Escenas Montañesas - 09

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Al contestarle le aconsejó el de la corte que, tanto por el bien de su
pleito como para satisfacer sus deseos de conocer á Madrid, se pusiese
en camino cuanto antes; añadiéndole que él tenía gran interés en verle
para arreglar cierto proyecto que había concebido.
Don Silvestre no vaciló más: envió el alguacil á casa de algunos colonos
que le debían dinero, hízoles aflojarlo más que de prisa; y como no era
mucho, consiguió que el cura le adelantase el resto. Al día siguiente,
tempranito, trancó la bodega, después de encerrar en ella la ejecutoria
y algunas escrituras; colgó la llave, por el anillo, de un tirante de su
pantalón, puesta ya su mejor ropa, guardó en un pañuelo un par de
camisas de estopilla, y pendiente este lío de un garrote de acebo
chamuscado que se echó al hombro, partió hacia el camino real á esperar
la primera diligencia que pasara con dirección á Madrid.


IV

Con el breve monólogo de don Silvestre al encontrar el nombre de su
amigo en la _Gaceta_, tienen los lectores lo suficiente para saber quién
era y de dónde venía el personaje de Madrid; me dispenso, en obsequio á
la brevedad, aunque hollando la costumbre, el relato de su historia
desde que le perdió de vista el solariego hasta que le volvió á
encontrar. Supóngase, y esto baste, que muerto su padre, en cuanto llegó
á Madrid, y solo en el mundo, se dedicó á gacetillero, á repartidor de
prospectos..., á padre de la patria, á cualquiera cosa; pues por todos
estos escalones y otros mil idénticos, hemos visto subir á otros muchos
hasta la altura en que habitaba oficialmente el amigote de don
Silvestre.
Tampoco detallaré los efectos que en el mayorazgo causaron la bata persa
de su amigo y las tapicerías de la habitación en que le recibió.
Conocido el tipo, es muy fácil la deducción de estas menudencias.
He aquí el discurso que le dirigió el de la bata, pasadas las primeras
formalidades del saludo y del abrazo:
«Amigo mío: estás en tu casa, elige la habitación que más te agrade y
establécete en ella con toda libertad. Yo almuerzo solo, á la una y como
á las ocho de la noche. Tendría mucho gusto en que me acompañaras á la
mesa; pero si estas horas no te acomodan, puedes escoger otras para ti.
Un carruaje estará siempre á tus órdenes, y mis criados lo son tuyos á
la vez. La índole de mis ocupaciones no me permite acompañarte á ver las
curiosidades de la corte; pero este caballero, que es mi secretario
particular (y señaló á un elegante joven que escribía á su lado, y que
saludó cortésmente), tendrá mucho gusto en sustituirme, y estoy seguro
de que ganarás en el cambio. Ni la casa, ni el carruaje, ni toda la
obstentación que te ofrezco, te asombren ni te acobarden; soy el mismo
Fulano de la villa..., el que te debe dos reales y medio y unos tirantes
de goma. Corre, pues, investiga y goza á tus anchas, que luego que te
canses hablaremos de tu pleito y de mis planes, y entonces te rogaré que
me dispenses lo que pueda haber de egoísmo en lo que ahora estás
contemplando como un fenómeno de cariñoso agasajo, poco común en la
historia de los hombres de mi talla.»
Don Silvestre era llanote y sencillo; oyó estas palabras con los oídos
del corazón, y todas las proposiciones del personaje fueron aceptadas,
menos la de sentarse á la mesa á distintas horas que él, pues de esta
suerte hubiera creído ofender la generosidad y delicadeza de su amigo.
Quedó pues, instalado en la casa el mayorazgo, revolviéndose en ella con
el mismo desembarazo que si en ella hubiese nacido. Los extremos se
tocan. La falta de aprensión de don Silvestre le prestaba la
desenvoltura que á veces no dan las preocupaciones del _gran mundo_.
Su primera salida quiso hacerla á pie: había ido á la corte para
enterarse de todo, y lo conseguiría mejor así que encerrado en un
carruaje. Afeitóse bien su barba de ocho días; vistióse una camisa,
cuyos cuellos, aunque doblados por arriba un par de dedos, le cubrían la
mitad de las orejas; cepilló y se puso su chaquetón pardo y su sombrero
de copa negro-verdoso; empuñó su bastón de acebo chamuscado; aseguróse
bien de que no falseaban las correas de sus zapatos de becerro, y dijo
al elegante secretario de su amigo, como si toda la vida le hubiese
tenido á su servicio:--Vamos andando.
