Escenas Montañesas - 16

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La clase de filosofía que contaba con un par de estos alumnos que
_sacase la cara_ por ella, ya se creía capaz de hacer frente á la
pandilla de _Cuco_, el del muelle de las Naos, ó al rebaño de mozos más
aguerridos de Monte.
_Correrla_ entre nosotros, equivalía á pasar las horas de la cátedra
jugando á paso en el _Prado de Viñas_, ó pescando _luciatos_ en el
_Paredón_, ó acometiendo alguna empresa inocente en el _Alta_.
Correrla en compañía de un par de náuticos, era provocar á todo bicho
viviente, hundir á _cales_ cuanto sombrero alto se viese sobre cabeza de
aldeano, llegar á regiones inexploradas, tocar todo lo prohibido, buscar
por entradas difíciles salidas imposibles, volver, en fin, á casa
desgarrados y sucios, muertos de fatiga, cubiertos de cardenales y
sangrando por las narices.
Pero por más que entre los filósofos y los náuticos hubiese algunas
individualidades unidas por vínculo amistoso, colectivamente las clases
eran incompatibles; se repelían entre sí, se separaban como el agua y el
aceite. Por supuesto, que allí el aceite eran los náuticos; es decir,
los que siempre quedaban encima.
Para ellos no había conserje, cargos ni títulos dignos de su
consideración, y pasaban por en medio del mismísimo claustro de
profesores, sin ocurrírseles llevar la mano á la visera por vía de
saludo. Sólo temían y respetaban, y hasta querían, á su propio
catedrático, el que ya no existe, don Fernando Montalvo.
Este inflexible, recto é ilustradísimo profesor, parecía nacido para
domar aquella raza especial de estudiantes. Su vastísima instrucción, su
carácter un tanto excéntrico, su proverbial voluntad de hierro, su
continente severo é impasible, le investían en cátedra de cierta
majestad _sui géneris_, contra la que rara vez osaba rebelarse el alumno
más díscolo. Sobre su mesa y bajo su mano, el reglamento disciplinario
del Instituto adquiría todo el color de las terribles _Ordenanzas de
mar_. ¡Ay del que infringiera sus bases! Así se hacía respetar. Su mayor
deleite era enseñar lo mucho que él sabía, estudiar para saber más, y
dar un estrecho abrazo, á vuelta de viaje, á un discípulo suyo. Así se
hacía querer.
Con este método, su pequeña república era una balsa de aceite; mas
cuando, por una rara casualidad, dejaba de serlo, yo no sé á qué
comparar el aspecto que tomaba la cátedra, sino al de una jaula de
leones en el momento en que el terrible y severo domador esgrime entre
ellos el sangriento látigo, y los humilla y arrincona amontonados y
gruñendo. Temblaban los cristales, rompíanse los bancos, y el suelo se
conmovía. No era de envidiar la situación del bedel á quien se
encomendaba el peligroso encargo de encerrar en el _número once_ á los
condenados á este castigo después de la refriega. Por eso, toda atención
con ellos le parecía poca antes de dar vuelta á la llave que los
aseguraba.
En cambio, se la echaba de autoridad inexorable con nosotros, que
marchábamos al calabozo como borregos al corral. ¡Así son las cosas de
este pícaro mundo!
Concluídos sus estudios preparatorios en el Instituto, y después de
hacer su primer viaje en calidad de _agregado_, era cuando dejaba el
náutico este nombre y tomaba el de _marino_, con todos los honores
inherentes á la categoría.
Á su retorno era la envidia de los humanistas, no por lo que había
navegado, ni por lo que había visto, ni por lo que le habían engordado
los puños y crecido las barbas, ni por el ruido sordo que al andar
producía con las botas de agua, sino porque traía la _picadura_ de la
Habana á granel en los bolsillos del chaquetón, y para hacer un cigarro
derramaba en el suelo tabaco para otros dos.
Recordarle en tales momentos antiguos títulos de amistad, era todo
nuestro afán, y hallar su memoria accesible á los evocados recuerdos, el
mejor negocio para nosotros, condenados á fumar anís á pasto, y, lo que
aún era peor, los pitillos de cinco al cuarto que vendía _Godos_ en la
subida de los Remedios; pitillos que transcendían á demonios desde media
legua, y lo mismo tumbaban chicos que cañas un vendaval recio.
