El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - 02

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tres feroces respuestas de sus amigos.--Quiero detalles; quiero que
discurramos un poco sobre esa prosa y esas cadenas matrimoniales; sobre
todo ese conjunto de miserias que, según fama, son inherentes á la vida
conyugal. Y esto entendido, vuelvo á preguntaros: ¿qué me sucederá si
me caso?
--¿Y qué demonios quieres que te respondamos á una pregunta tan vaga y
tan compleja?--contestó el pulcro, rasgando mucho la boca para enseñar
todos los dientes.
--Lo que sepáis.
--¡Lo que sepamos! ¿Pues no lo sabes tú como nosotros? ¿No lo sabe
todo el mundo de corrido? ¿Hay tema que haya sido más resobado ni más
discutido? Pero aunque lo ignorases, ¿cómo narrarte en tan breve tiempo
lo que no cabe en libros ni en la memoria humana?
--Si te concretaras á un punto determinado...--añadió el celoso.
--Concretaos vosotros; dividid, por ejemplo, en períodos la epopeya, é
id diciéndome, no todo lo que hay, sino lo que más abunda en cada uno
de ellos: yo deduciré el resto.
--Y vendremos á repetir lo que, en fuerza de haberse repetido tanto,
pasa en el mundo por _catálogo de vulgaridades_.
--Pues ese catálogo es, precisamente, lo que yo vengo buscando.
Diréisme que en la memoria debo tenerle; pero recordad los expuestos
motivos de mi consulta, y comprenderéis por qué necesito que ese
resumen pintoresco de vulgaridades aceptadas como razones serias contra
«esa grotesca fusión
que se llama matrimonio,»
sea hecho por vosotros y no por mí; por qué, no debiendo fiarme de
la memoria ni de la luz con que habría de guiarla para buscar los
hechos vitandos, es indispensable que me los expongáis vosotros, en
forma, como quien dice, de ramillete, para que pueda yo olerlos todos
de un solo aliento y probar en la intensidad de su veneno el vigor de
mi naturaleza y los bríos de mi necesidad. Y con el laudable fin de
evitar divagaciones metafísicas y retorceduras de conceptos, vuelvo á
presentaros en crudo mi pregunta, que ya lleva marcado el prosáico son
de la respuesta: «¿Qué me sucederá si me caso mañana?»
--¡Y dale con el tema! ¿Quieres, con mil demonios, saber lo que te
sucederá, por ejemplo, en los primeros días?--dijo echando chispas
el acicalado que, según parece, llevaba la voz cantante en aquel
estrafalario desconcierto.
--Muchos cantos va á tener la epopeya, á lo que veo,--exclamó sonriendo
Gedeón.
--¿Por qué lo dices?
--Por la pequeñez de las partes en que la divides, si he de juzgar por
la muestra de «los primeros días.»
--Pues esos días son un período completo, y aun colmado... Los demás ya
serán más largos, para desgracia del marido.
--Vaya, pues, por «los primeros días,» y sepamos, por fin, qué me
sucederá en ellos.
--Nada que no sea envidiable: sorpresas encantadoras, dulzuras, mimos,
arrebatos sublimes... ¡lo más voluptuoso y embriagador que puedas
imaginarte!
--Y ¿cuánto dura?--preguntó Gedeón relamiéndose.
--Cuarenta y ocho horas,--respondió secamente el interpelado.
--Me parece mucho,--gruñeron los otros dos jueces.
--¿No me concedéis siquiera una semana?
--Vaya la semana--dijo el atildado,--pues días más ó menos, poco
suponen en la eternidad del martirio subsiguiente. Durante esa semana,
no existen los suegros ni los cuñados; tu nueva familia es un coro de
ángeles que no cesa de cantar tus alabanzas. No hay hombre como tú,
ni más amable, ni más ingenioso, ni más bello, ni más digno de ser
adorado; y esto, que te lo dice tu mujer á solas entre explosiones de
amor, te lo repiten en la casa hasta el gato y el perro, adivinando tus
deseos y hartándote de preferencias y mimos. Como no has de vivir con
tus suegros eternamente, en estos primeros días empezarás á tratar,
si no de separarte, de cuando te separes; y ten por seguro que por
diferencias sobre calle, ó piso, ó colores de las tapicerías, ha de
asomar la oreja la primera nubecilla en el arrebolado horizonte de tu
felicidad.
