Escenas Montañesas - 07

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too el mundo. Tolete, con viruelas; tío Mocejón, con el muermo que le
ajoga; Viruta, con una pata desbaratá; el Mordaguero, baldao de
estribor...; y dispués, yo no sé cuántos más á pique de irse á fondo....
Por otro lao, el médico no quería asistir al Cabildo si no le aumentaban
dos mil riales de sueldo, y ha habido que dárselos; la lancha del
Puntal nos ha empeñao en un pico mu gordo este año, una bandera nueva pa
la capilla..., y el diablo que paece que se ha desatao contra
nusotros.... Dé usté á los enfermos el porqué que les corresponde cada
día, pague usté al médico lo que pidió de más, pague usté la bandera,
pierda usté lo que se ha perdió en el pasaje, y....
--¡Tiña, á mí cuéntame tú del otro mundo, que de éste no tengo ya ná que
aprender...; y si Patuca sabe mucho, yo sé más que él. Yo lo que veo es
que con un papeluco emborronao nos quiso tapar la boca. Miá tú cómo no
estipuló el tanto más cuanto de la cosa, mano á mano como se debía. Pero
como entiende de pluma, con decir «aquí está apuntao...»; y á mí no me
la cuela él, que no me mamo el deo, aunque no conozco la O, tiña!
--Pero las cuentas ya se desaminaron bien allí, y por gente que lo
entiende.
--Comosulas nos atrapan, ¡tiña!, no te canses.... Y digo que aquí
engorda anguno con lo que tú y yo sudamos, y si no, vamos á ver. Patuca
Malaspenas va á la mar; anda vestío y portao como un señor; en su casa
se come carne un día sí y otro no, y nunca falta el cuartillo de rioja,
tiene un quiñón en la pinaza del Castrejo y está gordo que revienta. El
diablo me lleve si no era tan pobre como yo hace poco tiempo. ¿De ónde
ha salío tanto lastre? ¡Tiña! ... no quiero hablar; pero si no corriera
él con los agorros del Cabildo, como corre hace dos años, no había de
tener el pellejo tan reluciente.
--Esos son malos quereres, tío Tremontorio.
--¡Tiña, que yo me entiendo! ¿Por qué no quiso él que se entregara el
dinero á un comerciante del Muelle cuando en el otro Cabildo se lo
dijieron?
--Porque nos bastamos nusotros pa correr con ello sin ayuda de naide.
--Por lo que se pega, borrico.
--Que son malos quereres, tío Tremontorio.
--Que vos engañan, como bonitos, con cuatro papeles arrugaos, vamos....
Y si quieres irle con el cuento, ya que tanto le defiendes, maldito lo
que se me importa.
--Yo no soy cuentero ni vivo de eso; pero cuando se dice mal de un
hombre de bien..., vamos, tío Tremontorio, que no me gusta. Usté ha
visto mucho mundo, pero á veces quiere saber más de lo regular.
--Y ya que tanto hablas, ¡tiña!, ¿es justo, que tú, cargao de hijos, con
una mujer como la que tienes, que te consume hasta la sangre, no recibas
uno ó dos ó medio en estos días de temporal? ¿No eres tú tan necesitao
como el que más?
--Yo estoy bueno y puedo trabajar....
--¿Á qué? ¿Has de ir á jalar de las pipas del Muelle? Pa eso hay otros
primero que tú, que tienes que atender al aparejo y á la lancha y á tu
obligación.
--No diré que no me viniera bien uno ó dos ó medio; pero si no me le
dan, ¿por qué le he de echar la culpa á quien no la tiene?
--¿Y por qué en lugar de dar nos piden?
--Ese es otro cuento.... Y al último, al que no tiene el rey le hace
libre.
--Ya te lo dirán de misas.
--De toos modos, tío Tremontorio, las cuentas se han presentao y se han
dao por buenas; y por más que usté y yo nos cansemos....
--Pues veremos lo que comes dentro de un par de días, si el tiempo no se
echa á la tierra.
--Salú nos dé Dios, y ya lo veremos.
--¡Amén!... (¡Tina!...; ¡qué hombres hay en el mundo! Too lo encuentran
güeno. ¡Así tienen ellos los calzones!)
