El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - 07

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bizarra arquitectura, y condoliéndose de que otra _coincidencia_ como
las que le han dado á conocer lo que ya conoce, no pueda demostrarle
que no se equivoca en sus presunciones sobre lo que le es desconocido.
No es de omitir la noticia de que Gedeón sale muy poco de casa desde
que la habita nuevamente, y que, so pretexto de que son suyos y pueden
necesitar reparaciones, visita á menudo los demás pisos, y habla
con sus inquilinos, y ya los conoce á todos, desde el portal á las
buhardillas. Jamás hizo otro tanto.
Si son la causa primordial de éste y otros fenómenos los dictámenes
psicológicos del doctor, ó lo es el bienestar relativo que disfruta en
su casa, yo no lo sé; pero es indudable que en el carácter de nuestro
personaje se ha operado una reacción (así se dice ahora) saludable y
benéfica. No parece sino que ha puesto su planta en la senda por la
cual se llega, andando mucho y con prudencia, á la prometida tierra
donde se llenan los vacíos del corazón, como el que sigue notando él en
el suyo.
Alguien creyera que lleno le tiene ya, ó que le va llenando poco á
poco, al ver cómo se le pasan hasta días enteros sin salir á la calle,
y noches que comparte entre _conversar_ con Adonis, hojear á Balzac, no
sé con qué objeto, y revolver los cachivaches de su gabinete. Pero ¡ay!
creer tanto como esto, sería tomar el efecto por la causa, las hojas
por el rábano.
¡No se curan tan fácilmente dolencias tan arraigadas y añejas como las
de Gedeón!
Ya nos ha dicho una vez que no puede descansar teniendo pulgas en la
cama; y yo le aseguro al lector que todavía no ha logrado sacudírselas;
que aún le quedan algunas que, cuando le muerden, le levantan en vilo;
y que á ellas alude al decir para sus adentros, precisamente cuando más
risueño se le muestra el hogar:
--Estoy establecido casi á mi gusto, y me hallo en camino de llenar
este vacío sempiterno... Yo podía ser ahora punto menos que feliz. Y
¿por qué no lo soy?... Por este condenado temperamento que ha de ser mi
perdición. ¡No me saca de una, sin que me deje metido en otra hasta el
cogote!... ¡Por vida de las fragilidades humanas!...
Por lo que se ve, Gedeón no ha conseguido con su última mudanza más que
volcar la tortilla de sus contrariedades.
Antes buscaba en la calle el alivio de sus males domésticos.
Ahora se agazapa en su gabinete, para que no le cojan las pesadumbres
que le acechan desde la calle.
[Ilustración]


[Ilustración]
XIV
LAS PULGAS DE GEDEÓN

Por ella adelante camina una noche, con la cabeza caída sobre el pecho
y las manos metidas en los bolsillos, como quien anda de mala gana, ó
teme llegar demasiado pronto. Dobla una esquina, y otra más adelante,
y penetra en una callejuela, y sale por ésta á un callejón, y tuerce
á la derecha, y anda cincuenta pasos, y vuelve hacia la izquierda, y
desemboca en un crucero de calles medio á obscuras, y entra, por fin,
en el portal de una casa de angosta fachada, aunque limpia; sube dos
tramos de la escalera; abre la puerta del primer piso con un llavín
que saca de su bolsillo; atraviesa después un corredor, escasamente
alumbrado por un reverbero de aceite, y se detiene en una salita, no
muy adornada, pero sí muy pulcra. Y esto se ve, porque, á la vez que él
por la puerta del pasadizo, entra por la del gabinete en la sala otra
persona con una luz en la mano.
--¡Hola!--dice Gedeón por todo saludo, dejándose caer en una butaca.
--Buenas noches,--contesta la persona de la luz, poniéndola sobre un
velador y sentándose en la butaca de enfrente, separada de la de Gedeón
por toda la longitud de un sofá...
¿Se sorprenderá el lector si le digo, así, de pronto, que esta persona
que sale del gabinete con la luz en la mano, es Solita?
Pues Solita es, aunque, en verdad, no lo parece; y no por lo que
ha ascendido en categoría, á juzgar por el corte presuntuoso de
su vestido, sino porque ya no tiene aquella redondez de formas,
aquel provocativo contoneo y aquella viveza de fisonomía con que la
conocimos. Ahora está ojerosa, descarnada, pálida y como decaída de
ánimo.
