La enferma: novela - 11

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aspirando con regocijo el aire de aquella habitación, tan pura hasta
entonces, y que ya parecía oler a adulterio y a cuerpo de mujer gozada:
sentía en sus profundos un pequeño escozor, algo así como un
remordimiento, por haber vencido a una infeliz desmayada, y al mismo
tiempo un sentimiento de orgullo satisfecho que le esponjaba.
Y como Consuelo siguiera gritando y retorciéndose bajo el influjo del
ataque histérico que sufría:
--Calla, pobrecita--dijo sujetándola las manos para evitar que se
lastimase--, soy malo, es cierto, soy criminal... pero este crimen no
quedará así, pues pienso unir para siempre mi vida a la tuya... y con
el tiempo conquistaré tu cariño y serás mía en cuerpo y alma...
Las luces de los faroles de la calle iluminaban el cuarto con claridad
incierta.
Entonces fué cuando Montánchez reparó en el gran espejo puesto sobre la
chimenea, y en que sobre su luna, débilmente alumbrada y preñada de
sombras se percibía la cabeza de un hombre; aquella cabeza era la suya.
Levantóse lleno de curiosidad para examinarse mejor; hacía más de tres
años que no se veía y la súbita aparición de su imagen le cautivó. Era
el mismo de siempre, con aquélla su hermosura varonil de atleta romano;
comparóse mentalmente a su último retrato y vió que no había cambiado
notablemente; quizá su frente fuese algo más espaciosa que antes, y las
arrugas de su entrecejo, largas horas contraído por la meditación, se
hubiesen acentuado; pero la nariz, los ojos, la expresión de la mirada,
todo seguía igual, como insensible a los años, a las vigilias y a los
sufrimientos.
Montánchez permaneció algunos minutos delante del espejo, inmóvil y
preocupado, pensando en la misteriosa relación que tal vez mediase entre
su última hazaña y la súbita aparición de su imagen que volvía a ponerse
delante de sus ojos, mostrándole tal como fué siempre.
--Ese soy yo--dijo--, el Gabriel de hace quince años... pero desde
Amalia a Consuelo, cuántos nombres de mujer, cuántas aventuras, cuántos
acontecimientos han pasado... ¿Por qué la memoria seguirá inmutable en
medio de las transformaciones de la materia?... ¿Habrá en el hombre algo
más que huesos que se rompen, tendones que se relajan y carne que se
pudre?...
De pronto recordó que era muy tarde y salió precipitadamente de la
habitación; Consuelo quedaba desmayada y expuesta a romperse la cabeza
contra el suelo, pero era preciso huir antes de que la llegada de
Alfonso agravase la situación. Al llegar al recibimiento sintió que
abrían la puerta de la escalera y apenas tuvo tiempo para esconderse
tras la cortina que cubría la entrada del despacho.
En aquel momento entró Sandoval, y Consuelito Mendoza, cual si hubiese
adivinado su llegada, dió un grito desgarrador, llamándole; Alfonso
lanzó otro de sorpresa y corrió hacia el cuarto de su mujer sin
acordarse, en su atolondramiento, de cerrar la puerta, circunstancia que
aprovechó Montánchez para salir de la casa sin ruido.
Consuelo se revolcaba por la alfombra dando gritos horribles,
golpeándose la hermosa cabeza contra los muebles, con el pelo suelto y
las ropas jironadas.
Alfonso se arrojó sobre ella para impedir que se destrozase, y
trabajosamente consiguió levantarla en brazos y llevarla al lecho. Allí
la lucha continuó; ella lanzaba gemidos de angustia, barbotaba frases
incoherentes que no podía terminar porque su boca se llenaba de
espumarajos blancos, y se retorcía de un lado a otro agitando los brazos
como si rechazase las furiosas acometidas de un enemigo invisible.
Pocos momentos después llegaron las criadas. Sandoval las interrogó
acerca de cómo había comenzado aquel ataque, pero ellas no supieron qué
responder: cuando salieron, la señorita quedó en el gabinete cosiendo;
no sabían nada más.
