La enferma: novela - 01

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LA ENFERMA


OBRAS COMPLETAS DE
EDUARDO ZAMACOIS
NOVELAS DE LA PRIMERA EPOCA
LA ENFERMA.--PUNTO-NEGRO.--INCESTO.--TIK-NAY, _El payaso
inimitable._--EL SEDUCTOR.--DUELO A MUERTE.--MEMORIAS
DE UNA CORTESANA.--SOBRE EL ABISMO.
NOVELAS DE LA SEGUNDA EPOCA
EL OTRO.--EUROPA SE VA...--LA OPINIÓN AJENA.--EL MISTERIO
DE UN HOMBRE PEQUEÑITO.--MEMORIAS DE UN VAGÓN
DE FERROCARRIL.--UNA VIDA EXTRAORDINARIA.--TRAICIÓN POR
TRAICIÓN.--LAS RAÍCES.--LOS VIVOS MUERTOS.
NOVELAS CORTAS
PARA TI... (_Libro I._)--Rick.--El collar.--La cita.--El secreto.--El
paralítico.--Una mujer espiritual.
PARA TI... (_Libro II._)--La caída.--La virtud se paga.--El
hijo.--Historia de artistas.--Los ojos fríos.--Una buena
acción.
PARA TI... (_Libro III._)--Odios salvajes.--El maleficio amarillo.--Historia
de un drama que no gustó.--Astucias de mujer.--Sobre
el mar.--El emigrante.
EL GUIÑOL DEL DIABLO.--Obra de amor, obra de arte.--El
hotel vacío.--Don Paco “El Temerario”.--Lo horrible.--El
amo del mundo.
AUTOBIOGRAFIA
CONFESIONES DE “UN NIÑO DECENTE”.--AÑOS DE MISERIA
Y DE RISA.
TEATRO
NOCHEBUENA.--EL PASADO VUELVE.--FRÍO.--LOS REYES PASAN.--PRESENTIMIENTO.
VIAJES
LA ALEGRÍA DE ANDAR (_Crónicas de un viaje por tierras de
Puerto Rico y Cuba, Centro-América y América del Sur_).--DE
CÓRDOBA A ALCAZARQUIVIR.
CRITICA
IMPRESIONES DE ARTE.--DESDE MI BUTACA (_Apuntes para
una psicología del teatro_).--EL TEATRO POR DENTRO.
CUENTOS
La Risa, la Carne y la Muerte.
EN PREPARACION
EL DELITO DE TODOS (_novela_).


EDUARDO ZAMACOIS
OBRAS COMPLETAS
LA ENFERMA
NOVELA
UNICA EDICIÓN REFUNDIDA POR EL AUTOR
[Illustration: colofón: RENACIMIENTO]
COMPAÑÍA IBERO-AMERICANA DE PUBLICACIONES (S. A.)
RENACIMIENTO
Puerta del Sol, 15 Ronda Universidad, 1 Florida, 251
MADRID BARCELONA BUENOS AIRES
Compañía General de Artes Gráficas (S. A.)-Madrid


ADVERTENCIA

Este libro, publicado en 1896, es mi primera novela: afortunadamente, la
prensa apenas habló de ella, la edición fué corta y mi esfuerzo pasó
inadvertido. Aunque ogaño la presento muy corregida, el lector
sorprenderá en sus páginas candores y balbuceos de principiante,
descripciones borrosas, retratos que mi mano bisoña no supo dejar
rotunda y gallardamente concluídos, momentos psicológicos que el temor
de parecer machacón y difuso, dejó mal alumbrados. Conste así en
desagravio de la labor que luego he hecho.
E. Z.
Madrid, Junio 1903.


I

Consuelito Mendoza despertó presa de un ligero acceso de fiebre: toda la
noche estuvo viendo danzar ante ella varios personajes cubiertos de
sangre y con heridas horribles por las cuales asomaban entrañas
palpitantes. Las primeras claridades matutinas causáronla inmenso bien,
al ahuyentar aquel mundo fantástico y rojo; mas la penosa impresión de
la pesadilla y la falta de reposo, la dejaron rendida. Aún permaneció
largo rato echada, sin atreverse a mover pie ni mano, bostezando
nerviosamente, tiritando a pesar de la agradable temperatura de la
habitación y sintiendo en sus oídos un raro y sostenido murmujeo. Estaba
silenciosa, acurrucada en un ángulo de su gran cama matrimonial,
paseando miradas indiferentes de un sitio a otro: primero sus ojos
repararon en el abrigo de pieles que había dejado la víspera sobre una
silla. ¡Pícara camarera, no acordarse de llevarlo a su sitio!...
