntades, poseen la virtud de volver los
corazones hacia determinados afectos. Y esto era precisamente lo que más
miedo y repugnancia le causaba: la idea de que Montánchez poseyese el
secreto de hacerse querer de ella, hasta estrecharla entre sus brazos
alguna vez...
Cuando Sandoval cogía un periódico y leía la descripción de uno de esos
sangrientos dramas de amor y de celos tan frecuentes en nuestro pueblo,
Consuelo se echaba a temblar como si su conciencia la acusase de algo.
--¡Calla, por Dios--decía--; la relación de ese crimen me crispa los
nervios! ¿Te parece bien que siempre, las pobrecitas mujeres, paguen el
pato?
--Como que sois las únicas causantes de nuestras malandanzas y
desventuras.
--Sí, ¿eh?
--Claro, ¿quién os manda ser tan guapas?
--Y a vosotros, ¿quién os obliga a ser tan viciosos?
--¡Toma... misterios del querer!...
--¡Ay, amigo, eso no está bien!... ¿De modo que el amante, el Tenorio
callejero, que allana una casa sin pedir permiso y no vacila en hacer
desgraciada a una familia por satisfacer un necio antojo, no merece
castigo?
--Ése, también; el hombre por buscar... la mujer por dejar que la
encuentren.
--¿Así que tú--agregó Consuelo riendo--eres uno de esos maridos
matasietes que no perdonan a nadie?
--A nadie--repuso Sandoval distraído.
--¿Y matarías a tu contrario, Alfonsito?
--Como a un perro.
--¿De un tirito?
--O de dos; de todos los que hicieran falta.
--Naturalmente, porque si con el primero no tenía bastante...
--Repetía la dosis.
--¡Concho, qué miedo!... ¿Y a mí también me matarías?
--También; con otros dos o tres tiritos, según tuviera el pulso.
--¡Qué burro!... ¿Y después?...
--Después--contestó Sandoval que continuaba leyendo--, me pegaba otro
tiro, o dos... ya digo que eso dependería de cómo tuviese el pulso.
--Necesitarías antes volver a cargar, porque las cápsulas se te habrían
acabado ya.
--Naturalmente.
--Conque, ¿se habrían acabado, naturalmente?
--Muchacha, ¿quieres dejarme leer?
--Oye, Alfonsito--prosiguió ella bromeando y por agotar la conversación
y la paciencia de su marido--, y después que todos estuviésemos bien
muertos, ¿qué harían con nosotros?...
--Pero, ¿es que estás tomando informes para que nada te coja de
susto?--preguntó Sandoval amostazado--; pues no sé lo que harían con
nosotros; probablemente nos enterrarían de cara al sol... no sé...
¡Déjame en paz, tabardillo!
Estas conversaciones en que siempre descubría Alfonso los sanguinarios
instintos de su celoso temperamento, preocupaban mucho a Consuelo; sin
querer echábase a fantasear acerca del cúmulo inagotable de calamidades
que caerían sobre ella si el Destino consintiese que sus tristes
presentimientos se cumplieran y Montánchez la violentara o rindiera con
sus hechicerías; pensaba en la horrible tragedia que entonces se
desarrollaría entre aquellos hombres, y se veía sola, indefensa,
arrodillada en el suelo llorando, sin fuerzas para separar a los dos
rivales; y después calculaba las consecuencias de su caída...
Éstas dependían del resultado de la lucha. ¡Oh, no! ella no quería que
Sandoval riñese con Gabriel Montánchez, porque el médico no era un
hombre como los demás, sino un demonio que le vencería. ¿Pero, y si
Alfonso quedaba triunfante?... Entonces ella también podía darse por
muerta, porque Sandoval, en su exaltación, la aplastaría con el pie como
quien mata una araña. ¡Qué miedo, morir así o estrangulada... y quedarse
luego muy fea, con los ojos desencajados y la roja lengüecilla fuera de
la boca!...
Si, por el contrario, Sandoval sucumbía a manos de Montánchez, ¡qué
horror!... verle muerto y quedar entregada a las caricias de aquel otro
tipo tan disimulado y tan hipócrita que tarde o temprano la mataría
también...