Las convulsiones de la joven eran tan violentas que fué necesario atarla
los brazos al cuerpo y los pies a los pilares de la cama, mientras
Alfonso agotaba los recursos de su menguada ciencia casera poniéndola un
pañuelo empapado en amoníaco debajo de la nariz, friccionando sus
muñecas con alcohol, apretándola fuertemente entre sus manos el dedo que
llaman “del corazón” y rociándola con agua los ojos y la frente. Después
de forzarla a tomar un baño de pies, casi hirviendo, disminuyó la
intensidad de la crisis y pasados algunos instantes la enferma abrió los
ojos.
--¡Pobre niñita mía!--exclamó con júbilo Sandoval acariciando las
mejillas ardientes de Consuelo y desatando sus ligaduras--, no te
apures; la tempestad ha pasado; los truenos te asustaron, ¿verdad,
nena?... ¡Pícaros truenos! ¡Asustar a mi niña, a la mujercita de mi
alma!... ¡Como tope por ahí alguno voy a hacer con él un escarmiento!
Pero no los encontraré, porque son unos cobardones que sólo saben meter
ruido!...
Consuelito Mendoza estaba inmóvil, insensible a aquellas frases cuyo
cariñoso significado no comprendía; sus ojos abiertos no parpadeaban.
--Consuelo--dijo Sandoval, poniéndose en la línea que seguían las
miradas de la enferma para obligarla a fijarse en él--, ¿no me
conoces?...
--Yo...--repuso ella moviendo la lengua con suma dificultad--, yo... yo
no le conozco a usted.
--¿Que no me conoces?
--No, señor.
--¡Muchacha; mírame bien!
Consuelo se alzó de hombros.
--Vaya, cuando digo que no sé quién es usted... Sí, quizá le he visto
alguna vez, pero ahora no recuerdo... Lo que tengo es mucho sueño;
déjeme dormir...
Y entornó los ojos tranquilamente.
--¡Pero, fíjate bien--insistió Sandoval--, soy yo, tu maridito...
Alfonso!...
--Alfonso...--repitió la joven coordinando las ideas rebeldes que se
obstinaban en escapar--; sí, recuerdo... ¡pero hace de eso tanto
tiempo!... Además... Alfonso ha muerto; ha muerto, sí--añadió
suspirando--, le mataron, yo quise defenderle y no pude... le dió una
puñalada ese amigo suyo... a quien él quería mucho... ¡hombre, usted
debe de conocerle! Concho, ¿qué hace usted ahí callado, que no lo
dice?...
--Pues yo soy ese Alfonso de que hablas.
--¿Usted?... ¡Ca, ya quisiera! No nacerá otro hombre como aquél; usted
se le parece, pero no es el mismo.
--¿Y quién le mató?--dijo Sandoval emocionado por aquellas extrañas
confesiones.
--No sé...
--¿Era Gabriel?
Un súbito presentimiento le animaba.
--Era--repuso ella contrayendo los ojos para reunir mejor sus
recuerdos--, era... ¡concho, qué rabia, lo tengo aquí, en la punta de la
lengua y no sé decirlo!...
Su semblante se entristeció repentinamente y por sus mejillas resbalaron
dos lágrimas.
--Lo cierto es--murmuró con angustia--, que mi Alfonsito ha muerto o que
ya no se acuerda de mí, pues nunca viene a verme. Me trajeron a este
manicomio pretextando que estoy loca, cuando en realidad no estoy
enferma de aquí arriba, sino de aquí--dijo señalando el corazón--; éste
es el que me duele, porque ha querido mucho... sí, mucho... a ese
Sandoval, precisamente, de quien usted hablaba...
Alfonso, conmovido por aquellas lágrimas de amor, tan puras y tan
tristes, estrechó a Consuelo entre sus brazos; ella no hizo ningún
movimiento y volvió a quedar tendida sobre el lecho con los brazos
abiertos y los ojos cerrados. Sandoval aprovechó este período de calma
para desnudarla: la operación fué larga, el desmazalado cuerpo de la
joven cedía a la fuerza de la gravedad tan absolutamente, que cada uno
de sus miembros pesaba doble que en su estado normal, cual si estuviesen
rellenos de plomo. Alfonso, jadeante, se aceleraba cuanto podía,
recelando una nueva crisis; no pudo desembarazarla de sus pantalones y
tuvo que rasgarlos, y como el corsé también se obstinaba en no ceder,
cogió unas tijeras y cortó las cintas. Al quitarla el corpiño sus
miradas advirtieron un profundo arañazo en el cuello: sin duda se lo
hizo ella durante su delirio, como también algunas uñetadas en la
frente. Pero examinándola mejor, retrocedió con la estupefacción pintada
en el semblante: acababa de ver cinco manchas negras en cada brazo de la
enferma, cinco cardenales producidos por los dedos de una mano vigorosa:
las señales eran tan claras, tan evidentes, que era imposible dudar, y
Alfonso presintió que aquella crisis encerraba un misterio, acaso un
atropello abominable.
