El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - 15

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chico, en campo de legumbres tiernas; y á lo lejos la gazapera con un
farol á la entrada, y un letrero, por luz, que dice: «_Os alumbro el
camino_;» como si dijéramos, «no acelerarse, y firmes con ello, que yo
os muestro la retirada, si viene el amo.»
--Es curioso el lema...
--Así explican el escudo los que lo entienden. La verdad es que la
nuestra fué siempre familia muy aprovechada.
--Ya se conoce.
--Y atento á ello, yo no sé qué rey de la antigüedad le dió esas armas,
por no sé qué préstamo que le hizo.
--No era rana Su Majestad, á juzgar por la muestra.
--Pues sí, señor, todo eso hay.
--Y no es poco.
--Y hablando de otra cosa, ¡Vaya una finca que tiene usted en Cascaruca!
--No es mala.
--¡Y qué partido podía sacarse de ella, bien administrada!
--¿Tan mal lo está?
--Tan mal, tan mal... no digamos; pero ya lo sabe usted, «hacienda, tu
amo te vea,» y yo jurara que usted no la ha visto en su vida.
--Verdad es.
--Naturalmente. ¡Tendrá usted tantas cosas que valdrán más! Á
Radegundis se lo he dicho yo muchas veces: «He aquí una finca que es
una alhaja para un hombre hacendoso; y el diablo me lleve si su amo,
nuestro pariente, se acuerda de ella; y para no acordarse de ella,
¡cuánto no tendrá ese hombre!»
--Y ¿por qué se tomaba usted esa molestia?
--Pues ¡qué sé yo! porque caía la pesa, como dicen, y porque también
el interés de familia mueve mucho, ¿está usted? Y cuando no hay ofensa
para nadie... Por eso, cuando me respondía Radegundis que ya daría
para un buen rato el contar lo que usted tiene, no podía yo menos de
decir: «¡Válgame Dios! ahí está nuestro pariente lleno de caudales y
sin un hijo que se los herede, ni una obligación que tenga derecho para
arrancárselos, ni un triste allegado á su vera, para que mañana ú otro
día le cierre los ojos, ó le asista en sus desconsuelos. ¿Adónde irá
á parar ese dinero el día en que don Gedeón fallezca, porque mortales
somos todos?» Y entonces me decía Radegundis: «¿Quién sabe lo que
pensará nuestro pariente?... Si tiene un millón, como dicen, entre
rústicas y urbanas (yo creo que ha de ser bastante más), ya habrá él
echado sus cuentas, y tomado sus disposiciones para que cada uno lleve
su merecido... ó para tirarlo por el balcón... Nosotros, quietecitos en
nuestra casa y atenidos á nuestra medianía, que á la fortuna no hay que
salir á buscarla: ella sola se mete por la puerta, si de Dios está que
han de alcanzarle á uno sus favores.» Me parece que esto es hablar en
ley y sin ofensa de nadie, ¿no es verdad, don Gedeón?
--Mucho que sí; y es una lástima que mi señora doña Radegundis, que
tan cuerda es en hablar, no lo sea tanto en sus obras.
--¡Ay, don Gedeón! por la espina de Santa Lucía--exclama aquí la
señora de don Ruperto Bonifacio Gazapín de la Gotera,--¿á qué obra
mía le falta la cordura? ¿En qué he faltado á las conveniencias de mi
educación y de nuestro parentesco?
--Justo--añade su marido,--¿en qué ha podido esta infeliz faltar á todo
eso?
--En dejarle á usted venir... á lo que ha venido á esta casa, y en
acompañarle á ella.
--¡En eso, mi buen pariente!--exclama don Ruperto.--¡Es posible que una
persona cometa una falta en ofrecer sus respetos á otra persona?...
Porque á eso, y sólo á eso, hemos venido: créanos usted. ¿No es cierto,
Radegundis?
