La enferma: novela - 08

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antes sólo la persiguió en sueños y que ahora pretendía tejer con ella
en la realidad un idilio horrible.
Consuelo Mendoza reconocía la belleza física del médico, su talento, su
educación esmerada, su elegancia y su valor; pero creía que aquella
hermosa apariencia era la máscara de una íntima y repugnante
podredumbre. Su amabilidad era fingimiento; su misantropía, la del
hombre hastiado que no se divierte porque está ahito de placeres y ya no
le quedan fuerzas para seguir pecando; su valor, la crueldad del bandido
avezado al crimen; su talento y su hermosura, las del ángel caído. Y
aquel hombre era quien, invocando sus tristezas y soledades de soltero,
fué a pedirla un poco de amistad; ¿para qué?... ¿Qué necesidad tenía de
que ella fuese amiga suya? ¿No vivieron separados hasta entonces?... Y
si esto era cierto, ¿cómo explicar aquellas debilidades y aquellos
arranques de ternura en un hombre tan esquivo y dueño de sí mismo?...
Consuelo discurrió largamente a solas acerca de los incidentes de su
conversación con el médico, recordando sus palabras, sus preguntas
llenas de miel, sus frases saturadas de fuego de amor.
Gabriel estaba enamorado de ella; el hielo se había derretido; el
corazón, embotado por los desengaños y los abusos, renacía a la vida
del placer; el hombre sesudo de ahora se transformaba por ensalmo en el
fogoso aventurero de antaño; aquel volcán dormido bajo su capa de nieve,
despertaba. Las figuras del escritor y del sabio se obscurecían ante la
del calavera desertor de las tropas argelinas. Y aquel hombre, poderoso
y atrayente como un héroe legendario, la había declarado su amor con los
ojos, con sus ademanes, casi con los labios, la tarde en que estuvo
mendigando de ella un poco de amistad: y la fascinaba como al pajarillo
la serpiente cazadora, y la aturdía con su conversación apasionada y la
dormía mirándola...
Pero lo que más sorprendió a Consuelo fué no haber sospechado antes la
existencia de una pasión que indudablemente era ya antigua, puesto que
Gabriel no podía disimularla más tiempo, y empezaba a insinuarse a
despecho de todas las conveniencias, y el apoyo que inconscientemente
prestaba Alfonso a las torpes cábalas de su enemigo.
Meditó mucho acerca de aquel período de su vida que parecía llamado a
formar el nudo de una novela, en su enfermedad, en sus ataques de
histerismo, en su carácter caprichoso merced al cual nadie apreciaba
seriamente sus deseos; en la estrecha amistad que unía a su marido con
el médico, en la prodigiosa facilidad con que éste la dormía, en sus
primeras insinuaciones, y, finalmente, en aquella vida mundana a que
querían acostumbrarla, y en favor de la cual Alfonso abogaba
continuamente. En toda esta serie de pequeñas circunstancias que
parecían dispuestas por un genio infernal, creía entrever Consuelo la
mano oculta del Destino que la separaba de sus deberes para entregarla
indefensa al individuo que tanto temía.
Con los primeros fríos otoñales readquirió Madrid su fisonomía habitual;
las calles y los cafés se llenaron de gente, enmudecieron los Jardines
del Buen Retiro, se cerraron los circos, y los teatros de invierno
abrieron de nuevo sus puertas.
Entonces Alfonso Sandoval procuró nuevamente convencer a Consuelo de que
“en la emancipación moral radicaba el secreto de sus padecimientos y de
su curación, y que para libertarse moralmente no había medio más eficaz
ni divertido que el de andar sola, acostumbrándose a discurrir con su
cabeza y a moverse por sí misma...”
Mas ella se mantuvo inflexible: iría, sí, de paseo, al teatro, a
cualquier parte, pero siempre que fuese con su marido; sola, nunca.
--Bueno--dijo al fin Sandoval, creyendo que por la vía diplomática
adelantaría más--; estoy conforme contigo; nos divertiremos juntos, pero
concédeme permiso para que Montánchez empiece a curarte como antes.
--¡Tampoco, tampoco--gritó Consuelo--, no quiero nada que venga de manos
de ese hombre, ni saber siquiera que vive en este mundo! Además, cuando
yo me niego a complacerte, mis razones tendré.
