Escenas Montañesas - 01

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OBRAS COMPLETAS
DE
D. JOSÉ M. DE PEREDA
DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA

TOMO V
ESCENAS MONTAÑESAS
MADRID
1919


ADVERTENCIA
_Ha llegado el momento de realizar el propósito anunciado en la que se
estampa en el tomo I de esta colección de mis_ OBRAS; _y le realizo
incluyendo en el presente volumen los cuadros_ Un marino, Los bailes
campestres _y_ El fin de una raza, _desglosados, con este objeto, del
libro rotulado_ ESBOZOS Y RASGUÑOS, _en el cual aparecerán, en cambio y
en su día_, Las visitas y ¡Cómo se miente!, _que hasta ahora han formado
parte de las_ ESCENAS MONTAÑESAS. _Por lo que toca á_ La primera
declaración _y_ Los pastorcillos, _si algún lector tiene el mal gusto de
echar de menos estos capítulos en cualquiera de los dos libros, entienda
que he resuelto darles eterna sepultura en el fondo de mis cartapacios,
y ¡ojalá pudiera también borrarlos de la memoria de cuantos los han
conocido en las anteriores ediciones de las_ ESCENAS!
_Con este trastrueque, merced al cual ganan algo indudablemente ambas
obras en unidad de pensamiento y en entonación de colorido, se hace
indispensable la supresión del prólogo de mi insigne padrino literario,
Trueba, el cual prólogo es un análisis de las_ ESCENAS, _cuadro por
cuadro, y en el orden mismo en que se publicaron en la primera edición;
y suprimido este prólogo, claro es que debe suprimirse también el mío,
que le precede en la edición de Santander y no contiene otro interés
para los lectores que el engarce de unos párrafos de Menéndez y Pelayo,
en los cuales se ventila á la ligera una cuestión de arte que el mismo
ilustre escritor trata con la extensión debida en el estudio que va al
frente del tomo I de estas_ OBRAS.
_Y con esto, y con añadir que todos los cuadros de este libro que no
lleven su fecha al pie, ó alguna advertencia que indique lo contrario,
son de la edición de 1864, queda advertido cuanto tenía que advertir al
público en este lugar su muy atento y obligado amigo_,
J.M. DE PEREDA.
Septiembre de 1885.


SANTANDER
(ANTAÑO Y OGAÑO)
I

Las plantas del Norte se marchitan con el sol de los trópicos.
La esclavizada raza de Mahoma se asfixia bajo el peso de la libertad
europea.
El sencillo aldeano de nuestros campos, tan risueño y expansivo entre
los suyos, enmudece y se apena en medio del bullicio de la ciudad.
Todo lo cual no nos priva de ensalzar las ventajas que tienen los
_Cármenes_ de Granada sobre las estepas de Rusia, ni de empeñarnos en
que usen tirillas y fraque las kabilas de Anghera, y en que dejen sus
tardas yuntas por las veloces locomotoras nuestros patriarcales
campesinos....
Pero sí me autoriza un tanto para reirme de esas largas disertaciones
encaminadas á demostrar que los nietos de Caín no supieron lo que era
felicidad hasta que vinieron los fósforos al mundo, ó, mejor dicho, los
fosforeros, ó como si dijéramos, los hombres de ogaño.
Y me río muy descuidado de la desdeñosa compasión con que hoy se mira á
los tiempos de nuestros padres, porque éstos, en los suyos, también se
reían de los de nuestros abuelos, que, asimismo, se rieron de los de sus
antepasados; del mismo modo que nuestros hijos se reirán mañana de
nosotros; porque, como es público y notorio, las generaciones, desde
Adán, se vienen riendo las unas de las otras.
Quién hasta hoy se haya reído con más razón, es lo que aún no se ha
podido averiguar y es probable que no se averigüe hasta que ría el
último; pero que cada generación cree tener más derechos que ninguna
otra para reirse de todas las demás, es evidente.
He dicho que el hombre se ríe de cuanto le ha antecedido en el mundo; y
he dicho mal: también se ríe de lo que le sigue mientras le quedan
mandíbulas que batir.