Minutos pasan sin que se cruce una palabra entre ella y Gedeón; minutos
que éste invierte en carraspear, en poner una pierna sobre la otra y
viceversa, en ver cómo se eleva el humo de su cigarro, por lo cual
tiene el cogote apoyado en el respaldo de la butaca y la vista enfilada
al techo; y, por último, en silbar el himno de Riego.
Solita, entre tanto, parece la imagen de la melancolía, con los brazos
cruzados sobre la cintura y mirándose las puntas de los pies, que
maquinalmente llevan el compás de la sonata de Gedeón.
--Conque... ¿qué me cuentas?--pregunta éste cuando ya no tiene colilla
que apurar y ha repetido setenta veces el aire patriotero.
--Que hace seis días hoy que no he tenido el gusto de verte.
--¿Seis, dices?... Acaso tengas razón; pero los condenados negocios...
--Te vas cargando mucho de ellos.
--Como siempre.
--No por cierto. Al principio te permitían venir á verme todos los
días; después, cuatro ó cinco cada semana; más tarde, dos, y, por
último, de seis en seis; por lo que yo presumo que, andando un poco el
tiempo, cobraré tus visitas por mensualidades, como pago la renta de la
casa.
--¿También zumbona, Solita?
--¡Ojalá pudiera serlo!
--Pues cualquiera lo diría.
--No quien, como tú, debe saber lo que padezco.
--¿Ya empezamos?
--Al contrario: por mi desgracia, va ya muy larga la historia.
--¿La historia de qué?
--De mis pesadumbres.
--¡De tus pesadumbres!... ¿De qué demonios te quejas? ¿Qué te falta?
--¡Qué me falta!... Tienes razón: no me falta nada. Yo era una pobre
sirvienta, hija de un miserable remendón... hoy vivo en una casa
bonita; tengo criada á quien mandar, vestidos regulares que ponerme...
todo lo tengo, menos libertad y la estimación de las personas honradas.
--También me has cantado esa letanía más de cien veces.
--Señal de que no te corriges.
--Yo no tengo de qué corregirme, Solita. Te hice una proposición y la
aceptaste. En buena justicia, no puedes reclamarme nada.
--Es verdad: nada me debes... ni siquiera compasión.
Aquí, como presumirá el lector, hay unos cuantos sollozos de Solita, y
otros tantos bufidos y revolcones de Gedeón en la butaca.
--Cuando presté oídos en mal hora á tus palabras--continúa Solita
limpiándose los ojos,--no podía yo esperar que llegara un día en que tu
abandono me hiciera arrepentirme de aquella debilidad.
--(Melodrama puro.) Adelante.
--Me propusiste que me estableciera en este barrio apartado, donde
no se me conocería; y que, para mayor disimulo, admitiera algunos
trabajos de costura.
--Proposición muy cuerda, Solita.
--Por tal la tuve yo, y por eso la acepté; pero yo no podía contar con
que el disfraz no me bastaría, ni con que la farsa no había de tener
fin.
--Y, á propósito de farsas: supongo que tu augusto padre seguirá
creyendo que estás en Puerto Rico, sirviendo á unos señores á quienes
conociste en la posada aquélla, y recibiendo tus socorros por el mismo
conducto.
--Nada se ha descubierto en ese punto todavía; pero en el otro, Gedeón,
¡si vieras qué caras me ponen estos vecinos cuando los hallo en la
escalera! ¡Si vieras qué vestidos me cortan! ¡Si vieras cómo anda en
sus bocas mi honra... y la tuya!
--¡La mía!
--¿Piensas que no te han visto entrar y salir?
--Pero como no me conocen...
--¿Y eso te tranquiliza?
--De todas maneras, este inconveniente tiene facilísimo remedio.
--¿Cuál es?
--Mudarte de casa y de barrio.
--¡Conque ese remedio es el único que se te ocurre para salvar
_nuestra_ situación!
--La _tuya_, Solita, que la mía sin cuidado me tiene.
--¡Sin cuidado!... ¡Egoísta!
--¿Volvemos á las lagrimitas!
--¿Y qué quieres que suceda al oirte esas palabras de hielo?
--¿Por qué me pones tú en semejantes apreturas?
