Escenas Montañesas - 02

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el grupo de una familia cobijada al calor del hogar doméstico, confieso
sin repugnancia que nuestras patriarcales costumbres fueron un borrón
que manchó á la humanidad en los tiempos del llamado obscurantismo.
Aquí don Pelegrín se limpió los labios con su pañuelo, arregló la capa
sobre las rodillas, sacó la caja de rapé y tomó un polvo con marcial
desenfado. En vano le llamé al orden y le rogué que continuase
hablándome de la tertulia de Su Ilustrísima: le había tocado su cuerda
más sensible, y, como siempre, se engolfó entre sus rancias memorias: no
hallé medio de dirigirle una pregunta sin obtener por respuesta
parrafadas como la anterior. En vista de ello, supuse una ocupación
urgente, despedíme de él y salí del café, haciendo que me reía de sus
lucubraciones, ó, lo que es lo mismo, comentando la sesión en términos
iguales ó parecidos á los que han servido de introducción á este
bosquejo.


EL RAQUERO
I

Antes que la moderna civilización en forma de locomotora asomara las
narices á la puerta de esta capital; cuando el alípedo genio de la
plaza, acostumbrado á vivir, como la péndola de un reló, entre dos
puntos fijos, perdía el tino sacándole de una carreta de bueyes ó de la
bodega de un buque mercante; cuando su enlace con las artes y la
industria le parecía una utopía, y un sueño el poder que algunos le
atribuían de llevar la vida, el movimiento y la riqueza á un páramo
desierto y miserable; cuando, desconociendo los tesoros que germinaban
bajo su estéril caduceo, los cotizaba con dinero encima, sin reparar que
sutiles zahories los atisbaban desde extrañas naciones, y que más tarde
los habían de explotar con tan pingüe resultado, que con sus residuos
había de enriquecerse él; cuando miraba con incrédula sonrisa arrojar
pedruscos al fondo de la bahía; cuando, en fin, la aglomeración de estos
pedruscos aún no había llegado á la superficie, ni él advertido que se
trataba de improvisar un pueblo grande, bello y rico, el Muelle de las
Naos, ó como decía y sigue diciendo el vulgo, el _Muelle Anaos_, era una
región de la que se hablaba en el centro de Santander como de Fernando
Póo ó del Cabo de Hornos.
Confinado á un extremo de la población y sin objeto ya para las faenas
diarias del comercio, era el basurero, digámoslo así, del Muelle nuevo y
el cementerio de sus despojos.
Muchos de mis lectores se acordarán, como yo me acuerdo, de su negro y
desigual pavimento, de sus edificios que se reducían á cuatro ó cinco
fraguas mezquinas y algunas desvencijadas barracas que servían de
depósitos de alquitrán y brea; de sus montones de escombros, anclotes,
mástiles, maderas de todas especies y jarcia vieja; y, por último, de
los seres que respiraban constantemente su atmósfera pegajosa y
denegrida siempre con el humo de las carenas.
De nada de esto se habrán olvidado, porque el Muelle de las Naos, efecto
de su libérrimo gobierno, ha sido siempre, para los hijos de Santander,
el teatro de sus proezas infantiles. Allí _se corría_ la cátedra; allí
se verificaban nuestros desafíos á _trompada suelta_; allí nos
familiarizábamos con los peligros de la mar; allí se desgarraban
nuestros vestidos; allí quedaba nuestra roñosa moneda, después de
jugarla al _palmo_ ó á la _rayuela_; allí, en una palabra, nos
entregábamos de lleno á las exigencias de la edad, pues el bastón del
polizonte nunca pasó de la esquina de la Pescadería; y no sé, en verdad,
si porque los vigilantes juzgaban el territorio hecho una balsa de
aceite, ó porque, á fuer de prudentes, huían de él. Esta razón es la más
probable; y no porque nosotros fuéramos tan bravos que osáramos prender
á la justicia: es que sobre ésta y sobre nosotros mismos, medio
aclimatados ya á aquella temperatura, estaba el verdadero señor del
territorio haciendo siempre de las suyas; el que intervenía en todos
nuestros juegos como socio _industrial_; el que pagaba, si perdía, con
el crédito que nadie le prestaba, pero que, por de pronto, ganaba cuanto
jugábamos; el que con sólo un silbido hacía surgir detrás de cada montón
de escombros media docena de los suyos, dispuestos á emprenderla con el
mismo Goliat; el que era tan indispensable al Muelle de las Naos como
las ranas á los pantanos, como á las ruinas las lagartijas; EL RAQUERO,
en fin. Éste era el terror de los guindillas, el aluvión de nuestras
fiestas, la rana de aquellos pantanos, la lagartija de aquellos
escombros; el original del retrato que con permiso de ustedes, voy á
intentar con mejor ánimo que colorido.
