Escenas Montañesas - 17

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señoras, rendidas de brincar, era demasiado largo y penoso y hasta
peligroso, el camino por las callejas de San Juan y San Pedro, y
considerando otras varias circunstancias no menos graves, y, por último,
que la gente del _buen tono_ nada tenía que ver con las rosquillas,
cazuelas de guisado, _perés_ y otros groseros excesos de las romerías.
Decretó que en adelante los bailes campestres, respetando, enhorabuena,
como motivo de ellos, las romerías, tendrían lugar, por las de San Juan,
San Pedro y San Roque, en las huertas de la Atalaya, y por las de
Santiago y los Mártires, en las de Miranda. Y así se hizo con gran
éxito y por largo tiempo.
Este período de los bailes campestres, que pudiera llamarse su _edad
media_, bien merece una especial mención. Entonces entré yo en escena;
quiero decir que empecé á bailar en ellos. Y lo advierto, no tanto por
motivar la historia que, á fuer de agradecido, voy á hacer, cuanto
porque tengan más fuerza de verdad los detalles que apunte.
Y sucedía entonces que una comisión, nombrada por elección de la que
cesaba, formaba una lista con los nombres de las personas que juzgaba
dignas de tan señalada honra. Esta lista se presentaba á cada uno de los
inscritos en ella, quien ponía al margen de su nombre su conformidad, á
no tener luto reciente, ó estar enfermo de gravedad. La primera vez que
se me buscó á mí con tal objeto, creí desmayarme de emoción; y con mano
trémula escribí en el correspondiente lugar del catálogo un SÍ tan gordo
como dos ciruelas. Y no extrañe nadie el suceso. Tenía diez y nueve
años, precisamente la edad, entonces, en que sentándole á uno mal los
juegos y entretenimientos de los muchachos, no podía, sin embargo,
entrar en la esfera de acción de los hombres; y así, sin saber á qué
zona arrimarse, porque en ambas estorbaba, le aquejaba cada pesadumbre
que le partía. Además, en las listas de socios para los bailes de campo
no figuraba sino lo escogido de la juventud del pueblo, según el
criterio de la comisión; de manera, que verse llamado por ella en lances
semejantes, era la declaración solemne y oficial, no solamente de que
salía uno de la categoría de chiquillo y entraba en la de mozo, sino en
la de mozo _distinguido_, activo y útil. No era uno _masa_, no era
vulgo. Con tan honrosa credencial, estaba yo autorizado para saludar en
el paseo á las señoritas más encopetadas, para tomar sorbete en el salón
principal del Suizo, para codearme con los hombres elegantes, y, sobre
todo, para entrar sin obstáculo en los círculos cuyas puertas se
cerraban, por razón de _lustre_, á la inmensa mayoría de mis
conciudadanos. ¿Era esto costal de paja? Queda, pues, bien justificada
mi emoción al poner el primer _sí_ donde le puse.
El mismo corredor de las listas nos entregaba la víspera del baile una
credencial de socio y tres billetes de convite, impresos en cartulina,
con letras de oro, y rubricados por la comisión. Distribuídos éstos con
las más exquisitas precauciones, á fin de que los objetos de nuestras
atenciones no fuesen indignos de la dignidad de la fiesta, llegábase uno
con la credencial á la huerta de Aspeazu, ó á la de mi amigo Mazarrasa;
y allí estaba lo bueno; es decir, un gran cuadro de terreno al aire
libre, cuidadosamente sorrapeado y regado; dos docenas de farolillos de
vidrio y hoja de lata, fijos sobre otros tantos mangos de cabretón, que
le circuían; ocho ó diez músicos agrupados en un ángulo, y el mismísimo
repartidor, que guardaba la puerta y recibía los billetes. Nada digo de
la concurrencia, porque ya se sabe que era lo más selecto de la
población. Pues bien, todo ello junto no nos costaba al día siguiente
más de tres pesetas á cada socio. ¡Con tan liviano presupuesto se
procuraba á la florida juventud santanderina el más apetitoso deleite de
cuantos ofrecérsele podían!
Saboreándole como un niño un caramelo, con temor de que se acabase,
consumía cada baile de los cuatro ó cinco que se le daban en todo el
verano; de modo que era una pena que desgarraba el alma ver en tales
ocasiones aproximarse la noche.