--¡Y qué he de hacer, si ya no puedo más!... Porque tú no sabes,
Gedeón, qué tristes y qué largas se me hacen las horas en este barrio,
donde no conozco á nadie y del que no salgo nunca, para que no me
conozcan á mí fuera de él.
--(¡Pobrecilla!) Ya me hago cargo de todo, Solita; pero las cosas han
de ir por sus pasos contados.
--¡Si te parece que yo las llevo de prisa!... ¡Si te parece que esto es
vivir! Tú andas por el mundo, y te diviertes ¡sabe Dios cómo! y gozas
y olvidas; pero yo, que sólo con tu presencia podría olvidarme de esta
cruz que arrastro, y aun arrastrarla con gusto, ¿qué he de hacer si
hasta de tu presencia me privas ya?
--Te he dicho que los negocios...
--¡Los negocios!... ¿Crees que no leo yo en tu cara, Gedeón? ¿piensas
que no sé dar á tus palabras el sentido que merecen?
--¿Y qué te dicen, vamos á ver, mi semblante y mis palabras?
--Que si alguna vez me quisiste... ó me deseaste, lo que mejor te
parezca, hoy acaso soy para tí... una carga pesada.
--¡Solita!
--¿Crees que me equivoco?
--¿No he de creerlo?
--Pues dame pruebas de ello.
--Ya te las estoy dando.
--Alejándote cada vez más.
--¿No me tienes ahora á tu lado?
--Después de seis días de ausencia.
--Mira, Solita, no se acredita mucho el bien querer con los mimos y los
arrumacos del primer día: esos son el huracán que pasa en breves horas;
lo otro es el... el... vamos, el... ambiente que dura, y se respira y
conforta.
--¿Y cuál es lo _otro_?
--Lo otro es... esto que yo hago: venir á verte de vez en cuando,
interesarme por tí... y créelo, Solita, muchas cosas más que yo haría
si me dejaras en paz y en gracia de Dios, libre de refunfuños y
sermones; si tuvieras fe en mí; si jamás te acordaras de preguntarme
dónde he estado, de dónde vengo y adónde _vamos_; porque soy de un
temperamento tan especial, que los mejores propósitos se me evaporan si
me preguntan por ellos antes de realizarlos; y en fin, Solita, porque
mucha de la estimación en que tenemos á una persona, consiste en el
buen concepto que ella forma de nosotros.
--No se pueden formar buenos conceptos sobre malas obras.
--Lo cual es decir que yo no las hago buenas.
--Ya me has oído.
--También tú á mí lo que acabo de decirte; pero, según las trazas, como
quien oye llover.
--Palabras, Gedeón.
--Pues mira, Solita, por tí lo deploro.
--Sobre que el mismo pago me has de dar, ¿por qué no he de decirte lo
que siento?
--¿De modo que me engañaras si mejor pago te diera?
--Evitarte un disgusto nunca sería engañarte.
--Noto, Solita, que te vas elevando hasta en estilo.
--¡Ay, Gedeón... los desengaños son grandes maestros!
--Lo dicho; y te declaro que, si bien te tuve siempre por discreta,
jamás soñé que tan pronto pudieras hacerte culta.
--Pues hasta eso te debo á tí... ¡Mira si te voy debiendo!
--Pues á ser zumbona no te he enseñado yo.
--¿Tampoco á ser desgraciada?
--¡Solita!... Con doscientos mil de á caballo, ¿quieres decirme de una
vez, y claro, qué es lo que deseas, qué es lo que pretendes?
--Que pongas fin, y pronto, á esta situación en que me consumo.
--Pero ¿cómo he de ponerle?
--¿Cómo?... Haciendo que yo pueda salir de este presidio; pero con la
cara descubierta, como la llevan las mujeres honradas... al lado de su
marido.
--¡Solita!
--¡Gedeón!
--¡Esas tenemos!
--Pues ¿qué pensabas, desalmado?
--¡Canastos!... Conque... Pues hombre, ¡me gusta la salida!... ¡Y yo
que venía esta noche más tierno que unas mantequillas!
--¡Bien se te conoce!
--¡Tales caricias me haces tú!
--¿Dónde están mis agravios?
--¡Pues digo!...
--¿Lo son, acaso, el quejarme de tus desvíos y pedirte la reparación
del daño que me has hecho?... ¿Te parece poco la hija del remendón para
señora de un hombre como tú?... Entonces, ¿por qué la encontraste buena
para manceba?