La palabra _raquero_ viene del verbo _raquear_; y éste, á su vez, aunque
con enérgica protesta de mi tipo, del latino _rapio, is_, que significa
_tomar lo ajeno contra la voluntad de su dueño._
Yo soy de la opinión del raquero: su destino, como escobón de
barrendero, es apropiarse cuanto no tenga dueño conocido: si alguna vez
se extralimita hasta lo dudoso, ó se apropia lo del vecino, razones
habrá que le disculpen; y sobre todo, una golondrina no hace verano.
El raquero de pura raza nace, precisamente, en la calle Alta ó en la de
la Mar. Su vida es tan escasa de interés como la de cualquier otro ser,
hasta que sabe correr como una ardilla: entonces deja el materno hogar
por el Muelle de las Naos, y el nombre de pila por el gráfico mote con
que le confirman sus compañeros; mote que, fundado en algún hecho
culminante de su vida, tiene que adoptar á puñetazos, si á lógicos
argumentos se resisten. Lo mismo hicieron sus padres y los vecinos de
sus padres. En aquellos barrios todos son paganos, á juzgar por los
santos de sus nombres.


II

_Cafetera_, para servir á ustedes, era el de mi personaje.
_Cafetera_, en el diccionario callealtero, es sinónimo de borrachera,
una de las cuales tomó aquél, cuando apenas sabía andar, á caballo sobre
una pipa de aguardiente, de cuyas entrañas extrajo el líquido con una
paja.
Cafetera nació en la calle Alta, del legítimo matrimonio del tío
_Magano_ y de la tía _Carpa_, pescador el uno y sardinera la otra. Ya
ustedes ven que, para raquero, no podía tener más blasonada ejecutoria.
Su infancia rodó tranquila por todos los escalones, portales y basureros
de la vecindad.
No hay contusión, descalabro ni tizne que su cuerpo no conociera
prácticamente; pero jamás en él hicieron mella el sarampión, la
alfombrilla, la grippe, la escarlata ni cuantas plagas afligen á la
culta infantil humanidad. Solamente la sarna y las viruelas pudieron
vencer aquel pellejo: con la primera perdió la mitad de los cabellos;
con las segundas ganó los innúmeros relieves de su cara.
Pero así y todo, le querían en su casa; tanto, que no había cumplido
cuatro años cuando la tía Carpa le metió, de medio cuerpo abajo, en una
pernera de los calzones viejos de su padre, dádiva que, añadida á una
camisa que, también de desecho, le regaló su padrino el tío _Rebenque_,
llegó á formar un traje de lo más vistoso, y á ser la envidia de sus
pequeños camaradas, condenados á arrastrar su desnuda piel por los
suelos, mientras su industria no les proporcionase más lujosa
vestimenta.
Siete años contaría, cuando su madre, conociendo por la chispa de que ya
se hizo mención y por otras proezas análogas, que era apto para las
fatigas del mundo, comenzó á darle los tres mendrugos diarios de pan
envueltos en soplamocos y puntapiés. Cafetera, que no era lerdo,
comprendió al punto hasta dónde alcanzaba su privanza y lo que podía
esperar de sus dioses lares; y como, por otra parte, sus libérrimos
instintos se le habían revelado diferentes veces hablando con sus
compañeros sobre la vida raqueril, se decidió por el _arte_ en el cual
hizo su estreno pocos meses después del último mendrugo, que le aplastó
la nariz para nunca más enderezársele.
Era un día en que el tío Magano andaba á la mar, y la tía Carpa á vender
un carpancho de sardinas.
Cafetera estaba solo en casa, sentado sobre un arcón viejo, único mueble
de ella, no contando el catre matrimonial, rascándose la cabeza como
aquel que acaricia una idea de gran transcendencia, y murmurando algunas
palabras, no todas evangélicas, las más de un colorido asaz rabioso.