Resultado: que el hombre no halla bueno y tolerable sino aquello en que
él toma parte, ó en que la toman los de su lechigada. Mientras es actor
en los sucesos del siglo en que nace, todo va bien; pero desde el
momento en que, gastado el eje de su vida, se constituye en mero
espectador, nada es de su agrado.--Abrid la historia de las pasadas
sociedades; leed al filósofo crítico más reverendo, y le veréis mientras
se jacta de haber dado ensanche al patrimonio ruin de la inteligencia
que heredó de sus mayores, lamentarse de los locos extravíos de la de
sus hijos.
Y cuando á los nuestros entreguemos mañana el imperio del mundo,
palparemos más evidente esta verdad. Una vez apoderados ellos del cetro,
veréis lo que tarda nuestra generación, entonces caduca é impotente, en
llamarlos dementes y desatentados; casi tan poco como en que ellos nos
miren con lástima, y, alumbrados por el sol de la electricidad, se rían
á nuestras encanecidas barbas de los resoplidos del vapor de nuestras
locomotoras.
Y esto ¿qué significa?
Que la humanidad siempre es la misma bajo los distintos disfraces con
que se va presentando en cada siglo.
Y si el lector al llegar aquí, y en uso de su derecho, me pregunta á qué
conducen las anteriores perogrullescas reflexiones, le diré que ellas
son lo único que saqué en limpio de mi última sesión con mi buen amigo
don Pelegrín.
Don Pelegrín Tarín es un señor fechado aún más allá de la última decena
del siglo XVIII, uno de esos hombres cuyo conocimiento se hace en el
café con motivo de una jugada á las damas, ó la duda de una fecha, ó el
relato de un episodio de la guerra de la Independencia; un señor chapado
y claveteado á la antigua, y en cuyo ropaje y fachada se puede estudiar
la historia civil y política de su tiempo, del mismo modo que sobre un
murallón cubierto de grietas y de musgo se estudia el carácter de la
época en que se construyó ... y no sé cuántas cosas más, según es fama.
La verdad es, sin que importe el cómo, que don Pelegrín se hizo amigo
mío, y que raro es el día en que no me echa un párrafo de historia
antigua, apenas entro en el café, su morada habitual desde las tres de
la tarde hasta las ocho de la noche, y me siento en mi rincón
preferido... Y ahora recuerdo que la coincidencia de buscar los dos el
ángulo más apartado, á la vez que el sofá más mullido del café, dió
origen á nuestro conocimiento.
Comenzó el buen señor por aburrirme muchas veces, hablándome de la
guerra _del francés_, como él dice, y del Duque de Wellington. Hablábame
también á cada paso de la política del Rey y de los puntales del Tesoro,
del pingüe resultado de los _gremios_ ... y qué sé yo de cuántas cosas
más; y haciendo sus aplicaciones á las modernas doctrinas y al presente
sistema administrativo, sacaba las consecuencias que le daba la gana,
porque yo á todo atendía menos á contradecirle. Pero comenzó un día á
hablarme del Santander de sus tiempos y de las costumbres de su
juventud, y sin darme cuenta de lo que me sucedía, halléme con que me
iba interesando el viejo don Pelegrín. ¿Y cómo no interesarme si es la
mejor crónica del pueblo, la única tal vez que nos queda? Desde entonces
estreché más mi trato con él, y di en agobiarle á preguntas. Pero el
bendito señor, sea efecto de sus años ó de su carácter vehemente, tiene
la costumbre de comentar todo lo que dice y de meterse á filosofar y á
hacer digresiones sobre la cosa más trivial; de suerte que nunca pude
obtener un cuadro exacto y bien detallado del Santander de antaño, tal
como yo le quería para dársele á mis lectores, seguro de que me le
agradecerían como una curiosidad. Lo más acabado que salió de su
descriptivo-crítico ingenio, es lo que ustedes van á leer (si tanta
honra quieren dispensarme).
Malo ó bueno, ello es de la propiedad de don Pelegrín, y en él declino
mi responsabilidad....


II

Después de un vago preámbulo, exclamó así el buen señor:
--Mire usted, amigo mío: yo no estoy literalmente reñido con esa
batahola infernal, con ese movimiento que forma hoy la base de la
sociedad en que ustedes viven, no señor: comprendo perfectamente todo lo
que vale y el caudal inmenso de ilustración que representa; pero esto no
puede satisfacer las humildes ambiciones de un hombre de mis años.