Tras el puñado de tabaco y la caricia subsiguiente, que era un
_coquetazo_ que nos hacía ver las estrellas, venía la convidada en el
café de _La Marina_, que ya no existe, ni tampoco la casa en que se
hallaba en la calle del Arcillero.
El marino se atizaba, de dos sorbos, una copa de ron ó de Ginebra;
nosotros libábamos otra de licor de _rosa_, mojando en ella, con mucho
pulso, un canutillo de á dos cuartos.
Durante los tragos, los mordiscos al pastel y las chupadas á los
cigarros, el convidante narraba sus primeras borrascas en la mar y sus
aventuras en los puertos.
Por de contado que la noche antes del día en que se hizo á la vela para
Santander, armó con otros camaradas de profesión la gran _culebra_, en
la cual hubo todo aquello de echar los muebles á la calle, entrar la
policía, apagar la luz, saltar por la ventana, cerrar la puerta por
fuera, tirar la llave á la alcantarilla, etc., etc.
Y debía de ser verdad, porque las que armaba aquí se le parecían mucho.
Si al salir de casa encontraba usted un sereno con un ojo borrado, los
cristales de un café hechos trizas, las puertas de una taberna fuera de
quicio, cambiados los letreros de las tiendas de una calle, de modo que
sobre una botica se leyese, por ejemplo: _Quincalla y clavazón_, y sobre
una ferretería _Almacén de comestibles_; si con algo de esto, ó con todo
ello junto, ó con mucho más, se encontraba usted, repito, al salir de su
casa, y preguntaba por los autores de las fechorías,
--«Los marinos»--le respondían al punto.
Quiénes, de los conocidos en el pueblo, no había para qué inquirir. ¿Qué
más daba? Todos eran lo mismo....
Por aquel entonces se habló mucho en Santander de la _Berrona_, que
salía todas las noches, á las altas horas, no se sabía de dónde, y
recorría varias calles determinadas. La Berrona era un animal, un
fantasma ó un demonio muy grande, con dos ojos como dos hogueras, muchos
pies y dos cuernos muy largos y muy derechos. Al andar hacía un ruido
como de cadenas y cacerolas de latón que chocasen entre sí, y lanzaba
_berridos_ tremebundos, muy roncos y muy lentos, como las notas del
piporro en las procesiones de la catedral.
Las comadres, al sentirla de lejos, trancaban las puertas; los chicos
soñaban con ella, y los mismos serenos, que han sido aquí siempre
hombres muy templados, al atisbarla en lontananza, hacían como que no
habían visto nada y se iban por otra calle opuesta.
Pues, señor, la cosa llegó á excitar vivamente la atención de la
autoridad, y el miedo del barrio rayó en espanto; la Berrona seguía, sin
embargo, haciendo todas las noches su horripilante procesión.--Que la
van á coger, que ya se sabe de dónde sale, que es de carne, que es un
espíritu, que muerde, que cocea, que busca chiquillos para sacarles el
sebo, que los serenos, que la policía, que cazarla á tiros ... y nadie
se atrevía á pedirle el pasaporte.
Al cabo, la delación de un pinche de billar _hizo luz_ en el horrible
caos, y el misterio se aclaró. ¿Saben ustedes lo que era la Berrona? Una
docena de marinos que salían de un café muy popular en Santander, por
lo antiguo y por lo especial de su parroquia (el cual café no nombro
porque aún se conserva tan boyante como entonces, aunque más
_tabernizado_); una docena de marinos agrupados de cierta manera y
tapados hasta la rodilla con el paño de cubrir la mesa de billar del
susodicho café. Los ojos del fantasma eran dos linternas, los cuernos
dos tacos, y la causa del ruido metálico, una batería completa de
cocina, bien manejada debajo del paño. En cuanto á los berridos, un
amigo mío, que por cierto no era marino, aunque formaba con ellos muchas
veces, sabía darlos como el mejor piporro; los marinos de la Berrona no
hacían más que acompañarle en el tono que podían.