A fuerza de discurrir en el mismo tema, esta idea llegó a dominar su
espíritu; creía que el desastre iba a suceder de un día a otro y hasta
extrañaba que nada serio hubiese ocurrido aún; era una pesadilla
ineluctable, un espectro con la cara y las manos manchadas de sangre que
la perseguía en el lecho, en la mesa, en el teatro.
El viaje se había fijado para el día quince de marzo.
La víspera de la partida Consuelo comenzó a sufrir ese vago sentimiento
de temor que infunde lo desconocido. Como todas las mujeres de corazón
sensible, nunca había fijado dique a sus afectos y amaba cuanto veía a
su alrededor; y a colocar ordenadamente sus afecciones, se hubiera visto
que la primera, la más grande, era la de Alfonso Sandoval, aun cuando
este amor relegaba el de Dios a un impío segundo término; y después y
en línea descendente, figuraban otro sin fin de amorcillos que no por su
pequeñez eran menos reales ni dignos de ser apreciados; tales como el
cariño que sentía por la cocinera, por el niño ciego que algunas tardes
tocaba un violín implorando la caridad pública al pie de sus balcones,
por el jilguero que alegraba la casa con sus trinos, por una sillita de
cuero donde se sentaba a coser, por un dedalito de plata que la
regalaron siendo niña, y por cuantos muebles y fruslerías estaban en
contacto con ella. Separarse de todo aquello, aunque sólo fuese por un
tiempo relativamente corto, era una necesidad que la afligía hasta el
llanto, pues no sólo pensaba en sus penas, sino en las que por idéntico
motivo sufrirían sus queridos chirimbolos, a los que, desde luego,
suponía capaces de sentir pesadumbres de amor.
Aquella mañana la joven madrugó más que de costumbre y se asomó al
balcón: el tiempo había cambiado, y un fuerte viento Sur empujaba
rápidamente las nubes unas sobre otras: se padecía ese bochorno que
precede a las tempestades; el cielo estaba nublado y de los nubarrones
más bajos caían gruesas gotas que manchaban la calle de enormes viruelas
negras.
Consuelo seguía en el cierre de cristales, mirando distraídamente las
columnas de polvo que el viento levantaba, como esgrimiendo un escobón
invisible; las puertas y ventanas se cerraban o abrían con estrépito,
sacudidas por el ciclón; algunos cristales cayeron a la calle hechos
pedazos y por la Puerta del Sol eran muchos los transeúntes que corrían
detrás de sus sombreros.
Recordando su próximo viaje Consuelito tuvo miedo.
--¡Dios mío!--meditó--, ¿no quieres que me vaya?...
El resto de la mañana lo invirtió arreglando de nuevo su bagaje.
Debían de salir a la noche siguiente para Barcelona, donde embarcarían
en el primer buque que navegase con rumbo a Italia.
--¿Y nos iremos de aquí aunque llueva?--preguntó Consuelo, que a un
mismo tiempo temía y deseaba marcharse.
--¿Pues quién nos lo impide?...--repuso Sandoval--; el agua no molesta
cuando se viaja en ferrocarril.
Después de almorzar, Alfonso salió a hacer efectivos algunos cheques, y
como Consuelo no quiso acompañarle, acobardada por el mal cariz del
tiempo, la cocinera y la camarera fueron las encargadas de comprar una
maleta destinada a guardar los enseres de tocador.
--Oye--gritó Consuelo desde el gabinete a su doncella, que ya se iba--,
cuando vuelvas llama con los nudillos para que yo te reconozca, o si
no... llévate el llavín; mejor es, porque quizá tenga luego gana de
echarme a dormir un rato...
Las mujeres salieron y la joven se puso a coser cerca del balcón.
El horizonte se había obscurecido completamente y la luz que penetraba
por los visillos era escasa. Consuelo empezó a sentir miedo, miedo de
saberse sola en aquella casa tan grande que parecía dormir bajo sus
tapices y cortinajes, y recordando las cabezotas de yeso del despacho y
aquel ensueño en que las vió animadas, volvió a temblar; a cada instante
creía que caminaban por el pasillo los bustos de Cervantes o de Quevedo,
asentados sobre dos piernas muy largas y negras como patas de langosta,
y tan grande fué su aprensión, que hubo de levantarse y cerrar la
puerta.