--Eso suponiendo--añadió el usurero,--que en los pormenores de la dote
no haya habido serios altercados.
--Ó que la recién casada--expuso el celoso,--no deje, en la vecindad
que abandona, _su primer amor_.
--Todo es posible--continuó el pulcro;--pero hemos de prescindir
de lo eventual y contingente, que no tiene medida, para fijarnos
sólo en lo rigorosamente lógico; en lo necesario, en lo infalible.
Con esto nos sobra para ganar el pleito. Y prosigo. He supuesto que
pasabas la primera semana con la familia de tu mujer, por elegir un
motivo, entre los cien mil que existen, para el primer desacuerdo. De
todas maneras, en tu casa ó en la ajena, al acabarse esos días, las
intimidades matrimoniales han llegado á su grado máximo, y comienzan
á caer en desuso ciertas contemplaciones de pura galantería, hasta
allí guardadas entre los cónyuges. Nada más natural entonces que la
elección de un criado, ó la compra de un mueble, ó la distribución de
las horas del día, ú otra pequeñez cualquiera, produzca en tu mujer un
serio enojo y en tí un disgusto. Los de esta índole son los que traen
á las casas las intervenciones extranjeras, aunque con ramo de oliva;
pues la esposa, poco acostumbrada todavía á sufrir contrariedades,
necesita murmurar con alguien de las rarezas de su marido, y murmura
con su madre, si la tiene, y si no, con sus amigas. Oirás de éstas ó de
aquélla tal cual disertación sobre el tema de la tolerancia que deben
tener los caballeros con las señoras; verás que en estos conflictos
_internacionales_ jamás se te da á tí la razón; te llevarán los
demonios cuando consideres que cosas tan fútiles y remediables en casa,
son ya del dominio público, y en centuplicado tamaño, por la insensatez
de tu mujer; que están tu reposo y la paz de tu casa á merced de la
menor divergencia de pareceres entre vosotros dos, y sobre todo, cuando
veas que tu esposa se va mostrando tan dispuesta á desechar los tuyos
más sensatos, como á aceptar los ajenos más absurdos.
Pasó, pues, el período breve del éxtasis amoroso, y estás de patitas
en el primero del martirio. Comparando lo que eres con lo que fuiste
poco antes, y temiendo avanzar en el horrible é interminable sendero
en que te hallas colocado, haces heróicos esfuerzos en favor de la
paz doméstica; te acusas aun de faltas que no has cometido; disculpas
todos los resabios de tu mujer, y corriges hasta los más inofensivos
de tu carácter. Todavía, y mediante este sistema, disfrutas, de
vez en cuando, los breves momentos de placer que dan de sí las
_reconciliaciones vehementes_; y quizá insistiendo en el procedimiento
adoptado, y sin más mujeres en el mundo que la tuya, llegaras al fin
de la carrera, no sin cruz, pero sin espinas. Mas, en esto, asoman los
primeros barruntos de sucesión; y á los tiquis-miquis de todos los
días, tienes que añadir las impertinencias propias del _estado_.
El olor del tabaco la ofende, y no puedes fumar delante de ella; si
por no dejar de verla fumas lejos de su presencia, cuando te acercas
huele que has fumado, y te rechaza; por evitar este inconveniente dejas
de fumar; pero has salido á la calle, has ido al café, has estado, en
fin, donde se fuma, y tu ropa huele á tabaco, razón por la cual tampoco
puedes aproximarte á su gabinete. Te resignas á no salir de casa por no
ahumarte; pero si usas esencias, le repugnan, y si no las usas, hueles
_á hombre_: tampoco entras así.