Desengáñese usted, yo no puedo menos de recordar con entusiasmo aquellas
costumbres rancias, tan ridiculizadas por los modernos reformistas:
ellas me nutrieron, entre ellas crecí y á ellas debo lo poco que valgo y
el fundamento de esta familia que hoy me rodea, y, aunque montada á la
moderna, respeta mis _manías_, como ustedes dicen, y me permite vivir
cincuenta años más atrás que ella. No tengo inconveniente en decirlo:
mis vigilias, mis anhelos, todos mis afanes materiales han sido y aun
son para mis hijos; pero lo demás.... ¡Ah!; lo demás, incluso el traje,
como usted está viendo, todo lo rindo en honor de aquellos felices
tiempos de mi juventud.
Dicho lo cual sin resollar y con visible emoción, don Pelegrín, como de
costumbre, disertó sobre la sencillez de las costumbres de sus tiempos,
afanándose por convencerme de que eran mucho más recomendables que las
nuestras, con la cual intención, asegurándome que la historia de los
hombres de entonces, socialmente considerados, era, _plus minusve_, una
misma en cada categoría, trazóme de la suya lo que _ad pedem literae_
voy á copiar:
--Á los diez y siete años--dijo--había terminado yo la escuela; sabía
las cuentas hasta la de _cuartos-reales_, y tenía una forma de letra
que, como decía mi maestro, se escapaba del papel. Á los diez y ocho
entré con los Padres Escolapios á estudiar latín; á los veintitrés era
todo un filósofo apto para emprender cualquier carrera literaria.
Mi señor padre (que Dios haya), fundándose en que ya había en la familia
un fraile, un guardia y un empleado en las Covachuelas de Madrid, se
empeñó en que yo fuese jurisconsulto, por lo cual había escrito á
Salamanca, un año antes de terminar yo la filosofía, en demanda de
hospedaje y de recua que me condujese, en retorno de una de sus
expediciones semestrales de garbanzos, juntamente con los otros dos
estudiantes que, según se murmuraba por el pueblo, debían marchar
también con igual destino que yo.... ¡Me parece que fué ayer cuando, por
primera vez en mi vida, salí á correr el mundo!...
En el mesón del _Monje_, que estaba al principio de la calle de San
Francisco, monté sobre un macho cargado de azúcar y campeche; después de
haber recibido la bendición de mi señor padre que me contemplaba con
sereno rostro, aunque con el alma acongojada por la idea de separarse de
mí. También estaban allí los padres de mis dos compañeros de expedición,
los amigos de todos ellos y los curiosos que nos habían visto confesar
el día antes; medio pueblo, amigo mío, nos rodeaba en el mesón; medio
pueblo que nos siguió hasta el Cristo de Becedo, que estaba en el lugar
que después ocupó el Peso público, y últimamente esa gran casa que
llaman también del Peso. Allí rezamos un _Credo_, postrados todos de
hinojos; eché algunos cuartos en el cepillo del santuario, volví á
montar sobre el macho, y con un «buen viaje» de todos y una mirada de mi
señor padre que hizo brotar las lágrimas de mis ojos, partimos mis dos
amigos y yo para Salamanca, adonde llegamos sanos y salvos, después de
mil divertidos episodios, que tal vez le cuente en otra ocasión, á los
diez y nueve días, ocho horas y catorce minutos.
--¿Es posible--dije interrumpiendo á don Pelegrín--que sólo tres
estudiantes salieran de Santander en un año?
--Y era mucho salir--me contestó en tono enfático.--Repare usted que
estaba carilla la carrera de letrado. Solamente el arriero costaba al
pie de quince duros aunque era de su obligación mantenernos á su costa
durante el viaje; y la estancia anual en Salamanca no nos bajaba á cada
uno, con ropa limpia y derechos de Universidad, de mil quinientos á dos
mil reales.
--¡Cáspita!--exclamé yo muy serio, acordándome de lo que había gastado
en los tres días del último carnaval de mi vida de estudiante.--¡Ahí era
un grano de anís!... Pero no sabía yo, don Pelegrín, que fuese usted
abogado.