El viento silbaba en la calle produciendo, al quebrarse en las esquinas,
lamentos lúgubres semejantes a suspiros. Consuelo dejó su costura y se
asomó a la ventana: del cielo caían gruesos goterones que, por lo
pesados, parecían de plomo, y causaban un ruido fastidioso al chocar
contra el cinc del mirador; luego aquellos amagos de lluvia fueron
aumentando hasta convertirse en espantoso aguacero.
La lluvia caía tan compacta que parecía un inmenso velo de gasa: los
transeúntes, acobardados por el agua, se guarecían en los portales a
esperar cachazudamente que disminuyese la fuerza del chaparrón, y sólo
los muy impacientes seguían con el inútil paraguas abierto, el cuello de
la americana levantado y los pantalones doblados sobre los tobillos.
Consuelo se retiró del balcón un poco mareada por aquel continuo llover,
y al ir a sentarse repercutió el timbre de la puerta de entrada. La
joven quedó inmóvil, con la quieta rigidez de las estatuas.
--¿Quién será?--pensó--; aún es muy temprano para que Alfonso vuelva...
Es extraño, no adivino quién pueda ser...
De pronto sus facciones se contrajeron y llevóse ambas manos a la boca
sofocando un grito de terror; se había acordado de Montánchez.
El timbre volvió a vibrar, y Consuelo salió al pasillo, dirigiéndose al
recibimiento.
--¿Quién?--preguntó con voz trémula.
--Yo--repuso una voz de hombre que la joven no reconoció.
Acercóse a la mirilla de la puerta, mas no pudo distinguir nada porque
el visitante estaba cerca de la pared.
--¿Y... quién es usted?--inquirió Consuelo, cuyas piernas flaqueaban.
--Gabriel, señora.
--¡Ay... no le había conocido!
--¿Puede usted recibirme?
--Alfonso no está...
--No lo sabía... pero eso no empece...
--Estoy sola.
--Vuelvo a repetir que su soledad no es un inconveniente.
--Pero...
--Deseo hacerles a ustedes un encargo, es asunto para mí de mucha
cuantía; sé que se van mañana y no quiero desperdiciar la ocasión...
--No puedo...
--Haga usted un poder, se lo ruego...
Su voz era imperiosa. La requerida, aunque jadeante de emoción, aún
quiso resistir.
--¡Vaya... que no puedo!
--¡Señora, tenga usted la bondad de abrir!
Los desfallecimientos físico y moral de Consuelo Mendoza fueron tan
grandes, que casi perdió la conciencia de sí misma y no supo oponerse al
mandato del médico; estaba acostumbrada a obedecerle: como un autómata
abrió la puerta y entró Gabriel.
--¿No hay nadie?--preguntó.
--No, señor--repuso ella haciendo esfuerzos sobrehumanos por cobrar
aplomo--, pero Alfonso no tardará en venir...
Este fué el único embuste que se la ocurrió, pues estaba segura de que
Sandoval no regresaría antes de la noche. Se habían sentado en el sofá
del gabinete, el uno al lado del otro: Montánchez estaba limpio, sin
ninguna manchita de barro en el pantalón, como si acabase de salir de su
cuarto.
--¿Vino usted en coche?--preguntó ella por decir algo.
--Sí, señora... He visto salir a Sandoval y a las criadas, sabía que
tardarían en volver y que estaba usted sola... por eso he subido...
A pesar de su aplomo, el médico estaba un poco inquieto.
--¿Cuándo es el viaje?--agregó.
--Mañana.
--¿Y de quién partió esa idea sorprendente de ir a correr mundo?
--De mí--repuso Consuelo mirando a su interlocutor audazmente.
--¡De usted, ya lo sabía!... Porque eso más parece una fuga que un
viaje.
La joven sintió que su valor declinaba y bajó los ojos.
--Sí--continuó Montánchez--, es una fuga; usted sale de Madrid huyendo
de una persona que, sin querer, la mortifica mucho y a quien odia usted
con toda el alma, ¿no es cierto?
