El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - 01

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OBRAS COMPLETAS
DE
D. JOSÉ MARÍA DE PEREDA


OBRAS COMPLETAS
DE
D. JOSÉ M. DE PEREDA
DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA

Tomo II
EL BUEY SUELTO...
CUADROS EDIFICANTES DE LA VIDA DE UN SOLTERÓN
TERCERA EDICIÓN

MADRID
VIUDA É HIJOS DE MANUEL TELLO
1899


_Es propiedad del autor._


[Ilustración]
AL SEÑOR D. M. MENÉNDEZ Y PELAYO DOCTOR EN FILOSOFÍA Y LETRAS

Aunque _tú nos has dicho, y has dicho muy bien, que_ «el que lanza
al mundo un libro con sus tachas buenas ó malas, debe responder de
todas, confiéselas ó no[1],» _quiero, á buena cuenta y por lo que
valga, invocarte por testigo de que al borrajear estos cuadros, casi
á tu presencia, no me guió el propósito de resolver en ellos problema
alguno, sino el de fantasear sobre un tema determinado, con el mismo
derecho que han tenido otros escritores para fantasear con opuesta
tendencia; y acusarte después, como te acuso, de haber creído y de
seguir creyendo que en este rimero de cuartillas, escritas sin
plan meditado y verdaderamente á vuelapluma, hay un libro que debe
publicarse, porque, bien leído, no carece de útiles enseñanzas_.
[1] _Horacio en España._ Prólogo.
_Esto dicho sin temor de que me desmientas, declaro que, no obstante
lo mucho que pesan tus dictámenes sobre mis pareceres, por esta
vez, ateniéndome al mío, diametralmente opuesto al tuyo denunciado,
quedáranse estos cuadros, como algunos de sus hermanos mayores, sin ver
la luz de la imprenta, á no animarme á publicarlos la esperanza de que
el lector ha de perdonar las tachas de la obra, en gracia de lo virgen
del terreno en que penetra._
_La verdad es que no se explica fácilmente cómo en un país en que
tantas agudezas y tantas necedades se han escrito y traducido contra
la vida conyugal, ni más ni menos que si esto de casarse los hombres
con las mujeres y de proceder los hijos de sus padres fuera moda
flamante, sujeta á las humanas veleidades, como el capote ruso ó
el tupé engomado, no existe un libro en que se narre y puntualice
escrupulosamente lo que se divierte un hombre esclavo de las teorías
de esos caballeros sublimes, que abominan de las suegras y sueñan con
las demasías de los chiquillos, y se pasan la vida haciendo que se ríen
de ciertas prosas (sin dejar por eso de aceptar un buen acomodo si se
pone á sus alcances), cual si fueran cuerpos santos los suyos, ó no
hubieran sido antes cuerpos de mocosos, é hijos de sus madres («muy
queridas, santas y veneradas» siempre que las dedican sonetos), á la
vez esposas y primero hijas; de la cual madera, á mi entender, se hacen
las suegras, y continuarán haciéndose mientras siga de moda la familia
honrada._
_Pues bien: que al lector se le ocurra alguna reflexión por el
estilo después de pasar la vista por este mal ensayo de_ fisiología
celibataria _(sigo el tecnicismo al uso), es el único fin á que aspira_
EL BUEY SUELTO... _al aparecer en las mieses de la república literaria_.
_Lo serio, lo ingenioso, lo transcendental, el libro, en fin, que se
necesita, escríbale quien haya nacido para tan alta empresa._
_Entre tanto, hazme la merced de contar estas cosas á quien te diga que
valiera más no tocar las castañuelas que tocarlas como yo las he tocado
en la presente ocasión, y de aceptar estas páginas como ofrenda que
tributa á la gloria más radiante de la Montaña, tu admirador sincero y
apasionado amigo_
JOSÉ MARÍA DE PEREDA.
[Ilustración]