Si ésta se presentaba serena y despejada, menos mal, porque se encendían
los farolillos y continuaba la danza otra hora más; pero si Cabarga se
encapotaba y era la brisa húmeda, síntomas infalibles de lluvia
inmediata, daba la comisión las órdenes oportunas á los músicos, después
de tomar las de las señoras; y allí nos tenían ustedes bajando á
Santander, al compás de un pasodoble, cada uno con su cada una,
ofreciéndoles aquí la mano para saltar una zanja, y allá el pañuelo para
sacudir el polvo.... ¡Y era de ver, si llovía, cómo las delicadas
sílfides, sacando fuerzas de flaqueza, arremetían con el lodo,
cubriéndose el busto con la falda del vestido! ¡Y era hasta de admirar
aquella procesión de blancas enaguas, iluminadas apenas por la mortecina
luz de los veinticuatro faroles que enarbolaban los más obsequiosos
acompañantes, á guisa de maceros ó reyes de armas, en sus diestras!
«¡Aquí de don Quijote!», pensaba yo una noche que tal sucedía. «¿Qué
hiciera con nosotros el valeroso manchego, si en esta guisa nos hallara?
¿No arremetería furioso contra esta muchedumbre, tomándola por escuadrón
de fantasmas, ó por sarta de disciplinantes? ¿Creería, si se lo jurasen,
que erais, entre tanto barro y azotadas, como vais, por la cellisca, las
más mimadas flores del hermoso jardín de la Montaña?»
Si al llegar á la población no había llovido ni cabía temor de que
lloviera ya, hacía alto la comitiva en la Alameda chica, ó en el Muelle,
frente al Suizo; y en cualquiera de estos dos sitios continuaba la danza
hasta las once.... Y cuidado con reirse, jóvenes pizpiretas de hoy, que
empezáis á bailar á la hora en que, rendidos, lo dejábamos nosotros; que
aún no soy viejo, y, sin embargo, bailé en dos ocasiones y en distintos
años (¡Dios me lo perdone!) delante de la Capitanía del Puerto; lo cual
quiere decir que, si no vosotras, algunas de vuestras hermanas me
sirvieron allí de pareja; ¡allí, sobre las mismas losas en que se
arrastran las narrias y se celebran los cabildos de los mareantes de
Abajo, y se bergan las barricas de aceite!
Pero estos inconvenientes, á pesar de justificarlos la costumbre, no
podían menos de obrar de una manera desagradable en el ánimo de los
hombres llamados á fomentarla y á perfeccionarla en lo posible. Así fué
que un día, dándose á pensar muy seriamente sobre el asunto, concluyeron
con este fundadísimo razonamiento: «Toda vez que no formamos ya parte de
las masas, y somos independientes, y nada tenemos que ver con las
fiestas de la muchedumbre, ¿por qué hemos de dar nuestros bailes
precisamente en días de romería? Y si, prescindiendo, como debemos
prescindir, de esta causa, elegimos los que más nos acomoden del verano
para bailar, ¿por qué no hemos de hacerlo á la puerta de casa y con toda
tranquilidad?»--Y aquellos infatigables reformadores columbraron al
punto en el barrio de Santa Lucía, la huerta de Noriega; en la cual
huerta había un juego de bolos, y el cual juego de bolos estaba rodeado
de un cobertizo de tablas, á modo de pesebrera; y exclamaron:--_Voi-ci
notr'affaire_, es decir, aquí está lo que necesitamos: amparo contra el
relente y la lluvia, proximidad al hogar de cada uno, é independencia
absoluta. Para corresponder á este esfuerzo, los demás socios se
comprometieron á serlo, por lo menos, de cuatro bailes en cada
temporada, lográndose de este modo que en la primera se diesen seis, de
los cuales el menos favorecido se acabó á las once, porque había
empezado á las ocho, por aquello de que estaba á la puerta de casa.
Cubrióse, para alguno de ellos, el salón-bolera con un pabellón ó bóveda
de rústicas guirnaldas; y con esta mejora y otras análogas, pasó la
cuota individual por encima de cinco pesetas.
Al siguiente año se alumbró la huerta con gas; y como á sus fulgores se
veía muy claro, presentáronse las damas, muy compuestas, á las nueve; no
empezaron á bailar hasta las diez; las más rendidas lo dejaron á las
doce..., y subió la cuota á treinta reales.