--Y no lo soy, ¡ca!...; porque verá usted lo que pasó. En las primeras
vacaciones que me dieron, y en recompensa de la buena censura que obtuve
del sinodal en el examen, me permitió mi señor padre que hiciese un
viaje de recreo adonde más me acomodase y por todo el tiempo que me
pareciese prudente. Entonces estaba muy de moda entre los jóvenes
pudientes de aquí, irse á San Juan de Luz y á Bilbao, con motivo de unos
célebres partidos de pelota que había á cada paso entre vascongados y
bayoneses. Yo elegí el último punto por la comodidad con que entonces se
hacía el viaje; pues había un _paquete_ quincenal entre aquel puerto y
éste; un quechemarín que se ponía junto á la botica del doctor
Cuesta.... ¿Se admira usted? Es que entonces ni existía la plaza de la
Verdura, ni en su existencia se pensaba, porque llegaba la marea muy
cerca del Arco de la Reina. Pues, señor, tomé pasaje en el quechemarín,
cuyo capitán era conocido de mi padre; y en la confianza de que
tardaríamos día y medio en llegar, como era costumbre del barco, según
decían, y por eso se llamaba el _Rápido_, hicímonos á la mar. Pero dió
en soplar un vientecillo del Nordeste apenas montamos el cabo Quejo, que
nos echó sobre Llanes cuando pensábamos alcanzar á Portugalete. Allí se
armó un zipizape del Noroeste con tal cerrazón y tales celliscas, que al
cuarto día amanecimos mar adentro y sin ver una pizca de tierra. El
capitán, según entonces nos confesó, nunca había navegado más que por la
costa de Vizcaya, ni conocía la altura en que nos hallábamos, ni, lo que
era peor, el modo de averiguarlo: así fué que, encomendándonos á Dios,
pusimos la popa al viento, trincamos el timón, y á los siete días de
tormenta nos colamos de noche en un boquete que al capitán se le antojó
Santoña; mas al preguntar, cuando amaneció, al patrón de un patache que
teníamos al costado, en dónde nos hallábamos, supimos que en Castropol.
Para abreviar, amigo mío: á los diez y siete días de nuestra salida de
Santander volvimos á fondear en las Atarazanas, después de habernos
equivocado en todos los puertos de la costa, y sin poder tropezar con el
que íbamos buscando. Á mi familia, que en todo ese tiempo no tuvo
noticias mías, figúrese usted que entrañas se le habrían puesto: por lo
que hace á mi padre, juró que en su vida me volvería á separar de su
lado, y así sucedió.--Ahora comprenderá usted por qué abandoné la
carrera.
Veinticinco años había cumplido cuando entré en una de las pocas casas
de comercio que había en Santander, con ánimo de instruirme en el ramo
para poder bandearme después por mi cuenta. ¡Qué vida aquélla, cuan
diferente de la de ustedes ... y qué placentera, sin embargo! Y eso que
no teníamos bailes de campo en el verano, ni fondas en el Sardinero, ni
trenes de recreo, como ahora. No hablemos de los días de labor, porque
en éstos se daba por muy contento el que de nosotros sacaba permiso para
ayudar una misa en Consolación ó para cantar un responso con los Padres
de San Francisco; pero llegaba el domingo, ¡válgame Dios!, y ya no nos
cabía en el pueblo tan pronto como se acababa el Rosario de la Orden
Tercera, durante el que (Dios me lo perdone) nunca faltaba un ratoncito
que soltar entre los devotos, ó alguna divisa que poner en la coleta de
algún currutaco. ¿Ve usted esas casas primeras de la Cuesta del
Hospital? Pues en su lugar había un prado que cogía parte de la plaza de
San Francisco. Allí jugábamos al _jito_, y á la _catona_, hasta sudar
la gota de medio adarme; también jugábamos á las _guerrillas_ y al
_rodrigón_, juegos muy en uso entonces que los había traído un salmista
de Cervatos, emigrado por cierto pique que tuvo con un prebendado de
aquella Colegial. Otras veces nos íbamos á echar cometas al Molino de
Viento, ó á chichonar grilleras á los prados de Viñas, según las