--¿Qué razones, ni qué pájaros fritos?...
--Está bien.
--Tú no tienes razones, sólo tienes caprichos.
--Eso es lo que ignoras... y haces mal en tratarme así, pero muy mal...
cuando sabes que mi único defecto es quererte más que a las niñas de mis
ojos...
--No importa, te trato con dureza porque va en ello tu salud.
--Pues, si me muero, mejor; ea, ya lo he dicho otras veces; me entierras
o me tiras en mitad del regajo, que no faltará quien cuide de recogerme
cuando empiece a oler mal... Y, ¡tal día hizo un año que aquella mártir
empezó a mascar tierra!...
Sandoval se empeñó en averiguar el origen de la aversión que Consuelo
sentía hacia Montánchez, pero la joven se negó a responder
explícitamente.
--No me atormentes con más preguntas--agregó--, porque ni puedo ni sé
decirte más de lo dicho; Gabriel es fino, elegante, tiene talento y
gracia innegables; es hasta bueno... Pero, chico, me revienta, no puedo
soportarle, parece que cuando viene a visitarnos se me sienta en la boca
del estómago y ahí permanece hasta marcharse.
--Como sigas dando rienda suelta a esas humoradas--dijo Sandoval--,
cualquiera mañana despiertas convencida de que ya no puedes aguantarme
y me dices sencillamente: “Querido, en esta casa sobra uno, y eres tú;
conque coge el sombrero y vete, que la puerta no está cerrada con
llave”.
--Y cualquiera mañanita lo hago.
--Ya digo que no me cogería de susto.
--Lo que debíamos hacer--repuso Consuelo conciliadora--era salir de
Madrid, emprender un viaje largo por España o por Europa, recorrer
muchas tierras y enterarnos de cómo está el mundo. ¡Eso sí que me
gustaría a mí, viajar!... ¡Tengo tantos deseos de ver Granada!... ¿No
dices que necesito mucha distracción?... pues, mira: nada mejor que
amanecer hoy aquí y acostarme sesenta leguas más allá. ¡Visitar Roma,
Nápoles, Venecia, París... especialmente París!...
--¡Eche usted tierras!
--Mas, en fin: me es indiferente ir a un sitio o a otro, llegar a
Londres o no pasar del Escorial; lo único que deseo ardientemente es
salir de Madrid, a ver si durante nuestra ausencia me curo, o la
sociedad que ahora conocemos, cambia. Nos vamos a cualquiera parte, a
Málaga, a Valencia... o a uno de esos villorrios que, por sobradamente
pequeños, no aparecen consignados en ninguna carta geográfica: lo
importante es que nadie sepa de nosotros, que nos crean viajando por el
extranjero... Di, ¿te parece bien mi idea?... ¿No te agradaría vivir
fuera de Madrid un par de añitos?... Me es indiferente el nombre y
situación del retiro que elijamos, por aquello de que quien se ahoga no
mira el agua que bebe, y porque, teniéndote a mi lado y estando
persuadida de que ningún mal nos amenazaba, todos me parecerían
igualmente seductores. Habla: ¿me complacerás? Ese viaje me haría
infinito bien, los desarreglos de esta cabecita y de este corazón se
curarían y ¡quién sabe!...--añadió poniéndose un poco colorada--, si se
realizarían nuestros deseos de tener un hijo...
Alfonso sonrió.
--Eres una tunantuela con mucho jarabe en el pico: tú quieres salir de
Madrid no para ver mundo, sino para estar lejos de Montánchez...
--Precisamente.
--¿Y por huir de un hombre que hasta ahora no nos ha hecho ningún daño,
y que se guardaría de hacerlo, porque para eso vivo yo, vamos a salir de
aquí punto menos que huídos y renunciando al bienestar de que ahora
disfrutamos?
--Sí, Alfonso, ¿qué quieres?... ese hombre me asusta... Todas las leguas
que pongamos entre él y yo, son necesarias.