Después de un largo rato así invertido, alzóse de su asiento, corrió la
tapadera del mismo y sacó media _basallona y_ un arenque, provisiones
hechas por su madre para toda la semana y que él dividió en dos partes
iguales. Comióse la primera, y guardó la segunda en el pecho de su
camisa de bayeta verde. En seguida dió un par de chupadas á una punta
que halló pegada á la testera del catre, mientras se amarraba con una
escota los enciclopédicos calzones á la cintura; ocultó sus greñas bajo
la cúspide de un gorro catalán; y, por último, lanzóse calle abajo en
busca de aventuras, osado el continente, alegre la mirada, y tan lleno
de júbilo como pudiera estarlo, en un caso muy parecido, el famoso
manchego, si bien, á la inversa de éste, no se le daba una higa porque
la posteridad recordase ó no que ya el rubicundo Apolo extendía sus
dorados cabellos por la faz de la anchurosa tierra, cuando él, perdiendo
de vista su casa, comenzó á respirar los corrompidos aires de la
Dársena.
Llegado al gran teatro de sus futuras operaciones, su primer cuidado fué
buscar á la gente de su calaña, á fin de orientarse mejor.
No tardaron en aparecérsele media docena de raqueros que, por única
bienvenida, le sacudieron tal descarga de coquetazos y de _piñas_, que
el pobre quedó tendido en el suelo, aunque sin extrañarse de semejante
acogida, como no se extraña un novel académico, al ingresar en el seno
de la corporación, del consabido elocuentísimo discurso que le dedican
los veteranos.
Pasada la cachetina y solo Cafetera, limpió con el gorro sus lágrimas de
coraje, y con la flema de un inglés recién llegado comenzó á reconocer
el terreno que pisaba.
Aburrido de pasear el Muelle en todas direcciones sin fruto alguno,
encendió en un tizón de una carena una colilla que halló al paso, y se
sentó á mirar cómo trabajaban los calafates.
Cuando notó que éstos le habían vuelto la espalda y que la estopa y las
herramientas andaban al alcance de sus manos, virgen de toda noción de
fueros de pertenencia, creyó lo más natural del mundo trasladar al
insondable pecho de su camisa algunas libras de cáñamo y un escoplo;
hecho lo cual, por consejo de su prudencia levantóse con sigilo é hizo
rumbo al polo opuesto.
Pensando estaba en lo que haría con el hallazgo, cuando topó con la
misma gente que poco antes le había zurrado la badana: no hay necesidad
de decir que el novel raquero, á la vista del enemigo, se preparó á
virar en redondo; pero no le sirvió la maniobra. El jefe de los otros,
pillastre de patente, con más asomos de bozo que de vergüenza y que se
llamaba _Pipa_, sacando por algunos hilos que se escapaban de la camisa
del primero la madeja que ocultaba, cortóle sus vuelos, y echando la
zarpa al bulto, dijo, guiñando el ojo á los suyos:
--Arría en banda, Cafetera.
Éste, viéndose abordado de tal manera, aunque sin esperanza de
salvación, trató de defenderse á mordiscos y patadas.
--¿Por qué tengo de arriar?--gimió, apretando los dientes.
--¡Arría, te digo!
--¡Que no me sale, vamos!
--¡Atízale, Pipa!--le decían los otros.
Pero Pipa estaba por seguir, antes de la violencia, los trámites
pacíficos.
--¿Quién te dió esa estopa?
--Lo he trincao--contestó Cafetera con acento sublime.
¡Mágica palabra! Con ella dió el neófito, sin sospecharlo, una idea de
su capacidad futura. Aquella cabeza chata, crespa y enmarañada, se había
engrandecido á los ojos de la patulea con la aureola del genio; el chico
prometía mucho. Pipa, que no se parecía en nada á las eminencias de
nuestra esclarecida sociedad, lejos de sofocar aquella naciente
inteligencia, soltó la presa que tenía agarrada y se dispuso, después de
mirar á los suyos, á prestarle toda la influencia de su posición.
--Sígueme--le dijo con ademán solemne.
--¿Aónde?
--Á pulir la estopa. ¿Tienes más?