estaciones del año, ó á saltar las huertas de San José, que á todo
hacíamos, como jóvenes que éramos.... Yo, sobre todo, con este genio tan
francote y acomodado que Dios me dió, gozaba con todo mi corazón. Tenía
dos amigos en la calle de San Francisco que parecían nacidos para mí. El
uno tocaba el pífano y el otro el rabel, entrambos de afición; pero ¡qué
tocar!... Yo también era aficionadillo á la música, y punteaba en la
guitarra un baile estirio y dos minuetes. Pues, señor, nos poníamos los
tres al anochecer de los domingos del verano, después de nuestra partida
de _jito_, á la puerta del balcón, y dale que le das á los instrumentos,
llegábamos á reunir en la calle una romería. Personas de todas edades y
condiciones, cuanta gente volvía de pasear ó de la novena, se plantaba
al pie del balcón hasta que nosotros nos retirábamos.... Y vea usted,
qué demonio: en cuanto llegó á hacerse de moda en aquella calle la
reunión del pueblo, nos prohibió tocar el señor Corregidor. Yo no sé
qué se corría entonces por la ciudad sobre francmasonería. La guerra del
francés había dejado á las gentes muy recelosas y asombradizas, y la
nota de _afrancesado_ todavía quitaba el sueño á más de cuatro
españoles. Lo cierto es que por entonces comenzaron á gastar los
elegantes el _pequé_ sobre el _sortut_, y las madamitas la _escofieta_
con sus _airones_ de á media vara; también se introdujeron en la mesa la
sopa á la _ubada_, el principio de _pulpitón_ y el postre de _compota_,
que de allí data el que ustedes usan...; en fin, que las señas eran
fatales; que se temía una logia á cada vuelta de esquina, y que creímos
muy natural la prohibición del señor Corregidor, que temblaba, como él
nos dijo, toda reunión que pasara de tres individuos.


III

--Pues, señor, volviendo al asunto, y en la imposibilidad de referir
punto por punto toda la historia de mi juventud, porque no acabaríamos
hoy, le diré á usted que á los cinco años de mi práctica de comerciante,
habiendo conocido perfectamente el manejo de los negocios y á una joven
vecina de mi principal, monté de cuenta propia un establecimiento de
géneros de refino, y me casé el día mismo en que cumplía treinta y un
años; cosa que me costó mis trabajillos, porque los once meses de
Salamanca me habían procurado una reputación de calavera de todos los
demonios.--Casado ya, mi vida tomó un giro enteramente diverso del de
hasta entonces. Desde luego fuí nombrado síndico del gremio de
zapateros, procurador municipal de dos pueblos agregados á este
ayuntamiento, vocal perpetuo de una junta de parroquia, tesorero de la
Milicia Cristiana y asesor jurado de una comisión calificadora para los
delitos de sospecha de traición á la causa del Rey. Con todos estos
cargos me puse en roce con las personas más importantes de la ciudad y
me dieron entrada en _palacio_, que era todo mi anhelo ya mucho tiempo
hacía, porque Su Ilustrísima era hombre de gran eco entre las gentonas
de Madrid, y lo que por su conducto se averiguaba en Santander, no había
que preguntar si era el Evangelio. Tenía Su Ilustrísima tertulia diaria
de ocho á nueve de la noche, y la formábamos un médico muy famoso por
sus chistes, que hablaba latín _como agua_; el P. Prior de San
Francisco, hombre sentencioso y de gran consejo; un abogado del Rey,
caballero de Carlos III; mi humildísima persona, y un Intendente de
rentas, hombre de bien, si los había, temeroso de Dios como ninguno,
servicial y placentero que no había más que pedir.... Por cierto que
murió años después en Cádiz, de una disentería cuando el sitio del
francés. Éstas eran las personas constantes alrededor de Su Ilustrísima;
además había otras muchas que alternaban cuando les parecía oportuno.
--Para que usted se forme una idea del carácter del bendito señor
Intendente, voy á referirle un suceso digno, por otra parte, de que se
imprimiese en letras de oro.