Aunque el marino era con frecuencia perteneciente á las principales
familias de la población, no había que buscarle en la Alameda, ni en el
salón del Suizo, ni en los bailes de formalidad. Semejantes atmósferas
le asfixiaban. Sus terrenos preferidos eran los cafés de segundo orden y
todas las calles de la población, siendo de noche. Como extraordinarios,
las romerías cercanas y los jaleos de las sociedades _Sin nombre, Unión
soltera_ y otras _ejusdem farinoe_.
En los cafés jugaba al billar ó al dominó, aunque prefería el papel de
espectador, con el santo fin de divertirse á costa de algún jugador
distraído ó atrabiliario.
En las calles, ya conocemos el género de las diversiones á que se
dedicaba.
En las romerías, indispensablemente había de pegarse de cachetes con los
_zapateros_.--«Los zapateros» eran entonces otro gremio especialísimo
que no comprendía, según la acepción popular del título, á todos cuantos
machacaban suela y tiraban del cabo, así en un portal como detrás de una
vidriera. El tipo del individuo de ese gremio era un joven de pelos y
bigotes erizados, pálido de cutis, hundido de vientre, con las manos muy
sucias, chaquetilla á media espalda, pantalón de campana, gorrita en la
cabeza, sin chaleco y con la camisa muy sacada sobre la cintura. Los
zapateros frecuentaban todos ó la mayor parte de los sitios de recreo de
los marinos, por lo mismo que éstos, dondequiera que los hallaban, los
abrasaban á epigramas y los acribillaban á burlas de todos géneros. De
aquí la tirria que se profesaban y los bofetones que se sacudían.
En las sociedades á las que, como se ha dicho, concurría alguna vez el
marino, no bailaba ni enamoraba. Lo mismo que en los demás teatros en
que le hemos visto, en aquéllas su único afán era _armarla_ ... mejor
cuanto más gorda. Si por epílogo había bofetadas, retemejor.
Precisamente el esgrimir los puños era, como se habrá observado, su gran
delicia.
De ordinario usaba un lenguaje especialísimo, un _caló_, digámoslo así,
que en nada se parecía al de los demás marinos de la tierra, entre
quienes es cosa corriente aplicar á todo el tecnicismo náutico. No
llamaba á nadie ni á nada por su nombre verdadero, y los que usaba en
sustitución, tomados del lenguaje popular de Santander, eran en alto
grado expresivos y adecuados.
--Vengo de casa del señor de _Viruta_--decía, por ejemplo, muy serio.
Y usted, que no conocía á semejante persona, se devanaba los sesos
inútilmente por averiguar quién era, hasta que el otro, extrañándose de
tanta torpeza, le decía que el señor de Viruta era Fulano de Tal. Y
entonces tenía usted que soltar la carcajada, porque Fulano de Tal era
un carpintero, largo, seco y doblado, casi enroscado, como las cintas de
madera ó virutas que sacaba con su garlopa.
Refiriendo una _rumantela_, y ponderando una bofetada que en ella había
dado, decía, verbigracia:
--Vamos, que _le casqué la sopera_.
Lo cual significaba que había abierto la cabeza á su contrario.
--Saca esa _cerraja_--decía aludiendo al reló que uno llevaba en el
bolsillo, para que se mirase en él la hora.
Si se quejaba de la _caldera_, debía entenderse que le dolía el
estómago.
Para los vocablos _finos_ era aún más original. Los usaba de los más
exquisitos, á juzgar por la eufonía, tanto, que para convencerse de que
muchos de ellos eran rematados desatinos, había que analizarlos muy al
por menor. No tenía acopio hecho de estos términos; pero sí una
facilidad asombrosa, una especie de máquina para producirlos cuando los
necesitaba. Ejemplo al canto.
Salía yo una noche del teatro; y, como rapaz que á la sazón era,
caminaba más que de prisa, casi asustado de verme fuera de mi casa á
horas tan avanzadas; como que quizás era aquélla la vez primera que yo
las oía sonar hallándome al raso. Pisaba yo recio y menudito saboreando
_in mente_ los episodios de la comedia que acababa de ver, cuando al
entrar en la calle de la Blanca sacáronme de mis meditaciones fuertes y
descompasados gritos que daban dos hombres riñendo en uno de los
extremos de la calle. Paréme á escuchar, no sé si por miedo ó por
prudencia, y al punto conocí la voz de uno de ellos, marino de
profesión, aún no piloto, y que más de dos veces me había honrado en el
Instituto con sus testimonios de cariño á su manera. Llegaba la
refriega á su desenlance, cuando de ella me enteré yo. Y dijo la voz que
me era desconocida, á vueltas de algunas interpelaciones cáusticas y
violentas de ambas partes:
--¡Á mí no me venga usted con _cacofonías_!