Estos despilfarros puede decirse que señalan el comienzo de la _era
moderna_ de los bailes campestres de Santander.
Entretanto, las costureras, que habían venido siguiéndolos desde los
prados de San Juan hasta las huertas del Alta, y rindiéndoles culto á
sus propias expensas, prescindieron también del motivo de las romerías
para bailar, y también se bajaron á la población para bailar más
tranquilas, y pujaron el alquiler de la mismísima huerta de Santa Lucía,
y no hallaron sosiego hasta que lograron bailar en ella con el mismo gas
y el propio decorado de las señoras, aunque en distintos días.
Éste y otros disgustos análogos pusieron á los provocados en la
necesidad de hacer un esfuerzo heroico..., y le hicieron á fe mía.
Media docena de esos hombres de buen gusto, que á todo van á un baile
más que á bailar, se hicieron las siguientes reflexiones: «Que la pasión
de la danza tiene hondas raíces en la buena sociedad de este pueblo, es
innegable: nosotros la hemos visto bailar sobre el húmedo retoño de las
praderas, entre las coles y cebollinos de las huertas, sobre los
guijarros de la Alameda y sobre los adoquines del Muelle; derretirse los
sesos bajo un sol africano á las cuatro de la tarde, por llegar á las
cinco á la romería y bailar en ella hasta las siete, volver después, al
crespúsculo, medio á tientas, por callejas y senderos, y _aliquando_
meterse en barro hasta las corvas..., y siempre impávidas, y siempre
pidiendo _¡más!_ Esta devoción raya en fanatismo, y está exigiendo á
gritos un templo que vamos á proporcionarle nosotros, sin miedo de que
nos falte nunca el concurso de los fieles para sostener el culto.»
Y alguno de aquellos hombres, con un desprendimiento digno de su
carácter, anticipó una cantidad efectiva, en la cual los duros entraban
por miles. Adquiriéronse terrenos y plantas y arbustos al efecto, y
vinieron jardineros de _extranjis_, que cobran caro, eso sí, pero que
bordan cuanto ejecutan en el _arte_; y allá van candelabros, y allá van
surtidores, y canastillas, y glorietas, y toldos y _diabladuras_.
Arreglado el salón al gusto de los más flamantes modelos, redactóse una
constitución fundamental; elevóse, según ella, á doce el número de
bailes en cada verano, y el de los de compromiso para cada socio, y la
cuota de éstos á dos duros por cada uno de aquéllos, y se prohibió la
entrada en el salón, en noches de fiesta, á toda persona del pueblo que
se hubiese negado á ser suscriptor. Imprimióse una lista con los nombres
de más de doscientas personas barbadas que aceptaron las bases citadas,
y otras que no necesito citar, y, por último, encomendóse la
administración y casi dirección de todo este laberinto, á la
_Guantería_, acto que, por sí solo, daba la vida, el calor y la
perdurabilidad á aquel cuerpo tan bizarramente construído.
Como vivo y elocuente testimonio de la exactitud de mis ponderaciones,
ahí está, entre las dos Alamedas, enfrente del antiguo _Reganche_, y
cada día más frondoso, más cultivado, más pulido, más bello, el famoso
jardín, ó salón de _Bailes de Campo_, delicia de los madrileños, y
asombro de los castellanos de Amusco y Becerril, que nos visitan durante
la estación de los baños de mar.
Las fiestas que en él se celebran no afectan ya peculiar y
exclusivamente á un grupo determinado de personas: son otros tantos
acontecimientos que preocupan, agitan y remueven á las tres cuartas
partes de la población: á la una, porque es la que baila allí; á la
otra, porque va á ver bailar, ó á pasearse por los jardines, ó á cenar
en el ambigú; y á la otra, porque ... juzguen ustedes: la otra tiene que
subdividirse en tres grupos: el destino del primero es situarse en la
calle de Vargas, frente á la puerta del salón, donde se pasa dos horas,
á pie firme, como un soldado ruso, escuchando la música y contemplando
el alumbrado del local; el segundo se coloca en la Alameda chica para
revistar escrupulosamente los trajes de las señoras que van á bailar; y
el tercero, se encierra en casa para en un caso de apuro, disculpar al
día siguiente, con un supuesto dolor de cabeza, su ausencia del baile,
que en rigor, fué motivada por la falta de un vestido, ó de un billete
de invitación, ó de ambas cosas.