Entre tanto, la casa está patas arriba, y tu autoridad como la
casa, porque la señora come á horas intempestivas las cosas más
extravagantes, y tiene ascos y náuseas, y todo lo escupe.--Cuando
concluye este período, que es muy largo, empieza otro mucho más
divertido: el período de la pesadez, del bamboleo, del malestar, del
paseo nocturno entre calles, colgada de tu brazo; del abultamiento de
los labios y de las manchas en la cara; de los pies hinchados; el
prólogo, en fin, de la nueva y más tremenda etapa, durante la cual
no dormirás sueño tranquilo, ni comerás cosa en sazón, ni te pondrás
camisa bien planchada; pues todo lo que es orden, paz y sosiego, lo
extermina, lo barre la gran catástrofe: con sus preparativos, antes, y
hasta mucho después, con su cortejo de horrores y hediondeces. Antes,
el hatillo, y la cuna, y los tanteos y probaduras de nodriza, y la
novena á San Ramón, y los falsos síntomas siempre á media noche, ó
á otras horas tan intempestivas. Después, los jipidos, y la casa á
obscuras y en silencio, y el aire corrompido, y el andar en ella todos
de puntillas, y el comadrón, y la nodriza, y los pañales, y los recados
á la puerta, y la obligación de contestarlos, y la colineta para el
cura, y los padrinos, y la comitiva del bautizo, y tú presidiéndola, y
los chicos de la calle cantando el ¡_pelón_!... y hasta el consonante,
que es harto más grave, pues no faltará quien te le aplique, aunque la
copla se refiera al padrino; y luego las enhorabuenas, y el refresco...
¡y el demonio desencadenado en tu casa!--Después, la cuarentena, y los
retortijones de barriga en la criatura, y los vagidos consiguientes,
y el cólico de la pasiega, y el riesgo de buscar otra, y las cuentas
á puñados, y el dinero tras ellas á carretadas... Por último, el
restablecimiento...
--Y, por fin--interrumpió Gedeón, respirando con ansia,--volvemos á
aquellos ocho días...
--¡Quiá!--dijo el otro con el gesto y el tono que usarían las víboras,
si las víboras hablaran del matrimonio;--aquellos días se fueron para
no volver. El primer cuidado de tu esposa al salir de su habitación, es
residenciarte por el tiempo en que ella no ha mandado en jefe. Nada se
ha hecho á su gusto: el refresco fué mezquino; se quedaron sin dulces
esta amiga y el otro pariente; el ruido constante que tú no supiste
impedir, no la dejó descansar á su gusto una sola vez; están los suelos
mal barridos y los muebles echados á perder; eres un Juan Lanas, y
además roñoso y desatento. Por supuesto que tú no has intervenido en
nada de lo censurado: desde el momento supremo se apoderó de las llaves
y del mando la amiga, ó la vecina de más confianza, si no hay por
medio una madre ó una hermana; pero esto no impide que el responsable
de todo lo malo, inventado ó cierto, se te haga á tí. Habrá hocico
también, y acaso moquiteo, porque no se te vió el pelo cuando ella más
gritaba durante el apuro gordo; y si se te vió, porque no te alegras,
como debes, al contemplarte reproducido; has estado hasta soez con
las visitas, ó has pecado de expresivo con _algunas que ella sabe_; y
luego, porque su mamá, ó su modista, ó su doncella... ó el Peñón de
Gibraltar; pues hasta lo más extraño es un motivo serio para darte
guerra. Cuando ésta se acaba por cansancio, comienza la criatura á
tomar fisonomía y á entretener á su madre con gorgoritos, sin dejar por
eso de alborotar la casa con sus lloros. Ahora porque se ríe, después
porque tose, luégo porque no mama, y más tarde porque vuelve la leche,
allí no se habla más que del muñeco, ni en otra cosa se piensa, así te
entre un torozón y te pongas á la muerte...
--Bueno; pero... después...
--Después, volvemos á los ascos del principio, y á los síntomas de
marras, y á todas las enumeradas peripecias... Y pasan otra vez, y
vuelven de nuevo, y tornan á repetirse, salpimentadas, por supuesto,
con un sinnúmero de impertinencias y de contrariedades nuevas, hijas
legítimas del cúmulo de necesidades que se van creando en tu casa con
cada vástago, y de los resabios que va adquiriendo tu mujer en cada
alumbramiento.
--¿Pues no dice la fama que nunca está un hogar más alegre que cuando
está lleno de chiquillos?