Si mientras el Tuerto estaba á la mar, alguno de sus hijos rompía la
olla, ó se comía el pan que estaba en el arcón, ó hacía cualquier
diablura propia de su edad, en el balcón le sacudía el polvo su madre,
en el balcón le estiraba las orejas y en el balcón le bañaba en sangre
la cara.
Si de vuelta de correr la sardina salía alcanzada la mujer del Tuerto en
la cuenta que éste le tomaba rigorosamente, en el balcón se oía la
primera guantada de las que administraba el desdichado marido á su
costilla; desde el balcón llamaba á su padre, á su madre y á
Tremontorio; desde el balcón les contaba lo sucedido, y renegaba
furibundo de su mujer; desde el balcón imploraba el auxilio de Dios...,
y de balcón á balcón se enredaba un diálogo animadísimo que entretenía,
por espacio de media hora, á las gentes de la calle.
Si el patrón de la lancha de que son socios mis vecinos, les debe algo,
desde sus balcones lo dicen, y en los mismos discuten el medio de
cobrarlo.
Por el balcón recibe Tremontorio las consultas que se le hacen sobre el
tiempo; por el balcón las contesta, y el balcón es su observatorio.
En una palabra: mis vecinos tienen el balcón por casa, excepto para
dormir y vestirse; y ni aun en estas dos ocasiones quieren prescindir
totalmente de la publicidad. Tremontorio y Bolina, especialmente, se
mudan la camisa y los pantalones en medio de la sala ... con todas las
puertas abiertas; pero donde se echan los botones y se amarran la
cintura con la indispensable correa, es en el balcón. Y esto en
invierno; que en verano, ó cierro la puerta de mi antepecho, ó he de
contemplarlos hasta en la menor particularidad de su vida íntima, tanto
de día como de noche.... Por hacerme partícipe de sus costumbres estas
pobres gentes, hasta me despierta á mí al mismo tiempo que á ellas el
penetrante é intraducible grito de _¡apuyááá!_ con que les llama, á las
tres de la mañana en verano y á las cinco en invierno, para ir á la mar,
otro marinero que tiene por esta obligación algunos gajes.
De todo lo cual resulta, lector, aun sin mi decidida afición á reparar
en achaques de costumbres, más de lo suficiente para que comprendas
cómo, sin poner trabajo alguno de mi parte, y sin que en mi obsequio se
le tomara nadie, pude adquirir los datos que apunté en las primeras
páginas de este bosquejo.
Ahora, pues, previa tu indulgencia por estas digresiones, y suponiéndote
orientado en el terreno de nuestros personajes, voy á tratar del
verdadero asunto de mi cuadro.
FOOTNOTES:
[Footnote 5: Arenque.]


II

Hace pocos días empezó á llamarme la atención el aspecto que presentaba
la casuca de enfrente. La buhardilla del Tuerto apenas se abría, ni en
ella se escuchaban las risas, los lloros y los golpes de costumbre.
El tío Tremontorio trabajaba en sus redes al balcón algunas veces, pero
siempre mudo y silencioso, cual era su carácter cuando sus convecinos le
dejaban en paz y entregado á sus naturales condiciones.
Los dos viejos del segundo piso se daban muy pocas veces á luz, y en
algunas de ellas vi enrojecidos los arrugados y enjutos párpados de la
mujer de Bolina. Indudablemente pasaba algo grave en aquella vecindad.
Un tanto preocupado con esta idea, puse toda mi atención en la casuca
con el objeto de adquirir la verdad.
Las ahumadas puertas del balcón de la buhardilla se abrieron al cabo,
después del mediodía, y lo primero que en el interior descubrieron mis
ojos, fué un hombre vuelto de espaldas hacia mí, con camiseta blanca de
ancho cuello azul tendido sobre los hombros, y gorra de lana, también
azul, ocupado en colocar en un gran pañuelo de percal, desplegado sobre
el arcón que conocemos, algunas piezas de ropa. Después que hubo anudado
las cuatro puntas del pañuelo que contenía el equipaje, se incorporó el
hombre, volvió la cara..., y conocí en ella á la del Tuerto: pero más
obscura, más triste, más ceñuda que nunca. El pintoresco traje del pobre
pescador me explicó en un instante la causa del cambio operado en
aquella vecindad.