Aplicóse a examinarlo fijamente, por hacer algo y distraerse, batallando
por buscarle semejanza con otro objeto, pero sin conseguirlo; siempre
le parecía lo que era: un abrigo de pieles. Mas luego la endiablada
imaginación empezó a triunfar de los sentidos, y lo que los ojos no
pudieron ver lo vió el alma descomponiendo la realidad a través de los
misteriosos cristales imaginativos: una arruga se la antojó un sombrero
de copa antiguo, ancho de arriba y estrecho de abajo: aquello ya era
algo, pero no todo: el sombrero, sí, era perfecto; mas, ¿dónde estaba la
cabeza? Continuó mirando... y, nada; la realidad se obstinaba en no
doblegarse al capricho.
--Pues yo he de conseguirlo--murmuró la joven esbozando un mohín
picaresco.
Frunció los ojos y miró con uno de ellos a través de su mano derecha
medio cerrada a guisa de telescopio: así quedóse inmóvil, embelesada,
observando siempre: la autosugestión continuó y pronto la visión
rebuscada surgió de golpe, con claridad indudable. Bajo el gran sombrero
de copa, negro y peludo, había una cara redonda, mofletuda y riente;
aquel rostro tenía un ojo hinchado y la nariz torcida; una nariz
ciranesca, insolente y sensual. Consuelo se echó a reír recordando a
Gelasio, el cochero de una amiga suya, cuando iba en el pescante bajo su
pelerina de pieles, con el sombrero encajado hasta las orejas y los
carrillos amoratados por el frío. Siguió mirando y la imagen tornó a
descomponerse: el sombrero de copa se prolongaba convirtiéndose en
hocico; la cara, formada por un trozo de piel blanca, parecía el
terrible pechazo de un animal, las patas se bosquejaron en la sombra.
Consuelo quiso reconocer al cochero y ya no pudo: Gelasio se había
trocado en un oso negro, enorme, que por momentos adquiría mayores visos
de objetividad. La joven lanzó un grito; la fiera no se movió; entonces
ella encogióse más aún, presa de un temblor nervioso que estremecía el
lecho moviendo hasta los cortinajes de muselina: al fin, sacando bríos
de su propio terror y flaqueza, y con desatinados aspavientos, apoderóse
de un zapatito que la víspera quedó olvidado sobre la mesilla de noche y
lo arrojó violentamente contra la quimera: el fantasma del oso se
deshizo y el zapatito cayó al suelo, reapareciendo el abrigo de pieles.
Pero Consuelo estaba tan nerviosa que no podía sosegar, y quiso
distraerse examinando las figuritas de porcelana que exornaban su
tocador, y estudiando la razón de que se reflejasen en el techo del
gabinete las sombras de las personas que ambulaban por la calle. No
podía distinguir si eran hombres o mujeres, mas sí la dirección que
llevaban, lo que bastó a entretenerla algunos momentos. Cuando aquel
juego ya la aburría quiso cambiar de actitud, mas la cama estaba tan
fría que no supo moverse. Volvióse boca arriba y empezó a bostezar,
desperezándose lentamente, con esa lasciva parsimonia de los gatos: sus
blancos brazos extendiéronse hacia arriba, luego se abrieron en cruz y
acabaron desplomándose pesadamente sobre el embozo de las colchas.
--Cuando venga Alfonso--murmuró cerrando los ojos--le diré: “Señor
Sandoval, ¿cómo me tiene usted tan abandonada? ¿No me quiere usted
ya?... Y le daré muchos besos, muchos... y un abrazo muy apretado”.
Tornó a bostezar y sus párpados se llenaron de agua; mareada por sus
propios antojos y por aquel interminable desfile de sombras que
recorrían el techo con sempiterno vaivén, apoyó un timbre; un prolongado
repiqueteo metálico vibró en los aposentos interiores de la casa.
Después resonaron pasos cautelosos.
Cuando Alfonso penetró en la alcoba, Consuelito Mendoza parecía dormir.
--¿Qué quiere mi dueña?--preguntó él socarronamente, acercándose.