--Señor don Ruperto Bonifacio Gazapín de la Gotera, natural y vecino de
Cascaruca; señora doña Radegundis Gazapín... de no sé cuántos: cumplí
ya los sesenta y cinco, y apenas me quedan en la boca otros dientes que
los colmillos; ¡figúrense ustedes si los tendré retorcidos!
--No comprendo...
--No caigo...
--Ni hay para qué comprendan ni caigan; en cambio, yo les comprendí
á ustedes á poco de haberlos oído, y esto baste. Conque estimando
la visita en cuanto vale, denla por terminada; procuren ser en otra
que les ocurra, no en mi casa, menos explícitos y más afortunados, y
déjenme ir á tomar el sol, que para tiempo perdido basta el que les he
consagrado.
--¡Pero don Gedeón!...
--¡Pero pariente!...
--¡Ni una palabra más!
--Para explicarle á usted...
--Para que no crea...
--¡Zambomba, que se me acaba la paciencia! ¿Les parece poca la que he
tenido?
--Pues saludo á usted, caballero, que, después de todo, de hombre
á hombre no va un palmo... Vamos, Radegundis, que, por lo visto,
estorbamos aquí.
--Bien te dije yo, Ruperto, que te miraras mucho antes de venir... Beso
á usted su mano...
Y el apreciable matrimonio, hecha esta despedida, vuélvese por donde
vino, entre mustio é indignado. El lance no es para menos, tómense sus
propósitos por donde al lector pluguiere.
En tanto, Gedeón, no poco amostazado, recibe de mano de Regla una carta
que acaba de llegar por el correo, caso también de los más raros en
aquel hogar.
Ábrela sin tardanza. Está fechada en Taconucos, pueblo de aquella
provincia, y no lejano, y dice así:
«Muy respetable señor: Sé que los Gazapines de Cascaruca han ido ha
ofrecerle á usted sus respetos, bajo pretexto de que son sus parientes
cercanos. No los crea usted, y sírvale de gobierno que acostumbraban
á hacer lo mismo con todos los pudientes de la provincia que están á
pique de morir sin herederos forzosos. Dichos Gazapines son gente de
mucha bambolla y de poco trigo; y en cuanto al vástago de que le habrán
hablado á usted, es un perdido que ya ha estado seis veces en la cárcel.
»En punto á parentesco, yo no sé que tenga usted en este lado de la
provincia, otros que con mi familia, por parte de los _Lupianes_, que
casaron con los _Lupinos_, provenientes en línea recta de los _Loberas_
primitivos, y por eso el quinto apellido de su señor bisabuelo paterno
es _Lupián_, igual al tercero de mi señora madre (que en paz descanse),
como puede verse en nuestras ejecutorias; por lo cual en las armas de
esta casa hay, entre otros animales dañinos, un _lobato_ que también
debe de hallarse en las de usted.
»No saco á plaza esto del parentesco por llamarme, como el otro que
dice, á la parte en cosa alguna de usted, ni hacer méritos de ninguna
clase; sino para que se vea la diferencia que va de parientes á
parientes, ó séase de los _Lupianes_ de Taconucos á los _Gazapines_ de
Cascaruca.
»Por lo demás, testigo es el arrendador de su hacienda en este pueblo,
de lo que yo respondí al darme él la noticia de que se hallaba usted á
las puertas de la muerte, y sin un sér de su propia sangre á su lado á
quien dejar sus caudales opulentos.--«Pobre soy (esto dije); cargado de
familia y de necesidades me hallo; pero así me iré á la sepultura antes
que darle á sospechar que le visito con miras interesadas. Si él quiere
acordarse de mí, aquí estoy dispuesto á servirle en cuanto yo pueda, y
agradecerle los beneficios que tenga á bien dispensarme.»
»Tal dije entonces y tal repito ahora, aprovechando tan favorable
oportunidad.
»Y pues ya lo sabe usted, vea en qué puedo serle útil, y mande con
franqueza á éste su atento servidor y pariente cercano,
LUPERCIO LUPIÁN DE LA LOBERA.»