Hecho el lío de ropa, pasó el Tuerto su brazo izquierdo por debajo de
los nudos, metió dentro de la gorra algunos mechones de pelo que le
caían sobre los ojos, tiró de una bolsa de piel mugrienta que guardaba
en un bolsillo de sus pantalones, sacó de ella tabaco picado, hizo un
cigarro, encendióle en un tizón que le trajo su mujer, que lloraba,
aunque en silencio, fijóse en los chicuelos que también lo rodeaban, y,
haciendo un gran esfuerzo, dijo con voz insegura:
--¡Ea!, sobre que ha de ser, cuanto más pronto.
La sardinera, al oir á su marido, rompió á llorar á todo trapo; sus
hijos la siguieron en el mismo tono.
--¡Á ver si vos calláis con mil demonios!--exclamó el pescador con
visible emoción.--Y tú--añadió dirigiéndose á su mujer,--ya sabes lo que
se va á hacer. Estas criaturas se vienen ahora mesmo conmigo, y se las
dejo á mi madre al tiempo de bajar. Allí se estarán con ella hasta que
yo güelva.
--¡No, por todos los santos del cielo!--gritó la mujer, que al fin era
madre.--Yo soy muy capaz de cuidarlas, y no quiero que naide más que yo
dé de comer á mis hijos.
--Lo que eres tú me lo sé yo muy bien; y no me acomoda que el mejor día
amanezcan los ángeles de Dios aterecíos á la puerta de la calle. Y
sobre too, no te los tiro á la mar: bien acerca te quedan: too el día te
puedes estar abajo con ellos.... Pero ya se lo he dicho á mi madre:
«antes que dejarlos subir aquí, rómpales una pata».... Y esto sacabó.
Vámonos pa bajo.... Y cuidao con que te vengas al Muelle detrás de mí,
que no tengo ganas de perendengues; y cuanto más solo esté uno,
mejor.... Así como así, estoy yo tan sastifecho, que si me descuido con
la escotilla se me va el alma de la bodega, ¡puño!... Andando, hijos
míos....
Y el desventurado Tuerto se bajó para coger al menor de los
muchachuelos, que le miraban llorando. Entonces su mujer, cediendo á un
irresistible impulso de su corazón, echó los brazos al cuello de su
marido, y con el torrente de sus lágrimas arrancó al fin ¡las primeras,
tal vez! de los torvos ojos de aquel rudo marinero.
Pero éste no era hombre que se entregaba rendido á semejantes
debilidades; así es que, desprendiéndose de los brazos de su costilla,
cogió entre los suyos al menor de sus hijos, mandó á los otros que le
siguieran, obligó á su mujer á quedarse en casa, y salió de ella
precipitadamente, cerrando detrás de sí la puerta de la escalera.
Pocos minutos después estaba en la calle, con su lío al brazo, en
compañía de Bolina y Tremontorio. Los tres iban cabizbajos, taciturnos y
caminando con repugnancia. Casi al mismo tiempo que ellos en la calle,
aparecieron en sus respectivos balcones la mujer de Bolina, rodeada de
sus nietos, y la del pobre Tuerto, sola, desgreñada y dando alaridos de
desconsuelo. Sus hijos y su suegra, aunque sin gritar tanto como ella,
vertían también abundantes lágrimas.
Al oir este coro desgarrador, los tres marineros apretaron el paso, los
vecinos de la calle salieron á sus balcones, y yo me decidí á seguir á
mis conocidos hasta el desenlace de la escena, cuyo principio había
presenciado. El dolor tiene su fascinación como el placer, y las
lágrimas seducen lo mismo que las sonrisas.
Tomé, pues, el sombrero y me largué al Muelle.