Algo disgustaba al elegante ir convertido en cicerone de un ente tan
grotesco; pero la intimidad con que le trataba el personaje cortesano le
hizo ver en el de la aldea un mandarín inculto, una potencia electoral,
un reyezuelo de provincia. Su momentáneo desagrado se trocó bien pronto
en solicitud deferente y hasta respetuosa.
Nada de particular halló don Silvestre por las calles, fuera del ruido
de los carruajes y del incesante movimiento de la gente. Teníale el
estrépito ensordecido, y tan atolondrado, que tropezaba con todos los
transeuntes, y rompió siete cristales de otros tantos escaparates por
huir de los coches, pensando que le atropellaban. El secretario estaba
en ascuas, y lo estuvo más cuando notó que los cuellos del solariego y
su cara avinatada llamaban la atención de muchas personas. El mayorazgo,
afortunadamente, no lo conocía, pues descansaba en la persuasión de que
«en Madrid todo pasa».
Al retirarse, al anochecer, y bajo una temperatura africana, don
Silvestre se achicharraba, y quiso refrescar. Entraron en un café. El
secretario pidió un sorbete; su acompañado, ignorando lo que aquello
sería, pidió otro. Sirviéronles los sorbetes. El de Madrid descogolló el
suyo de un bocado, con la mayor limpieza imaginable; el aldeano, que
desde que vió llegar los refrescos vacilaba en el modo de acometerlos,
imitó á su compañero, ¡en mal hora para el desdichado! Lo mismo fué
hincar sus dientes en el gélido amasijo, que revolverse en el café el
ruido de un huracán. La inesperada impresión del frío del sorbete
produjo en don Silvestre los efectos más estrepitosos.
Del primer resoplido, al morder el helado, fué éste con la copa hasta la
mesa inmediata; y como el que ha tragado polvos de salbadera, Seturas
escupía, se sonaba las narices y gritaba pidiendo agua, empeñado el
iluso en que _aquello abrasaba_; y, por último, comenzó á estornudar ...
¡pero de qué modo!: cada estornudo era un cañonazo bajo los relucientes
techos del café, acompañando á cada explosión una lluvia menuda que fué
la delicia de los inmediatos parroquianos, durante las quince ó veinte
veces que las mucosas de don Silvestre le dijeron «agua va». El
estrépito duró un par de minutos.--Cuando las detonaciones se hicieron
más débiles y más tardías, como las de una tormenta que se va alejando,
la atención pública, hasta entonces en suspenso, comenzó á agitarse,
cruzándose entre los parroquianos sonrisas, carcajadas y epigramas, que,
afortunadamente, no comprendió el que era objeto de ellos; antes al
contrario, pensando sólo en el fatal efecto del sorbete, y durándole aún
la sed, comenzó á sacudir garrotazos sobre la mesa y á llamar con toda
la fuerza de sus pulmones.
Un mozo se presentó, no poco alarmado con el estrépito.
--¿Qué demonios se puede tomar aquí para quitar la sed, que no se
parezca á esa _melecina_ condenada que me has dado?--le preguntó el
mayorazgo, señalando el estrellado sorbete.
--Lo que usted pida, señor--contestó el otro, luchando por contener la
risa.
--Pues tráete ... media de tinto.
--¡De tinto! ¿Cómo?
--¿Cómo? En _sangría._
--No le entiendo á usted--dijo el mozo, trocando su sonrisa en expresión
de sorpresa.
--Pues la cosa es bien sencilla--añadió el mayorazgo:--¿no hay aquí
agua?; ¿no hay _azúcara_?; ¿no hay rioja?... ¿Pues qué taberna de los
demonios es ésta?