Alfonso Sandoval tardó poco en decidirse a emprender aquel largo éxodo:
a él también le agradaba dar otro paseíto por Europa, ya que ni la
juventud, ni el buen humor, ni el dinero le faltaban. Resolvieron, por
tanto, que pasado el invierno saldrían de Madrid para Italia, pasarían
un mes en Roma, invertirían otros dos recorriendo Nápoles y Venecia, y
al empezar la estación veraniega irían a instalarse en los alrededores
de París, allí donde pudiesen gozar simultáneamente de la tranquilidad y
comodidades del campo y del bullicio de la gran ciudad. Entretanto su
cuartito de la calle Arenal seguiría como hasta entonces: dejarían los
armarios bien perfumados con alcanfor para que la polilla no hiciese de
las suyas en las ropas; cerrarían las persianas de los balcones para que
la luz no deteriorase el color de las alfombras, y con estas
precauciones y las limpiezas que de vez en cuando hiciese la cocinera,
que sería la persona encargada de quedarse con la llave del cuarto, todo
estaba arreglado.
Los fríos y las humedades de octubre influyeron perjudicialmente en la
salud de Consuelo Mendoza: los días lluviosos la inspiraban tristeza
mortal; sus ojos se llenaban de lágrimas, no podía respirar, el corazón
la dolía como si se lo apretasen con un nudo corredizo y sufría accesos
de fiebre y dolores neurálgicos.
--Parece--decía explicando su enfermedad--, que están metiéndome una
barrena de sien a sien, y siento un objeto muy duro y muy frío que gira
en mi cabeza como queriendo rompérmela en dos pedazos.
Una tarde de tormenta produjo en ella un violentísimo ataque histérico;
era el primero que sufría después de los baños.
Las sacudidas nerviosas fueron terribles, y Sandoval, que estaba solo
con ella, tuvo que apelar a todo su brío y coraje para sujetarla y
evitar que se destrozase la cabeza contra los pilares de la cama. Como
siempre, la enferma fué insensible a las exhortaciones de su marido, y
el ruido de la lluvia que chocaba contra los cristales del mirador y los
silbidos del viento tampoco la impresionaron. Pero los fenómenos
eléctricos de la tormenta la produjeron angustias mortales; la vívida
luz de los relámpagos, a pesar de ser casi imperceptible dentro de la
alcoba, la hacía parpadear fuertemente. Entonces lanzaba un grito, un
grito horrible, como si el rayo la hubiese herido en la frente, y al
pavoroso fragor del trueno respondía con salvajes alaridos: su boca se
llenaba de grandes espumarajos pegajosos que no podía escupir, y en su
semblante, tan pronto contraído por el gesto del miedo como por el de la
ira, empezaban a manifestarse síntomas de asfixia. Dejaba de alentar,
sus mejillas se coloreaban de sangre, sus pupilas se dilataban bajo sus
párpados cerrados, hinchábanse las venas de su cuello, inclinaba la
cabeza sobre el pecho apretándose furiosamente la garganta con la
mandíbula inferior, y de su pecho salía un ruido ronco, inarticulado,
como el último estertor de los moribundos. Los efectos de la asfixia
aumentaban rápidamente y su cuerpo se doblaba como el arco de un violín;
hincaba la nuca sobre la almohada y los talones en el colchón, e iba
arqueándose poco a poco hacia arriba, formando con el cuerpo un puente,
mientras sus brazos permanecían fuertemente unidos a los costados;
después, cuando la contracción histérica alcanzaba su mayor intensidad,
daba un grito formidable seguido de grandes silbidos causados por el
aire al penetrar violentamente en los pulmones, y caía desmadejada sobre
el lecho, como si careciese de coyunturas y sus brazos y piernas
pudieran doblegarse lo mismo en un sentido que en otro. Luego suspiraba
profundamente, entreabría los párpados, bebía algunos sorbos de agua y
quedaba tranquila.
Aquel ataque fué seguido de otros muchos: rara era la semana en que
Alfonso no tenía que deplorar algún nuevo accidente: un cambio de
temperatura, una escena desagradable o la opresión del corsé, ponían a
Consuelo repentinamente enferma; otras veces, sin causa ninguna
justificativa, empezaba a sentirse muy triste, muy acongojada por una
pena sin nombre, y, como no podía llorar y desahogarse, sobrevenía la
crisis inmediatamente. Sandoval recurrió una vez más a Montánchez,
solicitando de su experiencia nuevos consejos.
--No puedo añadir nada a lo que ya sabes--dijo Gabriel--, es necesario
dominar a Consuelo, rendirla, esclavizarla...