Una apiñada multitud de gente de pueblo se revolvía, gritaba, lloraba é
invadía la última rampa, á cuyo extremo estaba atracada una lancha. En
esta lancha había hasta una docena de hombres vestidos de igual manera
que el Tuerto; y también como él llevaba cada cual un pequeño lío de
ropa al brazo. De estos hombres, algunos lloraban sentados; otros
permanecían de pie, pálidos; inmóviles, con el sello terrible que deja
un dolor profundo sobre un organismo fuerte y varonil; otros, fingiendo
tranquilidad, trataban de ocultar con una sonrisa violenta al llanto que
asomaba á sus ojos. Todos ellos se habían despedido ya de sus padres, de
sus mujeres, de sus hijos, que desde tierra les dirigían, entre
lágrimas, palabras de cariño y desesperanza. Entretanto, algunos otros,
tan desdichados como ellos, se deshacían á duras penas de los lazos con
que el parentesco y la amistad querían conservarlos algunos momentos más
en tierra. Por eso las palabras «padre», «madre», «hijo», «amigo», eran
las únicas que dominaban aquella triste armonía de suspiros y sollozos.
¡Terrible debía ser la pena que hacía humedecerse aquellos ojos
acostumbrados á contemplar serenos la muerte todos los días entre los
abismos del enfurecido mar!
Sin calmarse un momento la agitación de la gente de tierra, los
marineros que aún quedaban en ella fueron poco á poco pasando á la
lancha: el último entró el Tuerto, después de haber dado un estrecho
abrazo á su padre y á su vecino, que le acompañaron hasta la orilla.
Nada quedaba de común, sino el corazón, entre los embarcados y la gente
de tierra. El servicio de la patria era el arbitro de la vida y de la
libertad de los primeros, durante cuatro años, á contar desde aquel
momento; y ante deber tan alto, tenían que romperse los lazos de la
familia y los de la amistad.
Los remos habían tocado ya el agua, y aún permanecía la lancha atracada
á la rampa, y sujeta á ella por un cabo que tenía entre sus manos, por
el extremo de tierra, un viejo patrón que contemplaba atónito la escena.
--¡Suelte!--le dijeron desde la lancha más de una vez, con débil voz.
Pero el viejo patrón, ó no oyó las advertencias, ó se hizo sordo á
ellas, que es lo más probable, por disfrutar algunos instantes más de la
presencia de sus compañeros.
--¡Que suelte!--le volvieron á repetir más alto.
Y nada: el viejo, clavado como una estatua á la orilla del mar, no soltó
el cabo.
Pero el Tuerto, á quien el llanto de su padre y el recuerdo de sus hijos
estaban martirizándole el alma, temiendo ceder al cabo al peso de la
aflicción que ya enturbiaba sus ojos, al ver el poco efecto que en el
patrón habían hecho las órdenes anteriores,
--¡Larga!--gritó con ruda y tremenda voz, dominando con ella los
alaridos de tierra, y fijando su torva mirada en el viejo marino.
Éste obedeció instantáneamente; el cabo cayó al agua, crujieron los
remos, oyóse un «¡adiós!» infinito, indescriptible; y la lancha se
deslizó hacia San Martín, en cuyas aguas esperaba, humeando, un vapor
que había de recoger á los pasajeros de ella.
En instante tan supremo, las mujeres que quedaban á la orilla redoblaron
sus lamentos, abrazaron á sus hijos, á sus padres, á sus hermanos, á sus
amigos, y se confundieron todos en un solo torrente de lágrimas.
Hay situaciones, lector amigo, que no á todos es dado describir, y ésta
es una de ellas. Para sentirla, basta un buen corazón como el tuyo y el
mío; para pintarla con su verdadero colorido, se necesita la fresca
imaginación de un poeta y yo no la tengo.
Recuerdo que, dos años ha, mi amigo Eduardo Bustillo, el inspirado
cantor de nuestras glorias nacionales, delante de una escena idéntica á
la que voy describiendo, desde el mismo sitio, acaso sobre la misma
piedra que yo, lloró con su alma las penas de las pobres familias á
quienes una leva sumía en el abismo de todos los dolores, y puso en
labios de una esposa desvalida estas palabras sencillas, pero tiernas y
elocuentes:
--«Mi pobre niña inocente
el amor perdido siente.
Mas ya, ¿quién pondrá en mis manos
su pan y el de sus hermanos?