Consuelo no respondió.
--En estas cuestiones no me engaño nunca: ¿qué más? sé el nombre del ser
odiado... ¡soy yo!... No haga usted signos negativos que no me
convencerán: usted me odia, me detesta, me aborrece con un sentimiento
inextinguible de repulsión, y eso, si el testimonio de mis sentidos no
bastase a revelármelo, lo sé por Sandoval, por usted misma... Desconozco
el origen de esa repugnancia, quizá usted la ignore como yo, mas no por
ello es menos cierta. También usted produjo una revolución en mí, pero
de bien distinto carácter: usted me atraía, a su lado me encontraba
bien, y al poco tiempo mi amistad hacia usted era más grande y más firme
que la que profesaba a Alfonso, con ser ésta muy antigua.
--Pero, caballero--interrumpió Consuelo--, ¿a qué viene usted aquí?...
¿A acusarme?
--No, señora.
--Entonces... ¿a qué?
--A decir que la amo, que la quiero con toda mi alma--repuso Gabriel
aplomadamente.
--¿A mí?...--exclamó Consuelo poniéndose de pie--; ¿pero usted sabe lo
que dice?
--Sí, señora, porque lo siento aquí dentro, en este pobre corazón que se
me rompe.
--¡Ay, por la Virgen del Carmen!--gritó Consuelo llorando--, váyase
usted... sí, yo le odio y le temo al mismo tiempo, por eso huyo de
Madrid... acertó usted; quiero hallarme lejos, muy lejos, donde no pueda
usted hacerme daño...
--Consuelo--dijo Gabriel--, siento asustarla hablándola así, pero el
tiempo apremia y no quiero separarme de usted sin confesar toda mi
pasión. Hace algunos meses yo la hubiese podido querer a usted
castamente, como a una amiga; más todavía: como a una hermana... Pero
después este cariño estalló como un volcán y hoy me devora el pecho; ya
no tengo paciencia ni fuerzas para contenerme, ni para resignarme a
soportar un día y otro los furiosos embates de esta borrachera amorosa
que no da treguas y va abrasándome las entrañas. No, mentira, yo nunca
he sido amigo suyo, porque aquel sentimiento amistoso duró un instante y
el amor lo substituyó en seguida; yo no puedo cortejarla a usted
lentamente, porque ni mi edad ni mi temperamento lo consienten, y sé
cuán ridículo es el hombre que mendiga lo que por su esfuerzo puede
obtener. Eso es vulgar, y yo, señora, seré un malvado, un criminal... lo
que usted quiera; nunca una vulgaridad.
La ventana de una de las habitaciones interiores, impulsada por el
viento, se cerró con estrépito, saltando en pedazos sus cristales, y la
lívida luz de un relámpago bañó el gabinete con su lívido y fugitivo
reflejo.
Consuelo lanzó un grito de terror y se persignó; y cuando, pasados
algunos segundos, resonó la lejana voz campanuda del trueno, que gruñía
como un mastín malhumorado, la joven se encogió en el diván sollozando,
tapándose los oídos.
--¡Por Dios, Gabriel, por el recuerdo de la mujer que más haya
querido!--exclamó suplicante--, váyase usted, se lo ruego... siento que
las fuerzas me faltan, que mi vista se nubla... voy a ponerme mala.
--Sí, me iré--repuso el médico con apasionamiento--, y para conseguirlo
no necesita usted implorar la intercesión de un Dios, en quien no creo,
ni tampoco la de ninguna mujer querida, pues mi primera pasión está
muerta y enterrada, y la única que luego reverdeció mi corazón es la que
ahora siento por usted. Por eso me iré, por complacerla, pero antes
quiero que sepa usted todo lo que siento, todo lo que sufro... hoy aún
es tiempo; mañana ya sería tarde... Consuelo--prosiguió Montánchez,
cogiendo una de las manos de la joven, que estaba inmóvil y helada--,
repare usted en lo grande que será mi pasión cuando obliga a un hombre,
tan altivo y bien curado de calenturas amorosas como yo, a dar este
paso. Yo, desengañado del mundo, renuncié a él; cansado de una vida en
que sólo pesares y miserias coseché, me escondí en mi estudio resuelto a
morir lejos de aquella sociedad que mi juventud amó tanto; usted, mejor
que nadie, sabe cómo vivo... y vivía feliz, porque vivía tranquilo, con
esa felicidad helada de los que no sienten; y tan dichoso era en mi
nuevo estado y tal miedo me inspiraban los combates del mundo, que ni la
virtud de Penélope ni la hermosura de Safo, me hubiesen hecho renacer a
mi pasada vida aventurera. Usted, sin embargo, tuvo habilidad para
transformarme antes de que yo mismo preveyera lo que iba a ocurrir...