Ella no contestó, pero al sentirse abrazar hizo un violento esfuerzo
para desasirse y escondió la cabeza bajo las almohadas. Alfonso, a quien
ya no sorprendían aquellos humorismos de su mujer, intentó
reconquistarla con lagoterías y discretas razones de amante ducho. Ella
mantúvose inexorable. ¡No, aquella vez no le perdonaba aunque se pusiera
de rodillas y en cruz!... Vaya, irse y dejarla sola, sabiéndola enferma;
¿cuándo se vió entre buenos enamorados nada igual?... Alfonso sonreía;
ella, por fin, abrió los ojos, con los labios y las cejas fruncidas y
la expresión agria del muchacho revoltoso que se ha enfadado.
--Ande usted, bicho indómito--exclamó él bromeando y alargando una
mano--; bese usted aquí.
--¿Qué hora es?
--No sé; bese usted humildemente aquí y se le contestará.
--He preguntado qué hora es--gritó Consuelo muy irritada--. ¡Jesús,
hijo!... ¿Estás sordo?
Alfonso la dió un cachetito en la mejilla y ella se echó a reír: hasta
entonces no comprendió que se había irritado un poco sin querer.
Sandoval abrió completamente las hojas de madera del balcón, y descorrió
las cortinas; la claridad gris de la mañana invadió el dormitorio. Eran
las diez.
--No debes levantarte--aconsejó--; llueve y el aire húmedo podría
perjudicarte.
Mas ella quiso llevarle la contraria: sí, señor; se levantaría a todo
trance, aunque en ello se jugase la vida.
--Es un capricho que merecías pagar caro; tienes los labios fríos, la
frente ardiendo...
Consuelo rompió a llorar.
--¡Qué desgraciada soy, qué desgraciada!--repetía--; ¡tampoco quieren
dejarme andar tranquila por mi cuarto!...
Preciso fué complacerla: Alfonso cogió una bata y con mil trabajos
consiguió que la enferma metiese los brazos por las mangas.
--Corre, muchacha--repetía--; si andas con esa cachaza atraparás un
enfriamiento.
--No importa; cuando quise, tú no quisiste; ahora que quieres, no quiero
yo. ¡Ea, chúpate ésa; para que aprendas!
Quedóse sentada al borde del lecho, con las ropas medio subidas y las
piernas colgando, y una encantadora carita de mal humor. Sandoval
acomodóse en el suelo, sobre la alfombra pintarrajeada de negro y
amarillo, apercibido a calzarle a su mujer los zapatos: antes de hacerlo
la besó los pies, esbozando al mismo tiempo, para obligarla a reír,
extravagantes pamplinerías y visajes; después la tomó en brazos y la
puso de pie, echándola, para mayor abrigo, un pañuelo de seda por la
cabeza y un mantón peludo sobre los hombros. Consuelito Mendoza se
acercó a un espejo.
--¡Mala jeta tengo!--exclamó--; me parece que el Día del Juicio no he de
tenerla peor. Sí, queridito; voy a morirme muy pronto.
Pasados algunos segundos de autoinspección y religioso recogimiento,
acercóse a la ventana con el semblante descompuesto por la fiebre. Del
cielo plomizo atravesado por los hilos de una red telefónica, semejante
a un pentagrama gigantesco, caía una lluvia fina y compacta; la calle
Arenal y parte de la Puerta del Sol, estaban casi desiertas: bajo el
balcón, los caballos de los coches de alquiler formados a lo largo de la
acera, sacudían sus arreos moviendo resignadamente la cabeza para
quitarse el agua que les corría orejas adentro; mientras, los cocheros,
envueltos en sus viejos capotones de pardo paño, cabeceaban soñolientos
bajo sus paraguas de algodón. Consuelo seguía ensimismada, mirando hacia
afuera, los ojos medio cerrados, como meciendo su alma en brazos del
ensueño: luego sus labios se agitaron y palideció intensamente. Sandoval
corrió a ella.
--¿Te sientes peor?--inquirió solícito--. ¿Quieres acostarte?
Hizo ella un signo afirmativo, y él, cogiéndola entre sus brazos
robustos, la volvió al lecho sin esfuerzo, ensabanándola después con
cariño y compasión maternales. Transcurrieron quince o veinte minutos.
El calorcillo reparador de los cobertores fué disipando el malestar de
la mimada y su semblante picaresco tornó a sonreír sobre el embozo.
--¡Hola, mosquita--exclamó Alfonso--, parece que vuelves a la vida!...