--Lo que á mí me parece, Solita, es que esas distinciones no cuadran
aquí enteramente.
--Pero cuadran mucho, y has de oirme; que por altos que vayan tus
humos, valía tanto la honra de la hija del zapatero, como la tuya,
cuando se la robaste con engaños.
--Yo nunca te prometí...
--¡Ni siquiera tienes la delicadeza de disimular un poco!
--En eso, casi tienes razón.
--Y tú, en cambio, no la tienes en nada... ¡porque eres un egoísta sin
entrañas!
--¡Zambomba! digo yo; y que te aguante la madre que ha de volver á
parirte.
Imagínese aquí el pío lector un hombre que se cala el sombrero hasta
las narices y sale echando centellas de la sala á la calle; y una mujer
que, anegada en llanto, se desploma sobre una cama, y tendrá una idea
completa del final del diálogo referido.
Pero no acaba aquí el lance, ni debe acabar; porque es muy lógico que
Gedeón, después de considerar lo que hay de chusco en que la hija de
un remendón miserable y borracho se crea con títulos bastantes para
reclamar la mitad del lecho de un hombre á quien asusta el matrimonio,
aun contraído con todas las ventajas imaginables, y lo que hay de
prosáico y digno de las burlas de un fisiólogo como el de marras, en la
escena en que acaba él de figurar con el papel de galán, y aun después
de ocurrírsele tomar por motivo aquellas indignidades para cortar por
lo sano y sacudirse de una vez las pulgas que le incomodan mucho tiempo
há, considere asimismo que, en parte, no le falta razón á Solita para
quejarse del destierro en que vive y él la ha puesto; lógico es también
que, andando, andando, la compadezca; lógico, por ende, que disculpe
sus declamaciones y sus quejas; y siendo lógico todo esto, y cierto que
en la refriega fué Solita quien más tuvo que decir, y no menos evidente
que Gedeón conserva siempre _cierta inclinación_ á Solita, por más
que le duela verse cogido por ella por _tan arriba_, lógico y natural
es que Gedeón retroceda desde medio camino para hacer las paces con
Solita, dándole las debidas satisfacciones.
Con lo cual consigue Gedeón dos cosas: que Solita, por buscada,
gane, por esta vez, no poco ascendiente sobre él; y que él, al
advertirlo, hechas ya las paces, salga de casa de Solita arrepentido
y melancólico... es decir, rascándose las pulgas y sin fuerzas para
sacudírselas.
[Ilustración]


[Ilustración]
XV
EL DIABLO, EL FUEGO Y LA ESTOPA

Ponga el lector entre este cuadro y el que antecede todo el tiempo que
más le plazca, que por mucho que sea, holgado le viene el sitio; y
llénele de tristezas, cansancios, desalientos y fastidios para Gedeón,
agobiado ya por el peso de Solita, huyendo de su presencia como el
diablo de la cruz, y sin hallar dentro de su casa ocupación que le
distraiga, ni fuera de ella espectáculo que le seduzca.
Cuando un hombre cualquiera pierde una afición racional, adquiere otra
que le entretiene lo mismo, eligiendo, conforme á su gusto, en el
inmenso campo de las cosas lícitas y honradas; pero cuando un egoísta
solitario se harta de lo único que apetece, es hombre perdido; es la
bestia que se tumba á dirigir lo devorado, ó que brama á la puerta del
establo ajeno porque en él olfatea lo que no hay en el suyo. Fuera de
aquello, nada desea ni le distrae... Y tenga el lector muy en cuenta
esta condición esencial de carácter, para lo que queda dicho y lo que
falta decir de nuestro personaje.
Para los hombres como Gedeón, el arte no tiene bellezas, ni la
naturaleza aromas, luz, ecos, armonías ni colores; la misma impresión
les causa el nubarrón que obscurece el horizonte, que los arreboles
de una aurora; lo mismo hiere sus oídos la inspirada melodía, que el
chirrido de las carretas; la propia aversión tienen á la prosa de
Cervantes, que á las coplas de Calainos. Pasear en el campo no es
para ellos recrear la vista y el olfato, ni sumir el alma en plácidas
contemplaciones: es simplemente estirar las piernas, bracear á su
antojo, eructar recio, aflojar la corbata, remangar la pernera y soltar
la liga para cazar la pulga debajo de la media... porque estos hombres
gastan medias altas todavía.