Ahora la deseo a usted con frenesí, con un arrebato que da vértigos, con
la ceguedad que deben de poner en sus pasiones los salvajes o los
dementes. Mucho quiero a Sandoval, pero antes que su felicidad está la
mía; y como mi dicha es usted y usted es también la suya, estoy
dispuesto a disputársela palmo a palmo, cara a cara, riñendo
noblemente...
--¡Oh, no!--interrumpió Consuelo--, usted no hará nada en contra de mi
marido... entonces le odiaría más y hasta sería capaz de asesinarle.
--No sé aún qué haré--repuso Montánchez levantándose--, pero confieso
que algunas veces me ciega una nube de sangre... La noche en que fué
usted al baile de la Zarzuela, yo era la máscara disfrazada de astrólogo
que la obligó a bailar... ¡Estaba usted tan hermosa... miraba usted a
Sandoval con tanto cariño, resultaba tan horrible mi soledad comparada
con su alegría!... que enloquecí de celos y tentado anduve de reñir con
él para desafiarle y matarle después.
--Es usted un miserable--gritó la joven con violencia y acercándose al
balcón--; váyase usted, salga usted de aquí, porque si Alfonso viene y
le encuentra se lo cuento todo.
--No me importa.
--¡Váyase usted!
--No puedo.
--Pediré socorro.
--No podrá usted; tengo yo más fuerza y se lo impediré.
--Me da usted miedo--murmuró Consuelo levantándose--; parece usted un
demonio.
--¡Y lo soy!--gritó impetuosamente Montánchez atrayéndola hacia sí--;
soy un ángel rebelde que sólo tiembla ante sus propias pasiones; no me
preocupa la muerte, pues cien veces luché cuerpo a cuerpo con ella sin
inmutarme; ni el mundo, porque le desprecio profundamente; ni temo a los
hombres, porque al más fuerte de ellos estoy cierto de aplastarle bajo
mis pies... Lo único que me seduce es usted, por quien vivo...
Un segundo relámpago, seguido inmediatamente de un trueno horrísono,
iluminó la habitación; su luz cárdena resbaló sobre los muebles.
La luz fué tan vivísima que Consuelo cayó temblando sobre el sofá.
El médico la cogió las manos: en aquel momento estaba muy lejos de
representar una comedia.
--Consuelo--dijo modificando el tratamiento para imprimir mayor dulzura
a sus palabras--, no te aflijas ni asustes de ese modo, porque estando a
mi lado nada debes temer. No vengo a proponerte un adulterio vulgar que
repugnaría a tu virtud y que a mí también me sería odioso, mas no por
eso renuncio a la esperanza de obtenerte. Yo te robaría de aquí, iríamos
a vivir a otro país donde nadie nos conociese y en que no tuvieras que
avergonzarte de nada, y allí disfrutaríamos de esta pasión gigante que
me consume y de la que no tardarías en participar... Yo quise atraerte
poco a poco y disminuir la influencia que Alfonso tiene sobre ti, pero
el odio que te inspiro y las circunstancias inutilizaron mis planes;
ahora te quiero más, mucho más que antes... y la misma violencia de mi
amor, aniquila mi paciencia y no me deja suplicar... Consuelo, cariño de
mi alma, esperanza mía, quiéreme... te lo pido de rodillas como esclavo
sumiso, te lo mando, si es necesario, como un rey absoluto... pero calma
mi sed y pon remedio a mis dolores...
Ella, que había permanecido indiferente, con la cabeza caída sobre el
pecho, se irguió altanera.