¿Reconoces ya cómo tu empeño de levantarte era un disparate?
--Pero ya estoy tan famosa.
--Gracias a mí.
--Y a mí, que soy de buena madera.
--El refrán lo dijo: bicho malo...
--Bien podías--repuso ella--contarme un cuento.
--¡Un cuento!... ¡lindo compromiso!...
Sabía muchos, pues era gran aficionado a leer, y cuando no recordaba
ninguno los inventaba sobre la marcha, poquito a poco, según hablaba,
de suerte que en una inmensa mayoría de casos estaba tan ignorante del
desenlace de la narración como su auditorio. Esto hacía que los cuentos
fuesen unas veces cortos y otras excesivamente largos, según el ingenio
y la vena del narrador. En aquella ocasión, teniendo la memoria vacía de
argumentos, empezó a inventar uno. Reducíase éste a la prolija
enumeración de las aventuras, malandanzas y pesadumbres sufridas por
tres soldados ingleses a quienes apresaron los salvajes habitantes de un
país que, desde luego, suponíase clavado en el corazón del africano
continente. Las primeras peripecias ocurrían a orillas de un lago
rodeado de selvas vírgenes impenetrables, a la puesta del sol, hora
precisa en que los elefantes, hipopótamos, cocodrilos y demás
respetables huéspedes del bosque, iban a refocilarse remojando sus
cuerpos en las verdosas aguas del pantano, y en que las manadas de
leones hambrientos acechaban en los claros del bosque la llegada de las
tímidas jirafas.
Estas relaciones infantiles, soporíferas de puro inverosímiles,
transportaban a Consuelito Mendoza a un mundo de aventuras y desatinos
del cual no quería volver; siendo lo más chistoso que si no la petaba el
hilo del cuento ella misma se erigía en autora y lo modificaba: este
episodio no estaba bien y convenía suprimirlo, o buscar otro, pues de lo
contrario se negaba a seguir escuchando: también los personajes habían
de llevar nombres simpáticos...
Aquella vez Sandoval, a costa de esfuerzos mentales inimaginables,
consiguió urdir una fábula de bastante interés, bautizó bien sus héroes,
supo elegir episodios y arribó con toda felicidad y gallardía al término
de su relato después de hablar sin interrupción más de una hora; él
mismo quedó admirado de su locuacidad y fértil ingenio de cuentista, y
Consuelo Mendoza, que compartía su sorpresa, permaneció silenciosa,
saboreando las escenas oídas. Cuando llegó la hora de almorzar la joven
obligó a Alfonso a comer allí, pues no quería quedarse sola: él accedió.
El resto de la tarde lo pasaron sin salir del cuarto, refiriendo cuentos
y tarareando aires populares y trozos de ópera al compás de una guitarra
que Alfonso solía pulsar medianamente. Habían dado órdenes terminantes a
las criadas de no recibir a nadie, y siempre que sonaba el timbre de la
escalera, Consuelo se incorporaba, procurando conocer por la voz a la
persona que llegaba. Después, al oír que el importuno se iba, dejábase
caer en el lecho retorciéndose de risa.
--¡Qué cara llevará!--decía--; el muy tontísimo vendría aterido y calado
hasta los calzoncillos pensando rejuvenecerse al amor de la chimenea, de
los pasteles y de las copitas de Jerez. ¡Pues, hijo, límpiate por
hoy!... Así te caigas al salir de aquí y llegues a tu casa embarrado y
hecho un adefesio, y los porteros no quieran dejarte pasar... Y, ¿qué
más diré?... Que encuentres la sopa fría, y tu mujer te arañe...
Ensartaba disparates, sin poder contenerse, como obedeciendo a un
impulso irrefrenable, hasta que Sandoval, aturdido, acordaba cerrarla
los labios a besos.
A media tarde Alfonso, cansado de no hacer nada entretenido, rindióse al
sueño. Despertó ya de noche; la luz de los faroles callejeros bañaba
gran parte de la habitación, y otra vez danzaban por el techo las
sombras de los transeúntes que iban o venían: levantóse perezosamente,
corrió las cortinas y encendió el quinqué de la chimenea. Al volver a la
alcoba, sus pies tropezaron una silla: el ruido despertó a Consuelo.
--¡Ay!--exclamó ésta lanzando un suspiro de liberación--.