--Pero, si no puedo, si te odia con sus cinco sentidos, con toda su
alma, con todos sus nervios...
--¡Me odia!...--repuso Gabriel fríamente--, ¡ya lo sé!... y por algo te
dije que ese odio dificultaría mi gestión. Ese odio me abruma, soy
impotente para luchar con él, no sé cómo vencerlo... y, sin embargo, hay
que dominarlo, es indispensable, absolutamente indispensable...
--Pues, chico, no quiere.
--¡Pues, aunque no quiera!--exclamó Montánchez con arrebato--, en uno de
esos ataques puede sobrevenir la ruptura de la aorta y morirse... Ya
ves, estamos jugándonos su vida, que es preciosa, y debemos disputársela
a la muerte con energía y por cuantos medios sean oportunos; yo estoy
resuelto a todo; ahora, quien tiene que decidirse eres tú...


VI

Gabriel Montánchez acompañó a su amigo hasta el recibimiento y luego
volvió a su laboratorio a continuar un experimento que la inesperada
visita de Sandoval había interrumpido.
Montánchez vestía su ropa de trabajo: una dulleta con el cuello y las
bocamangas de piel, y un gorro colorado adornado por una larga borla de
seda negra.
Las hojas de madera de los balcones estaban cerradas, según costumbre, y
las cortinas corridas; sobre la mesa de escribir lucía un gran quinqué
con depósito de cristal y pantalla verde, que sólo iluminaba la parte
inferior de la habitación, dejando la mitad superior de los armarios, el
cuadro de Cleopatra y las sangrientas figuras de los atlas anatómicos,
envueltos en sombras.
A pocos pasos delante de Montánchez había una mesita pequeña, con piedra
de mármol, y sobre ella un gato, víctima inocente sacrificada por la
ciencia en aras del progreso.
El animalito se hallaba tendido boca arriba, sujeto a la mesa por una
correa que le pasaba por mitad del cuerpo y con las manos y las patas
hábilmente atadas por fuertes ligaduras, que le impedían todo
movimiento, excepto los respiratorios.
Montánchez quería comprobar la posibilidad de contener la vida psíquica
en una cabeza separada del tronco. Muchas veces lo había intentado y
jamás sus investigaciones le satisficieron. El primer gato que utilizó
para esto murió medio minuto después de la decapitación, sin darle
tiempo a someterlo a la circulación artificial; la segunda víctima
sacrificada fué un conejo, que también sucumbió a los dolores
prematuramente, y las sucesivas experiencias tampoco dieron mejores
resultados.
La operación era difícil y exigía una habilidad de manos y un golpe de
vista perfectos para aprovechar los segundos y establecer la circulación
mecánica antes de que la muerte sobreviniese. Junto a la mesita de
operaciones estaba un aparatito semejante al usado por Schiff en sus
curiosos experimentos, y al cual Gabriel Montánchez agregó ciertos
detalles que omitió su inventor, y que él estimaba esenciales.
Era un aparato de aspecto irregular, formado por dos depósitos: uno
grande, cuya mitad inferior era de metal y estaba destinado a recibir el
calor de un reverbero, y otro más pequeño de cristal, puesto en
comunicación con el primero por un tubito casi capilar de vidrio. En el
receptáculo mayor se ponía la sangre ya desfibrinada, para que no se
solidificara al contacto del aire e imposibilitase la operación; la
sangre, sometida a la presión de un émbolo de “caoutchouc” que el
operador podía elevar o deprimir según estimase oportuno, ascendía por
el tubito capilar a la otra esfera y desde allí pasaba a cuatro
conductos muy delgados destinados a enchufarse en las yugulares y
arterias carótidas y vertebrales de la cabeza, y mantener en ésta la
circulación.
Montánchez encendió el reverbero, y esperó a que un termómetro colocado
dentro de la vasija mayor, y cuyo depósito de mercurio estaba sumergido
en la sangre, marcase cierta temperatura, y en seguida, valiéndose de un
bisturí muy cortante, cercenó con dos golpes la cabeza del animal,
procediendo inmediatamente con singular destreza y sangre fría a atar
con hilo encerado las venas, que no podían relacionarse con los tubos
del aparato, para evitar por ellas la hemorragia, y luego de poner éstos
en comunicación con las yugulares, vertebrales y carótidas, colocó bajo
la mesita un vaso de porcelana destinado a recibir la sangre, que en
abundancia manaba del cuello cortado, apoyó una mano sobre el émbolo y
empezó a imprimirle un movimiento acompasado y lento, procurando que
fuesen idénticos en intensidad y rapidez a las palpitaciones del
corazón.