--Todo esto que hoy me sucede con mis parientes--piensa Gedeón en
cuanto acaba de leer la carta,--me haría muchísima gracia si no lo
viera yo más que por la superficie; pero es el caso que tiene un fondo
endemoniado. Por lo visto, huelo ya á carne muerta, y éstos mis
parientes vienen á ser los buitres que revolotean á mi lado esperando
el regodeo que van á darse. Éste es el hecho innegable.
En cuanto á los comentarios que pudiera hacer sobre él un hombre como
yo, que en su juventud no se casó por no verse en el riesgo de que sus
hijos y su esposa _desearan_ heredarle... vale más no hacerlos. ¡Qué
gran libro es la vejez! ¡Lástima que el hombre tenga que morirse cuando
empieza á leerle con provecho!
Luego rasga la carta en cien pedazos; requiere su bastón y sus gabanes,
y rompe á andar hacia la escalera paso á paso, con la cerviz caída y
marcando el lento compás de su andadura con quejidos y carraspeos.
[Ilustración]


[Ilustración]
IX
IN ARTÍCULO MORTIS

Estamos otra vez en el gabinete de nuestro personaje. Los entornados
postigos del balcón apenas dejan entrar la necesaria luz para que ojos
acostumbrados á ella puedan distinguir lo que es sombra y lo que es
cuerpo.
Así puede verse el de Gedeón sobre la cama, no tendido, sino
recostado en un rimero de almohadas, alta la cabeza, abierta la boca,
desencajados los ojos, y aspirando, jadeante y anheloso, el aire
infecto de aquella triste habitación.
Un poco de humedad en los pies, un rayo de sol demasiado fuerte en la
cabeza, si no se prefiere creer que así estaba decretado por quien es
dueño y señor de vidas y almas, bastó para derribar de nuevo aquella
balumba de humores y desengaños, y hacerla rodar hasta el borde del
sepulcro.
En esta recaída no se detuvo la invasión del mal en los límites del
estómago, como en el ataque anterior: á la primera embestida rebasó de
la línea, y sitió al corazón por todas partes.
Harto claro lo vió el médico en las ansias del paciente, y sin andarse
en remilgos ni en contemplaciones, díjole:
--Amigo mío, esto es muy grave; y es preciso que sean heróicos los
esfuerzos que hagamos para combatir, siquiera con gloria, contra
enemigos de tanto empuje.
--Pues ¿cuántos son los enemigos?--preguntó Gedeón ahogándose.
--Los temibles, dos: la gota que ataca á la vida, y el desconsuelo que
la embravece atacando al espíritu. Yo me encargo de lidiar contra la
una hasta donde mis fuerzas alcancen; pero es preciso que alguien se
encargue de lidiar con el otro al mismo tiempo: _dividir es vencer_,
decía el guerrero. ¡Quién sabe si venceremos nosotros con esa táctica?
--Haga usted cuanto guste--respondió Gedeón,--y tenga entendido, para
su gobierno, que en este instante sólo aspiro á morir con la menor suma
posible de tormentos.
Dos horas después entraba en el gabinete, acompañado del Doctor, el
mismo sacerdote que había asistido á Herodes en su enfermedad.
No era Gedeón un hombre combatido por las dudas ni fatigado por el
examen: era simplemente un haragán de la fe; no había perdido sus
creencias: se había olvidado de ellas por desuso. Mientras anduvo por
el mundo, esclavo de todas las concupiscencias de la carne, maldito si
se le ocurrió una vez siquiera pensar en que poseía un alma, cuanto más
en el destino que ésta tendría cuando dejara la cárcel de su cuerpo.
No le costó, pues, mucho trabajo al piadoso varón reunir las chispas
esparcidas, y producir con ellas, si no un incendio, por lo menos una
luz á cuyos resplandores no tardó Gedeón en ver todos los senos y
repliegues de su conciencia como en la palma de la mano.