Algo como carcajada estalló entre los concurrentes del café; y en
seguida comenzaron los epigramas y los apóstrofes más cáusticos. Hubo
para los cuellos del mayorazgo, hubo para su _colmena_, para su cara,
para su garrote, y hubo ... que contener á don Silvestre, que,
embravecido como un toro con aquellas banderillas que tan inhumanamente
ponía á su inofensivo desparpajo cerril la intransigente civilización,
quiso acometer á garrotazos á aquella turba de enclenques, famélicos,
petardistas, vagabundos y tahures que poblaban el salón, disfrazados de
_personas decentes_.
En medio del aturdimiento consiguiente á la escena en que acababa de ser
actor, don Silvestre, al marcharse, en lugar de salir por donde entró,
se fué hacia la sala de los billares: su acompañante, que temía otro
escándalo, le llamó; pero ya era tarde. Una vez en ella se olvidó de lo
pasado ante el aspecto de las bolas de marfil, cuyos choques le
admiraron como á un niño; y más que las bolas, la locuacidad de un joven
de rizadas patillas, gafas y pelo escarolado, que al paso que jugaba
carambolas con otro aficionado, era el deleite de los cien curiosos que
rodeaban la mesa, sentados sobre duras banquetas, con una profusión de
chistes y una procacidad tan verde y desaliñada, que en un cuartel de
blanquillos no le hubiera valido menos de un mes de cepo ó una carrera
de baquetas.
Don Silvestre no se extrañaba tanto de la desvergüenza del elegante
jugador como del eco que en la concurrencia hallaban sus torpezas;
parecíale insoportable la impudencia del uno, pero mucho más
imperdonable la aquiescencia de los otros.
Y como desconocía el verdadero valor de aquellas baladronadas, tomábalas
muy á pechos, y hasta resuelto estuvo á interpelar muy seriamente al de
las patillas, cuando le ocurrió preguntar á su acompañante, aún
preocupado con el lance del sorbete, qué clase de hombre era aquél que
tan bien manejaba la lengua.
--El redactor principal del _N_ ...--le contestó el
secretario,--director de una sociedad filantrópica, caballero de Carlos
III, por una oda dedicada al rey; socio honorario de todos los clubs
revolucionarios de París, por una elegía á Marat....
--¡Redactor del _N_!...--exclamó admirado el interpelante.--¿Entonces
hay en Madrid dos periódicos de ese nombre!
--No, señor don Silvestre.
--¡Jesús me valga! ¿Con que es decir que aquel periódico que yo leía en
mi lugar con tanta fe, está escrito por este hombre; y aquellos
artículos en que tanto se clamaba por el orden, por la moralidad, por el
bien de los pueblos, eran dictados por un anarquista cínico y
desmoralizado? ¿Conque esas palabras de humanidad, filantropía,
compañerismo, religión, hogar, derechos, lejos de ser una verdad en
semejantes periódicos, son una burla sacrílega, un insulto á Dios y á
los hombres, una explotación innoble de la pública buena fe?
El secretario se encogió de hombros por toda contestación, como
diciendo: «este mozo ha estado en el limbo, cuando á su edad ignora lo
que aquí saben los chicos de la escuela»; pero don Silvestre, que no
entendía de mímica, no supo traducir aquella expresión; y careciendo de
otra respuesta, por no _romperse el alma_ (son sus palabras) con el
periodista, rogó á su acompañante que se fueran á la calle.
No deseaba éste otra cosa.--Media hora después, limpiándose el sudor con
su pañuelo de percal aplomado, hacía don Silvestre en casa de su amigote
un resumen exacto de los acontecimientos de su primera salida por las
calles de la corte.


V

El primer consejo que le dió el personaje fué el siguiente: «tanto para
que te presentes con la debida decencia en los sitios que deseas ver,
como para quitar todo motivo á las burlas de la gente, debes vestirte á
la moda, porque, amigo mío, _dum Roma fueris_ ... lo que sigue».
Por más que á don Silvestre repugnara el desprenderse de sus cómodos
hábitos, al día siguiente tuvo que empaquetarse en los nuevos que le
trajeron de una elegante ropería; pero como el diablo las carga, si
bien, con trabajillos y todo, parecieron pantalón, levita, chaleco y
sombrero, para las piernas, tronco, cuello y cabeza hercúleos de don
Silvestre, no hubo un par de botas para sus pies en toda la corte,
pues, como decían los zapateros á quienes se acudió, «hormas de tal
tamaño no se hacían en Madrid sino de encargo».