--¡Oh, es encantador uno de esos cuadros de familia! Aquí una silla
rota; allá media vajilla en polvo; el tintero encima de la cama, y las
almohadas debajo de la mesa; las botas en la sombrerera, y el sombrero
en la cocina; en el ropero la zaga de un coche y la cabeza de Carlo
Magno, y medio tambor y un pedazo de corneta; en el cajón de la basura,
la estampa que más aprecias cubierta de lamparones y de garabatos; y
los papeles importantes de tu cartera, hechos una pelota, y la máquina
del reló de tu mujer, en la escalera del desván. Te sientas á la mesa,
y empieza lo conmovedor. Antoñito no quiere la sopa si tú no se la das;
Pablito, mientras cebas á su hermano, te mete un tenedor por los ojos;
Adelita quiere cerezas, y está corriendo el mes de enero; Elisina,
después de haber comido las natillas con los dedos, hunde las manos
en los bolsillos de tu chaleco blanco; y todos cuatro rompen á llorar
poco después, formando el coro más armonioso que hayas oído, sobre el
cual se destaca la voz de tu mujer, poniéndote como hoja de perejil, so
pretexto de que no sabes hacerte querer ni respetar de tus hijos; tu
mujer, que andará ya en _meses mayores_; de modo, que cuando el último
retoño va domesticándose, y se larga la nodriza y se le añade al montón
de sus predecesores, viene el nuevo con los consabidos trastornos y las
enumeradas desazones.
--Pero, hombre, ¿cuándo concluye... _eso_?
--Cuando concluyan las gracias y los atractivos de tu mujer; cuando no
le queden ojos para mirarte, ni labios para sonreirte, ni dientes para
devorarte; cuando no sea más que un catálogo de achaques, envuelto en
un retal de pergamino; cuando esté á tu cargo la fatiga de cuidarla, y
á las doce de la noche te pida desde su cama el antiespasmódico para el
histérico, ó el algodón para los oídos, ó los parches para las sienes;
ó se despierte á las tres de la mañana para que le des las friegas en
la espalda, ó le pongas las franelas en los riñones; cuando tus hijos
crezcan y necesiten el látigo y el colegio, y el uno resulte estúpido,
y el otro holgazán, y el tercero un perdido, y la cuarta una tontuela,
y te roben y te esquilmen el sastre, y el zapatero, y la modista, y el
maestro de música, y el vecino de enfrente, y la vecina de al lado... Y
así vas tirando y haciéndote viejo, y notando poco á poco que estorbas
en todas partes á tus hijos y á tu mujer, y que tu mujer y tus hijos
comienzan á preguntarte cuánto tienes, y á hablarte mucho de _cuando tú
faltes_... ¡á desear que te mueras, hombre, ya que no pueden heredarte
en vida!
--¡Pero eso es feroz!
--Pues eso es, amigo, como si dijéramos, lo más llano del camino:
los inconvenientes de un matrimonio hecho á pedir del deseo y con
el dinero de sobra; ¡imagínate, si puedes, lo que será el matrimonio
en peores condiciones; sin las rentas necesarias para cubrir las
indispensables exigencias del estado!
--¡Ni el infierno es comparable con ello!--exclamó aquí el avaro.--El
escaso caudal se evapora al calor de tantas obligaciones; se va, se va,
se va... y se extingue al fin, como la última oscilación de una luz
que ha devorado su mecha; y un día, al despertar la familia, quiere
comer y no tiene qué, ni con qué comprarlo; pídelo prestado, entre
congojas de vergüenza, y se lo dan; pero como no lo devuelve, otro día
se lo niegan, por lo cual vende una alhaja, y después los muebles,
y, por último, la camisa. Entre tantas angustias y privaciones, las
pocas virtudes se avinagran, el pudor se corrompe, los respetos se
atropellan; y aquel sentimiento, que antes se llamaba amor entre los
cónyuges, no impide ya que el látigo zumbe en la casa, y alboroten
el barrio los gemidos, porque es cosa harto sabida que _cuando el
hambre entra por la puerta, sale el amor por la ventana_. Después, la
horrible consideración que se hará el marido, entre paliza y moquiteo,
de que tenía un caudal con el que, soltero, pudo haber vivido hecho un
patriarca, y que cediendo á una falsa vocación de su naturaleza, le
partió con una mujer que le llenó de hijos en pago de su generosidad;
hijos que fueron otros tantos lobos que ayudaron á su madre á comer en
pocos días hasta la piel del incauto borrego; que vió éste desaparecer
su propia hacienda sin haberse procurado á cuenta de ella un miserable
regodeo, porque toda la necesitaba, y mucho más que hubiera, para tapar
aquellas bocas insaciables; para sacrificarlo en aras de esa ridícula
debilidad que se llama familia; la misma que, si no lo hubiera comido
ayer, lo heredaría mañana, ó lo empleara la mujer, viuda, como cebo
para coger otro marido con quien lo gastara escarneciendo la memoria
del primero; vivo éste, para que el más bribón de sus hijos lo jugara
en tres montones á una sota, ó la madre se lo fuera regalando á su
vecino, si le convenía para amante...