En uno de ellos encontró á Solita agazapada y llorosa. No le pareció
la hija del zapatero tan fea ni tan antipática como antes, ni halló
fuera de toda justicia la demanda que en otros tiempos le expuso; mas
en cuanto á los vínculos nuevos con que pretendía amarrarle, sólo los
aceptaba, como razón de derecho, secundum quid.
--Pero bien mirado--exclamó á poco rato, y después de oir las piadosas
y discretas reflexiones de su confesor,--¿qué más me da ya? ¿De qué
me sirve ese derecho, ni otros como él, ni cuantos bienes poseo,
si todo ello junto no me arrancará de las garras de la muerte, ni
siquiera me aliviará uno solo de los tormentos que ahora me empujan
hacia ella?... Dice usted muy bien, santo hombre: en lo falible de la
justicia humana, preferible es la duda de beneficiar á un extraño al
recelo de perjudicar al propio. Esos vínculos, aunque no tan santos
como yo quisiera, son, al cabo, el único derecho que dejaré en el mundo
para vivir en la memoria de los hombres. Quédese con ellos cuanto en
el mundo me ha pertenecido, y esa pesadumbre menos impedirá á mi alma
elevarse á la región de la Verdad y de la Misericordia.
En esta situación de ánimo se halla Gedeón cuando aparece á la vista
del lector al principio de este cuadro.
Regla entra y sale y se aproxima á la cabecera del lecho, ora con un
medicamento, ora para arreglar las almohadas ó la ropa.
El enfermo ya no riñe ni vocea: su único deseo parece limitado á salir
cuanto antes de aquellas ansias que le ahogan. Esto le pide á Dios á
cada instante, resignado y contrito, desde que el sacerdote le volvió á
la santa Ley y le absolvió en su nombre.
Aún le falta llenar en el mundo otro deber, y está dispuesto á llenarle
sin tardanza; y á eso espera impaciente.
Regla lo sabe, y no deja asomar á su semblante ni el más tenue reflejo
del estado de su espíritu. Acaso la impone la tremenda solemnidad de
aquella agonía terrible; acaso la luz que penetró en la conciencia
de su amo la ha hecho pensar en las obscuridades de la suya; quizá
la fuerza misma de la astucia la sostiene impávida en aquel trance
de prueba. Lo cierto es que asiste al enfermo con más diligencia que
nunca, y que al verla quien la vió días atrás á la cabecera de la misma
cama y enfrente de Solita, jurara que el moribundo ha saldado todas sus
cuentas con ella, derramando sobre la falda de su vestido el bolsón de
sus caudales.
Para que ningún detalle de carácter se nos olvide al inventariar por
última vez la estancia en que tantas veces nos hemos hallado con
la fantasía el lector y yo, sépase que Adonis sigue en su rincón
acostumbrado, gastando los menguados restos que le quedan de vida en
buscar una postura que no halla, para que la fatiga no le ahogue.
Parece que se ha propuesto estirar el hilo de su existencia hasta donde
alcance el de la de su amo. Ni un punto más, ni un punto menos.
--¿Acaba de llegar esa gente?--pregunta Gedeón á Regla con voz apagada
y fatigosa.
--No puede tardar mucho ya,--responde Regla.
--Es que si no se dan prisa, témome que sea excusado su viaje. Y el
otro recado ¿han vuelto á hacerle?
--Como usted mandó; pero tampoco estaba en casa... _esa señora_.
Un momento después de oir Gedeón estas palabras, entra en el gabinete
Solita, jadeante y acompañada de dos gaznápiros, como de doce años el
uno y de diez el otro, feos, toscos de ademanes, burdos sus vestidos,
crespos de pelo, angostos de frente, y como curtidas sus caras por la
intemperie; de todo se asombran, y casi á empellones de Solita entran
en el cuarto.