De aquí resultó un chocante contraste: lo fino de los pantalones con lo
grosero de los zapatos viejos del mayorazgo, que nunca vieron más lustre
que el que les daba una corteza de tocino frotada sobre ellos cada ocho
días. Y si á dicho contraste se añade el que formaba todo el don
Silvestre con su equipaje, al que desaliñaba más y más metiendo los
dedos de sus manos entre el pescuezo y la corbata que le molestaba,
hasta dejar ésta debajo del cuello de la camisa, dígame el lector qué le
pasaría al pobre hombre cuando en semejante arreo se echó á la calle,
sin escuchar los consejos del amigote ni las protestas del elegante guía
que, sin el miedo de perder su destino, se hubiera negado á acompañarle.
Sucedióle, claro está, que no bien se hubo mostrado al público cuando
éste la tomó con él. Primero le miraron, después se sonrieron, hasta
concluir por interpelarle irónicamente, y por reirse á sus barbas. Pero
este nuevo insulto colmó la medida del sufrimiento de don Silvestre.
--«¡Canario!--exclamó al hallarse en medio de un grupo de
calaveras;--conque ayer, porque iba al uso de mi tierra, os reíais de
mí; y hoy que, por complaceros, me visto como vosotros, me toreáis
también, sin duda porque no sé llevar esta librea. Pues tanto, tanto, no
lo sufrió jamás un Seturas.»
Y, sin otras explicaciones, largó una bofetada al más cercano, á quien
metió de cabeza en el escaparate de una pastelería. Hubiera acometido á
los restantes; pero al volverse hacia ellos ya habían desaparecido. Si
todos los calaverillas madrileños hubieran presenciado esta escena, es
más que probable que el mayorazgo no hubiera tenido que sentir más en
igual género; pero como no todos los susodichos traviesos estaban allí
cuando la primera bofetada, tuvo que pegar la segunda un poco más abajo,
y la tercera más adelante, hasta que juzgó prudente ir á vestirse con su
traje provincial, renegando de la independencia madrileña y de la
educación y tolerancia de las «personas decentes».
Con este desencanto sobre su alma, y envuelto en el burdo ropaje de sus
mayores, con el que, si no iba elegante, andaba sumamente cómodo, echóse
á ver lo que le faltaba; empresa que consumiremos, en la imposibilidad
de seguir al mayorazgo paso á paso y en cada una de sus impresiones.
Siendo la política su caballo de batalla, después de ver en los cafés
que todos los periódicos que leía decían de sí propios lo mismo que el
del cirujano de su lugar escribía de sí mismo y de su partido, es decir,
que eran unos santos, al paso que renegaban de todos los demás, fuese al
Congreso, donde esperaba oir aquellos discursos que, impresos, le
admiraban, y aquellos hombres que, pronunciándolos, le parecían
semidioses ó criaturas de distinta naturaleza, forma y color que el
resto de la humanidad. Mas, ¡oh desengaño!, en el palacio de las leyes
halló de todo menos discursos. Presenció en el seno de la Asamblea
nacional _disputas_ acaloradas, y encontró en los diputados unos hombres
de talla común, que tenían el mismo prurito que los periódicos: la
inmodestia de decir cada uno de sí propio, _córam pópulo_, lo que todos
los demás les negaban: que eran lo mejorcito de la casa, y de lo poco
que en virtudes cívicas, y hasta domésticas, se encontraba por el mundo.
De aquí resultaba mucho de:--«¿Qué has de ser tú?--Más que tú.--Tú lo
serás de lengua.--Esa es la que á ti te sobra.--Pues á mí nunca me han
perseguido por revoltoso.--Justo, porque en ti es de familia ser un
mátalas-callando.--¡Al orden!--No me da la gana»,--etc., etc. Preguntó,
con este motivo, si había dos Congresos de diputados en Madrid, y que en
dónde se pronunciaban aquellos discursos tan arregladitos y tan
elocuentes que él acostumbraba á leer; y cuando supo algo de lo que
pasaba en la _redacción_ del _Diario de Sesiones_:--«¡Cáscaras!--dijo,--pues
con un buen _redactor_, también habría oradores en el concejo de mi pueblo.»