Y respondió en el acto la voz que yo conocía, en un tono que tanto
picaba en burlón como en iracundo:
--¡Ni usted á mí con términos _fisimánicos_!
En seguida se oyó, retumbando en la calle solitaria, el ruido de una
sublime bofetada, y el de un hombre que cae al suelo, rompiendo, _al
pasar_, con la cabeza, el tablero de una tienda, ó cosa así.
Conociendo, como yo conocía, al _uno_, no era muy aventurado creer que
el derribado por la bofetada tenía que ser el _otro_, por recio que
fuese. Sin embargo, para cerciorarme del todo, á pesar del miedo que
tenía, acerquéme al lugar de la catástrofe, y encontré el cuadro como yo
me lo imaginaba; sólo que entonces conocí también al caído, gran pedante
y muy trapisondista.
Ahora bien: ni ustedes, ni yo, ni el que lo dijo, sabemos lo que
significa la palabra _fisimánicos_. Pero á él le habían amenazado con
_cacofonías_, y necesitaba responder con _algo_ que sonase aún mejor y
largó _fisimánicos_, y por si aún era poco, la bofetada que, como él
decía, nunca estaba de más.
Con narrar ya algunos capítulos de la vida y milagros de este marino,
que mucho ha es capitán y buen amigo mío, saldría muy á mi placer de la
tarea en que estoy empeñado, puesto que él ha sido el modelo más
perfecto de la figura que voy garrapateando; pero me temo que no había
de agradarle la exhibición de esos detalles de su legítima pertenencia.
Harto satisfecho me juzgaré si me perdona la frescura con que he sacado
á relucir, de golpe y porrazo, el que él sacudió en la calle de la
Blanca sobre su _cacofónico_ adversario, que ya no existe, razón por la
cual no solicito también su indulgencia.
Era cosa de caérsele á uno la baba el oir á dos marinos hablar entre sí
en el caló, cuyas muestras he presentado; y si la conversación versaba
sobre costumbres de lejanos países, como la costa de África, adonde iban
algunos, ó Sierra-Leona, adonde _los llevaban_ los cruceros ingleses,
había para desternillarse de risa.
Diera yo aquí de buena gana un modelo de esos diálogos ó de esas
relaciones; pero me abstengo de hacerlo, porque no puedo copiar junto á
las palabras los ademanes, las inflexiones de la voz, la expresión de
los ojos ... y la de las manos; sí señor, la de aquellas manos
robustas, velludas, entreabiertas siempre y accionando de un modo tan
pintoresco como elocuente. Tampoco me sería lícito, ni conveniente, la
reproducción de ciertas interjecciones indispensables para el colorido,
ni podrían pasar muchas comparaciones, llenas, por otra parte, de gracia
y de verdad.--Suplan, pues, esta omisión con su propia memoria aquellos
de mis lectores que conocieron el tipo, y los que no, perdónenmela en
gracia del motivo que me obliga á incurrir en ella.
Deteniéndose un momento á considerar los gustos y las inclinaciones de
un marino en los ejemplos que dejo citados y en otros del mismo género,
que no consigno por muchas razones á cual más atendible, hay que
convenir en que había en su carácter mucho de pueril; era ni más ni
menos que un muchacho con barbas y mucha fuerza; inquieto, enredador,
caprichoso, alegre, indiferente á todos los sucesos del mundo, y apegado
con invencible pasión á las calles, á los tipos, á las costumbres de su
pueblo natal. Por él suspiraba en Londres, y en Nueva York, y en los
puertos más concurridos y llenos de maravillas. En el mismo
Convent-Garden recordaba con envidia los tinglados de volatines del
Juego de pelota, y daba todos los primores artísticos ó industriales que
se le pusieran delante, por el sublime placer de pegar una soba á
_Capa-rota_, ó un par de escobazos en la cara al pinche de la taberna
del _Tío Pío_ cuando la sacase por el ventanillo, á las altas horas de
la noche, para responder á la voz traidora que desde la calle le había
pedido medio de anisete. Le llamaba más la atención las barracas
hediondas del muelle _Anaos_ que los grandes docks del Támesis; y
acordándose de la romería del Carmen, era capaz de echarse á llorar en
medio de Hyde-Park, si en él se encontraba el domingo siguiente al día
15 de Julio.