Ésta, que ignora que se la anda buscando para lo mismo que ella viene
á pretender, arroja contra la cama aquel par de memoriales agrestes,
diciendo con desgarro al propio tiempo:
--Ahí los tienes. ¡Niega ahora tu sangre!
Y acercándose en seguida á los motilones, encáralos con el enfermo, y
les dice en tono melodramático:
--¡Hijos míos: ese es vuestro padre!
Á lo cual los rapaces, después de mirar al aludido por Solita, míranse
uno á otro, como preguntándose mutuamente «¿qué te parece de esto que
nos cuentan?» y acaban por echarse á reir, tapándose la boca y las
narices con las manos, por todo disimulo.
Mientras Solita y sus hijos representan esta escena grotesca, el
sacerdote, el Doctor, un escribano y dos personas más, ayudantes de
éste, han llegado al gabinete y detenídose á la entrada por respeto
á lo que ocurría junto al lecho. Para los dos primeros, que estaban
impuestos en ciertos pormenores, las últimas palabras de Solita no
tienen desperdicio.
En cuanto á Regla, desapareció de la escena tan pronto como en ella
apareció _la otra_.
--Señor cura, Doctor...--exclama el enfermo al distinguirlos en la
estancia.--Ustedes han visto y oído todo esto... ¿no es verdad?... Pues
bien--continúa después de obtener sus respuestas afirmativas,--_así
y todo_, no vacilo siquiera en mis propósitos... Señor cura, no hay
tiempo que perder, y yo estoy pronto á cumplir lo prometido. ¡Que Dios
me lo tome en descargo de mis culpas!
Prepárase el sacerdote; hácese salir de la estancia á los cerriles
muchachos; requiérese en debida forma á Solita; asómbrase ésta al
conocer los nuevos propósitos del moribundo; acúsase de la ligereza
con que ha procedido con él escudándose con la pasada resistencia, y
disimulando mal el gozo que le causa la noticia, colócase, por mandato
del sacerdote, á la cabecera de la cama... Y allí Gedeón _in artículo
mortis_, y con la bendición de Dios, la recibe por esposa y reconoce
_á todo trance_, por hijos suyos, á los nietos del zapatero Judas, con
encargo expreso de que su madre los eduque un poco mejor de lo que
están.
--Ahora usted, señor notario--dice á éste, terminada la otra
ceremonia,--y pronto, porque esta luz se apaga.
En efecto: sus ansias crecen por instantes, y el Doctor halla en el
pulso del enfermo síntomas de mal agüero.
Quédanse solos el notario y Gedeón; y testa éste en muy pocas
cláusulas, legando á Regla, por una de ellas, y como en pago de
antiguos y buenos servicios, mucho más de lo que la ambiciosa sirviente
pudo prometerse nunca; á menos que alguna vez no le pasara por las
mientes alzarse con el santo y la limosna, punto que, á mi entender,
jamás se pondrá en claro.
Por otra, separa del cuerpo de bienes una suma de importancia para
premiar el mejor libro que se escriba en el plazo de dos años, á contar
desde aquel día, sobre las _Miserias de la vida del solterón_, siendo
los jueces del certamen que se abra al efecto, el Doctor y el señor
cura allí presentes, y en caso de empate, el célibe más viejo que haya
en la población.
También es su voluntad que se doble la recompensa si la obra llega á
ser declarada de texto en las escuelas de la nación.
El resto de sus bienes, deducidas algunas mandas piadosas, queda en
beneficio de su viuda.
Mientras se lee el testamento y le firman los testigos, Solita frunce
en vano la afilada jeta, y en vano tira de sus párpados para arrancar
de la fuente de sus ojos una lágrima siquiera: pesan más en su fantasía
los risueños cuadros de lo porvenir, que se forja, y en su memoria
el recuerdo de tantos años de esclavitud y de aislamiento, que en su
corazón la pena que le causa la agonía de su antiguo amante.