VI

Curado con estos desengaños de la pasión política, dióse á lo de puro
recreo; y quiso contemplar de cerca lo que tanto admiró desde lejos: _la
casa de fieras_.--Que me aspen--dijo cuando la examinó jaula por
jaula,--si el corral de mi casa no tiene que ver más que esto: para
cuatro pavos, dos mastines y un mico, no necesitaba el Ayuntamiento un
presupuesto y un personal como los de esta casa, cuyo título es una
burla completa de lo que sus verjas debieran encerrar.
Ya que en el Retiro estaba, quiso, lleno de entusiasmo, recordando las
campiñas y bosques de su tierra, tenderse un rato bajo aquella
_frondosidad_ tan decantada; mas, fuese culpa de la intensidad del sol,
ó de la ruindad de los árboles, es lo cierto que en una extensión de
media legua de bosque no halló tres dedos de sombra, ni dos docenas de
yerbas donde tender su cansada humanidad. Esto le hizo recordar que el
famoso _Prado_ era un _arenal_ completo en el que había de todo menos
verdura y poesía; que el mismo desierto de Sahara no estaba más reñido
que él con la vegetación, ni presentaba un aspecto más triste y
desconsolador á las tres de una tarde de verano. Iba á preguntarse, por
cuarta ó quinta vez, si el título de _prado_ sería irónico, chocándole
que cupiese en cabeza humana (ignoraba don Silvestre la historia del
célebre paseo) la idea de llamar una cosa con el nombre que menos le
conviene; pero recordó lo que acababa de ver con el de _casa de fieras_,
y días atrás con los de _puertas_ de Segovia y de Atocha, y se convenció
de que Madrid era una pura ilusión.
Por fortuna, don Silvestre era muy poco artista y mucho menos literato,
y con ello se ahorró otros muchos desengaños.
Pero, en cambio, era curioso y antojadizo, y nunca satisfizo un capricho
de los muchos que le provocaban el aspecto y baratura de las mil
trivialidades que veía en los escaparates de las tiendas, sin que al
tomar el cambio de una moneda no recibiera un par de ellas falsas,
monedas que, al entregarlas más tarde en otros establecimientos, le
costaban serios disgustos.
Si iba al café, aun sacrificando sus apetitos al gusto de los demás
parroquianos, por evitar escenas como la consabida del sorbete, notaba
que los mozos le servían más tarde y peor que á todo el mundo; porque
en el centro de la tolerancia y de la despreocupación se juzga y se
respeta á los hombres en razón directa de la excelencia del corte y
calidad de sus vestidos.
Los cocheros le trataban como al sentido común, es decir, inhumanamente:
al verle con aquella estampa, ni se tomaban la molestia de aullarle con
el brutal _¡jeeé!_ cuando le hallaban al paso, para indicarle que se
apartara.
El buscar una calle cualquiera le costaba los cuartos que le exigía el
brutal gallego por servirle de guía; y como las calles eran muchas y las
conocía mal, y como no estaba dispuesto á pagar _prácticos_ á todas
horas, cuando salía solo no se atrevía á caminar por no desorientarse.
Esta circunstancia le hizo fijarse todas las tardes, al anochecer, en el
famoso crucero de las Cuatro Calles, sitio en que podía recrear su vista
sin necesidad de cicerone. Allí, entre los mil objetos y personas que
cruzaban en todas direcciones, observó que, á semejanza de los aviones
que en las calurosas tardes de verano revoloteaban incansables alrededor
del campanario de su lugar, discurrían por una y otra acera, pasaban,
volvían á pasar, y siempre las mismas, aunque en incalculable número,
mujeres de incisiva y elocuente mirada, beldades de esbelto talle y
desenvuelta marcha; mujeres que, sin saber por qué, le arrancaban del
pecho hondos suspiros.