¡Afortunadamente es mentira! ¡Oye!... Una pesadilla horrible... Soñaba
que un hombre... cuya cara no recuerdo... extendía los brazos para
cogerme; yo huía y aquellos brazos se alargaban detrás de mí; eran
negros... parecían dos cuerdas llenas de nudos...
Su cuerpo tiritaba de espanto ante la presencia imaginaria de aquel
fantasma que pretendía abrazarla. Tenía la frente ardiendo, las mejillas
arreboladas, la mirada brillante, el pulso insólito.
--¡Diablo!--murmuró Sandoval contrariado--; nunca te vi tan sobresaltada
como esta noche.
Sentóse a los pies de la cama y quedó pensativo, maldiciendo en su
interior la tardanza de Gabriel, a quien esperaba desde el mediodía.
Consuelo le observaba con ojos febriles, paladeando mucho, cual si su
seca garganta no pudiese deglutir la saliva. Pasó otra media hora; el
timbre de la escalera volvió a sonar; Consuelo, que se había quedado
traspuesta, abrió los ojos.
--Han llamado--dijo.
Alfonso se levantó; la voz de la doncella preguntaba desde el pasillo:
--Señorito, ¿puede pasar el doctor?
Sandoval miró a su mujer, inquieto.
--Diríase--murmuró--que le presentiste en tu pesadilla...
Gabriel Montánchez abrió la puerta y allí se detuvo, esperando a que su
amigo saliera a recibirle.
--Adelante, querido--dijo Alfonso--, y ve a Consuelo; no sé qué tiene.
--¿Jaqueca?
--Jaqueca y mimo, de todo un poco.
--¡Bah! El mimo y los celos, achaques son de recién casadas.
Consuelo hizo un gesto de mal humor y escondió los brazos bajo las
sábanas. Gabriel Montánchez era alto, representaba cuarenta años y sus
ademanes y actitudes tenían naturalidad y sencillez encantadoras; era
hermoso, con esa arrogancia y satisfecha osadía de los retratos
antiguos: la frente desembarazada, pobladas las cejas, la nariz
correcta, los labios finos, las mejillas siempre pálidas, sin barbas ni
bigote. Pero lo más notable de su fisonomía eran los ojos; ojos pardos
muy obscuros, que miraban fijamente, con expresión punzante, cual si
fuesen capaces de leer a través de los cuerpos opacos; su fascinadora
atracción llegaba a ser insoportable; era la mirada del hombre de genio
que todo lo sabe, y también la del aventurero audaz que a todo se
atreve.
--Hay algo de fiebre--afirmó Montánchez pasados algunos momentos de
silenciosa observación--, ¿qué siente usted?
--Nada--repuso Consuelo--, sino son muchas ganas de comer golosinas.
Pero, sí... me duele bastante la cabeza y hasta parece que la habitación
gira en torno mío.
--Yo creo--interrumpió Alfonso viendo que su mujer no acertaba a
explicarse--que a ese cuerpo le falta algún resorte esencialísimo, y de
ahí que los demás órganos funcionen mal. A ratos y sin motivo, sufre
fríos horribles, contra los cuales fracasan cuantos medios de
calefacción se empleen, y que sólo yo puedo curar contando cuentos o
discurriendo tonterías extravagantes: ¿qué te parece? Y otras, un calor
extraño que la sofoca hasta bañarla en sudor. A veces la atormentan
ridículos terrores, o se vuelve irritable y antojadiza... En fin, que la
niña es un manojito de estrafalarios caprichos y de rarezas.
Montánchez encendió un fósforo y aproximándolo al rostro de la joven:
--Míreme usted--dijo--de frente, sin pestañear.
Consuelo sostuvo aquel examen cinco o seis segundos y empezó a
parpadear.
--Estése usted quietecita--exclamó Gabriel sonriendo--; así no puedo
observarla los ojos.
--Ni falta--repuso ella con su habitual mohín de desdén y atropellando
todo género de miramientos--; no quiero que me mire usted; me hace usted
daño.
--¿Dónde?
--Concho, en todo el cuerpo...
Montánchez la examinó el interior de los párpados y las encías.
--¿Tiene usted palpitaciones?--inquirió.
--No sé tampoco; a ratos me duele el corazón.
--¿Mucho?
--Mucho: es decir, regular... No sé...
--¿En qué quedamos?
--¡Ea, ya lo dije!... en que no sé.
El médico continuó preguntando lentamente, interrumpiéndola a cada
momento para reflexionar.