--¡Gabriel, váyase usted!--gritó iracunda, desasiéndose del médico que
la retenía por las muñecas.
--Consuelo--repuso Montánchez levantándose y sonriendo fríamente--, yo
estoy loco y a los locos no se les razona; se les pega; de lo contrario
el loquero está perdido.
--¿Y qué quiere usted decir con esto?
--Que, con palabras, nada consigues de mí.
--¡Ay sí... es verdad, es usted demasiado cruel para enternecerse!
--A ser cruel me enseñó el mundo; ¿no lo eres tú también conmigo?
--Pues me defenderé cuanto pueda; pediré socorro.
--Tampoco conseguirás nada; yo soy el más fuerte.
Montánchez miró su reloj, vió que aún podía disponer de una hora y
procuró conquistar mañosamente lo que, por la violencia de sus manos y
el imperio de su voluntad, hubiera obtenido al momento.
--Consuelo--repitió acercándose al mirador en que la joven se había
refugiado--, acércate, aquí dentro no estarás tan expuesta al flúido
eléctrico de la tempestad.
--No, no, antes me muero--repuso ella mirándole con ojos de loca--,
prefiero sucumbir abrasada por un rayo a estar junto a usted.
Entonces Montánchez sintió que su calma y su prudencia se agotaban y que
las oleadas de ira le invadían el corazón.
--Pero, insensata--rugió asiendo fuertemente a la joven por el talle y
atrayéndola hacia sí--, ¿no ves que tu resistencia es inútil y que si ya
no apelé a la fuerza es porque te quiero demasiado para lastimarte antes
de agotar todos mis recursos y toda mi paciencia?
--¡Piedad!...
--Tú eres mía, mía en cuanto yo quiera... Estás sola, indefensa,
entregada a mi pasión... ¿No comprendes que eres mi esclava porque mis
ojos te fascinan y no resistes mi mirada?...
--Déjeme usted, suélteme--murmuró la joven pugnando por desasirse.
--No, eso nunca, mañana te vas y el Destino te habrá separado de mí para
siempre.
--Va usted a perderme, a envilecerme...
--¿Qué importa? Aquí tiene que haber una víctima... y esa víctima serás
tú, pues si yo llevase mi abnegación al extremo de inmolarme por ti, mi
sacrificio sería una de esas heroicidades anónimas que nadie agradece y
que pronto se olvidan. Tú o yo, es el dilema; pero como me disputas la
felicidad me incitas a seguir tu ejemplo, y el triunfo, por tanto, será
del que más pueda; ven...
--Piedad, Gabriel, piedad para mí...
--Y de mí, ¿quién tendrá piedad?
--Dios, que lo ve todo.
--No creo en su justicia.
--Por Alfonso, Gabriel.
--Tampoco. Alfonso, en mi caso, sería traidor como yo.
--¡Ay!... ¿Cómo es usted tan insensible?
--¿No lo sabes?--repuso el médico devorándola con los ojos--; porque
eres muy hermosa y tu cuerpo es de ésos que los hombres no perdonan.
Ven...
Consuelo echó a correr y, pasando por detrás de los sillones colocados
delante de la chimenea, se refugió en la alcoba.
Montánchez la siguió.
La tempestad había acortado la duración del crepúsculo, y las sombras
nocturnas aumentaban el pavoroso rumor de la lluvia contra los
cristales.
--Salga usted de aquí--exclamó Consuelo imperiosamente--; éste es el
dormitorio de una mujer honrada en el cual ningún hombre, que no sea su
marido, puede entrar; salga usted, repito: fuera, lo que usted quiera;
aquí, nada.
Su voz vibraba bajo el influjo de sus nervios crispados.
--Consuelo--repuso el médico, calculando que la cama era demasiado ancha
para salvarla de un salto y que la joven se disponía a correr
sirviéndose de ella como de un burladero--, acércate.
--¡Salga usted de aquí!--contestó ella.
Montánchez quiso atajarla por un lado, pero comprendió que si se
separaba de la puerta su víctima encontraría el paso libre para huir.
--Váyase usted--repitió la joven--, es muy tarde y Alfonso puede llegar.
--Vengo dispuesto a todo y le mataré; pero, antes, acércate.