JORNADA PRIMERA


[Ilustración]
I
EL HOMBRE

Concédame el lector, si mal no le parece, que cuando un hombre ha
visto, desde que empezó á serlo, satisfechas como por ensalmo las más
comunes y perentorias necesidades de la vida, tiene mucho adelantado
para ser egoísta. Lo cual no se opone á que también lo sea el que ha
ganado el bien que disfruta, en guerra encarnizada con la suerte.
Querrá decir esto que los egoístas abundan, y que sus especies varían
en cada ejemplar. Enhorabuena; pero conviene distinguir de casos para
el objeto de estos apuntes.
El que es egoísta porque así le hizo el desdén de la fortuna; el que se
consagra al propio regalo como en recompensa de pasadas fatigas, tiene
en éstas la disculpa, y perenne deleite en la comparación del presente
risueño con el ayer angustioso. De este modo, ni la imaginación le
seduce, ni las vacilaciones le marean, ni _el vicio le mata_, como el
vulgo dice de los indecisos que lloran soñados males por exceso de
bienes. Lleva su rumbo bien trazado y camina con pie firme, sin el
riesgo de tropezar en desengaños, por lo mismo que no se alumbra con
ilusiones.
Otra cosa muy distinta es Gedeón, tipo en que se resumen todas las
especies de egoístas que no debieran serlo, hasta por razones de
egoísmo.
Á estos señores enderezo mi cuento; con vosotros hablo; con vosotros,
los que afanados en evitarle desazones á la materia, huís de los más
legítimos goces del espíritu; con vosotros los que, pródigos de la
hacienda cuando se trata de regalar al cuerpo, sois avaros de ella si
el alma os pide un óbolo para adquirir un regocijo; con vosotros, en
fin, los que pasáis lo mejor de la vida renegando del matrimonio por
molesto y caro, y el resto de ella lamentándoos de no haberos casado _á
tiempo_.
Séame lícito traeros al banquillo y revolver un poco el saco de
vuestras culpas; y aquí, donde nadie nos oye, cantaros al oído
media docena de verdades; parte mínima de tantas perrerías como
venís soltando á cada triquitraque contra la _diabólica_ suegra, la
_fementida esposa_, el _crucificado_ marido, y hasta los _mocosos_
rapazuelos.
Permitidme, pues, este inofensivo desahogo, y oidme la historia del
bueno de Gedeón, que si no es la historia de cada uno de vosotros,
andará á dos dedos de serlo, y á todos os vendrá como repique en pascua.
Gedeón siguió media carrera en la Universidad, ó no pasó del Instituto
de segunda enseñanza, ó no tuvo otra que la que recibió, muy á la
fuerza, de un dómine casero. Importa poco este detalle para el punto
que se esclarece. Fué hijo único, ó tuvo hermanos: como el lector
quiera. Lo cierto es que en su casa reinaba la abundancia, y que él, si
no era niño mimado, pecaba con exceso de _consentido_.
Sabía que al despertarse, á la hora que más le cuadraba, le esperaba
el desayuno calentito, al alcance de su mano; que los vestidos que le
hacía el sastre, á su capricho, habían de ser pagados, no por él, á
la presentación de la cuenta; que si el frío arreciaba, se elevaría
convenientemente la temperatura de su gabinete; que si le cansaban las
truchas, le darían perdices, y que si tosía más de tres veces, iría
á buscarle entre las coberturas de su lecho la azucarada y humeante
pócima; sabía, en fin, que dentro del hogar eran sus deseos antes
satisfechos que manifestados.
En esta pendiente colocado, en breve llegó á estimar cosas y personas
no más que en cuanto podían servir á sus deleites; y si no creyó
al mundo hecho para su uso particular, juzgóse venido á él para
merecer todas sus comodidades y ninguna de sus molestias... Si no os
ofendiérais, célibes de mis entrañas, os diría que era Gedeón el más
perfecto modelo de aquellos hombres á quienes llamaba Horacio _cerdos
de las piaras de Epicuro_.
Que era sensual, no hay que decirlo, ni tampoco qué gusanillo le roía
con más frecuencia la imaginación. Soñó con el amor perdurable de
las mujeres (nótese que no digo de la _mujer_); y creyendo hacer de
su corazón un nido al más puro y noble de los sentimientos, labró en
su cabeza templo en que daba culto á los más torpes estímulos de la
materia.
Que para alimentar este fuego elegía los combustibles más adecuados á
su actividad, también se comprende sin afirmarlo; por lo cual excuso
decir que, en punto á literatura, tomaba á pasto cuanto se ha escrito
en el género desde la _Celestina_ hasta _Mi tío Tomás_. Pero algo
filósofo también, para contener la imaginación, que pudiera llevarle
más allá de lo conveniente, acogíase al llamado eclecticismo de Balzac,
y sabía de memoria la _Physiologie du mariage_, y las _Petites misères
de la vie conjugale_.
Porque es de advertir que Gedeón, á las veces, creía posible realizar
sus ilusiones dentro del matrimonio, tomándole, por supuesto, como una
fase más de su sibaritismo; como refugio lícito, pero siempre sensual
y voluptuoso, de su vida hastiada ya del _amor libre_. Pensaba en el
matrimonio, considerándole sólo como un conjunto de todo _lo bueno_ de
él y de fuera de él; es decir, el incentivo constante de la concubina,
y la adhesión fiel y desinteresada de la esposa que le tuviera en
perpetuo arrullo, sin dudas ni remordimientos.
Como hombre de vehementes caprichos, sentíase arrastrado con violencia
hacia ese punto desconocido; pero, egoísta impenitente, huía de él
temiendo equivocarse; temor que le aterraba al considerar que en ese
terreno, una vez dado el avance, es imposible la retirada.
En tales ocasiones era cuando acudía con más ansia á sus filósofos
preferidos, que si no le convencían por completo, dejábanle, por lo
menos, sumido en grandes dudas acerca de eso que se llama entre los
solterones licenciosos y egoístas, _prosa de la vida matrimonial_.
En este perpetuo examen de lo conocido y lo desconocido; pasando con
su imaginación á cada instante del uno al otro término, como cambia el
enfermo de posturas para aliviar sus dolores, no del todo satisfecho
de lo que palpaba, y dando un aspecto pavoroso á lo que desconocía,
apuntáronle las canas, quizá más que por el peso de los años (aunque ya
los contaba por pares de decenas) por la fuerza de sus cavilaciones.
Y en esto, aquel sér que en el mundo era su providencia, y á cuya
sombra vivía él regalón y descuidado, desapareció de la haz de la
tierra.
[Ilustración]