La cabeza del gato, fuertemente sujeta a la mesa por una correa y
comunicando solamente con el resto del cuerpo por los nervios y
ligamentos espinales, después de algunas contorsiones agónicas que
sucedieron a la decapitación, cerró los ojos y quedó insensible, cual si
la muerte se hubiese apoderado de ella. Pero así que los movimientos del
aparato ingirieron parte de la sangre desfibrinada restableciendo la
circulación craneal, la vida reapareció en todos los órganos: abrió la
boca y agitó varias veces la lengua, queriendo expresar con mayidos los
dolores del suplicio; pero los pulmones faltaban y la laringe no pudo
articular sonido ninguno; también abrió los ojos y sus pupilas rodaron
en todos sentidos quedando fijas en el médico, y mirándole permanecieron
inmóviles.
Montánchez, satisfecho del sesgo que adquiría la operación, se recostó
en el sillón y, extendiendo la mano, hizo girar un sistema de dos
cristales de aumento colocados encima de la mesa sobre un soporte
metálico.
La luz del quinqué atravesó la primer lente, y el rayo luminoso, ya
reforzado por la potencia concentrativa del cristal, atravesó el
segundo, yendo a proyectarse sobre los ojos del animal decapitado. Aquél
era el objeto único del difícil experimento, pues había de demostrar la
existencia o ausencia de la vida psíquica en la cabeza amputada.
Montánchez se inclinó hacia delante anhelando ver comprobadas sus
teorías acerca de las fuentes de las vidas orgánicas y pensantes. Al
caer el haz de rayos luminosos sobre los ojos del gato, los párpados,
hasta entonces inmóviles, se contrajeron violentamente, y el médico, que
antes de hacer girar los lentes reflectores palideció de ansiedad, tornó
a palidecer de alegría; aquello era lo que él buscaba, lo que tantas
veces afirmó antes de poder comprobarlo por sí mismo.
La vida intelectual, como la física, depende exclusivamente de la
circulación sanguínea, tanto, que el órgano donde ésta se mantuviese con
perfecta regularidad, podría vivir y desarrollarse separado del cuerpo.
El movimiento producido por el rayo de luz en los ojos del gato,
pertenecía al orden de los movimientos llamados reflejos, pues implicaba
acción y reacción nerviosa: acción directa o sea transmisión de la
impresión visual por los nervios centrípetos a los tálamos ópticos, y
reacción instintiva o voluntaria a lo largo de los nervios centrífugos
desde los tálamos ópticos a los músculos constrictores del ojo, que eran
los que inmediatamente determinaron la contracción de los párpados. Se
trataba, por tanto, de un fenómeno nervioso perfecto.
La sensación de dolor causada en la retina por la luz del quinqué,
determinó un movimiento puramente físico que hirió al nervio óptico y se
transmitió al cerebro; y luego esta conmoción física engendró otra de
un orden reflejo o psíquico, que partía del centro a la periferia
implicando la existencia de un entendimiento que comprende dónde están
el peligro y el dolor, y de una voluntad ordenadora que cierra los
párpados para impedir que la luz mortifique la retina.
Gabriel Montánchez apartó dos o tres veces el haz luminoso de los ojos
del animal para volver a dirigirlo sobre ellos, y siempre obtuvo el
mismo feliz resultado.
--¡Ya está, ya conseguí lo que deseaba, ya llegué adonde me propuse
llegar!--exclamó en voz alta--. Lo sé todo: sé cómo nace el pensamiento,
cómo vibran los nervios, cómo se engendra el deleite en la médula
espinal... Los hombres son cadáveres galvanizados que van pudriéndose
poco a poco: somos una cloaca en que diariamente se disgrega lo que
ingerimos en ella por la boca; cuando la bala de un revólver o la hoja
de un cuchillo rompe las paredes de esa gran retorta, llena de
substancias putrefactas, todo ha concluído, y la última idea, la última
aspiración de la materia, sucumben con la última contracción nerviosa.