Consuelo seguía inerte, en medio de aquel lecho tan grande.
Volvió a estudiar Sandoval las manchas cárdenas de los brazos, y se
convenció de que sólo las manos de un hombre robusto pudieron causarlas.
Entonces sintió que la sangre afluía a sus sienes y con agitación febril
empezó a examinar el cuerpo de Consuelo: necesitaba pruebas que
corroborasen el lúgubre pensamiento que crecía por instantes en su
cerebro; la reconoció los brazos, el pecho, el vientre, la puso de
costado, boca abajo, volteándola en un sentido y en otro, como el tigre
que juega con una presa. En la parte anterior interna del muslo derecho
vió una manchita negra causada por un golpe o por una fuerte presión, y
en el lado posterior de la misma pierna, un arañazo: aquella última
señal por sí sola, era inocente, pues Consuelo pudo hacérsela con las
uñas, pero unida a las otras constituía una prueba más. Allí había un
problema, una incógnita que urgía despejar.
Alfonso Sandoval permanecía de pie, los brazos cruzados, absorto,
mirando con insistencia a un ángulo obscuro de la alcoba, como si allí
estuviese oculta la clave del misterio. Había en su cabeza tal confusión
de pensamientos que no podía meditar en ninguno sin que otros cien
vinieran a distraerlo. De pronto tapó a Consuelo que empezaba a tiritar
de frío, y apoyó un timbre. La doncella y la cocinera acudieron.
--¿A qué hora--preguntó Alfonso--he salido hoy de aquí?
--Pues... a las dos.
--¿Y vosotras?
--A las tres y media... o poco más.
--¿Había empezado a llover?
--No, señor.
--Cuando os marchasteis, ¿qué hacía la señora?
--La señorita estaba cosiendo aquí, junto a la ventana... aguarde usted,
me parece que era una camisa de usted lo que cosía...
--¿Y parecía alegre?
--Sí que lo parecía; “lo cual” que yo la dije que por qué no se echaba a
descansar un poquito...
--¿Y después de salir yo, vino alguien?
--No, señor; por lo menos, mientras nosotras estuvimos aquí.
--¿Nadie, nadie?--insistió Sandoval con un acento colérico que hizo
temblar a las dos mujeres.
--Le juro a usted que nadie--repuso la doncella--; ya ve usted, ¿qué
interés íbamos a tener en negar?...
--¡Basta! podéis acostaros; no ceno esta noche ni estoy para nadie.
Cuando se quedó solo cerró la puerta del aposento con llave y cogiendo
el quinqué se puso a escudriñar todos los rincones, buscando las pruebas
de aquella espantosa tragedia que creía aspirar en el aire.
Buscó sobre el sofá; debajo de las sillas; junto a la chimenea; sólo
halló una horquilla y era un dato tan mezquino, que apenas merecía
contarse. Entonces se sentó en una butaca y con los codos sobre las
rodillas y la cara entre las manos, abismóse en un mar de cavilaciones
inconexas.
Desde allí veía la cabeza de Consuelo iluminada por la luz del quinqué
colocado a la cabecera del lecho, sobre la mesilla de noche, y su
silueta seductora aumentaba sus dudas y sus celos. Porque Alfonso tenía
celos...
--Sí--exclamó a media voz--, aquí ha entrado un hombre, no puedo
dudarlo... y ese hombre no vino por mi dinero... sino por ella... Y
logró su intento: el miserable consiguió su objeto, porque una pobre
mujer enferma como ésta no tiene ni valor, ni energías, ni astucia para
defenderse... Pero, no--añadió levantándose--, estoy loco; ¿quién se
atrevería a tanto? ¿Quién pudo saber que ella estaba sola? Y, sin
embargo, esos cardenales que afean sus brazos no tienen explicación
posible; los arañazos y aun la mancha del muslo no encierran gravedad,
pero, ¿y las señales de los brazos?...