[Ilustración]
II
EL CASO

Momento solemne fué para Gedeón el en que, por primera vez, se vió
solo en el recinto de su hogar; pues aunque en él quedaba siempre
la abundancia, ¡era tan duro, tan molesto, tan prosáico eso de
administrarla y de atender con ella á las mil necesidades ordinarias de
la existencia!...
Por cierto que en aquellos mismos días hizo varias observaciones que no
dejaron de asombrarle. Cada vez que se sentaba á la mesa experimentaba
dentro de sí algo que no podía explicar bien su egoísmo; algo que
pesaba sobre su alma y se la oprimía; y al contemplar vacío el puesto
que antes ocupaba la persona en quien apenas se había fijado él por la
misma frecuencia con que la veía, parecíale un páramo desierto, con
sus fríos y hasta con el silencio pavoroso de las grandes soledades.
Observaba que cuando no vivía solo en aquel mismo albergue, no reparó
jamás en que, al tornar á él después de sus francachelas y regodeos,
sentía un placer tranquilo y consolador; veía la faz del anciano
envuelta en serena y misteriosa luz, y hasta el vulgar condumio,
servido por tosca cocinera, le gustaba más que los refinados manjares
de la fonda; venía á ser, en fin, el hogar doméstico, para él, cuando
le buscaba después de las borrascas de sus pasiones, lo que el seguro
puerto para la nave batida en el mar por los huracanes.
Al caer en la cuenta de estos fenómenos que había sentido sin
fijarse en ellos, en vano trataba Gedeón de explicárselos por causas
rigorosamente lógicas.
--«El paladar--pensaba,--se estraga con los mejores guisos, si se los
dan muy á menudo; y el espíritu necesita también la variedad en los
goces para no hastiarse de ellos. La modesta prosa de mi albergue es
todo lo contrario de lo que yo saboreo fuera de él. Por eso, por el
contraste, me gustaba el hogar doméstico y cuanto en él hallaba después
de las tempestades de mi vida.»
Pero ¿por qué en su nueva situación no le sucedía eso mismo? ¿Por qué
hallaba insípidos los manjares de su casa, y en lugar de dilatársele
el pecho al atravesar los umbrales de su puerta, se le oprimía el
corazón, y el desierto de la mesa se extendía á su gabinete, y notaba
la falta de aquella persona hasta en los sitios donde jamás la viera?
¿Qué era y en qué consistía _aquello_? ¿Existía algo fuera de su
sér, que, sin embargo, formaba parte de él; algo indispensable para
expansión legítima de su alma? ¿Era acaso que los cuidados domésticos
que á la sazón preocupaban al huérfano, le proporcionaban molestias que
antes no conocía? ¿Serían estas molestias la causa de su desaliento en
el hogar? Y, en este caso, ¿era la falta de un celoso _proveedor_ lo
que únicamente le apesadumbraba? Pero entonces, ¿por qué le echaba de
menos aun donde nunca le necesitó? ¿Por qué antes le molestaban por
_impertinentes_ sus preguntas, aunque se encaminasen á satisfacerle un
gusto más, y ahora diera parte de su vida por volver á oir una sola
de ellas, aunque fuera para echarle en cara su egoísta ingratitud?
¿Sería cierto que en ese _presidio_ llamado familia por los hombres
_vulgares_, es donde únicamente se encuentra lo que no puede adquirirse
con todo el poder de las riquezas, ni entre el vértigo de todos los
placeres?
Así, ó por el estilo, le hacía discurrir la elocuencia de los hechos,
como en respuesta á la explicación _lógica_ que él se empeñaba en dar
á su nuevo y _raro_ modo de sentir; el cual hallazgo, dentro de la
casa, le produjo, como dicho queda, no poco asombro, pues jamás se
había permitido semejantes _debilidades_.
Pero tenía hondas raíces en su pecho el amor inconmensurable á la
materia; y no pasó la crisis de obligarle á insistir con doble empeño,
más bien por distraerse que por decidirse, en sus cavilaciones de
costumbre; las cuales, como el lector sabe ya, se reducían á comparar
estado con estado, y hacer con la imaginación voluptuosas exploraciones
en el campo matrimonial, en su afán de conocerle, por si las
circunstancias le llevaban un día á refugiarse en él.
Merece saberse, al pormenor, de qué especie eran esas exploraciones.
Comenzaba Gedeón por hacer un recuento de sus haberes; y suponiendo
que, aun echando corto, habían de darle, amén de mujer, doble por
sencillo, multiplicaba su caudal por 3, y apuntaba el producto como
capital de su pertenencia para sostener las cargas de su nuevo estado.
En seguida pensaba en el tipo de la mujer que debía elegir; punto
siempre muy grave para él, porque unas por rubias y otras por morenas,