--¡Tengo un escoplo, de mistó!
--¡Aprieta!... ¡Viva Cafetera!--exclamó el jefe, echando á correr hacia
San Felipe.
--¡Viva!--contestaron los demás, siguiéndole y llevándose en medio al
protegido.
Por un callejón que entonces era intransitable por lo pendiente, y hoy
es inaccesible porque forma ángulo recto con la bóveda celeste, echaron
nuestros personajes á paso de carga, y no se detuvieron hasta llegar á
una pequeña barraca, incrustada entre un murallón de San Felipe y otro
del Cristo de la Catedral, en cuyo estrecho recinto se veían amontonados
diversidad de objetos, clasificados con la mayor escrupulosidad, y todos
de la especie de los que ya Pipa había recibido de manos del neófito.
Allí, desde tiempo inmemorial, afluían los raqueriles productos de todo
el pueblo, que, aunque singularmente valían cortísimas cantidades,
llegaron, según es fama, á formar, en cuerpo colectivo, un decente
capital al humilde mercader que, ocultando su mustia fisonomía bajo una
gorra de pieles, y detrás de unas gafas como dos ruedas de polea, tenía
fuerza de voluntad ó codicia bastante para luchar de sol á sol con tan
notabilísima parroquia.
Clasificando estaba unas chapas de cobre, cuando asomó Pipa la cabeza
dentro de la tienda.
--¿Qué traes tú, pillete?--le interrogó, mirándole por encima de las
gafas.
--Esto--contestó lacónicamente Pipa, depositando el género sobre una
mesa.
El mercader de estopas y de cobre lo miró un instante como para
evaluarlo, y sacó del bolsillo, con mano torpe y perezosa, media peseta
que dió al raquero.
--¿No echa más usted?--dijo éste contemplando la moneda.
--Nada más.
--¡Ay, qué contra!... ¡Pues si el escoplo solo vale medio chulé!
--¿Sí?--gruñó el comprador;--¡pues descuídate y verás si te llevo al
Capitán del puerto, tunante!
Pipa comprendió que más valía callar que comparecer ante tan encopetado
personaje. Así es que tomó la moneda, enseñó la lengua al de las gafas
... y, á ser tan buen negociante como raquero, hubiera podido
comprender, á la sola consideración del contrato que acababa de hacer,
que, sabiendo comprar, hasta la estopa, bien exprimida, arroja productos
de oro. Pero ni el nene había soñado jamás con la piedra filosofal, ni
reparaba en los rendimientos de sus empresas cuando maldito el capital
arriesgaba en ellas. Por eso salió muy ufano á la calle, reunió á los
suyos, contólos uno á uno, miró á Cafetera con un poquillo de ternura, y
con otra seña muy expresiva los arrastró á todos á la taberna de
enfrente, en la que entró gritando:
--¡Seis tazas de café y seis copas de anisao!
Cuando los granujas trasegaron á sus estómagos, en dos sorbos, las
pócimas infames que les sirvió el tabernero, pagó Pipa el gasto con la
media peseta, más un cuarto que sacó de un pliegue de su mugriento
gorro, y salieron todos á la calle. En ella formaron círculo, y el
capitán, después de escupir contra la cara del más inmediato, echó mano
á Cafetera y así le habló:
--Ya sabes, nene, dónde se compra cuanto se apanda. Mucho ojo y mucha
vela. En un apuro, cuenta con nosotros. Raquear, á barredera, y mejor el
cobre que el chicote. Si ves que andan las _chapas_, al vuelo ... y
aprieta á correr. Si hay _cané_, orza y arría la mayor...; y avisa
cuando haya trigo, que ya sabes cómo se gasta.
Calló Pipa, miró á Cafetera que le escuchaba muy serio, y arrimándole un
puntapié por la popa,--¡Á vivir!--le dijo.--Y se disolvió el corro,
marchándose cada quisque por donde quiso.


III
Bien enterado Cafetera de los azares y estatutos de su nueva profesión,
no quiso lanzarse á ella sin prevenirse antes contra las eventualidades.
Al efecto, logró colocarse en uno de los botes del servicio público.