--¡Esa es la fija!--gritó entonces el celoso.--Pero tú supones viuda,
cuando cae, á la mujer de Gedeón. Yo quiero, y debo, suponerle vivo
al ocurrir esa caída, y no acosado el matrimonio por el hambre del
segundo ejemplo, sino nadando en la abundancia del primero; porque la
mujer peca de vicio, casi siempre, y en las demás ocasiones... porque
es mujer... ¡Y en qué condiciones cae la esposa, dioses inmortales! Por
de pronto, apenas hay ejemplo de un amante que no valga mucho menos
que el marido.--Esto prueba lo que empequeñece y desprestigia al
hombre, á los ojos de su mujer, el oficio de casado.--El marido paga,
el marido provee, el marido atesta el ropero y abarrota el tocador y
colma el bolsillo... pues para el marido las chancletas, la bata sucia,
la papalina y el pelo desgreñado; para el amante los perfumes, las
batistas, los voluptuosos rizos, la turgente seda, la ceñida bota, la
estirada media; para el dueño, toda la prosa, todos los desdenes, todas
las frialdades; para el ladrón, todos los encantos de la coquetería y
todo el fuego de una pasión tan vehemente como infame. Al marido, á
quien se despluma á cada instante, se le tiene por avaro, por incivil y
por grosero; el amante, que acaso vive á expensas de las larguezas del
marido á quien deshonra, es, en concepto de la esposa, el generoso, el
_caballero_... ¿No es esto infame? ¿No es inicuo? ¿Y no es todavía más
inicuo y más infame emplear el propio dinero en adquirir una ignominia
semejante? Pues comprar esta ignominia es casarse, Gedeón. Porque
todas, todas son iguales... menos las que no sirven para el oficio, por
haberles negado sus favores la naturaleza, con ninguna de las cuales
has de casarte, pues eres mozo de buen gusto. No tengo más que decirte.
--Ya lo oyes, Gedeón--añadió el atildado célibe, rasgando su boca
hasta los oídos, como si tras el gesto se dispusiera á dar el salto
alevoso sobre su amigo para hincar en él el diente emponzoñado;--todos,
aunque por diferente senda, hemos venido á parar al mismo punto: al
presidio del matrimonio, en el cual lo menos que se pierde es la
libertad del soltero; esa que nos permite vivir como el ave en el
espacio, como el pez en el agua; tener por patria el mundo entero, y
por soberano la voluntad; contemplar, en fin, el de la vida, con ojos
serenos, sin que nos amarguen aquellos instantes supremos las lágrimas
de los que dejamos si nos necesitan en el mundo, ó el regocijo de
los que nos heredan; esos _tiernísimos_ pedazos de nuestro corazón,
llamados hijos.
--¡Adelante!
--Y ¿para qué?
--¿No tenéis, víboras, más veneno que echar por esas bocas?
--¿Pues no hemos de tener?--respondió el pulcro:--á toneladas te lo
diéramos si fuera necesario, y aún no se concluyera; pero nos has
pedido muestras de ello, y muestras te hemos dado, y en forma de
ramillete, como deseabas. Ahora, huele y revienta.
--Oliéndole estoy, rato hace.
--Y ¿á qué huele?
--¡Á demonios corrompidos!
--Entonces ¿á qué vino la consulta?