unas por rosas y otras por capullos, todas le gustaban, supuesto
que todas habían de tener el pie pequeño, el cuello torneado, los
ojos lúbricos, el talle flexible... y, además, habían de amarle _con
delirio_.
Sin estas condiciones arquitectónicas y hasta de temperatura, no había
que pensar en que Gedeón se decidiera por ninguna; y con ellas, todas
le convenían.
Vacilaba largo rato, con los ojos cerrados y la mente perdida en un
cúmulo de hipótesis verosímiles, y concluía decidiéndose... por _el
grupo_, por de pronto, y aplazando el _cuál de ellas_ para _en su día_.
Tenía ya mujer y buena renta: faltábale el nido en que había de pasar
la vida como una aurora sin nubes, como un suspiro de amor, sin término
ni fatiga.
Por de pronto, entre disfrutar la luna de miel con su paloma bajo los
aleros de un _hotel_ fuera de la patria, ó á la sombra del tejado
paterno, elegía un término medio que le satisfacía en todos conceptos:
para esa ocasión tan solemne tendría él preparado el voluptuoso
albergue conyugal.
Y ¿cómo sería ese albergue?
Aquí entraba el lápiz á resolver el problema, no sólo con cifras, sino
con dibujos; y comenzaba Gedeón por trazar el plano geométrico de
su futura morada. Pero le asaltaba al punto la batallona y compleja
cuestión de Balzac: ¿dos gabinetes para los esposos; uno solo con dos
camas, ó una cama sola y un solo gabinete?... Nuevas meditaciones,
nuevas dudas, y al fin un punto más entre los varios que se quedaban
sin resolver por el momento.
Entre tanto, aceptaba los dos gabinetes; pero ¿muy separados ó muy
juntos? Lo primero tenía sus ventajas; mas había en contra de ellas
ciertos reparos de estética y hasta de higiene y policía doméstica, por
razón de distancia y horas intempestivas, muy atendibles... Á todas
luces era preferible la contigüidad; y así se trazaban los gabinetes.
Después pensaba en la ornamentación, y calculaba el número de sillones,
y la clase y el color de la tapicería; y si el lecho nupcial sería de
bronce ó de madera; si las cortinas de éste ó del otro modo; si la
luz por la derecha ó por la izquierda; si la alfombra de Persia ó de
Cataluña; si en la antecámara pondría, durante la noche, opaco disco
ó resplandeciente fanal; si es de más ilusión la media luz que la luz
entera, ó si es preferible la obscuridad absoluta.
Después, el tocador de _ella_: sus mil objetos, untos y perfumes; y
el vestíbulo y el estrado... ¡hasta la cocina! todo se apuntaba en
minuciosa lista, á todo se le daba precio y para todo alcanzaban las
rentas.
Por los pasadizos de aquel plano, realzado con el fuego de la
imaginación del dibujante, veía éste pasar la esbelta figura de su
mujer, y oía el crujir de la seda de la bata, y por debajo de los
pliegues desmayados, distinguía la punta del diminuto pie calzado con
artística, leve babucha, y aspiraba el aroma de los rizos cayendo sobre
el lascivo cuello... y ¡qué sé yo cuántas cosas más!
Después pensaba en la servidumbre, y formaba el presupuesto de sus
gastos domésticos, que nunca excedían á los ingresos.
Establecido ya, trataba de metodizar su vida: qué horas destinaría á
los placeres dentro de su casa, y en qué forma; y cuáles para volver á
ella, donde le esperarían los brazos de su hermosa compañera, que no
podría vivir un instante separada de él; el almuerzo y la comida serían
la comida y el almuerzo de dos tórtolas; y la sobremesa y el reposo, un
incesante arrullo.
Si él enfermaba (en que enfermase ella no había que pensar) su médico
sería el amor, y su medicina, mimos y agasajos... Por supuesto que
su enfermedad no pasaría de cierta languidez interesante: nada de
secreciones nasales ni otras hediondeces por el estilo...
Así un día, y otro y otro; y los meses y los años: _ella_ cada vez
más hermosa y enamorada, y _él_, que ya tenía canas al hacer este
presupuesto, sin una sola arruga, ni un triste _destacamento_, ni un
mal retortijón.
También vislumbraba, entre la penumbra de sus ensueños, algo como la
rizada y blonda cabellera, los húmedos y rosados labios, los ojos
serenos y el leve talle de una hermosa criatura; pero este sér siempre
sonreía, jamás había llorado, ni estado en mantillas, ni alborotado
la casa durante lo más acerbo de la dentición; ni su madre le había
parido, ni el comadrón la había visitado...
Era, en suma, el cuadro que Gedeón se imaginaba, una primavera
perpetua, sin lluvias ni ventiscas.
--¡Si esto fuera posible!--exclamaba, despidiendo centellas por los
ojos.--Pero... ¿y la _prosa_?... ¿y mi libertad perdida?
[Ilustración]