¡Ay, Señor!,
que en mi profundo dolor
presiento males prolijos;
que en este afán angustioso,
_lloro, más que por mi esposo,
por el padre de mis hijos_.»
Supla esta bella estrofa las frases que yo no encuentro para pintar la
desolación de aquella escena. Se lloraba al padre, al esposo, al hijo,
que se iban, quizá para siempre; pero que, al irse, se llevaban el pan
de los que se quedaban....


III

Cuando la lancha llegó al costado del vapor, la multitud que se había
quedado en la rampa del Muelle, no distinguiendo más que un pequeño
bulto negro en la superficie del agua, se fué retirando poco á poco y
reduciendo á un solo grupo, formado por las familias de los marineros
ausentes. Este grupo unido, compacto, como si en semejante cohesión
hallase cada uno más pequeña su desgracia, comenzó á andar tristemente,
consolando los hombres á las mujeres y éstas á los niños.
Sobre las figuras de aquel triste cuadro se destacaban los hombros y la
cabeza de Tremontorio, que, como no tenía familia propia, adoptaba por
suyas á todas las demás. Hombre corrido por los mares y desgraciado en
levas, pues le habían cogido dos, como dije al principio, era el refugio
á que acudían aquellas pobres gentes para saber algo de la suerte que
esperaba á los objetos de su cariño.
--Y diga, tío Tremontorio, ¿es verdá que los castigan mucho, que los
pegan á bordo?--preguntaba, entre sollozos, una pobre mujer.
--¡Quita d'ay!...; pataratas y na más que pataratas.... ¡Qué los tienen
de pegar, tiña? ¡Pus no faltaba más! Eso era en un prencipio.... Yo no
acancé ya el _chicote_; conque feúrate.... Además, el tu marido es
hombre que sabe cumplir con su obligación, y lo pasará bien.... Lo que
es á bordo, como no salga _nostramo_[6] con malas entrañas, no hay
cuidao. Ahora, si es de esos atravesaos que dan al diablo que hacer, y
le toma á uno sobre ojo, ¡válgame Dios!, lo mejor que se le antoja es
mandarle á uno á fregar la perilla del mastelero de mesana, ó á tomar un
riso á la gavia más alta, sin necesidad, en una noche de borrasca....
Pero, ¡quiá!, ya no se ve de esto.... Ahora da gusto servir en barco de
rey.
--¿Y aónde los echarán ahora?
--Pues, por de pronto, van al Ferrol. Estarán en el departamento unos
días; dempués á éste en la freata, al otro en el bergantín, al de más
allá en el vapor, me los van embarcando á toos poco á poco. Unos se
quedarán en da que guardacostas por los mares de acá, y se refiere tó
ello á ná, á barloventear, como quien dice, de este puerto al otro, y á
correr un chubasco de vez en cuando; pero como nos conocen estas aguas,
no hay cuidao por ello. Otros irán á la _otra banda_, al apostaero. Allí
la cosa tiene de too: poco trabajo, buena ginebra, buen tabaco y buen
café; pero hay que sudar el quilo á cada paso.... Dispués, hoy que _la_
cólera, mañana que el gómito negro.... ¡Tiña, y qué intención más mala
tienen estos incomenientes con el probe marinero!... Al que acanzan con
el bichero, hasta que le matan no le dejan. Si á usté le encajan en
Manila, hasta el pan se conjura contra uno; el cuerpo no es más que una
_remanga_ en aquella tierra: lo mismo da llenarle, que no llenarle, que
hace más agua que un casco viejo; y en cuanto se desembarca, no le queda
una gota adrento. Un mes en aquellos mares, deja al hombre que no le
conoce la madre que le parió...; ¡tiña, más amarillo y más relambío se
pone!... Guerras no hay ahora que le obliguen á uno á soltar un par de
andanas á cada instante...; y como nusotros, en la _Ferrolana_, vimos
cuantos mares Dios crió y cuanto mundo se pué ver, ¿á qué ha de ir
naide ya por onde nosotros fuimos? ¡Tiña, no lo quiera Dios...; que hoy
se asa usté vivo, mañana se aterece de frío, aquí calenturas, más allá
sarna...; ¡hombre, qué climen más endino!...; ¡y qué gente, me valga
Dios!; más colores tiene que una _julia_.--Tocante á las campañas de
hoy, no hay que tener cuidao.... Conque..., ánimo, ¡tiña!, que de menos
nos hizo Dios.... Y aquí estoy yo que no me he muerto, y ha hecho la
suerte conmigo cuanto puede hacer un tiburón detrás de un bote.... Y no
digo más.