Entre la gente que baila y brujulea, se halla la gran mayoría de los
forasteros que á la sazón residen en la ciudad; con lo cual queda dicho
que el salón campestre, en los quince años que cuenta de vida, hase
visto hollado por los pies más insignes que en aristocracia, belleza,
política, ciencias, artes, literatura, armas ... y tauromaquia, ha
producido y sostiene el suelo español. Y por si tanta honra pareciese
escasa al lector, quiero que sepa que también regias plantas de dos
dinastías se han deslizado sobre el polvo de aquel rústico pavimento. ¿Á
qué decir más en abono de sus timbres de _nobleza_?
De su crédito en la plaza, pregúntese á Romea, Teodora Lamadrid, Arjona,
la Ristori y otras celebridades escénicas. Todas ellas, al buscar en el
domingo, día clásico de huelga y despilfarro en los laboriosos pueblos
de provincias; al buscar, repito, en el domingo el desquite de las
flojedades de entrada de toda la semana, se han hallado con el baile
campestre que les arrebataba, en masa, la concurrencia más cara, más
abundante y más lujosa, es decir, el alma del negocio. Por eso, antes
que con el público, estos artistas insignes dieron últimamente en la
feliz ocurrencia de ponerse de acuerdo con la junta directiva del baile,
que, en honor de la verdad, casi siempre ha accedido á respetar los
días festivos, dejándolos para dar culto á Talía y Melpómene, visto que
la saltarina Terpsícore no se ha de ver desairada aunque toque á función
en noche de Difuntos.
Sobre este pueblo ha llovido en pocos años cuantas plagas son
imaginables: crisis económicas que han reducido á polvo en una noche
fortunas tradicionales; epidemias asoladoras que han diezmado las
familias y cubierto de luto á la población. Todo en ella ha cambiado de
aspecto á los rudos embates de la calamidad, todo ... menos los bailes
campestres, que entre las ruinas del comercio y la melancolía del luto,
se les ha visto retoñar al verano siguiente más concurridos, más
ruidosos y más animados que nunca. Sin embargo, el mismo público que
gime y se lamenta durante el invierno, es el que baila en el verano.
¡Inescrutables misterios de la humanidad, que yo respeto y admiro!
Por eso los tales bailes son la única curiosidad que podemos ofrecer ya
en Santander á los forasteros que nos visitan durante el estío; el único
aliciente, el mejor cebo.
Y en verdad que es muy justificable el afán con que le tragan los unos,
y la especie de orgullo con que se le brindan los otros. Nuestro salón
campestre, en una noche de baile, es una cosa encantadora; aquel
conjunto de bellezas, así humanas como rústicas y de artificio; aquel
enjambre de mujeres hechiceras, arrastrando el lujo y la vaporosidad de
sus trajes y prendidos entre el otro lujo exuberante de la vegetación, á
media noche, á la luz misteriosa que producen los destellos del gas
quebrándose en el verde follaje de los árboles; los ecos de la invisible
orquesta, el ambiente, la.... Vamos, que tiene aquello algo de
fantástico que no se comprende bien á no contemplarlo.
Los famosos jardines parisienses de _Mabille_ son muchos más espléndidos
que los de la calle de Vargas; el lujo de las mujeres que en aquéllos
bailan, quizá es más deslumbrante que el de las que asisten á éstos;
pero ¡qué diferencia entre el efecto que en el ánimo produce la
contemplación de uno y de otro cuadro! Lo primero que lamenta un hombre
honrado en Mabille, al ver aquellas beldades, hez de la sociedad,
verdaderos sepulcros blanqueados, entregarse á los más repugnantes
alardes de impudor, entre las frenéticas dislocaciones del obsceno
_cancán_, es que á tanto y tan asqueroso vicio se haya erigido un templo
tan hermoso; y como consecuencia de tan oportuna lamentación, échase uno
á considerar lo que aquello sería y el apacible deleite que ofreciera
si, en lugar de las turbas de impúdicas artificiales bellezas que se
subastan allí, haciendo, para lograrlo mejor, una repugnante gimnasia,
lo poblaran mujeres honradas y de buena educación.