Era de su incumbencia achicar el agua; componer estrovos; buscar fletes
y cuidar de la embarcación cuando el botero no estaba presente; todo lo
cual le producía un ochavo de café para el desayuno, una propina de
cuatro ó seis cuartos por cada flete si éste valía la pena, lecho sobre
el panel y una copa de caña de vez en cuando, amén, de algún chicotazo
que el patrón le sacudía siempre que lo juzgaba oportuno.
Fuera del tiempo que esto le llevaba, consagraba el día al ejercicio de
su industria.
Ésta, en toda su esfera legal, le hacía legítimo dueño de cuanto cobre,
estopa, hierro y madera de desperdicio hallara á sus alcances, ya sobre
la superficie del Muelle, ó revuelto entre el fango de la Dársena. Pero
como el Muelle y la Dársena no tienen un límite determinado para la
industria raqueril, solía tomar como prolongación del primero la
cubierta de algún buque atracado, llevándose á buena cuenta, si el
vigilante se descuidaba, tal cual _menudencia_, como escotas, poleas,
etcétera, etc.
Con la propia sencilla buena fe, desde el centro de la Dársena se
extendía hasta los contornos; y si se forraba algún casco, nunca le
faltaba una chapita ó clavo de cobre que ocultar en su remendada
espuerta.
Tal era la parte menos legal de su industria, que, en el poco tiempo que
la ejerció, expuso su individual independencia á mil y un riesgos
apuradillos.
Por lo demás, lo pasaba en grande.
No se pegaba de trompadas con los suyos más de tres veces al día; su
madre no lograba echarle la vista encima arriba de una por semana, y
para eso había de cogerle durmiendo; de modo que sus siniestros de
muelas, orejas y cabellos, por temporal materno, aunque pocos y buenos,
aún le prometían pellejo sano para muchos años.
Alguna vez, entre otras, hacía sus correrías hasta el interior del
pueblo, porque al raquero también le gusta el contacto de la
civilización, por si algo se le pega; pero como ésta suele andar muy
precavida, y, por otra parte, sus raqueables materias no son del mayor
aprecio en la oficina del comprador de hierro viejo, Cafetera
frecuentaba poco este trato, y casi siempre tenía que huir de él á uña
de ... raquero, acosado por las estantiguas del municipio.
También se le ocurrió, como hijo que era de matriculado y marisco por
los cuatro vientos, solicitar, á ejemplo de muchos de sus compañeros, un
puesto y quiñón correspondiente en una lancha pescadora; pero esto le
ocuparía demasiado. Tendría que esperarla todas las noches, limpiarla y
vigilarla todo el año y _desenmallar_ sardina en el verano.
Precisamente su resistencia á este empleo era lo que más provocaba la
ira de la tía Carpa, que proyectaba sacar un buen pescador de su hijo, á
quien, _velis nolis_, había ya matriculado, y, por ende, sujetado á las
ordenanzas de la Comandancia de Marina.
Semejante idea preocupaba mucho á Cafetera, quien, como todos los de su
laya, no concebía que ningún tribunal del reino alcanzase hasta el
Muelle de las Naos con su vara, al paso que no podía recordar sentado y
con paciencia la cara del Capitán del puerto.
La cárcel pública es para ellos un bulto más en la población pero los
rebenques y los chicotes de á bordo, ¡ira de Dios!, cosas son que les
hacen temblar y no de frío. Hubiérale á él dejado libre de toda
persecución el cabo de mar, y á fe que en poco tiempo, burlando la
vigilancia de lo terrestre, se _embarba_, como él decía, de raqueo; y
hasta comprado hubiera el almacén de hierro viejo, máximun de las
fortunas, según se creía en el Muelle de las Naos. Pero como no sucedía
así, los meses corrían y hasta los años, y Cafetera, lejos de llegar á
capitalista, perdió los últimos pingajos de su vestido, ganando en
cambio muchas nociones de baraja y no pocos títulos de borracho sobre el
que ya tenía bien merecido.
Entonces comenzó á mirar con desaliento la mezquindad de la Dársena, y
la penuria de su explotación legal. Sucedíale algo de lo que al jugador
que, acostumbrado á poner grandes cantidades á una carta, mira con
aversión el corto salario que en la sociedad le proporciona el ejercicio
de su profesión.
En fuerza de meditar sobre su situación concluyó por tirar su cesto á la
mar; y sin otras armas que su ligereza de manos y de pies, se lanzó á lo
sublime del arte.