Presentóse una noche en la tertulia algo más tarde de lo acostumbrado y
con aire de hondo disgusto en su fisonomía. Tratamos de averiguar la
causa, y después de mil ruegos, hasta del señor Obispo que le quería
mucho, pudimos arrancarle estas palabras:--«Señores, tenemos comediantes
en la ciudad»; palabras que hicieron en la tertulia una impresión
desagradabilísima, porque faltaban diez y siete días para la cuaresma, y
el pueblo, con la guerra y con las ideas locas que se iban apoderando de
la gente, más que comedias necesitaba sermones. Pues, señor, tratóse
seriamente sobre el particular, y se autorizó al fin al Intendente para
que él lo arreglara á su antojo. Y, efectivamente, al otro día se
presentó al director de la compañía, que ya había arrendado una bodega
en la calle de las Naranjas, diciéndole que era preciso que á todo
trance saliese de Santander.--El pobre hombre se quedó hecho una
estatua al oir la proposición.--«Señor, le dijo, mire V.S. que vengo
desde más allá de Becerrilejo; que traigo ocho de familia y cuatro
caballerías para ellos y para los equipajes; que he pagado adelantado el
alquiler de la bodega, y he gastado mucho en colocar la tramoya que V.S.
está viendo. Si me marcho sin dar media docena de funciones, me pierdo
para toda la vida.--¿Cuánto pueden valerle á usted las seis funciones?,
le preguntó el Intendente.--Yo cuento, señor, con que no baje de
quinientos reales después de pagar la bodega, las luces y los dos
tamborileros que han de tocar durante los intermedios.--Pues ahí van
mil, contestó el bendito señor, dándole un cartucho de monedas que ya
llevaba preparado al efecto; pero es preciso que ahora mismo desaloje
usted el local, y sin perder un solo minuto salga con su gente de
Santander.» El comediante vió el cielo abierto, hizo lo que deseaba el
Intendente, y, sin salir éste de la bodega, se desarmó la tramoya, se
cargaron las caballerías, montaron los comediantes ... y nadie volvió á
acordarse de ellos. ¿Pero usted cree que cuando el Intendente, lleno de
júbilo, entró por la noche en la tertulia, hallábamos medio de hacerle
tomar la parte que nos correspondía de los mil reales? ¡Que si quieres!
Fué preciso que Su Ilustrísima se lo suplicara con mucho empeño.--«He
hecho una obra buena, decía; ¿qué mejor aplicación he podido dar á esa
parte del caudal que el Señor me ha confiado?...» Le digo á usted que
era todo un bendito de Dios el señor Intendente.
Reíme de veras con el sucedido de los comediantes.
--¿Es posible--dije á don Pelegrín--que tal idea se tuviese entre
ustedes del teatro?; ¿que así le tomasen como foco de desmoralización?
--¿Y qué le diré yo á usted?--me contestó:--entre nosotros no faltaba
quien dijera, como ustedes hoy, que era, más que escuela de vicios,
cátedra de moralidad; pero, sin embargo, yo opinaba mejor (y cuidado que
no soy fanático) con el padre Prior que decía, cuando de ello le
hablaban: «Podrán los devotos del teatro asistir á él como á una cátedra
de virtudes; pero lo cierto es que en ninguna parte se predica más moral
y más clara que en el púlpito, y si se pusiera la entrada á dos cuartos,
tal vez ni los monaguillos nos escucharan.» De todos modos, el pueblo no
echaba en falta esos pasatiempos: ¿á qué empeñarnos en dárselos cuando,
por lo menos, le habían de crear una nueva necesidad?
--Según ese sistema--repuse,--aún estaríamos como el indio Caupolicán.
Sepa usted, don Pelegrín, que es un deber para el nombre adoptar todo
aquello que puede dar ensanche á su inteligencia. Los progresos
materiales....
--Ya pareció el peine--me interrumpió con cierto despecho;--¡como si
hasta que ustedes vinieron al mundo no supiera el hombre lo que era
dignidad!
--No se ofenda usted, don Pelegrín, y óigame con calma. En todos tiempos
y en todas épocas ha habido hombres ilustres: no hago al talento ni á la
dignidad patrimonio de nuestros días; pero ¿á que en los suyos echaban
esos mismos hombres muchas cosas de menos?; ¿á que hallaban un vacío en
la sociedad, como si adivinaran algo de la gran revolución que muy
pronto iba á operarse en las costumbres? Usted mismo....