Sandoval se acercó otra vez a la desmayada como queriendo leer a través
de sus párpados cerrados la pureza de su alma, o arrancar a su ensueño
alguna confesión, algún nombre, que aclarase sus dudas. Las campanadas
de un reloj vecino, a pesar de lo amortiguadas que llegaron a la alcoba,
produjeron en la enferma el mismo efecto que todos los ruidos lejanos:
Consuelo se estremeció, cual si una corriente de aire frío la hubiese
azotado, bostezó profundamente y abrió los ojos. La brillantez de su
mirada revelaba que el ataque pasó y que la conciencia readquiría su
acostumbrado imperio.
--Consuelo, ¿qué tienes?--fueron las primeras palabras de Alfonso.
La joven le miró y sus hermosos ojos reflejaron un espanto indecible;
hizo ademán de arrojarse del lecho para huir, y como él se lo impidiera,
se echó en sus brazos dominada por una angustia suprema. Pronto aquel
paroxismo doloroso empezó a deshacerse en un abundante raudal de
lágrimas y suspiros.
--¡Ay, Dios mío, Dios de mi alma... Alfonso de mi vida, si tú supieras,
si tú supieras!
--¿El qué, hermosa; qué te ha sucedido?
Pero ella continuó llorando y sin contestar.
Después el exceso del dolor determinó un nuevo accidente, perdió el
conocimiento y su espíritu sepultóse en aquel mundo caótico donde de
nada le servía a Alfonso la sonda de su buen juicio para guiarse y
llegar a la posesión de la verdad. Luego prorrumpió en gritos y frases
cuya misteriosa hilación era inapreciable, pues el cerebro funcionaba
como el cilindro de una caja de música al que le faltan muchas púas y,
por efecto de esta mutilación, produce acordes incompletos.
Así fueron resbalando las horas; eran las dos de la madrugada, la lluvia
y el viento habían cesado y en el silencio sólo resonaban las tenues
pisadas de los trasnochadores; el ruido de sus pasos se acercaba, se les
sentía pasar bajo los balcones y luego aquel rumoreo sordo decrecía
lentamente, hasta extinguirse con la sombra del transeúnte; y
entretanto, resonaban en la quietud de la casa los gritos de Consuelo;
gritos estridentes, espantosos, que erizaban el vello de la piel.
El éter y el agua de azahar fueron impotentes para contrarrestar los
efectos del ataque, y la crisis duró hasta el amanecer. Entonces la
enferma, dominada por la fatiga, cayó en un sopor profundo que fué
relajando sus tendones y quitando a los músculos energía: quedó tendida
sobre el lado derecho, la boca entreabierta, las mejillas demacradas,
los brazos sobre el embozo, la cabeza caída hacia atrás, sin fuerzas ni
aun para cerrar las manos...
Sandoval, que se había sentado junto a la cama, siguió largo rato sumido
en sus tenebrosas meditaciones: estaba frente al misterio y no podía
resignarse a no resolverlo.
El quinqué, falto de petróleo, se apagó y Alfonso quedó a obscuras, el
ceño fruncido, persiguiendo entre las sombras el semblante de aquel
hombre que desde hacía algunas horas procuraba inútilmente reconocer:
parecía Harpócrates velando la cuna de un niño. Pero el fresquecillo de
la mañana y el cansancio de aquella terrible noche rindieron su
voluntad, y acabó quedándose adormilado, la frente apoyada sobre el
lecho.


VIII

Estos violentos ataques de histerismo determinaron nuevos desarreglos en
la salud de Consuelo. La desdichada, presa de fuerte calentura, pasaba
las noches y casi todas las horas del día delirando o sumida en un sopor
del que despertaba temblando de miedo.
En los tres días consecutivos al primer ataque, el mal adquirió ventajas
decisivas; los desvanecimientos eran tan prolongados, los delirios tan
intensos, había tal confusión en las ideas de la paciente y tal
expresión de insensibilidad en su mirada, que Alfonso llegó a temer que
Consuelo perdiese la razón.
Alarmado por este pensamiento, encargó a las criadas el cuidado de la
joven y corrió a casa de Montánchez.
El médico estaba en su despacho escribiendo, cuando Sandoval llegó.
Alfonso refirió abreviadamente el objeto de su visita.
--¡Diablo!--exclamó Gabriel soltando la pluma--, ¿qué advertiste en
ella para alarmarte de ese modo?