De todo había en su nueva esfera de acción, especialmente de zozobras é
inquietudes, dándoselas, y no flojas, la mala _traducción_ que sus
obras hallaban en el almacén de marras, único punto adonde él se atrevía
á llevarlas, porque en la población del centro seguro estaba él de que
no pasaban.
Todo, sin embargo, iba hallando colocación detrás de los montones de
estopa del almacén, aunque á muy bajo precio por ser género de _mala
venta_; pero no pudo haberla para el objeto de la última campaña de
Cafetera.
Esto traía volado al raquero, que no sabía cómo deshacerse de él; pues
ni regalarle quería, ni tirarle al mar, sin indemnizarse de los peligros
que corrió al trincarle en la cámara de popa de un buque de gran porte.
El obstáculo que oponía á su compra el comerciante, era, aunque no se lo
decía al raquero, el nombre del buque y el de su armador, diestramente
esculpidos en la parte más integrante del aparato; nombres que no podían
borrarse sin exponer la estructura de éste, ni darse al público sin
grave riesgo de los haberes y libertad del mercader.
Largos días pasó Cafetera meditando sobre el asunto; y ya casi olvidado
de él estaba una mañana en que había _libado_ bastante, sentado sobre un
guardacantón, fumando una colilla, á caza de fletes para el bote y en
espera de sus amigos para jugar al cané.
Mucha gente había pasado sin contestar al «¿quiere un bote?» con que el
raquero interpelaba á todo el mundo, cuando apareció en escena un señor
que, según dijo el pillastre, traía _cara de flete_.
--Usté, ¿quiere un bote pa dir á bordo?--le dijo, como tenía por
costumbre, así que le tuvo á su lado.
El señor, contra las presunciones del granuja, pasó de largo, echándole
á la cara una bocanada de humo de su grueso cigarro.
Cafetera lo tragó con ansiedad, y retirando de los labios su colilla, se
fué detrás del puro.
--¿Me da la punta usté?
Chocó al interrogado la desvergüenza del raquero. Miróle muy
detenidamente, y
--¿Quién eres tú, chicuelo?--le preguntó.
--Yo soy ... Cafetera.
--¿De dónde eres?
--De la calle Alta.
--Y tu padre, ¿cómo se llama?
--El tío Magano.
--Pero ¿cuál es tu nombre de pila?
--¿De qué pila, usté?
--De la de bautismo, animal.
--Otra, ¿qué sé yo?... ¿Me da la punta!
--¿Conque tú fumas, eh?
--¡Ay, qué contra!...; ¿quiere ver como las _tapo_?
Y diciendo y haciendo, tragó dos chupadas de su colilla, arrojando
después el humo por boca y narices con la abundancia y facilidad de una
chimenea de vapor. El señor desconocido le miraba cada vez con mayor
curiosidad.
--Y ¿á qué te dedicas tú?
--Á cuidar el bote del tío Bandiate.
--¿Y nada más?
--También soy raquero.
--¡Hola, hola! ¿Y qué tal el oficio?
--¡Quiá, señor; si no sale para café!... ¿Me da dos cuartos?
--Veremos si los mereces.... Dime antes lo que raqueas.
--¡Como no raquee! ¡Si andan más listos á bordo!...
--Pero alguna vez ya se descuidarán.
--Quiá, no señor. Ayer trinquemos, entre Pipa, Michero y yo, como tres
libras de cobre; y pa eso, de poco nos guipan.
--¿En dónde lo trincasteis?--insistió el señor con más interés que
nunca, dando dos cuartos al raquero.
--Pos en esa freata que están aforrando en el paredón--contestó Cafetera
con la mayor sencillez, guardándose los cuartos en el faldón de la
camisa y escupiendo por el colmillo.
Para evitar tiempo, papel y paciencia, diremos que en fuerza de acosar
y prometer el uno, acabó el otro por ir largando trapo, hasta que del
último remiendo de los calzones sacó un magnífico cronómetro de
bolsillo, alhaja que, sin conocerla, le había dado tanto que discurrir.
Á su vista, el buen señor quedóse haciendo cruces y bendiciendo á la
Providencia en sus adentros.