No hay alma, no hay espíritu, no hay en nosotros nada que recuerde lo
eterno. ¡Horrible verdad!... Saber que sólo tenemos huesos, carne,
nervios y cartílagos, materia frágil que se pudre sin cesar... Y, sin
embargo, fuerza es resignarse a tan espantoso suplicio y dejar que el
tiempo vaya abatiendo las energías de esta pobre armazón de barro que
apenas puede resistir, sin estallar, las furiosas acometidas de sus
propias pasiones.
Cogió de encima de una silla una larga pipa de ámbar amarillo y empezó a
cargarla lentamente de tabaco; sacaba la picadura de una tabaquerita de
plata y la metía en el depósito de la pipa, apretándola con los dedos;
luego, mezcló al tabaco algunos granos de opio y se puso a fumar.
En aquella posición, con el gorro tunecino echado sobre las cejas, la
pipa entre los dientes, la mirada inmóvil y más bien encogido que
sentado en su butaca, parecía un mercader judío tomando el sol a la
entrada de una sinagoga.
El médico había caído en una especie de sopor que confundía sus ensueños
y pasiones de hombre y de sabio; ya no recordaba su experimento, ni las
cuartillas que tenía preparadas para anotar las observaciones que
resultasen del ensayo, ni siquiera el sitio donde estaba; su imaginación
iba de un punto a otro, acariciando ideas que rechazaba en seguida, sin
detenerse en ninguna, cual soñando con los ojos abiertos.
En la casa reinaba silencio absoluto, semejante al que debe haber en el
interior de las tumbas cuando los gusanos acabaron de devorar el cadáver
y se retiran arrastrándose por las hendiduras de la tierra en busca de
otros festines; la luz del quinqué esparcía por la habitación reflejos
indecisos que aumentaban la hediondez y repulsivo aspecto de las
figuras anatómicas pendientes de la pared; el único sitio bien iluminado
por las lentes reflectoras era la mesilla, con piedra de mármol, sobre
la cual yacía aquella cabeza ensangrentada cuyas grandes pupilas, de un
color amarillento leonado, expresaban una angustia suprema. Los pelos de
la cola estaban erizados, el cuerpo temblaba bajo sus ligaduras, del
cuello medio cercenado salía un reguero de sangre que se solidificó al
caer de la mesa a la vasija y parecía un hilito de lacre obscuro...
Montánchez, absorto en sus pensamientos, miraba indiferente el
silencioso y trágico suplicio...
Poco a poco la sangre contenida en el receptáculo del aparato inhalador
fué enfriándose, el émbolo quedó inmóvil, la circulación sanguínea se
paralizó en los tubitos de goma, cesó la respiración artificial y la
muerte se extendió instantáneamente sobre aquel despojo que la ciencia
defendió algunos segundos. Los pelos de la cabeza se erizaron, la lengua
escapóse de la boca, como si el animal muriese por estrangulación, y sus
ojos sanguinolentos, tras una contracción espantosa, quedaron inmóviles,
turbios, mirando al médico iluminados por aquel frío rayo de luz que los
cubría bajo su brillante efluvio como en un sudario de puntos luminosos.
Gabriel Montánchez continuaba impasible, la pipa entre los dientes,
contemplando el cadáver.
--¡Ya ha muerto!--exclamó al fin--, ya acabó todo... Así acaban los
hombres y los pueblos. Hace media hora ese animal gozaba una vida
semejante a la mía, pero la suya era mejor porque sentía y pensaba
menos, y en las sensaciones siempre hay más dolor que placer; y ahora
nada; un pedazo de materia que dentro de algunas horas apestará y que
pasado mañana albergará muchos gusanos... “Acuérdate, hombre, de que
polvo eres y que en polvo te convertirás”, dice la Iglesia. No, no hay
cielo; desgraciadamente todo acaba aquí, todos morimos aquí como el sapo
que expira entre las tembladeras del pantano y parece no desempeñar
ningún papel en el concierto universal... El gran secreto de la vida
está en la sangre: cuando ésta deja de correr llega nuestro último
cuarto de hora, y la sangre corre mientras late nuestro corazón, y a
éste sólo le paraliza el tiempo, el implacable enemigo de la vida: todo
le está sometido, todo envejece por igual y corre hacia el no ser con la
misma velocidad; y yo, que no tengo relojes que me cuenten las horas, ni
almanaques que recuerden el curso de los días y de los meses, ni espejos
donde mirarme, también camino a la muerte con perseverancia aterradora,
pues, aunque en cierto modo viva separado del mundo, ¿dejaré por eso de
envejecer con él?...