Regla, entre tanto, impasible y con el ceño ligeramente fruncido,
parece la estatua de Némesis inexorable. Sólo le falta la espada en su
diestra, y para bien de Solita, vale más que le falte.
Los dos gaznápiros, metiéndose los dedos en las narices, atisban la
escena desde la puerta del gabinete.
Terminada la ceremonia, el enfermo ruega al Doctor que se acerque á él.
Su rostro tiene la palidez del lirio, su vista una fijeza imponente.
--Me muero, Doctor--le dice con voz lenta y apagada.--La poca vida que
tenía la he gastado en el cumplimiento de estos últimos deberes...
El Doctor le pulsa, le observa, y llama con una seña al sacerdote para
que se aproxime. El médico del cuerpo no tiene nada que hacer allí ya.
El del alma le administra el último Sacramento, y de nuevo le bendice y
le consuela.
--Acercaos todos--dice luégo el moribundo,--ya que Dios ha permitido
que yo no muera solo y desesperado, y recoged mi último pensamiento...
fruto sazonado de mis desengaños... ¡Qué patentes los ven ahora
mis ojos... á la luz de la Verdad... que alumbra el tránsito de mi
espíritu!... Pasé lo mejor de la existencia huyendo de los soñados
males del matrimonio... y muero abrumado... por cuantas pesadumbres
caben... en la peor de las familias... sin haber gustado una sola de
las ventajas... de la vida conyugal... ¡Castigo justo de mi egoísmo
grosero!... Locura es digna de la soberbia humana... buscar un camino
sin cruz... en el Calvario de la vida... Elegir la de Cristo...
para que pese menos... es lo cuerdo y lo acertado... Yo tomé la de
Barrabás... y quebrantóme su peso... No está la dicha en eludir la
ley, sino en el bien que reporta el trabajo... de cumplir con sus
preceptos... Por huir de ellos, me alejé de Dios y de los hombres...
y merecí, como otros muchos insensatos, hundirme en las sombras de la
muerte... como el ave triste de los páramos... entre el frío de la
soledad... y sin huellas de mi paso por el mundo.
Por la bondad de Dios... le hallé á usted en mi camino, Doctor... Á
usted debo la dicha de espirar... reconciliado con los hombres...
fortalecido con la fe, y alentado por la esperanza... ¡Cuántos
desgraciados le deberán... el mismo beneficio!... ¡Admirable
destino!... Consolar al triste... redimir al esclavo... Para usted...
toda la gratitud... de mi corazón... Mi alma inmortal... ¡Dios mío!...
tuya es... y te la entrego... si no limpia... de culpa, lavada... en el
arrepentimiento... ¡Ampárela... tu infinita... misericordia!...
Dice, besa un Crucifijo, y espira.
[Ilustración]


[Ilustración]
X
CABOS SUELTOS

Este libro debiera concluir en la última palabra del capítulo anterior;
pero hay lectores nimios que quieren apurar la materia hasta las heces.
Por complacerlos añado estos renglones.
Para que todos los cálculos que Gedeón hizo en vida fuesen errados, su
muerte arrancó lágrimas á cuantas personas la presenciaron... excepto á
Regla, á Solita y á sus hijos; es decir, á todos menos á los que tenían
_obligación_ de llorar en aquel trance.
No deben despreciar este dato los ingenios que aspiren á merecer el
premio legado por Gedeón.
Al exhalar éste el último aliento, oyóse un quejido angustioso hacia el
rincón en que yacía el ratonero. La honrada bestezuela acababa de morir
también; y á juzgar por la actitud airada en que quedó su cadáver,
creeríase que la visión de Merto, esgrimiendo la verdasca, le atormentó
en los últimos instantes de su vida.
Tan pronto como el sacerdote cubrió con la sábana la faz del que entre
los vivos se llamó Gedeón, Regla, que había estado contemplando su
agonía con rostro impasible y los brazos cruzados, salió del gabinete y
se puso á hacer su equipaje.