--Ya os lo dije: á que me confirmaseis en mis creencias, algún
tanto insubordinadas estos días por _la loca de la casa_, llamada
imaginación. Sí, amigos míos y denodados solterones, soy de los
vuestros, creo cuanto creéis y detesto cuanto detestáis; el matrimonio
es un presidio para el hombre; un presidio completo, pues que le
esclaviza y le infama. Niego la paz del hogar, niego el amor, y, sobre
todo, la necesidad de los hijos: el uno y las otras no son más que
ficciones de la fantasía, cuando no cebos de los maridos para seducir
incautos. El hombre, abrumado constantemente por las cargas de la
familia, pierde hasta la libertad de ser honrado y el derecho de ser
feliz; cuando menos, la ineludible prosa del matrimonio le corrompe,
le enerva, le desnaturaliza, le empequeñece. Para cuanto concibe y
cuanto emprende fuera del miserable recinto de su hogar, son trabas que
le amarran y cortan el vuelo á sus más levantados pensamientos, los
hijos y la esposa, que no le quieren más que en cuanto le necesitan. El
hombre, pues, para cumplir su verdadero destino, para dar á su cuerpo
el regalo que necesita y á su alma la elevación que anhela, tiene que
desprenderse de los mezquinos, pero opresores lazos de la familia;
ser libre, libre como el pájaro y el viento; y pues, como dice el
adagio, EL BUEY SUELTO BIEN SE LAME, suelto quiero morir como he
vivido, ya que vuestras sabias advertencias, coincidiendo exactamente
con mis doctrinas, me han demostrado que es imposible hallar dentro
del matrimonio el voluptuoso edén con que alguna vez soñó mi acalorada
fantasía...
Oídas estas palabras, los tres jurados solterones se encogieron de
hombros, cual si tuvieran por locura hasta haber puesto el caso en
tela de juicio; dióles Gedeón unas palmaditas en la espalda, y se
dispersaron los cuatro, tan satisfechos y campantes, como si realmente
hubieran tratado la cuestión _en serio_, y el mundo no fuera otra cosa
que un vasto ejido para revolcarse y hozar en él á sus anchas los
cerdos de las consabidas piaras.
[Ilustración]


JORNADA SEGUNDA


[Ilustración]
I
EL PRIMER PASO

Ya sabe el lector de quién se trata, de dónde viene, de qué madera es y
adónde se propone ir el héroe de esta historia que, en rigor, empieza
en esta página, y dice así:
Libre Gedeón de _malas tentaciones_, es decir, exento de los cuidados
en que á las veces le ponían, sólo tiene ya que pensar en _orientarse_
y en _establecerse_.
Por orientarse entiende él hacer con la memoria una excursión por lo
pasado, y otra con la fantasía por lo porvenir. Precisamente se halla
tomando un respiro en la cumbre del sendero de su vida, y desde ese
punto domina lo recorrido con igual facilidad que columbra lo que le
queda por andar. Gedeón, en suma, quiere y cree que necesita entrar en
cuentas consigo, antes de dar el primer paso conforme al derrotero
inalterable que se ha trazado.
Volviendo la vista al dilatado panorama que va dejando atrás, y
marcando con la mente los sitios en que ha puesto su planta, ¡qué
pobre, qué mezquino le parece lo explorado, comparándolo con lo que
tiene sin explorar!... Bien mirado todo, ¿qué ha hecho él hasta
entonces más que retozar en mies abierta; herborizar, como si
dijéramos, en _campo libre_?... Si alguna vez saltó cercado ajeno, no
pecó el seto de espinoso ni de elevado. Verdad es que las altas cercas
que guardaban el regalado fruto, aunque aguzaron su apetito, jamás le
movieron el intento del asalto, pues era _caballo de buena boca_, y
todo lo hallaba sabroso siempre que fuera asequible y abundante, y todo
le sentaba bien, porque era el _hijo de familia_, holgado y disoluto y
sin pizca de responsabilidad.
¡Pero ahora!... Ahora no le es lícito ni siquiera el pensamiento de que
corran los años de su vida, como antes corrieron, en la obscuridad de
los portales y en la lobreguez de los callejones extraviados: porque
ahora es el _amo de su casa_, el _hombre formal_, independiente, rico,
y hasta de buen solar, que no solamente puede, sino que _debe_ dar
á sus empresas largo vuelo, tan largo como se lo permite el inmenso
horizonte que tiene á la vista; y con este fin exornará sus actos con
cierta solemnidad y compostura atractivas y de _buen tono_... ¡Qué
vida le espera!
Por lo visto, Gedeón es de los que creen, no sin fundamento, que á los
hombres no los hacen los años, sino las circunstancias. Desde el grado
de doctor hasta el primer paso que da el doctorado en el ejercicio de
su profesión, pueden mediar muy pocas horas; y sin embargo, ¿quién
es capaz de conocer, bajo el luengo gabán, el estirado chaleco y las
rígidas tirillas del médico ó del jurisconsulto de hoy, al aturdido y
desaliñado estudiante de ayer?