El bueno de Tremontorio siguió largo rato consolando, á su manera, á
aquellas pobres mujeres, hasta que el grupo, compacto siempre y cada vez
más numeroso con la turba de chiquillos que se le iban agregando á su
paso, cambió de rumbo al llegar al Consulado, y se internó en la
población; y yo, que maquinalmente le había seguido escuchando á
Tremontorio desde la Punta del Muelle hasta aquel sitio, perdíle en él
de vista y continué hacia la Ribera, vivamente impresionado con las
escenas de que había sido testigo aquella tarde.
Cuál sería la base de todas mis meditaciones, se adivina fácilmente; qué
remedio fué el primero que se me ocurriera para evitar males tan
considerables como el que deploraba entonces, no debo decirlo aquí por
dos razones: la primera, porque, en mi buen deseo, puedo equivocarme; y
la segunda, porque, aunque acierte, no se ha de hacer caso alguno de mi
teoría en las altas regiones donde se elabora la felicidad de los nietos
del Cid. Pobre pintor de costumbres, aténgome á mi oficio: copiarlas
como Dios me da á entender y hasta grabarlas en mi corazón.
Por eso, mientras expongo este bosquejo á la consideración de los
hombres _que pueden_, dado que se dignasen echar sobre él una mirada,
puesta mi esperanza en Dios, que es la mayor esperanza de los
desgraciados, me limito á exclamar, desde el fondo de mi corazón, con mi
tierno amigo Bustillo:
«¡Ay, Señor!
Pues la ley en su rigor
los afectos no concilia,
haz que los hombres se hermanen,
porque al luchar no profanen
el amor de la familia.»
FOOTNOTES:
[Footnote 6: El contramaestre.]


LA PRIMAVERA

Deja, Fabio, esa lira
que tanto te recrea,
ó aprende lo que ignoras
y canta lo que aprendas.
Basta de idilios tiernos,
basta de dulces églogas;
no más pastores, Fabio;
Fabio, no más praderas.
Yo quise entre los rústicos
paisajes de mi tierra
buscar de tus cantares
la realidad perfecta;
y ¡ay, Fabio!, tú no has visto
jamás la primavera.
Tú no has pisado el «campo
de terciopelo y seda»;
ni respiraste el «fresco
cefirillo que juega
de los sombríos bosques
con la enrramada espesa»;
ni la cascada viste
que «rauda se despeña
en el profundo abismo
desde la altura inmensa»;
ni «matizadas flores»
cojiste entre la yerba,
ni oístes el «murmullo
del que manso la riega,
arroyo cristalino
do beben las Napeas
y encuentran las pastoras
cristal que les refleja
de sus cabellos de oro
las ondulantes hebras»;
ni el trino has escuchado
de «mil y mil parleras,
pintadas avecillas,
de las de arpada lengua,
entre el follaje verde
de misteriosa selva»;
ni vistes el cabrito
«triscar la mata fresca,
trepar de roca en roca
la tímida gacela,
ni sobre el fácil soto
rumiar la mansa oveja»,
ni, en fin, esos primores
que describir intentas
en las limadas coplas
que, tierno, canturreas.
Tu _campo_ es un tapete,
tus _bosques_ son macetas,
tus _flores_, inodoras,
tus _cefirillos,_ hielan;
de trapo son tus _ninfas_,
tus _pastores_, horteras,
gorriones tus _jilgueros_;
y tu _cascada horrenda_,
del carcomido techo
que á tu numen alberga,
por más que la levantes
es húmeda gotera.