--Nunca.
--¡Acércate!
--No, no.
--¡Consuelo--gritó Gabriel clavando en la joven su poderosa mirada--,
ven aquí!
El flúido magnético empezó a obrar.
--¿No oyes?
Ella lanzó un alarido desgarrador y se tapó la cara con las manos para
substraerse al poder de aquellos ojos devoradores.
--¡Ven aquí!--repitió Montánchez--, ¡ven aquí; yo te lo mando!
Después, adivinando que la infeliz, falta de voluntad, no podría
moverse, se acercó a ella a pasos lentos y mirándola siempre.
En aquel momento la angustia de Consuelo fué infinita: sabía que su
verdugo la sugestionaba desde lejos, que su pobre albedrío era esclavo
del suyo y que estaba perdida; Gabriel la envolvía con una red invisible
que paralizaba todos sus movimientos y hasta del uso de la palabra la
privaba; le vió acercarse y su piernas rígidas se negaron a andar; y
cuando sintió la vigorosa mano de Montánchez posarse sobre su hombro fué
tan grande la atonía que instantáneamente invadió sus miembros, que hubo
de apoyarse sobre el pecho del médico para no caer.
Mas aquel desmayo duró segundos, y otra vez su dignidad ofendida
protestó contra las vergonzosas debilidades de los nervios.
--¡Piedad, piedad para mí!--murmuró.
Y con un esfuerzo se zafó de Montánchez y corrió al gabinete: allí se
detuvo junto a la ventana, pálida, los cabellos en desorden, la
respiración anhelante, perdido el color, mirando a todas partes con una
siniestra expresión de idiota asustada.
Pero Gabriel Montánchez, que corría tras ella borracho de lujuria, la
asió brutalmente y la arrojó sobre el sofá.
Entonces se trabó entre ambos una lucha desesperada en que la joven, no
pudiendo desembarazarse de aquellas manos que la oprimían como dos
anillos de hierro, se revolcaba desesperadamente, retorciéndose como un
trozo de pergamino sobre el fuego.
--¡No quiero, no quiero!...--repetía.
Mientras, el médico, a quien su pasión fatigaba más que los esfuerzos
que hacía para sujetar a su presa, alentaba penosamente como un caballo
cargado después de subir una larga cuesta. Luego apoyó una rodilla sobre
una de las piernas de la joven, inclinóse hacia adelante y sus labios se
acercaron.
La viva luz de un relámpago iluminó el cuadro con resplandores de
incendio, y ella lanzó un grito estridente: acababa de ver al médico
junto a sí, devorándola con sus ojos inyectados, y sentido su aliento
mezclarse al suyo y el primer beso, beso frenético que debió de hacerla
sangre en las encías. Aquella era la realización de sus horribles
pesadillas de calenturienta; por fin estaba a punto de consumarse el
crimen que tanto temió; aquél era el hombre siniestro, encarnación viva
de todos los fantasmas que en otras épocas la persiguieron; era el mismo
semblante afeitado, pálido y frío, del fatídico monigote vestido de
bayeta verde...
Hizo otro esfuerzo supremo para librarse, pero no lo consiguió: no podía
respirar ni defenderse; tenía una pierna colgando fuera del sofá y la
otra rígida, inmóvil, bajo una rodilla de Gabriel que, ebrio de pasión,
la sofocaba besándola los ojos, la boca, detrás de las orejas; ella
sentía repugnancia y desmadejamiento invencibles y unas manos que la
acariciaban bajo las faldas, causándola un sentimiento de asco que
helaba su corazón. Después resonó un trueno, y Consuelo, como si acabase
de recibir una descarga eléctrica, dió un bote tan violento que
Montánchez perdió el equilibrio y los dos cayeron al suelo. Pero la
víctima, privada de conocimiento, ya no se defendía y únicamente se
agitaba presa de una crisis nerviosa que la hacía prorrumpir en
exclamaciones y frases incoherentes, en tanto Montánchez la mordía,
estrujándola entre sus brazos...
Luego se levantó, colocando a Consuelo sobre el sofá, a su lado: también
a él le faltaban fuerzas para respirar y lanzó un suspiro profundo,
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