Pues bien, este deseo se cumple hoy en Santander por una rarísima
excepción entre todos los pueblos de España. En algunos de ellos, y por
motivos extraordinarios, se ha visto bailar en el campo á la gente del
_buen tono_, una vez, dos, tres ... las que ustedes quieran; pero
repetirse estos bailes con tal éxito y de manera que la repetición haya
llegado á crear una necesidad pública, una costumbre característica ya
de toda una clase social, precisamente la más remilgada y escrupulosa,
gloria es que, por extraño privilegio, corresponde á Santander.
--Y ¿por qué?--me han preguntado al notarlo más de un forastero.
--¿Por qué vuela el ave?; ¿por qué corre el gamo?--les he respondido
yo;--y ¿por qué se dan los dátiles en Berbería, y las naranjas en
Murcia, y el arroz en Valencia? Pues por causas análogas, por razones
idénticas _se dan_ aquí los bailes campestres, como en ninguna otra
parte; y en vano se afanarán ustedes por aclimatarlos en sus respectivos
países, como fuera ocioso que nos empeñáramos nosotros en propagar en
éste la palmera, el guayabo ... ó las academias. Los bailes campestres
germinan y se desarrollan aquí espontáneamente, como la hiedra y los
_poleos_, y viven y se reproducen, á pesar de todos los pesares, y son
un artículo veraniego de primera necesidad, un _rasgo_ peculiarísimo que
forma parte de nuestro carácter, un detalle de nuestro tipo, como, en
concepto de _los señores de Madril_ que nos conocen _de oídas_, las
sardinas, las narrias, los cuévanos y las amas de leche.
Deben, pues, desechar su pesadumbre aquellos seres pusilánimes que temen
que llegue un día en que el salón-jardín de la calle de Vargas cese en
el destino que hoy tan gloriosamente cumple. En todo caso, si ese templo
se destruyese, pues condición es de toda humana obra el ser efímera y
perecedera, otro tan suntuoso se alzaría de contado para sustituirle: yo
lo fío[16]. Sin teatro y sin escuelas podríamos vivir; ¡pero sin _bailes
campestres_!... ¡Horror!
1872.
FOOTNOTES:
[Footnote 16: La profecía se ha cumplido este año. En el jardín de la
calle de Vargas se acaba de construir un Circo ecuestre; pero los bailes
se han trasladado al espacioso salón del _Casino_ el Sardinero.
_(Nota del A. en 1885.)_]


EL FIN DE UNA RAZA
I

Nos despedimos de él diez y seis años ha, y ya era viejo entonces. Iba
Muelle arriba, descollando su gigantesca arboladura sobre un enjambre de
pescadoras y granujas que le rodeaban. Gemían unas, suspiraban otras, y
se secaban los ojos muy á menudo con la orilla del delantal, ó con el
dorso de la mano, mientras hormigueaban entre ellas los muchachos con el
escozor de la curiosidad. Hablaba él con todos sin mirar á nadie,
forjando los secos razonamientos á empellones, como si derribara las
palabras de sus hombros y les diera el acento con los puños. Quien sólo
le viera y no le escuchara, tomárale por fiero capataz de un rebaño de
esclavos, y no por el paño de lágrimas de aquella turba de afligidos.
En tanto, cerca del promontorio de San Marín balanceábase un buque del
Estado, arrojando de sus entrañas de hierro, entre sordos mugidos,
espesa columna de humo que el fresco Nordeste impelía hacia la ciudad,
como si fuera el adiós fervoroso con que se despedían de ella, y de
cuanto en ella dejaban, quizá para siempre, agrupados junto á la borda,
los valientes pescadores santanderinos, arrancados de sus hogares por la
última _leva_.
Yo la describí entonces con sus menores detalles, y los nombres de sus
héroes llegaron más allá de las fronteras de su tierra patria, no por
virtud del artista que trazó el cuadro, sino por la importancia del
sujeto de él. Pero de todos aquellos nombres, ninguno sonó tan recio
como el de _Tremontorio_, el arisco y hercúleo marinero del Cabildo de
Abajo, curtido por todos los climas y batido por todos los mares del
mundo. Esta preeminencia, y alguna razón de arte, que se expondrá en
sitio conveniente de este cuadro, me obligan á trazarle para que sepa el
curioso lector qué fué de aquel castizo personaje desde que, en la
apuntada solemne ocasión, se separó de él el último de los granujas que
le habían rodeado, y solo y triste y refunfuñando, comenzó á subir
lentamente los carcomidos é inseguros peldaños de la escalera de su
casa.