Mas, ¡ay!, en vano su ilusión le forjaba planes seductores.... Aquellas
mujeres, cuyas miradas devoraban á los transeuntes, con cuyos
movimientos, con cuya voz, en ocasiones, intentaban seducirlos, sólo
para don Silvestre eran ariscas y desaboridas; para todos había
sonrisas, guiños y hasta flores; para el infeliz mayorazgo
_escupitinas_, desaires y malas razones. Don Silvestre recordaba
entonces que en su pueblo se honraban las mozas con sus pellizcos, que
sólo el temor á las lenguas de las envidiosas le hacían economizarse en
las empresas galantes; y lanzando un suspiro angustioso, abandonaba su
puesto favorito y marchaba hacia su casa, preguntándose por los placeres
de la corte, y suspirando por el aire de su aldea;
--«¿Dónde está lo que yo venía buscando? De todo lo prometido, ¿qué es
lo que encuentro? El calor sofocante, el polvo cáustico, el infernal
estrépito de los carruajes, el peligro de ser por ellos atropellado, los
pillos callejeros y algunos _otros_ mercaderes, el rescoldo de las
bebidas, el veneno de los estancos, la brutalidad de los cocheros, el
vandalismo de los revendedores, la inhospitalidad de todo el mundo, el
materialismo, la usura de la civilización: éstas son para mí las únicas
verdades de la corte.»
Y eso que el buen hombre, gracias á su amigo, no había caído en la
mayor ratonera de Madrid; no había sido martirizado en el más cruel de
todos sus potros: en las casas de huéspedes; ni había, gracias á su
corteza ruda y á su sencilla educación, visitado la corte _por dentro_.
Si con su sencillez de aldeano perdía la brújula á la superficie del
mundo, ¿qué le sucedería surcándole por lo más hondo de sus tempestuosos
senos?
En algo parecido á esto debió de pensar después de la última
_escupitina_ con que le espabilaron las sirenas de las Cuatro Calles,
porque, apenas llegó á su casa, hizo su pequeño lío, atravesó el garrote
de acebo por entre los picos anudados del pañuelo que le formaba, dejóle
así sobre una silla de su cuarto, y se dirigió al de su amigo, á quien
endilgó un discursillo que, reducido á otras frases menos desaliñadas,
venía á decir lo siguiente:
--«Bajo dos aspectos me interesaba la corte, vista desde el rincón de mi
cocina: como centro en que se elaboraba esa política en que tan
ciegamente creía, y como patria común á todos los hombres amantes de la
libertad social y enemigos de los mezquinos chismes de corrillo. Muy
pocos días he necesitado para conocer, á pesar de mi poca experiencia
del mundo, que la tal política es una indigna farsa; que sus partidos,
lejos de representar ideas de saludables recursos para la patria, no son
más que _posiciones_ que los ambiciosos ocupan para conquistar mejor los
grandes destinos, que son el móvil principal de todos los políticos. De
aquí que el poder tenga tantos opositores, y que éstos no convengan
entre sí más que en hacer la oposición. De aquí que, siendo la verdad
una sola, y habiendo doscientos que, opinando de otras tantas maneras,
pretenden todos hablar con ella, comprenda al cabo el desapasionado
ciudadano que todos mienten, que todos lo saben, y que todos le
explotan.--Entre el Congreso de diputados y el concejo de mi lugar no
hay más diferencia que el traje de los concurrentes y la índole de las
cuestiones; la intención es la misma: primero «yo», después «mi
partido», lo último «el país». «Yo tengo siempre razón, mi partido es el
santo, el justo; mi vecino es un egoísta, su partido la ruina de la
patria.» Dispénsame la parte que de mi juicio te alcance, y concédeme
que tengo razón.
»Madrid como pueblo tolerante y centro de placeres para todos los gustos
y para todas las inclinaciones, ya sabes, por mis relatos, lo que me
promete. Aquí, según lo que me ha pasado, todo el mundo puede hacer lo
que más le acomode, sin perjuicio del prójimo, por supuesto; pero es á
trueque de romperse el alma con todos y cada uno de los que opinen de
otro modo: esto es lo que yo ignoraba y lo que menos me conviene. En una
palabra, para que yo viviera á gusto y disfrutara de todos los placeres
con que brinda Madrid á los desocupados, sería preciso que olvidase
todas mis costumbres y se cambiasen las condiciones de mi naturaleza:
esto es tan imposible como que yo vuelva á leer un artículo de fondo,
después que sé cómo y por qué se escriben. No por ello me pesa el viaje,
pues te he dado un abrazo y he conocido lo que vale el inculto rincón de
mis mayores, trocándole por la civilización. Ésta valdrá lo que quieras,
pero á mi lugar me atengo; en él estoy como el pez en el agua, y á mi
lugar me vuelvo. Conque, quédate con Dios.»