Concluída su tarea, entregó al Doctor, como testamentario, las
llaves de que por tantos años había sido depositaría; y sin querer
dar explicaciones acerca de su conducta, despidióse de aquél y del
sacerdote, sacó el baúl á la escalera, y llamó á la señora Rita para
que se le condujera á donde ella le diría.
--¡Qué le parece á usted, señora Regla!--díjole la incorregible
portera.--No le faltaba del todo la razón al desalmado tío Judas,
cuando nos decía que había quién que mandaba en esta casa más que
nosotros y que el amo. ¡Vivir para ver, señora Regla!... Y todo bien
mirado, buen provecho les haga; que á tanto precio, sale muy caro el
señorío... La mujer honrada, la pierna quebrada; y zapatero, á tus
zapatos...
Y así charlando la señora Rita, y callada como un muerto Regla,
llegaron al portal en que, por respeto al triste acontecimiento, se
paseaba el tío Simón con la ropa de los domingos.
--Quédese usted con Dios, tío Simón,--díjóle Regla al pasar por delante
de él.
--Vaya usted muy enhorabuena, señora Regla--respondió el zapatero, sin
preguntarla siquiera si se marchaba para no volver.
--¿Usted tan satisfecho siempre?
--Siempre cumpliendo con mi deber, señora Regla.
--Bueno es eso; pero sírvale de gobierno que en ocasiones no alcanza, y
hasta perjudica.
--Vivir para ver, como dice Rita.
--Pues por lo que he vivido y llevo visto lo digo yo, tío Simón.
Al poner Regla los pies en la calle, un cuerpo pesado y negruzco cayó,
como llovido, delante de ella, envuelto en un retal de manta sucia. Era
el cadáver de Adonis, arrojado por Solita.
Detúvose Regla un instante, sorprendida por el suceso; y como si
conociera la mano inclemente que tal había hecho, no pudo menos de
murmurar entre dientes, contemplando los restos del ratonero:
--Entre algodón cardado te metieron los propios por la puerta, y ahora
te arrojan los extraños en cueros por la ventana... No te duela el mal
pago, que no es mucho mejor el que á mí me dan, siendo mayores mis
servicios.
Solita no volvió á dejar la casa, de que ya era dueña; y tan pronto
como salió de ella el cadáver de Gedeón, echóse con avidez á registrar
alacenas y cajones, en tanto sus hijos, atracados ya de cuanto
rapiñaron en los estantes de la despensa, metían la cabeza en los
armarios, hojeaban los libros que tenían láminas, y olían y manoseaban
todos los cachivaches de la casa.
El resto se adivina.
De Anás y Caifás, tengo pocas noticias.
Sé que el primero, después de estar medio desplumado por la familia de
la carabinera, se casó con ésta tan pronto como falleció el sargento
licenciado, y que, poco más allá, desplumado por entero, no hallaba en
casa quien quisiera darle de comer.
Sé que Caifás tuvo que publicar su casamiento para ver si conseguía
domar á su mujer, quitando el motivo á sus amenazas; sé que no logró su
objeto, pues los _parientes_ que, oculto el casamiento, se limitaban
á sentarse á la mesa uno á uno, después de publicado acudían por
docenas á casa de Caifás para comerle el pan y hacerle la tertulia
por la noche; y aun me consta que, por complacer en ello á su mujer,
muchas veces alumbraba hasta la puerta de la calle á los que entraban y
salían.
Sé, por último, que llegadas las cosas á estos extremos, Anás y Caifás
volvieron á encontrarse tope á tope en una acera; y que, sobre si pasas
tú por la derecha ó paso yo, se dieron otra mano de leña como la de
marras, hasta que los separó la gente y los rechiflaron los granujas.
Y no sé más, lector. Por tanto, aquí lo dejo si me das licencia; pues
en Dios y en mi ánima te juro que, al llegar á este punto con la
historia, me duele ya la mano, de escribirla de corrido y sin vacantes.
POLANCO, Septiembre de 1877.
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