Figúrense ustedes lo que sería este hombre cuando hallaba en
_extranjis_, como él decía, un paisano suyo. Para _correrla_ con él, le
parecía poco el mundo entonces, y aun se creía capaz de arremeter con
éxito á una escuadra de polizontes.
Por eso prefería los viajes á la Habana. Allí tenía un amigo de la
infancia en cada esquina, y mientras estaba con ellos gozaba á sus
anchas, porque podía comer, hablar y _armarlas_ al estilo de Santander.
Así se conservaba este tipo, íntegro en todos sus detalles, hasta que
ascendía á capitán. Entonces, empezando por largar el chaquetón y por
vestirse la levita de paño fino, y por echarse el gran reló y la no
pequeña cadena de oro, y hasta el odiado sombrero de copa, como hombre
á quien se encomendaban intereses cuantiosos con absoluta confianza,
revestíase de formalidad y desaparecía casi por completo de la escena en
que le hemos estudiado.
Decir al lector que hombres de semejante temple eran en la mar modelos
de arrojo y valor, lo creo excusado.
Quizá sepa también por la fama, y si no lo sabrá ahora, que esta
casualidad no era la única prenda que los adornaba como marinos;
realzábanlos más y más su rara inteligencia en la profesión azarosa, y
un corazón generoso que siempre los tenía dispuestos á sacrificar su
vida por la del último grumete de á bordo.
Hacia el año 50, época en que empezaron á transformarse radicalmente las
costumbres populares de Santander, fué cuando el marino acabó de perder
sus detalles típicos.
Desde entonces acá, á los que le han ido sucediendo en las diversas
jerarquías de la carrera, confundidos en el porte y la conducta con las
demás clases sociales de levita y sombrero de copa, apenas se les
distingue en el paseo ó en los salones por lo atezado del rostro ó la
pesadez de las manos.
Y la súbita metamorfosis ha sido tan profunda, que llega hoy hasta las
mismas raíces de la clase.
Más de dos veces he ido al Instituto, en estos últimos años, con el
solo intento de contemplar el tipo del antiguo náutico: no he podido
hallarle. Los alumnos de esta escuela, ni en figura, ni en porte, ni en
costumbres, se distinguen ya de los rapazuelos humanistas con quienes se
asocian tan íntimamente como dos gotas de agua.
Como no es de mi incumbencia averiguar el porqué de las personas y de
las cosas que expongo en mi pobre galería, dejo al filósofo lector la
tarea de explicar ese fenómeno de transformación, que consigno como un
hecho notorio.
Sin embargo de lo dicho sobre semejante cambio, los marinos actuales que
proceden de la partida de la Berrona y de otras sus coetáneas, aún
conservan, para un ojo práctico, ciertos resabios de aquella época;
examinándolos con cuidado, aún se ve asomar bajo sus hábitos nuevos la
hilaza del antiguo chaquetón de paño pardo; aún hablan como entonces si
se les sabe tirar de la lengua, y es cosa probada que toman de mejor
gana una cazuela de sardinas en la taberna de Regatillo, que un biftec
en el _restaurant_ del _Occidente_. Seguro estoy de que no me desmentirá
el aserto mi amigo el de la consabida nocturna bofetada _fisimánica_.
¡Cuántos ratos deliciosos suele éste proporcionarme sin percatarse de
ello, con sus narraciones de pura casta! ¡Con qué fruición, pueril
quizá, pero disculpable, me digo después de oirle:--«Aún queda _un
marino_!...» ¡Y qué tentaciones me acometen otra vez de publicar aquí
algunas de esas narraciones!