La misma razón social que á tanto obliga, impone á Gedeón, que ya se
juzga doctorado en la Universidad en que por tantos años cursó la
_vida airada_, el deber de adoptar hábitos de _carácter_, como otro
doctor cualquiera, para ejercer su profesión con fruto y en toda
regla... cuando la ejerza; pues, por de pronto, y en atención á que
el luto riguroso que viste, si bien le permite divertirse según sus
inclinaciones naturales, le prohibe acercarse á los ruidos y á los
grandes espectáculos del mundo, tiene que limitarse á un sencillo
merodeo alrededor de su casa, como quien dice, y dejar para más
adelante las campañas de prueba.
Así se cumple con otro de los deberes que son anejos al derecho de
vivir entre gentes civilizadas.
Y hay que convenir en que el tal deber está bien fundado. Bueno que los
lutos se arrastren por todas las deshonestidades sociales, porque con
ellos no puede uno _ir á ninguna parte_; pero exponerlos en teatros y
tertulias, donde la gente guarda compostura y decoro... ¡no faltaba
más! ¡Bonita cara pondría esa señora que se llama _sociedad culta_, y
marca lo que se ha de sentir y lo que se ha de llorar, con centímetros
de crespón en el sombrero, ó con varas de velillo delante de los ojos!
Volviendo á Gedeón, digo que discurre, al tenor de lo indicado, larga
y detenidamente, acerca de lo que ha sido antes y lo que puede y le
toca ser en lo sucesivo, libre de toda vacilación y resuelto á pasar la
vida con la mayor suma posible de comodidades y deleites... porque es
indudable que eso que él sigue notando todavía dentro de sí y en cuanto
le rodea, y que algún inocente predestinado se atrevería á llamar
_nostalgia de la familia_, es un efecto lógico de su nueva situación,
y desaparecerá tan pronto como el huérfano se _establezca á su gusto_,
metodice su vida y _llene_ el desierto hogar.
Esta es, por consiguiente, su tarea más perentoria. Afortunadamente, no
es difícil.
Por de pronto, y á reserva de cambiar de sistema cuando las
circunstancias se lo reclamen, necesita una persona que se encargue
de las menudencias domésticas; una mujer _de edad_, en quien el juicio
corra parejas con los años. Pero esta mujer, cuyo destino exclusivo ha
de ser el de administradora, no puede ni debe, hasta por razones de
estética, estar á su servicio inmediato. Con este último objeto tomará
una joven de _buen ver_ y adecuada al caso. En cuanto al prosáico cargo
de cocinera, está provisto muchos años há, y no mal del todo, en una
buena mujer que continuará desempeñándole.
No hay plazas más solicitadas ni apetecidas que las de sirvientes de un
solterón. Las amas de llaves todo lo esperan de él; las jóvenes todo
lo creen posible; y ni las unas ni las otras tienen que lidiar con la
fiscalización intransigente de la señora de la casa.
Así es que Gedeón recibe las solicitudes á puñados y las
recomendaciones por docenas. Puede elegir á su gusto, y así lo hace.
Desde aquel instante, una mujer que ya no ha de cumplir el medio siglo,
aseada, enjuta de carnes, á medio encanecer y empezándose á arrugar, y
muy hacendosa y previsora, según informes, se encarga de las llaves y
recibe con ellas una cantidad de dinero para el gasto menudo durante
quince días, concluído lo cual recibirá otro tanto; porque Gedeón no
quiere, ni debe, ni sabe ocuparse en todas esas prosáicas menudencias.
El nombre no es enteramente simpático: se llama _la señora_ Braulia;
pero ¿qué más da? En cambio, al nacer, fué envuelta en finos pañales:
su padre era mayordomo del marqués de las Pesadumbres. Las que le
dieron (al mayordomo) una naturaleza enfermiza y una familia demasiado
numerosa, trajéronle á menos; y á la muerte del marqués, habiendo
suprimido aquella plaza sus herederos, acabóse la vida del mayordomo
con esta última pesadumbre. Braulia, entonces, como cada uno de sus
hermanos, tuvo que buscarse la vida como mejor pudo: hoy zagaleando
criaturas, mañana fregando vasijas y arrimando pucheros á la lumbre,
y otro día ascendiendo á doncella de labor y camarera de confianza;
pasando, en fin, por todas las fases de la servidumbre doméstica, pero
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