Después de prometer á Cafetera la compra como éste decía, del
_estrumento_, mandóle que le siguiera para entregarle el dinero, lo cual
hizo al punto lleno de júbilo el incauto raquero, sin sospechar lo que
le había de suceder, cosa que le hubiera sido muy fácil al ser tan
diestro conocedor de los atributos de un comisario de policía como de la
verdasca de un cabo de mar.
Grande fué la sorpresa del pilluelo cuando, siempre al lado del presunto
comprador, llegaron á detenerse en la Capitanía del puerto.
Allí fueron los sobresaltos y congojas; tanto que, á no estar muy listo
el grave señor de las borlas, se queda sin su presa, que ya andaba en
trazas de escurrir el bulto.
Entregado éste y el cronómetro á la autoridad, declaró Cafetera, llamóse
á Pipa y á Michero, cantaron todos de plano, y fueron al punto
conducidos á la cárcel, de donde después de algunos meses de reclusión,
salieron ... á tirar del _Bombo_ de la Carraca.
Allí estuvieron tres años agarrados á la maroma, hasta que, satisfechos
sus jueces y la vindicta pública, los mandaron de retorno á su país con
algunos vicios de más y mucha vergüenza de menos.
Su primer pensamiento al pisar el patrio suelo, fué para el Muelle de
las Naos; pero no fué poca su sorpresa cuando, en él colocados;
comenzaron á examinarle en todas direcciones.
La escollera de Maliaño, la estación del ferrocarril, el nuevo empedrado
y otras reformas hechas precisamente mientras duró la condena de los
pilluelos, era lo que ellos no podían comprender; mas lo que extravió
sus razones hasta el extremo de llegar al espanto, fué la aparición, por
la Peña del Cuervo, de un monstruo silbando y arrojando nubes y fuego
por la cabeza. No atreviéndose á pronunciar una sola palabra, miráronse
los tres sobrecogidos cuando notaron que el monstruo se acercaba á paso
de gigante. Entonces perdieron la brújula; gritó Pipa «¡aguanta!» y se
dieron á correr pensando que el mundo se acababa.
Después acá, aunque con la llegada de los trenes, á medida que la han
visto repetirse, van familiarizándose bastante los raqueros, no ha sido
hasta el punto de que éstos permanezcan tranquilos en el Muelle de las
Naos. Por el contrario, empujados y oprimidos por el potente movimiento
que la población ha tomado allí en los últimos años, van abandonando el
territorio: ya tiene el raquero cien Argos que le contemplan, y no puede
pasearse erguido como antes, señor de aquella ínsula remota.
Para concluir, y en pro de este tipo tan popular en Santander, haré una
ligera observación: de vástagos tan carcomidos y tortuosos son muy
frecuentes aquí robustos y fructíferos troncos. La historia de este
puerto abunda en páginas brillantes debidas á la honradez, pericia y
heroísmo de nuestros marineros, muchos de los cuales han recorrido en su
infancia un sendero tan expuesto y espinoso como el del tipo que acabo
de bosquejar. Nuestro comercio tiene pruebas repetidas de lo que digo; y
á fe, á fe, que no pecó de pródigo con los venerables harapos de tan
valientes marinos, al extender los anchos pliegues de su rico manto.


LA ROBLA

De maldita de Dios la cosa sirvieran los contratos de compraventa, si al
tiempo de consumarlos no llevaran más requisitos que el mutuo convenio
de los contratantes y el _ante mí_ del tabelión más competente del
juzgado.
Y cuidado, señores legistas, con atribuirme la pretensión de poner en
duda la legalidad de las fórmulas que sobre el particular se vengan
usando desde la fecha de las Pandectas.
¡Líbreme de ello Dios! Voy separándome del centro _civilizado_ donde la
ley se halla en toda su pomposidad, y estoy refiriéndome á los incultos
moradores del campo, entre los cuales, sin dejar de acatarse el vigente
código en todo lo que vale, aún se rinde culto reverente á la tradición,
la cual constituye para ellos un derecho tan sagrado como el que más se
funde en cuantas leyes se vengan haciendo desde la fabla de don Alonso
el Sabio.
Desengáñese la previsora jurisprudencia: sin un requisito que les sea
peculiar, estos paisanos no dan por terminado ningún negocio, aunque
para cumplir con la ley le amortajen en más testimonios y sellos que hay
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