[Ilustración]
III
LOS JUECES

En dos épocas de la vida sienten los hombres, con respecto al
matrimonio, eso que los célibes recalcitrantes llaman _malas
tentaciones_: la primera, cuando la imaginación, salida apenas del
horizonte de la pubertad, lo ve todo de color de rosa. Entonces nos
casaríamos todos los hombres si fuéramos dueños de nuestra voluntad y
de algunos maravedíes. La segunda, después de trasmontar la cúspide de
este sendero espinoso; cuando todavía nos atrevemos á dudar si vamos
dando el primer paso del descenso, ó el último de la subida.
Por estas latitudes navegaba la edad de Gedeón cuando notó que le era
insoportable la soledad de su casa, y con tanto empeño se entregaba á
sus exploraciones por los desconocidos mares del matrimonio.
No diré que se insinuara en él con tanta fuerza como en otro mortal
menos egoísta la inclinación al indisoluble vínculo; pero es indudable
que el coincidir en ese mismo grado la natural tendencia, su,
digámoslo así, _punto de sazón_, y el repentino cambio en un tan largo
como inalterado método de vida, era más que suficiente motivo para
obligarle, como le obligó al cabo, á hacer un esfuerzo de raciocinio.
Ni su edad ni sus circunstancias del momento, daban ya espera. Entonces
ó nunca. Era preciso examinar con el microscopio de sus conveniencias
hasta el último repliegue de sus adentros, para ver, en definitiva,
qué había _allí_ que temer ó que esperar. Como buen egoísta, no quería
dejar para mañana ni el recelo de haber elegido lo peor por falta de
reposado consejo.
Ya se ha visto que en el que á sí propio se pedía, llevaba preparada
más de la mitad de su postrera resolución. Y digo que ya se ha
visto, porque tomando el punto de vista donde él le tomaba siempre,
el resultado no podía variar jamás. Desde aquel punto lo veía todo,
todo... menos el matrimonio. ¿Cómo diablos había de llegar á conocerle?
Y no conociéndole, ¿cómo había de estudiarle _á fondo_, según él
deseaba?
Por eso no fué larga su meditación; mas como el resultado de ella
no le satisfizo por completo, aunque le agradaba no poco, quiso
encomendar el resto al dictamen de acreditados peritos en la materia.
En desacuerdo con ellos, lícito le era apelar á otros pareceres; en
perfecta concordancia, ya no cabían escrúpulos.
Veamos ahora quiénes eran los jueces que iban á entender en tan
delicado litigio.
Cada generación que viene al mundo trae un poco de todo, como ustedes
saben. De cien muchachos que van juntos á la escuela, hay siquiera
diez que entran al mismo tiempo en la Universidad; otros diez que se
dispersan por la tierra á correr las aventuras de la suerte; veinte que
ahorcaron los libros para meterse, como Fray Gerundio, á predicadores,
es decir, á todo aquello para lo cual no sirven; cincuenta que van
dejando, uno tras otro, este pícaro destierro; y, finalmente, otros
diez que se quedan, en la época crítica de decidirse, como estorninos
atolondrados, mirando cómo se dispersa el resto de la banda. De estos
diez era Gedeón, y de los mismos, otros tres contemporáneos suyos,
ociosos como él, egoístas como él y solterones aún más que él, pues
todos le excedían en edad, y particularmente en aversión al matrimonio.
Como contemporáneos, como egoístas y como solterones, los cuatro eran
amigos... Entendámonos: paseaban juntos, murmuraban juntos, y juntos
estaban siempre en rebelión contra la sociedad entera. Por lo demás,
ninguno de ellos hiciera por la vida de los restantes el sacrificio de
un cuarto de hora de su reposo. Paseando en ala, como acostumbraban,
no se toleraban mutuamente el casual pisotón, ni el choque un tanto
violento. Por todo gruñían y á cada instante alborotaban el paseo.
Ninguno de los cuatro sabía el modo de vivir de los otros tres; lo