--¿Siente usted, de cuando en cuando, un cuerpo extraño, a guisa de
bola, que sube del estómago y se detiene en la garganta cual si no
pudiera pasar de allí?
--Psch... ¡no recuerdo!
--¿Y no experimenta usted vahídos al levantarse después de haber
permanecido mucho tiempo sentada?
--Tampoco--replicó Consuelito Mendoza con aquella vaguedad que ponía en
todas sus respuestas--: es decir, vahídos, sí... muchas veces, cada
lunes y cada martes...
--¿Se la hinchan los pies?
--Nunca, ¡concho, qué miedo!...
A cada nueva contestación Gabriel Montánchez, perplejo, enarcaba las
cejas. Concluyó marchándose sin recetar.
Entonces Consuelito Mendoza se enfureció; estaban ofendiéndola y su
marido lo permitía. Hola, ¿conque todos menospreciaban sus dolores? Pues
ella sabría de qué modo comportarse en lo sucesivo: desde aquel momento
quedaba libre para hacer cuanto se la ocurriese, comería lo que
quisiera, iría al teatro sin permiso de nadie, y, sobre todo, no
consentiría que volviesen a hablarla de aquel médico cazurro y
antipático...
Sandoval, que había salido a despedir a Montánchez, le interrogó acerca
de la enfermedad de Consuelo.
--Por ahora--repuso el médico--, el daño es insignificante, pero puede
ser germen de perturbaciones gravísimas. Al principio, creí habérmelas
con un desarreglo cardíaco, pero no, el corazón funciona perfectamente.
Aquí todo el mal radica en el cerebro, o por decir mejor, en la médula
espinal: los nervios son los causantes de esos vahídos y palpitaciones
que sufre, y los conturbadores únicos de su carácter. Consuelo es
extraordinariamente impresionable, parece una sensitiva o una balanza de
precisión, y el menor disgusto, el accidente más nimio, la alteran: el
color de sus cabellos, la expresión de su mirada, la palidez y suavidad
de la piel, todo acusa un desarrollo neurológico excesivo; y los
desmanes de esos nervios es lo que importa corregir. Para ello debes
evitarla todo clase de emociones; las emociones son un veneno para los
enfermos del corazón o del cerebro. Prohíbela el uso de perfumes, no la
lleves al teatro cuando representen dramas demasiado vehementes, ni a la
ópera, porque la música, según Goncourt, es el haschisch de las mujeres
y las vuelve locas; no la contradigas nunca abiertamente, para que la
contradicción no la excite irritándola, y distráela cuanto puedas: los
nervios son a modo de sutilísimos hilos telegráficos que siempre están
vibrando, y ya que no se les puede reducir al reposo absoluto,
procuremos, al menos, que vibren agradablemente. Por ahora, nada de
medicamentos. El agua de azahar sólo la procuraría alivios pasajeros, y
el bromuro es un calmante demasiado enérgico. Más adelante, si la
enfermedad se mostrase rebelde, recurriremos a las duchas o al
hipnotismo, único sistema que puede emplearse con éxito en la curación
de los padecimientos nerviosos.
Con esto se fue Montánchez, y Alfonso regresó al dormitorio donde su
mujer continuaba llorando, muy pesarosa de que nadie creyera en la
gravedad de su estado.
En días sucesivos la joven experimentó alguna mejoría.
Por las mañanas su refugio predilecto era el despacho; un cuarto grande
y bien empapelado, con dos ventanas a un patio espacioso. A un lado de
la habitación había un retrato de Víctor Hugo, ya viejo, con sus dulces
ojos azules y su melena blanca; debajo estaba la mesa de escribir
adornada por un tintero de plata que Sandoval conservaba como recuerdo
de familia: los demás testeros los decoraba una rica estantería de caoba
repleta de libros cuidadosamente colocados; los grandes a un lado, los
chicos a otro, los encuadernados ocupaban sitios preferentes, los en
rústica los lugares menos visibles. Sobre aquellos estantes varios
bustos de hombres célebres levantaban sus escorzos inmóviles: Cervantes
y Calderón, junto a Demóstenes y a Esquilo; Byron y Shakespeare, frente
a Confucio y a Marco Aurelio; así, todos revueltos, como celebrando
desde lo alto de los armarios un congreso misterioso a despecho de los
siglos y de la muerte.