Por eso no hay términos hábiles de levantar un espíritu semejante,
esclavo de un corpanchón atiborrado del único manjar que le sustenta,
hasta que la hartura pase y el apetito vuelva.
En un estado idéntico de espíritu y de cuerpo retorna Gedeón á su casa,
cabizbajo y perezoso, á las altas horas de una noche.
Á sus pesadumbres _de carácter_, hay que añadir que le duele bastante
el destacamento de la rodilla; que al peinarse en la barbería, donde
también le afeitaron, le ha hecho notar el peluquero que se le va
corriendo la calva hasta la frente; que las canas le invaden el poco
pelo que le queda, como el _pan de cuco_ las heredades; y, por último
(esto no se lo dijo el peluquero), que se le menean, desde por la
mañana, tres dientes incisivos, de los seis que le quedan en la boca,
aunque negros y desconcertados.
Que toda esta carga le pese y le preocupe, se concibe sin dificultad.
Lo que no se concibe fácilmente es por qué Gedeón, en el momento
de pisar los umbrales de su puerta, se pone á meditar sobre las
fragilidades humanas, sobre lo pequeñas que suelen ser las causas
que producen los más descomunales efectos, y sobre lo fatal de la
disposición en que vienen preparadas las cosas cuando el demonio está
resuelto á meter la pata entre ellas.
Tan absorto está en estas meditaciones, que al llegar á su gabinete
ni siquiera se fija en que Regla, después de colocar una luz sobre
la mesa, le pregunta qué se le ofrece y le da las buenas noches de
despedida.
Y como no tiene sueño, quiere dedicar una hora, antes de acostarse, á
despachar algunos asuntos económicos que tiene desarreglados. Así se
distraerá un poco.
Al dar por terminada su tarea, oye á su lado quejidos lastimeros.
Vuélvese, y ve á Adonis que se revuelca en su colchón, y tan pronto
se pone panza arriba como cabeza abajo. Es indudable que el pobre
animal siente dolores agudos: Gedeón tira del cordón de la campanilla,
casi con tanta fuerza como en la fonda de triste recuerdo; pero, más
afortunado el perro que él, al segundo campanillazo tiene el socorro á
la puerta.
Regla aparece en ella, aunque sin dejarse ver por entero.
--Perdone el señor--dice recatándose mucho;--creyéndole acostado, me
acosté yo también y me dormí.
--¿Qué he de perdonar?--responde Gedeón mientras fija su mirada
devoradora en lo que se ve de su criada.
--Que no haya acudido á la primera llamada que oí entre sueños... y que
me presente así... Porque como el señor no acostumbra á llamar á estas
horas, he creído que estuviera malo... De modo que, si no hay urgencia,
iré á vestirme...
--¡De ninguna manera!--exclama Gedeón, condolido sin duda de la
situación angustiosa del perro, pero sin apartar su vista de la
criada.--Llamaba porque Adonis está muy malo... Vea usted...
Entonces avanza Regla un paso, haciendo heróicos esfuerzos para cubrir
el busto rollizo con un menguado chal tirado sobre los hombros.
Toma la luz que Gedeón pone en su mano, y los dos se acercan al rincón
en que se halla Adonis dando volteretas y exhalando gritos lastimeros.
--Es un cólico--dice Regla.--¡Pobrecito!
Y extiende el brazo libre y desnudo hacia la bestia. Pero la
casualidad, la taimada casualidad que ha infundido el mismo pensamiento
en Gedeón, guía la mano de éste con igual rumbo; y como el camino es
estrecho, la mano choca con el brazo, y el brazo, temeroso ó deferente,
por ser de quien es, se repliega y retrocede; en virtud del cual
movimiento, el mezquino chal de la azorada Regla se desliza por los
hombros abajo.
--¡Lo mismo que yo me había figurado!--exclama entonces Gedeón, con el
entusiasmo de un doctor que ve cumplidos sus pronósticos, aludiendo
seguramente á la enfermedad del perro, mientras la criada, lanzando
un ¡ay! entre risueña y ruborosa, quédase en la actitud de la bíblica
Susana al verse sorprendida en el baño por los viejos.
--¡Alumbre usted más!--dícela anheloso Gedeón, quizás creyendo que no
ve bastante todavía.