único que no ignoraban todos era el pie de que cojeaba cada uno de los
demás, porque esto aun en la calle se veía: era el carácter.
Uno era avaro; y el matiz más sobresaliente de los muchos que tenía su
odio el matrimonio, se compartía entre lo caro que costaba y el riesgo
de llegar á tener herederos _forzosos_.
Acaso hubiera aceptado la esposa como sirvienta fiel y desinteresada
en todo género de faenas; pero la quería joven y de buena estampa,
con lo cual no estaba garantido contra el riesgo que temía. De las
aseguradas de él por edad, no había que hablarle. De todas maneras,
no podía avenirse con el derecho de la mujer á la mitad de los bienes
gananciales. El caudal era suyo, y lo suyo lo quería para hacer de ello
lo que le diera la gana.
Otro era pulcro, reglamentado y económico. No toleraba en su habitación
un mueble fuera de su sitio, ni una hilacha en el suelo, ni una mancha
en su vestido; la ventilación era su tema y el cepillo su manía.
Apuraba la ropa hasta desecharla por transparente, pero jamás por
sucia. Se sentaba ocupando la menor cantidad posible de silla; y para
escribir, así sentado, aún encogía las piernas y los dedos de la mano;
_metía_ los renglones de su piojosa letra hasta amontonarlos, y todavía
cercenaba media pata á cada _m_ y los puntos á las _ii_. Comía, paseaba
y dormía á horas inalterables é inalteradas. No concebía de otro modo
la existencia; y como, en su concepto, el matrimonio era el desorden,
el despilfarro, el desaseo y una caverna de aires impuros, detestaba el
matrimonio con un rencor inconcebible en su aspecto acicalado y hasta
risueño... Verdad es que su sonrisa no lo era; más bien lo parecía por
la especial disposición de su boca, muy semejante á la de las culebras.
El tercero era celoso, como una bestia en sus períodos _álgidos_; y
porque la humanidad no le mimaba como él creía necesitarlo para sus
regodeos brutales, detestaba á la humanidad entera. Bajo siete cerrojos
y amarrada á una estaca, y él á su lado con otra en la mano, sospechara
de la fidelidad de su mujer, si capaz hubiera sido de atreverse á
elegir una, ó el cielo se lo hubiera permitido.
Ya se deja comprender que estas cualidades enumeradas eran el sello
distintivo de sus respectivos poseedores, pero nada más: en el fondo
del carácter los tres parecían formados en un mismo troquel. Cada
uno de ellos creía odiar al matrimonio por distinto lado; pero estas
fases de sus odios no pasaban de ser otras tantas manías, ó productos
diversos y raquíticos de un mismo suelo árido y estéril.
Los tres carecían de familia ó habían prescindido de ella; los tres
ignoraban lo que era el trabajo y la ocupación seria; los tres eran
ricos, y cada uno de ellos vivía solo; quién como huésped, quién en
casa propia.
No era Gedeón, seguramente, el peor de los cuatro; pues, á lo menos,
sentía ciertos deseos, aunque mal entendidos, de explorar otras
regiones para variar de clima, señal de que el insano en que habitaba
no le satisfacía; era en sus vicios algún tanto _artista_, y bastante
pródigo de su caudal. Con otra educación, acaso hubiera sido hombre de
provecho. Los resabios de sus amigos procedían de la madera misma, que
se torcía, como se tuerce el roble, porque es roble, aun con la polilla
de los tiempos.
Tales eran los jueces á cuyos dictámenes y consejos sometió Gedeón
el atisbo de escrúpulo que le quedó, de resultas de sus cavilaciones
matrimoniales al entregarse _por última vez_ á ellas.
Olvidábaseme decir que en el pueblo se llamaba á estos cuatro
solterones _Anás_, _Caifás_, _Herodes_ y _Pilatos_, aplicándose los
nombres al avaro, al celoso, al pulcro y á Gedeón, respectivamente, y
no sé por qué.
[Ilustración]