Allí era donde Consuelito Mendoza pasaba las mañanas, cosiendo junto a
la ventana hasta la hora de almorzar; a ratos apoyaba la frente sobre el
cristal para sentir una impresión de frialdad que aliviaba los ardores
de su cerebro, y permanecía embelesada, mirando las paredes del patio
renegridas a trechos por grandes manchas de humedad, y oyendo las voces
de los vecinos o el adormecedor murmullo de la lluvia. Entonces su
espíritu parecía desligarse del cuerpo; éste yacía inmóvil, conservando
la actitud que adoptó al sentarse, mientras el otro se disipaba en lo
infinito o era absorbido por ese “no ser” que en las horas de reflexión
y recogimiento flota sobre nuestras cabezas: sus ojos abiertos, apenas
veían el objeto reflejado en la retina, el tímpano vibraba transmitiendo
al cerebro ecos indefinidos...
El alma, como el mundo, tiene sus desiertos, infinitamente más grandes
que los terrestres; arenales inmensos, piélagos sin playas por las
cuales vuela el pensamiento sin hallar una idea seductora. Cuando
Consuelo Mendoza, harta de mirar hacia abajo, levantaba los ojos para
complacerse viendo caer la nieve, apreciaba la velocidad con que
descendían los copos a pesar de su extraordinaria rapidez, y entonces
seguía mirando con nuevo ahinco, hasta que aquella multiplicación
interminable de puntitos blancos empezaba a trastornarla: sucedíala con
ellos lo que a los viajeros de un tren, para quienes los árboles, los
postes telegráficos y los pueblos enteros corren hacia atrás, cuando son
ellos los que caminan hacia adelante. Viéndolos caer, Consuelo pensaba
subir. Esta ascensión comenzaba poco a poco, luego su rapidez aumentaba
y al fin convertíase en carrera furiosa, trasportándose a través del
abismo cual si fuese una pluma; y si no se estrellaba la cabeza contra
el techo, era porque su casa y todas las adyacentes ascendían también
con el mismo anhelo y premura con que los copos de nieve bajaban. Cuando
la joven podía reconocer oportunamente su alucinación, apartaba los ojos
del objeto que tan fuertemente la atraía; pero si el embeleso cobraba
apariencias de realidad no podía substraerse a él, y muchas veces la
hallaron junto a la ventana, la cabeza caída hacia atrás, jadeante,
mirando al cielo con ojos alocados, cual si un hipnotizador sobrehumano
la sugestionara desde la inmensidad del vacío.
Otras mañanas, hallándose con verdaderos deseos de trabajar, se
entretenía repasando la ropa de su marido, examinando cada prenda una
por una, y cuando muy a despecho suyo reconocía que todo estaba bien,
arrancaba los botones de un chaleco para procurarse el gusto de
ponérselos otra vez; o bien deshacía una camisa y luego empezaba a
recoserla, poniendo todo su empeño en concluir aquella labor antes de
que Alfonso volviese: lo importante, pues, era estar haciendo algo que
aludiese a su marido, en quien no dejaba de pensar.
El origen de aquel desarreglo nervioso, que el tiempo y los azares y
tropezones de la vida fueron desarrollando, nadie lo supo.
Consuelo era hija única de don Felipe Mendoza y Sorero, anciano militar
que lidió en la primera guerra civil y se reintegró al tranquilo hogar
cuando el reuma y las heridas le inutilizaron: su mujer murió de
sobreparto y Consuelo quedó al cuidado de una tía solterona que la
amparó desde muy pequeña y veló por ella con solicitud maternal.
Su niñez deslizóse plácidamente en una casita del barrio Pozas, que
tenía ventanas a un vasto solar donde las vecinas iban por las tardes a
tender ropa. Consuelito salía a las cinco y media de un colegio situado
en la calle Don Evaristo, junto a la de Ferraz, y con dos o tres
amiguitas de su edad íbase a rondar el solar, atisbando por entre las
tablas mal unidas que lo circuían, la ocasión propicia de penetrar en
él.
En aquel espacio cubierto de hierba lozana, que servía de pasto a las
vacas de las lecherías inmediatas, había una casuca con techumbre de
teja y chimenea de ladrillo, y agrandada en sus fachadas anterior y
posterior por dos viejísimos soportales de madera. En aquella choza
reinaba como omnipotente y única soberana la señora Daniela, viejecilla
pequeña y canija como las brujas de Teniers. Vivía con su marido, que
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