Pero, como si en concepto de Regla se viera hasta demasiado, sopla en
la bujía y deja el cuarto á obscuras para desesperación de Adonis,
cuyos lamentos crecen desde aquel instante, y son los únicos ruidos que
turban el silencio de la casa,
mientras el mundo sin cesar navega
por el piélago inmenso del vacío,
como dijo el poeta y han repetido otros mil que quieren serlo, y repito
yo ahora, sin saber por qué ni para qué.
[Ilustración]


[Ilustración]
XVI
UN INTRUSO

Al siguiente, ó pocos días después, Regla le dice á Gedeón, mientras le
sirve el almuerzo:
--Yo quisiera pedirle á usted un favor... digo, si no molesto.
--¡Ya empezamos!--piensa Gedeón; y en voz alta añade:--¿Nada más que
uno?
--Por ahora...
--Y ¿de qué se trata?
--Ya sabe usted que yo soy viuda hace siete años.
--Así me lo ha dicho usted.
--Porque es la verdad. Y es el caso que mi difunto me dejó un hijo.
--¿De él solo?
--De los dos, señor.
--Bien, ¿y qué?
--Que cuando la necesidad me obligó á ponerme á servir, tuve que dejar
ese niño en casa de unos parientes, que por un tanto me le cuidan.
--Nada más natural.
--Pero, á decir verdad, no me gusta la educación que están dándole; y
con ése cuidado, no vivo tranquila.
--Se comprende.
--Y me he dicho á mis solas muy á menudo: «si yo pudiera tener á mi
lado á ese inocente, ¡con qué facilidad le educaría como es debido,
y con cuánto más gusto cumpliría yo todas mis obligaciones!» Porque,
créalo usted, señor, si á esa edad dan en torcerse las criaturas, luégo
que crecen ya no las endereza una estaca.
--También es cierto.
--¡Hay tantos ejemplos de ello!
--No dejan de abundar, según dicen.
--Muchísimo, créalo usted. Decía mi madre, que en paz descanse, que
todos los hombres malos han sido niños mal educados.
--Tampoco lo niego, Regla.
--Pues eso es lo que no quisiera yo que se dijera mañana de mi hijo,
por culpa de su madre.
--Muy bien pensado; pero ¿qué tengo yo que ver en todo eso?
--Bastante, señor.
--Pues usted dirá...
--Digo, con su venia, y si en ello no ofendo, que si usted, que es tan
bueno y tan generoso...
--Muchas gracias.
--Me permitiera traerle á mi lado...
--¿Á quién?
--Al hijo.
--¿Sabe usted que por verme libre de ellos no me he casado yo?
--Eso no quita; porque yo me comprometo á que el mío no le moleste á
usted... ni le vea siquiera.
--¿Qué edad tiene?
--Cumplirá siete años por San Juan.
--¿Es guapo?
--Ya sabe usted que á ninguna madre le parecen feos sus hijos. Por lo
demás, es el vivo retrato de su padre.
--No tuve el gusto de conocerte.
--Un real mozo, sin agravio de lo presente.
--Muchas gracias. ¿Es limpio?
--Como los mismos oros de la Arabia.
--¿Tiene mal genio?
--Un borregote á la buena de Dios. Basta mirarle para que se le ponga
la cara como un tomate.
--En fin... que venga.
--Tantísimas gracias, señor... aunque no esperaba yo menos de su buen
corazón.
--Ni de mis fragilidades,--concluye Gedeón para sus adentros.
Pocas horas después viene el niño al lado de su madre, y ésta se le
presenta á su amo inmediatamente, acaso porque en ello cree cumplir
un deber de respeto y cortesía; acaso porque intenta que los ojos de
aquél le acrediten los elogios que ella le hizo de su hijo: intento,
si tal la mueve, mal ideado; pues el niño, con perdón de su madre, es
feo subido, zaino, y tiene mocos, ó huellas, debajo de la nariz, de
tenerlos colgando muy á menudo.
--¿Cómo te llamas, hombre?--le pregunta Gedeón.
--Respóndele, hijo,--le dice su madre al ver cómo el rapaz, medio
oculto entre sus faldas, se chupa un dedo, baja la cabeza y se balancea
sobre un pie. Al cabo de un rato se oye como un gruñido intraducibie.