--No acierto a decirlo concretamente--repuso Sandoval, a quien un íntimo
sentimiento de pudor contenía--; pero desde anteayer está desconocida.
Parece que la última tormenta le causó efectos horribles; el ruido de
los truenos o la electricidad de la atmósfera rompieron algún resorte
capital de su cerebro y la máquina está desorganizada: quiero que la
veas, que la examines bien, pero con interés, con verdadera pasión, como
si fuera cosa tuya. Me mata la inquietud; necesito conocer el estado de
Consuelo, pero pronto, aunque tu diagnóstico me sea fatal... soy de los
hombres que prefieren luchar con los obstáculos frente a frente, por
grandes que sean, a caminar entre sombras...
--Pues no puedo complacerte.
--¿Cómo?
--Porque no debo ir a tu casa.
--Y ¿por qué?
--Mi presencia perjudicaría a Consuelo; ¿no sabes que me detesta?
Alfonso miró a su amigo de un modo extraño.
--¡Y eso qué importa!... otras veces no te has preocupado de ello: tú
vas, la examinas, me prescribes lo que debo hacer y asunto terminado.
--No puedo--repuso Gabriel con entereza--, y no achaques esta negativa a
terquedad mía; no puedo, no debo ir, ¿entiendes?...
--¿Me obligas, pues, a buscar otro médico?
--Sí, es preferible; otro cualquiera podrá dirigir a Consuelo con más
facilidad que yo, pues no tendrá que habérselas con la antipatía que
ella siente por mí. ¿Y delira?
--Constantemente; es una verbosidad inagotable.
Un ligero estremecimiento contrajo las facciones de Montánchez; sus
mejillas palidecieron.
--¿Cuál es ahora su tema favorito?
Alfonso repuso, temiendo que el médico descubriera su secreto:
--Ninguno, o mejor dicho, lo ignoro, porque habla con dificultad suma y
apenas la entiendo.
Con esto se fué Sandoval y Montánchez se quedó examinando su situación y
los acontecimientos que se precipitaban unos en pos de otros como los
eslabones de una cadena; estaba indeciso, fluctuando entre la idea de
esperar en su casa el trágico desenlace de aquel enredo, o luchar sobre
el campo empleando toda su audacia y todo su ingenio en ocultar su
crimen: al fin resolvió dejar transcurrir algunos días.
Por su parte, Alfonso no sabía qué hacer: el consejo de llamar a otro
médico y de inmiscuirle en sus secretos de alcoba le repugnaba, y
consecuente con el procedimiento favorito de los irresolutos, prefirió
quedarse en expectativa aguardando la llegada de algo que resolviese
aquella situación anómala.
Entretanto el espíritu de Consuelo experimentaba una revolución radical;
durante los primeros días la joven estuvo sepultada en un marasmo
preñado de siluetas de las que apenas se acordaba. La escena con Gabriel
Montánchez fué tan fuerte y concurrieron en ella tantas circunstancias
contrarias, que su razón cayó anonadada, cual si hubiese recibido el
choque de un rayo en la frente.
Pasado aquel momento en que su miedo y su amor propio la incitaron a
defenderse briosamente de su violador, su alma quedó sumida en un mundo
inconsciente, tenebroso, velado de sombras; era un vacío inmenso, sin
luz ni ruidos, sin sensaciones, poblado de fantasmas negros.
En aquel estado presentía débilmente la existencia del mundo real donde
hasta entonces había vivido, pero sus ecos eran tan tenues que no
bastaban a sacarla de su letargo: los percibía, sí, pero entre sueños,
vagamente, sin que su razón coordinase aquellas impresiones lejanas; era
una somnolencia extraña, semejante a un éxtasis, con la diferencia de
que el suyo era un éxtasis pasivo, sin alucinaciones visuales ni voces
proféticas, como si su alma durmiese con un sueño tan profundo que el
cuerpo, a pesar, de las vibraciones de sus nervios, no tuviera fuerzas
para despertarla.
A ratos aquel mundo sombrío se iluminaba con destellos fugitivos de
razón, y Consuelo entonces readquiría por breves momentos la conciencia
y el dominio de sí misma; pero la realidad era tan cruel que no tenía
valor para mirarla frente a frente, y tornaba a desvanecerse.