Don Silvestre se hubiera largado muy serio sin decir una palabra más;
pero su amigo, agarrándole por las haldillas del chaquetón, le rogó que
le escuchara.
--«Has hablado, Silvestre, como un libro; y guárdeme Dios de refutar lo
más mínimo de tu discurso. Pero sabe que yo también reniego de la corte,
y que la aborrezco con todos mis sentidos. Las atenciones de mi alto
puesto me agobian, y las enemistades y miserias que él me produce entre
las conexiones de la esfera en que habito, me desalientan; esfera, amigo
mío, que por tu dicha no conoces. Soy rico, soy solo en el mundo,
sencillo en mis gustos, inclinado á hacer el bien que puedo, refractario
á la envidia y á la maledicencia, y no puedo contemplar, sin
estremecerme, los dardos que me arrojan las rivalidades que cercan mi
puesto, y la baja adulación de los que me necesitan ó me temen. No
concibo que un hombre honrado se pueda acostumbrar á desayunarse todos
los días con dos docenas de discursos impresos, en los que se le acusa
de venal, de despilfarrador, ó, cuando menos, de estúpido; y el tratar
en términos parecidos, si no peores, á los hombres de mi altura, es la
ocupación de las tres cuartas partes de la prensa periódica; porque esta
misma que en España se lamenta de que las letras, las artes y la
industria, están en pañales y necesitan consejos y academias, consagra
todos sus desvelos á calumniar, á fiscalizar el poder, cuando en él no
están sus hombres, ó á adularlos servilmente cuando están al frente de
la cosa pública. Sin más razón que la de ser yo lo que oficialmente soy,
tiene derecho cualquier gacetillero hambriento, el último zascandil de
la prensa periódica, á dudar de mi probidad, á llamarme inepto y á
disponer contra mí la opinión pública. Estas innobles guerrillas que
dirige y exacerba el hambre, ó cuando mucho, la ambición de mando ó de
destinos, no puede sufrirlas un día y otro día ningún hombre que
aprecie en algo su hidalguía y sienta aún el rubor de su dignidad
calentarle las mejillas cuando una torpe lengua ó una envenenada pluma
le hieren en el sagrario de su honra; que ésta no transige, ni ser puede
más que una, ora se albergue bajo el burdo ropaje del campesino, ora
bajo los bordados ostentosos del hábito de un magnate.
»Por eso, mientras tú te aburrías en esas calles, yo me desembarazaba de
todos mis cargos y esperaba tu resolución para comunicarte la mía, que
es el asunto de que había prometido hablarte. Esperábala para decirte;
amigo mío, colmadas todas mis ambiciones y agobiado por los desengaños,
quiero abandonar la corte y respirar el aire libre de tus montañas,
única campiña que he visitado en mi vida, y en la cual espero realizar
todas las ilusiones que he adquirido con mi lectura favorita. Soy
fanático admirador de la vida patriarcal y de los placeres del campo, de
la poesía pastoril. ¡Lejos de mí el ruido del falso mundo, el seco
afecto, el materialismo de la civilización! Como el venerable, tierno y
sencillo poeta,
«Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
á solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanza, de recelo».
»¡Bien hayan tus campiñas y tus bosques! ¡Allí, con la conciencia del
hombre honrado, verás, verás, Silvestre amigo, cuánto placer encuentro!
... sobre todo, cuando piense en el infierno de pasiones que aquí se
agitan incesantemente, y cuando, mientras considere que en el mundo
«... se están los hombres abrasando
en sed insacible
del no durable mando,
_tendido yo á la sombra esté cantado_».
»He aquí mi mayor ambición de hoy; ambición que acaricio años ha, y que
tus noticias y tu presencia han venido á provocar hasta el extremo de
hacerme tomar una resolución invariable.--Ahora bien: mientras olvido
mis hábitos de mundo, mientras me aclimato á ese paraíso de tus valles,
necesito tu compañía, un rincón en tu casa y un puesto en tu mesa; pero
sin que en tu sistema de vida hagas la menor alteración, sin que mi
presencia aumente un solo manjar á tus comidas. Con estas condiciones
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