Desde la ardiente zona
do te arrojó la adversa
fortuna cuando viste
del sol la luz primera,
no abarca una mirada,
por alta que se meza
en el azul espacio
tu miserable celda,
las primorosas galas
que dió Naturaleza
á la, por ti, tan célebre
hermosa primavera.
Aquí, en estos confines
de la gloriosa Iberia;
desde el límite vasco
á la riscosa Liébana;
entre el Escudo gélido
y la feraz ribera
do rompen del salobre
cántabro mar, sin tregua,
con hórrido bramido
las olas turbulentas,
está lo que tú, cándido,
adivinar sospechas.
Deja, Fabio, la corte
fascinadora, déjala,
y corre presurosa
hasta mi noble tierra;
y aquí, entre su follaje,
junto á su gala espléndida,
desde que abril acaba
hasta que octubre empieza,
verás ... lo que no cabe
en pálidas endechas.
Mas no de la dulzaina
meliflua te proveas,
ni de ligeras cintas
de coruscante seda,
ni de pellico tenue
cortado _á la francesa_,
ni de leve sandalia
y primorosa media,
cual van en tus cantares
los hijos de las selvas.
Antes, Fabio procúrate
zapatos de dos suelas,
calzón de paño recio,
garrote y podadera;
que en el _ameno_ prado
que la vista recrea,
hay charcos escondidos
y espinas ... y culebras;
y el _cristalino_ arroyo
que _manso_ serpentea,
es un _regato_, á veces,
que no pueden las piernas
saltar, sin el auxilio
de la tranca pasiega;
y en el frondoso bosque
hay zarzas y maleza
que el paso te interrumpen,
y has de cortar, so pena
de que en sus garras dejes
calzones y pelleja;
y, en fin, que el agua moja
hasta en la primavera;
y como en mayo llueve,
y llueve con frecuencia,
si tienes un paraguas
te ha de venir de perlas.
Verás entonces prados,
y cabañas cubiertas
por olmos y laureles
y mirto y madreselva;
verás espesos montes,
caminos y veredas
bajo toldos de verde,
fragante, inculta yerba;
verás montañas, cerros
y dilatadas sierras;
robustos, viejos troncos
y ramas que se quiebran
al peso del follaje;
mantos de rica hiedra
cubriendo de las ruinas
la desnudez escueta;
hondos, negros abismos
do pavoroso suena
el _murmurante_ arroyo
que fué por la pradera;
verás valles _risueños_
y ríos y florestas,
y el humo que, tranquilo
en espiral se eleva,
y cabras y terneros
y alondras ... y _miruellas_:
respirarás las brisas
balsámicas que juegan
con las fragantes rosas
que esmaltan las praderas;
verás los rayos de oro
del sol cuando amanezca,
y perlas de rocío,
y hasta nubes de perlas;
verás, en fin, primores;
pero de tal grandeza,
que no podrás cantarlos,
ni los soñó siquiera
en sus aspiraciones
«la rica, gaya ciencia».
Mas del deliquio dulce
en que el cuadro te aduerma,
cuida no te despierte
con su prosa grosera
la humanidad inculta
que la campiña puebla.
Aquí anda _Nemoroso_
detrás de su carreta,
sin rizos, con la barba
mal afeitada y recia,
con los calzones rotos,
luchando con la tierra
que, á costa de sudores,
al cabo le sustenta.
Verás que la _zagala
gentil_ que te embelesa,
es una mocetona
de alborotada greña,
_de libras y boyonte_,
de tosca faldamenta,
sin cintas ni guirnaldas,
con lodo y almadreñas;
verás que si, ofuscado,
audaz la galantea,
no la colora el rostro,
como tus trovas cuentan,
las tintas sonrosadas
de púdica vergüenza;
sino que, ardiendo en ira,
como fornido atleta,
á bofetada limpia
te salta un par de muelas.
Así son los modelos
(al menos en mi tierra)
de las ninfas ... y _ninfos_
que vagan por las selvas;
así al Autor Supremo
le plugo que nacieran,
y así serán y han sido...,
y no hay que darle vueltas.
¡Qué fuera de nosotros,
gran Dios, de otra manera!;
¡si en vez de tales tipos
que el alma desalientan,
cruzaran por los prados
_sensibles_ Doroteas!...
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