Se puso de pie y colocó la mano sobre el cadáver del gato, que
continuaba mirándole con sus ojos vidriosos: estaba frío y rígido.
Entonces zafó las ligaduras que le sujetaban a la mesa y lo arrojó con
repugnancia sobre el trozo de cinc extendido delante de la chimenea: el
cuerpo produjo al chocar contra el suelo un ruido sordo y quedó
extendido con la cara hacia abajo y las patas abiertas.
--¡Imposible!--prosiguió diciendo el médico--, no puede adormecerme; me
sucede con el opio lo que a Mitrídates con los venenos, y lo siento,
porque me hace mucha falta descansar... ¡Oh! Tengo un amor funesto, una
pasión insensata que está cavando nuevos abismos a mis pies... Y la idea
de morir sin satisfacer este último capricho me llena de angustia... Amo
a Consuelo... Eso no me lo puedo negar, a mí, que me conozco
perfectamente; ¡casi no puedo ocultárselo tampoco a los demás!... No sé
cómo ni cuándo nació tan peligroso deseo, pero comprendo que me devora y
que soy impotente para dominarlo o cobarde para combatirlo. ¿Dónde me
arrastrará este postrer delirio? No lo sé; pero soy capaz de llegar por
él a donde sólo van los locos de amor. ¡Y todo por una mujer!... ¿Qué
misterioso encanto tiene esa criatura que no poseen las demás? No temo
las consecuencias de esta pasión por ella, sino por mí; sí, por mí, que
pierdo la tranquilidad, el único placer positivo de la tierra... Porque
Sandoval no me importa... Creo que me quiere bastante; en muchas
ocasiones dió prueba de ello; es lo que en el lenguaje vulgar se llama
“un buen amigo”; pero su cariño es finito como todos los afectos
humanos. Alfonso prefiere su bienestar al ajeno y no vacilaría en
sacrificar mi felicidad a la suya; me quiere lo suficiente para darme
todo el dinero que yo le pidiese y exponer su vida por mí; mas si yo le
dijera: no deseo dinero porque me sobran corazón y brazos para
adquirirlo, ni que arriesgues tu vida, porque me basto solo para
defenderme, pero sí pretendo que me des algo que vale más que la vida y
el dinero; deseo esa mujer en quien depositaste tu ternura y tu honor,
la dueña de tu corazón y de tu hogar, la compañera de toda tu vida, la
que te adormece con sus caricias y calma tus afanes con sus besos, la
que cerrará tus párpados el día de tu muerte... dámela o concédeme
permiso para conquistarla, porque esa mujer también forma mi encanto y
sin ella la existencia me es imposible... estoy cierto de que Alfonso se
echaría a reír...
Volvióse hacia la chimenea, quedando inmóvil, el ceño arrugado,
contemplando con ensimismamiento las lenguas de fuego que corrían sobre
los carbones encendidos.
--Eso no sucederá--agregó--, porque eso no se pide; se toma, se adquiere
de cualquier modo... con habilidad o por la fuerza... Somos dos hombres
para una mujer: él es bastante egoísta para cedérmela de buen grado, y
demasiado valiente para no defenderla, y a mí me sobran coraje y audacia
para renunciar mansamente a poseerla; él o yo, tal es el dilema; pero
si yo tengo más fuerza, más valor o más fortuna, el sacrificado será él.
Y ella... ella me odia, me detesta, como su marido me ha dicho, con toda
su alma y todos sus nervios; mas no importa, yo sabré enamorarla y
predisponerla en mi favor, y pues me abraso de amor, es muy justo que
ella se queme también. Todo esto parecerá monstruoso, pero ya que la
naturaleza nos puso el corazón a un lado, ¿por qué no darle de lado
algunas veces?...
Presa de una agitación febril que le hacía temblar, Montánchez tornó a
sentarse.
--Vivo entregado a la ciencia--dijo--. ¡Ja, ja, ja! ¿Y qué es eso?
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