Para no incurrir en semejante pecado, cierro el registro con un punto
final..., más no sin dejar consignada antes, y como un acto de justicia,
la siguiente declaración:
Los marinos de Santander, al vestirse la levita de hoy, no se han dejado
la abnegación, la pericia, ni el heroísmo, en el burdo chaquetón de
ayer.
1869.


LOS BAILES CAMPESTRES

En una ocasión, hallándose en la romería de San Juan, ó en la de San
Pedro, ó en la de San Roque, ó en la de Santiago, ó en la de los
Mártires, pues la crónica no lo fija bien; hallándose, digo, en una de
estas romerías más de nueve petimetres santanderinos, y no menos de diez
damiselas de copete, y hallándose más que regularmente aburridos, lo
cual es de necesidad en una romería mientras en ella no se hace otra
cosa que ver, oir y brujulear, resolvieron los primeros proponer á las
segundas, con las respetuosas salvedades de costumbre, un honesto
entretenimiento que, ajustándose en lo posible al carácter del sitio y
de la ocasión, fuese digno de las distinguidas personas que se aburrían.
Las pudibundas jóvenes aceptaron la propuesta en cuanto al fin. Por lo
que hace al modo; los atentísimos galanes, después de discurrir breves
instantes, no hallaron, así por razón de honestidad como por razón de
sitio, causa, etc., nada más á propósito que un baile improvisado. Las
mujeres de entonces, como las de ahora, juzgaban de buena fe que no era
un abuso de lenguaje, ó cuando menos, un error de observación, la
_honestidad_, del baile; y no dudaron un instante en aceptar el
propuesto, con tal que fuese _por lo fino_, y no al grosero estilo de
los populares, como los que tenían delante y formaban el principal
objeto de la romería; exigencia que manifiesta bien claro, que también,
en el concepto de aquellas escrupulosas beldades, las cabriolas y
escarceos, según que se ejecuten de abajo arriba _(more plebeyo)_ ó de
acá para allá y en derredor _(more aristocrático)_, son pecaminosos y
groseros, ó edificantes y solemnes.... Digo, pues, que se aceptó la
proposición del baile con la restricción consabida, y añado que los
proponentes se adhirieron á ella con tanta mayor decisión, cuanto que, á
fuer de _señores_, nunca entró en sus ánimos bailar de otra manera. Acto
continuo se procedió á la ejecución del pensamiento. Para teatro de la
fiesta se eligió una pradera separada de la romería por un regato, ó por
un seto transparente, pues sobre este punto tampoco están las crónicas
muy de acuerdo, y para orquesta se ajustaron, por horas, un violinista y
un gaitero trashumantes, de los muchos que había en la romería, y acaso
los únicos que á la sazón se hallaban desocupados. No estaban los
sedicientes músicos muy diestros en materia de aires señoriles, pero
eran muy amables y pacientes los obsequiosos petimetres; y á fuerza de
piafes y silbidos, lograron enseñar al violinista el wals de _las
patatas_. No así al gaitero, que era de suyo más torpe; pero, en cambio,
sabía tocar el _«Ay, ay, ay, mutillac»_, el cual aire se aceptó para
rigodón, baile que ni de oídas conocía el violinista. Adquiridos tan
indispensables elementos, dióse principio, á las seis de la tarde, á la
distinguida diversión, con no poca sorpresa y hasta admiración de la
gente menuda, que invadió bien pronto la pradera, formando ancho y
respetuoso círculo alrededor de los danzantes. Por aquel entonces aún no
se conocía en España la polka, y el _baile de los señores_ no solamente
no se había aclimatado entre la gente del pueblo, sino que aun entre los
señores mismos eran limitadísimos los aptos para un lance improvisado
como el que se refiere. Y por cierto que debía de haber algo de
ignominia en ser de los ineptos, porque es cosa averiguada que, antes de
confesarse tal uno de ellos, _córam pópulo_, deslizábase rápido, y
primero se dejaba descuartizar que presentarse á media legua del baile.