En aquella situación Consuelo se manifestaba exteriormente de dos
maneras distintas. Unas veces, particularmente de noche, caía en un
estado de idiotez y desmadejamiento completos, y otras su excitación
nerviosa era tan grande, que se convulsionaba, lanzando gritos y
retorciéndose los brazos como una endemoniada.
Cuando la hiperestesia de aquel primer período fué decreciendo, la
enferma presentó una nueva fase: iba recobrando la conciencia de un modo
lento, por grados casi insensibles, mientras sus facultades volvían poco
a poco al mundo de la luz y de la realidad.
Entonces, y sin procurarlo, se examinó, y advirtióse tan cambiada, tan
diferente de sí misma, que tardó mucho en reconocerse, como el borracho
a quien aplican un frasco de amoníaco a las narices y vuelve en sí, que
hallándose aún medio adormilado por los vapores del alcohol se palpa y
duda, a despecho de lo que sus sentidos le dicen, de si aquél es su
cuerpo y aquéllas sus manos. Así Consuelo se sentía desfallecida,
aplanada por un supremo cansancio moral.
Luego esta impresión indefinible y mortificante se precisó más,
trocándose en una tristeza muy grande, muda, taciturna, que no se
traducía en lágrimas ni en quejidos; algo así como un remordimiento.
Cuando Sandoval procuraba distraerla con sus burletas y sus cuentos, la
pobre enfermita permanecía silenciosa, sin comprender bien a su marido.
Éste hablaba de teatros, del viaje que emprenderían en cuanto ella se
restableciese un poco, y de las mil preciosas chucherías que pensaba
comprarle en los bazares de París: y como ella moviese la cabeza en
señal de duda:
--Sí, niña--se apresuraba a decir Alfonso--, lo que tú tienes es una
debilidad que desaparecerá no bien aspires los aires del campo; te he
examinado y sé que tus órganos están intactos: el corazón y la cabeza,
que son los dos centros motores más importantes, funcionan
perfectamente, y cuando logres sobreponerte a ese decaimiento que dejó
en ti la fiebre, te quedarás mejor que al principio de la enfermedad.
¡Ya verás--proseguía dominando el sombrío curso de sus pensamientos para
distraer a la joven y apartarla de los suyos--, en cuanto lleguemos a
unos de esos villorrios que blanquean entre las peñas del mar, vamos a
ponernos desconocidos; tú más gorda que una sultana favorita, y yo más
negro que un moro; porque en eso consiste la mitad de la diversión; en
volver bien bronceados por el sol y los aires costeros. Por las mañanas
nos levantaremos temprano y en casa de cualquier vaquero vecino
ordenaremos nos sirvan dos vasos muy grandes de leche: luego me terciaré
una escopeta al hombro y nos iremos al bosque a cazar, cogidos de la
mano como dos chicos. Tú llevarás el morral y serás la encargada de
coger los pajaritos muertos, o las liebres, que de todo hay en el campo,
y tan bien puedo andar de puntería que acaso mate algo; y si quisieras
acostumbrarte a los tiros, yo me echaría el fusil a la cara, tú
apretarías el gatillo, y así los estragos que causásemos los llevaríamos
a medias sobre la conciencia. Cuando el calor apretase mucho nos
refugiaríamos al pie de los árboles frondosos, hechos dos filósofos
peripatéticos de aquéllos que antiguamente se sentaban, con un libro en
las rodillas a arrancarle secretos a la ciencia, al pie de un alcornoque
o de un ciruelo. Yo me acostaría tripa arriba, con la cabeza sobre el
morral o sobre un canto, y me metería unos taponcillos de hilas en los
oídos, para impedir que las hormigas, compañeras inseparables de los que
comen en el campo, cayesen en la tentación de amenizarnos la siesta
tocándome las trompas de Eustaquio; tú, como eres más delicadita, te
acostarías con la cabeza apoyada en mi pecho, y así nos quedaríamos
haciendo con nuestros cuerpos la señal de la cruz para ahuyentar al
diablo que podía andar por allí y tener la tentación de cargar la
carabina para darnos luego un susto. Aunque mejor sería no asustarle
para que nos espantase las moscas con el rabo... ¿Qué te parece?