--¡Qué vacío ni qué calabaza!--exclamó mi viejo amigo, verdaderamente
sulfurado, y con unos ademanes que no me dejaban duda de que había
cometido una torpeza en tocarle este resorte, precisamente cuando
necesitaba é iba yo á saber grandes cosas de la tertulia de Su
Ilustrísima.--Lástima--continuó--me causan ustedes cuando les oigo
hablar de esa manera. Ustedes, ustedes son, por el contrario, los que
desean siempre _algo_, y este algo es precisamente lo que nosotros
teníamos de sobra: la paz del espíritu. Ustedes tienen la sensibilidad
encallecida, expuesta al roce de todos los sucesos del siglo en su
atropellada marcha; el alma rendida de vagar por un espacio enmarañado y
de atmósfera pestilente, y las ideas revolviéndose en una órbita
insegura y desequilibrada, que no les permite encariñarse con un objeto
sin que otro nuevo venga á borrar su huella.
Nosotros, merced á lo que hoy se llama ignorancia, teníamos las
afecciones más limitadas, y con la sensibilidad casi virgen, nos
preocupaba el suceso más común en la vida de ustedes; nuestras ilusiones
eran pequeñas, es cierto, pero fuertes, y, sobre todo, consoladoras.
Nosotros, por lo mismo que ambicionábamos poco, nos satisfacíamos al
instante; pero ustedes, cuya ambición no conoce límites, no se
satisfarán jamás. Yo, únicamente, que he pasado por las dos épocas,
comprendo cuánta verdad encierra lo que le estoy diciendo: para que
usted lo comprendiera del mismo modo, sería preciso que tocase y palpase
aquello cuyo recuerdo le merece tan desdeñosa compasión; es decir, que
junto á este Santander de cuarenta mil almas, con su ferrocarril, con
sus monumentales muelles, con su ostentoso caserío, con sus cafés,
casinos, paseos, salones, periódicos, fondas y bazares de modas,
surgiese de pronto la vieja colonia de pescadores, con sus diez mil
habitantes y seis casas de comercio provistas de Castilla por medio de
recuas, ó de _carros de violín_; la vieja Santander sin muelles, sin
teatro, sin paseos, sin otro periódico propio ó extraño que la _Gaceta_
del Gobierno, recibida cada tres días. Era preciso que usted pudiese
apreciar vivos estos dos cuadros para que no dudase sobre cuál de ellos
cernía más el tedio sus negras alas, y que generación vivía más
tranquila y más risueña, si la que se cubre con el oropel de la moderna
sabiduría, ó la cobijada bajo los harapos de nuestra vieja ignorancia.
Seguro estoy de que no serían mis contemporáneos los que en esta
exposición presentasen más arrugas en el alma. Por lo demás, amigo mío,
pobres teníamos y pobres tienen ustedes; ricos avaros existían junto á
ellos, y ricos insaciables existen. Es verdad que á nuestros pobres
envilecían los mismos privilegios que hacían odiosos á los ricos; pero
ustedes, quemando con la luz que han dado á los primeros las
prerrogativas de los segundos y dejando las fortunas como estaban, han
hecho pobres orgullosos, y ricos que á ciencia y conciencia son sordos á
la voz del infortunio, y ciegos al aspecto de la miseria.... ¡Luces,
ilustración!...; todo estaría bien si á su claridad hallase pan el
hambriento y abrigo el que tirita de frío; pero, desgraciadamente, la
tan decantada luz sólo sirve para hacer más patentes la miseria y la
opulencia, y más insoportable para el pobre este eterno contraste.... Si
esto es una preocupación mía, que lo diga la historia política y social
de Europa de algunos años á esta parte. El mismo tiempo hace que le
dijeron al hombre desheredado de la fortuna: «no tienes oro, pero tienes
derechos que conquistar, que al fin te valdrán oro»; y desde entonces se
está rompiendo el bautismo en las calles, detrás de las barricadas, para
que se los arrebate el mismo que le provoca á la lucha; para no dejar de
ver, ni por un solo instante en la sociedad, junto á uno que se muere de
hambre, otro que revienta de harto. ¿Qué es esto, amigo mío? Pues todo
ello ya lo teníamos nosotros sin tanta música ni tanto cacareo de
dignidad y de derechos; y aun teníamos más, porque con la misma
desigualdad de fortunas, había buena fe en los de arriba y resignación
en los de abajo. Resultado: que había paz en los pueblos, alegría en los
hogares, y grandes virtudes en el corazón. Ahora, si estas menudencias
no valen nada para ustedes, la cuestión cambia de aspecto; y si el
destino del hombre sobre la tierra es otro que hacer risueño y apacible
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