[Ilustración]
IV
EL JUICIO

Sereno era, y hasta chancero y zumbón; pero no sin tartamudear más de
tres veces, ni sin hacer por cada palabra una salvedad, llegó Gedeón
á exponer su tesis al asombrado y adusto tribunal. Verdad es que no
pueden escribirse ni pintarse los carraspeos, las interjecciones y los
gestos con que, á manera de ortografía, iban los jueces puntualizando
los períodos del exponente. Ya no eran caras; era vinagre y rescoldo
aquello que le miraba cuando acabó de hablar en éstos ó semejantes
términos:
--Tal es el caso, caballeros; y para ponerle á su verdadera luz, acudo
á vuestro autorizadísimo dictamen. Necesito que hablemos una vez en
serio de eso que se llama matrimonio, con el piadoso fin de ver hasta
qué punto le es lícito á un hombre... como nosotros, el pensamiento de
casarse. Suponed, pues, ilustres jurados, que habiendo hallado una
mujer rica, hermosa, con todas las seducciones imaginables, y educada á
mi gusto, me caso mañana con ella...
Aquí fué la explosión de asco, de ira y de horror, todo junto; aquí fué
el ponerse aquellas caras como dicen que se pone la del demonio cuando
la rocían con una hisopada de agua bendita.
--Supongamos--recalcó el exponente, después de abrir un paréntesis de
silencio para que pasara lo más recio de la tempestad;--supongamos,
repito, que aprovechando todas esas ventajas, me caso mañana yo: ¿qué
me sucederá?
--¡Tu ruína!
--¡Tu muerte!
--¡Tu ignominia!
--Eso no es responder--dijo Gedeón, replicando de una sola vez á las
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