Al llegar al fementido buhardillón en que le conocimos, trancó la puerta
por dentro, sentóse con dificultad sobre un casi invisible taburete de
pino, cargó la pipa, encendióla, chupó; y cuando espesas nubes de humo
le envolvían la cabeza, la dejó caer entre sus nervudas, angulosas y
curtidas manos, después de afirmar los codos sobre las rodillas. Así
permaneció largo rato, oyendo los alaridos que de vez en cuando lanzaba
la mujer del Tuerto en el buhardillón contiguo. Luego notó que le
llamaban, y gruñó al conocer la voz; pero, aunque de muy mala gana,
alzóse del banquillo y salió al balcón. En el de la otra buhardilla le
esperaba la mujer del Tuerto, con los párpados hechos ascuas, las greñas
sobre los ojos, la cara embadurnada con la pringue de las manos disuelta
en lágrimas, en mangas de camisa, desceñido el refajo y medio
descubierto el enjuto seno.
Al ver á Tremontorio, comenzó á gemir y á echar por la boca preguntas y
exclamaciones á torrentes, mientras revolvía el bardal de su cabellera
con las puntas de los trémulos y crispados dedos de sus manos.
--¿Se fué el venturao de Dios?... ¡Mariduco de mis entrañas!...
¿Lloraba, tío Miguel?... ¿Sa alcordó anguna vez de mí?... ¡Dígamelo, tío
Tremontorio, que se me está partiendo el alma de pura congoja!... ¿Irá
muy lejos?... ¿Volverá?... ¿Tardará mucho?... ¡Ay de mí, probe!...
¡Sola me dejó y sin arrimo!... ¡Hasta el de las inocentes criaturas me
falta!... ¡Las que parí, tío Miguel; las que crié á mis pechos! ¡Me las
han arrancao de casa!... ¡Bien sé yo quién!... ¡Bien sé yo por qué!...
¡Pero al otro mundo no ha de ir á pagarlo la muy sinvergüenza, cuentera
y borrachona!...
Y en esto miraba al balcón de su suegra, echando todo el desaliñado
busto fuera de la balaustrada. Tremontorio no hacía más que contemplarla
por debajo de sus cejas grises, pero, ¡qué _celajes_ de su mirada! No la
dulcificó el viejo marinero cuando la sardinera volvió á encararse con
él; antes bien, cargó de nubes el ya tempestuoso cariz de su entrecejo,
y por toda respuesta á tantas preguntas y declamaciones, largó á su
vecina, á quemarropa, con la voz de un cañonazo, esta sola palabra:
--¡Bribona!
En seguida viró en redondo, con la calma y la solemnidad de un navío de
tres puentes; se encerró en su guarida, tendióse sobre el jergón, y así
le cogió la noche.
También había vuelto del Muelle el tío Bolina, y encerrado estaba en
casa con su mujer y sus nietezuelos, desnudos, sucios y medio
atolondrados desde la despedida de su padre, el atribulado Tuerto.
Al ver la sardinera que por aquel día no había modo de reñir con nadie
desde el balcón, encerróse también en su caverna; sacó de un escondrijo
una botella de aguardiente, bebióse cerca de la mitad; y cuando los
vapores de aquel veneno comenzaron á adormecerla, acercóse balbuciente y
con paso mal seguro á la sucia y fementida cama, y en ella se desplomó,
revolcándose allí como cerdo en su pocilga.


II

Cambié de observatorio, por razones que no le importan un rábano al
lector, y durante tres años nada supe de estos personajes. Un día me
llevaron mis recuerdos y mis inclinaciones á visitar la calle en que los
había conocido. Busqué con afán la casa que habitaron; pero no di con
ella. En su lugar se alzaba otra flamante, con balcones de hierro y
vidrieras con cortinillas. Ni rastros quedaban allí de la gente que yo
iba buscando. Pregunté por ella á un antiguo convecino, y me dió estas
noticias solas:
Al año de marcharse el Tuerto, que aún andaba en la Armada, murió de
viejo su padre, el tío Bolina; y la viuda de éste, seis meses después,
de soledad ... y también de vieja. Entonces recogió la sardinera sus
hijos, y desapareció con ellos de la casa y de la calle. Cuando ya
Tremontorio juzgaba excesiva la soledad de su buhardillón, pues la
vecindad de Bolina era una necesidad para su alma, aunque él creía otra
cosa, antojósele al propietario derribar la casa y construir otra capaz
de más lucidos inquilinos; con lo cual, el célibe pescador trasladó sus
penates á una bodega de la calle del Arrabal, donde vivía desde entoces,
dedicando, como de costumbre, á hacer redes primorosas, todo el tiempo
que le dejaba libre la lancha en que tenía una _soldada_.