Consuelo casi nunca respondía; cuando más articulaba un monosílabo o
hacía un gesto; esto era todo: su atención era tan débil que cuando su
marido acababa de hablar no recordaba lo que había dicho, y tanto se
acentuó su pasividad intelectual, que Alfonso se convenció de que su
mujer había sufrido un golpe que iba privándola de razón y
convirtiéndola en una idiota.
No obstante, las ideas de Consuelo fueron precisándose, y comprendía
mejor las diferencias de tiempo y de espacio; y la distancia que
separaba al ayer del presente, y al hoy del mañana.
Sabía que estaba enferma, y que lo estuvo mucho más, y que sufrió
fiebres y delirios espantosos, porque su marido y las criadas se lo
dijeron; pero esto no era todo.
Había en su historia de la anterior semana un punto obscuro del cual no
recordaba por más empeño que ponía en ello; contraía las cejas, se
golpeaba la frente llamando al recuerdo fugitivo y nada, su memoria no
conseguía despejar las sombras; y, sin embargo, Consuelo presentía que
aquel punto obscuro encerraba un secreto de donde provenía el origen de
su enfermedad y de su tristeza.
Cuando su mejoría se acentuó un poco más y pudo hablar, interrogó a su
marido acerca de aquella incógnita que tanto la preocupaba; Alfonso,
temiendo provocar alguna nueva crisis, rehuía la conversación, aplazando
la ocasión de hablar.
--¿Desde cuándo estoy mala?--preguntaba la joven.
--Desde la semana anterior.
--¿Qué día de la semana?
--El viernes.
--¡El viernes!--repetía ella que revelaba por las contracciones de su
semblante sus esfuerzos mentales--, no sé qué hice ese día ni a qué hora
me acosté, ¿fuimos al teatro aquella noche?
--No.
--Y por la tarde, ¿qué hicimos?
--Lo de costumbre; yo me marché al casino y tú te quedaste cosiendo; ¿no
recuerdas que al día siguiente debíamos irnos de viaje?...
--¿Qué viaje?
--¡Por Europa, chiquilla!... Pues apenas si tenías entonces ganas de ver
mundo...
--Por Europa... Europa... ¡Es raro! No establezco bien la conexión que
hay entre los objetos y las palabras... En cuanto me separo un poquitín
de lo visible, mi cerebro empieza a dar vueltas y todas mis ideas
desaparecen en una nube de humo... Europa... Tengo de ello una noción
que no concreto bien.
--¿Y del viaje?...
--¡Psch!... eso del viaje me parece un sueño, un proyecto que tuvimos
hace mucho tiempo.
--Pues no es un sueño, querida mía, porque ahí está nuestro equipaje.
Consuelo no sabía qué responder; sus pensamientos perdían su hilación
al llegar a aquel lugar obscuro que dividía su existencia en dos
mitades, y todos sus esfuerzos imaginativos para pasar de allí eran
inútiles.
Los días se sucedían sin que en la salud de la enferma se iniciase
ningún progreso notable: su sueño siempre intranquilo, interrumpido por
pesadillas que a cada momento la despertaban, y los días los pasaba
inmóvil, mirando un objeto cualquiera con la fijeza de un hipnotizado;
por las tardes era preciso arroparla mucho porque la fiebre la hacía
tiritar; en cuanto comía empezaba a quejarse del corazón y se mantenía
con ponches y tazas de caldo que Alfonso cuidaba de administrarla de
hora en hora.
Conforme su organismo iba reconstituyéndose con los buenos alimentos y
el descanso, sus ideas se fortalecían y el campo de los recuerdos se
agrandaba.
Cierta tarde Consuelo mostróse algo más comunicativa que de ordinario, y
hasta se extralimitó a pedir unas rodajitas de pan frito para acompañar
el chocolate. Sandoval, maravillado de tan evidente mejoría, procuró
animarla a levantarse un ratito, mas ella dijo que la dejasen tranquila
pues quería dormir. Pero, mientras su cuerpo permaneció indolentemente
inclinado como si realmente disfrutase de un sueño reparador, el
espíritu continuaba trabajando, inquiriendo, analizando, zurciendo
ideas, evocando impresiones y desmenuzando recuerdos allá en las
microscópicas retortas de su invisible laboratorio. Ello fué que la
conciencia avanzó un poco más que otras veces, logrando asir un concepto
que hasta entonces anduvo huído; aquél trajo otro y éste otro, que a su
vez arrastró tras sí algunos más, pues los recuerdos son como las
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