--¿Cómo has dicho?--pregunta Gedeón.
--Mmmeeeeto,--gruñe otra vez el chico.
--Dice que Merto--añade su madre.--Le llamamos así, porque su nombre es
Mamerto.
--¿Cuántos años tienes?--vuelve á preguntarle Gedeón.
El chico sigue balanceándose, sin dejar de chuparse el dedo, y no
contesta.
--Que cuántos años tienes... ¿No oyes lo que te pregunta este señor?...
Pero saca esos dedos de la boca, inocente, y ponte derecho... ¡Así!
Y Merto, puesto como su madre desea, ó mejor dicho, como su madre le
pone, al quedarse mirando á Gedeón, que también le mira á él, frunce la
jeta y échase á llorar.
Adonis (y aprovecho la ocasión para decir al lector que la alimaña
ratonera no murió aquella noche, sin duda porque también hay una
providencia que vela por los perros, cuyas desdichas no hallan
compasión en el egoísmo de los hombres); Adonis, repito, que roncaba
en un colchón tranquila y descuidadamente, al oir los berridos de
Merto despiértase despavorido y lánzase sobre el intruso, como pudiera
hacerlo sobre un rival que le disputara los mimos de cierta perra
carlina de la calle.
Envuélvese el acometido en la saya de su madre, sobrecogido de espanto;
crecen sus gritos y lamentos, y ni unos ni otros cesan hasta que, á
instancias de Gedeón, sale Merto del gabinete y se vuelve Adonis á su
lecho murmurando no sé qué perrerías y enseñando los afilados dientes.
[Ilustración]


[Ilustración]
XVII
LOS SOBRINOS DEL DEMONIO

Poco á poco va perdiendo el hijo de Regla el miedo y el encogimiento
que la casa y su amo le infundieron al entrar en ella.
Regla cuida de que Merto abra la puerta siempre que Gedeón sale ó
entra, y también le permite que haga algunas excursiones por salas y
pasadizos. Así familiariza á su hijo con la cara de su amo, y á éste
con la catadura del rapaz.
Después, ya llega Merto alguna vez hasta el gabinete para recoger botas
que hay que limpiar, ó poner al alcance de Gedeón las que ya están
limpias.
Cuando esto sucede, Gedeón cuida de que Adonis no se mueva ni Merto le
provoque aunque no alcanza á impedir que el uno gruña y el otro, á la
disimulada, le haga una mueca.
Más adelante, el chico se atreve á sonreírse siempre que se encara con
el amo de su madre, y entonces es de rigor que éste le dé un coquetazo,
ó le tire de las orejas, en son de caricia, con lo cual Merto adquiere
otras tantas alas con que aprender á volar á su gusto en aquel espacio.
Días y meses andando, si mientras Gedeón está comiendo pasa el chico
cerca de la mesa, le llama; y por el gusto de ver qué cara pone cuando
la muerde, le da una aceituna; y por el placer de contemplar cómo se
relame saboreándole, le regala un dulce.
De este modo el carácter de Merto se va desenvolviendo por completo; y
como ya nunca se halla bajo la impresión del miedo ni del sobresalto,
llega á haber en su fisonomía esa expresión de sinceridad atractiva,
tan propia de los niños, por feos que sean, como á Merto le sucede.
Además es algo bizco, torpe de lengua, y, en cuanto se enfada un poco,
echa cada terno que saca lumbres.
Todas estas cualidades hacen suma gracia á Gedeón, que no oculta el
placer que tiene en que muy á menudo, y cuando ya está él aburrido
de atusar las greñas al ratonero, entre el chico en el gabinete
_mandándole_ que le enseñe _los santos_, ó la máquina del reló.
--Pues límpiate los mocos--le dice Gedeón.
--Puez amalda tú el peldo,--le contesta Merto.
Porque Merto y Adonis, para entonces, ya no se pueden ver.
Empezando por darle algunas golosinas de la mesa, acaba por sentarle
á ella casi todos los días, mientras á Adonis, acurrucado en el suelo
entre los dos, se le indigestan los mendrugos que le regala su amo,
considerando la altura á que ha elevado su privanza aquel intruso.
Algunas veces tiene Gedeón el capricho de tirar á Merto, que ocupa el
extremo opuesto de la mesa, una rosquilla; y entonces Adonis, creyendo
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