El de que voy hablando concluyó al anochecer; y como fué tan grato á
los que en él tomaron parte, hablaron éstos del asunto en la ciudad,
cundió su fama en paseos y salones, y, por si iban mal dadas,
aprendieron á bailar los jóvenes que aún no sabían, y los que sabían
mal, se perfeccionaron. Los que pasaban por núcleo de la elegancia y
daban el tono en el pueblo, tomaron el lance todavía más por lo serio, y
convencidos de que con el aspecto que la cosa presentaba se hacía
indispensable su concurrencia en bien de la culta sociedad, que
oficialmente parecía aceptar la innovación, no dudaron en hacer un
sacrificio, comprometiendo, desde luego, hasta cuatro músicos de
profesión para la próxima romería.
Á la cual concurrió el _señorío_ en doble número que á las anteriores,
llevado de la tentación de la orquesta, con cuya salsa, y la buena
disposición en que se hallaban los ánimos, se hizo una pepitoria de
bailoteo que tuvo que ver.
Tanto, que en la siguiente romería hubo hasta seis músicos y venticinco
parejas de primera fuerza.
Y así creciendo siempre la fama y el éxito de los bailes campestres,
llegaron á hacerse de primera necesidad en todas las romerías próximas á
la ciudad, y á tal altura permanecieron durante algunos años.
Al cabo de ellos, notóse que la afluencia de curiosos era sobradamente
numerosa; se temió, no sin fundamento, un atropello feroz en el caso
probable de una paliza popular; vióse, con justificable desagrado, que
el gremio de modistas y de costureras, aprovechándose de los perdidos
ecos de la orquesta, bailaba también á su compás en un prado inmediato;
y, por último, se observó con indignación que más de una pareja de aquel
campo, intrusándose á la descuidada en el vecino, danzaban en él después
con una familiaridad que rayaba en provocación.
Á todo esto, la polka había atravesado ya la frontera, y se establecía
entre nosotros, no como un huésped, sino como un conquistador.
Recordarán ustedes que había sombreros á la polka, y pantalones á la
polka, enaguas á la polka y hasta natillas á la polka. Los chicos la
tarareaban en la calle, y las fregonas la piafaban en la fuente;
vinieron maestros de allende el Pirineo que la enseñaban en veinte
lecciones, y las tomaban con avidez la jóvenes distinguidas y los
hombres elegantes. Con aquella conquista famosa los salones de baile
sufrieron una transformación radical; porque la polka no era un baile,
sino todo un sistema, toda una época. No se olvide que en la _polka
primitiva_ había su poco de dislocación, mucho contoneo, y que hasta se
exigían, para bailarla en regla, tacones de metal en las botas. De modo
que bailar la polka era dar un espectáculo, punto más curioso que el que
dar pudieran la Güy Stephan ó la Petra Cámara. Pero este espectáculo, si
bien en los salones de la ciudad era de _buen tono_ ante una escogida y
culta concurrencia, delante de un populacho grosero y sobre la yerba de
un prado de Cueto ó de Miranda, se prestaba á mil inconvenientes, el
menor de los cuales era el ridículo.
Por eso, y por las observaciones y peligros que más atrás apunté, los
señores bailarines de las romerías determinaron amparar su diversión
favorita con un muro sólido y elevado, contra la curiosidad irreverente
de la muchedumbre.
Y hete aquí que junto al campo de la romería se alquiló una huerta de
altas tapias, y se sorrapeó una parte de ella, y se puso á la puerta un
hombre con orden terminante de no dejar entrar á nadie que no fuese
presentado ó acompañado por alguno de los señores _que mandaban allí_.
Con esta garantía de seguridad y de independencia, los bailes campestres
adquirieron nuevo vigor, y los autores de tan saludable pensamiento
merecieron bien de la culta sociedad santanderina.
Pasaron así algunos años, y los elegantes directores de la ya popular
diversión veraniega, cediendo á los rigores del tiempo, que en su marcha
inalterable todo lo agosta, lo arruga y lo encanece, tuvieron que
abandonar como actores aquel teatro, y limitarse al papel más cómodo,
aunque menos deleitoso, de espectadores.
La generación que se presentó á sucederlos en el cargo que dejaban,
considerando, á la primera ojeada, que celebrándose algunas romerías á
mucha distancia de la población, era preciso, para volver con el
crespúsculo á casa, suspender el baile apenas empezado, ó empezarle con
los garbanzos aún entre los dientes; considerando además que para las
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