Andando los meses, volví á verle en el Muelle, unas veces con el cesto
de los aparejos al brazo y el _sueste_ en la cabeza, de vuelta de la
mar; y otras arrimado á las jambas de una puerta, silencioso y
encorvado, como esas cariátides de la Arquitectura que sostienen bóvedas
con las espaldas. Y no le vi más en mucho tiempo.
Ocurrió por entonces en España uno de esos acontecimientos que hacen
raya en la historia de los pueblos; marejadas de fondo, como diría
Tremontorio, cuyas ondas, bajo un cielo sereno, sin saberse en dónde
nacen, son más impetuosas á medida que caminan; y llegan á la costa, y
baten sus peñascos, y no hay entre ellos cueva, ni boquete, ni
escondrijo donde la furia no meta su desgreñada cabeza con pavoroso
estruendo, ni puerto tan seguro que no reciba sus espumas y sienta
estremecerse el limpio cristal de sus aguas. Así se hizo sentir la
fuerza de aquel acontecimiento excepcional, hasta en los hogares más
apartados del calor de la política y de las pasiones de partido.
En otra parte he hablado yo del desdeñoso estoicismo de los mareantes de
Santander enfrente de la maravillosa transformación que venía
verificándose en esta ciudad, así en lo moral como en lo material. El
empuje de este vértigo reformista derribaba sus apiñadas viviendas y
secaba los fondeaderos tradicionales de sus lanchas; pues se echaban al
hombro los pobres harapos de su ajuar, buscaban otro agujero en que
meterse con ellos y un nuevo sitio en que fondear sus embarcaciones, sin
volver la vista atrás, ni dárseles una higa por todo el ruido y aparato
de la nueva civilización que los iba acorralando poco á poco. Para ellos
no había en el mundo cosa seria y bien ordenada sino la mar, y la mar la
había hecho Dios con el exclusivo objeto de que pescaran en ella los
matriculados. Esta mar, es decir, cuanto de ella abarca la vista de un
marinero desde la punta de Cabo Mayor; sus celajes, sus pescados, sus
brisas y sus tormentas; las _costeras_ del besugo, del bonito, de la
sardina; los asuntos del Cabildo; el escaso valer del _otro_ (jamás hubo
avenencia entre el de _Arriba y_ el de _Abajo_), y lo poco más que
pudiera relacionarse con estos particulares, eran el mundo de estas
honradas gentes. Todo lo restante no valía á sus ojos una _sula_. Fuera
del gremio, no conocían á nadie en el pueblo; y de las diversas clases y
categorías de éste, sólo citaban alguna que otra vez, pero como quien
habla de cosas del otro mundo, á _los comerciantes del Muelle_. Así
vivían apegados, desde tiempo inmemorial, á lo exclusivamente _suyo_: y
en usos, traje, acento, y hasta lengua, fueron siempre en Santander lo
que el peñasco en la mar: bello para el artista; un estorbo para los
múltiples fines de las humanas ambiciones.
En tal estado de virginidad recibió esta gente las primeras noticias del
acontecimiento de que íbamos hablando. No hay para qué decir que no hizo
maldito el caso de él. Pero cuando, abiertas las válvulas á todos los
pareceres y á todas las ideas, fué llegada la hora de echarse cada cual,
á campo-travieso, en busca de terreno para alzar una cátedra en él, ¿qué
_doctor_, por corto que fuera de alcances, no había de descubrir, á la
primera mirada, el mejor de los terrenos para aquellos fines en la pura,
tradicional, primitiva sencillez de la clase marinera? Así fué que,
lloviendo sobre ella apóstoles de la flamante doctrina, comenzó á
reblandecerse al son de tantos himnos y jaculatorias, y acabó por
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