El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - 10

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que el mismo Gedeón no se atreve á dudar de ella.
--Por lo visto, la víbora de doña Ambrosia, á quien el condenado fué,
con infeliz ocurrencia para mí, á pedir _antecedentes_ del caso.
¡Figúrate si se habrá regodeado la pícara buscándonos las huellas!
--¡Pero es una infamia eso!
--Será lo que tú quieras... De cualquier modo, hay que tomar sobre ello
una resolución heróica. ¡Yo no puedo quedar ligado á la ignominia de
ese hombre!...
--Ciérrale la puerta... hazte el desconocido.
--Me he hecho el desconocido y le he cerrado la puerta; pero volverá á
llamar á ella, y me perseguirá, y será mi sombra de día y mi pesadilla
de noche. ¡Qué horror!
--¡No es para tanto, hombre! ¡En qué poca agua te ahogas!
--¡Poca... cuando me cubre con más de un palmo, no el agua, sino la
pringue de la zapatería!
--¡Y vuelta al zapatero! Pues, qué caramba, ya sabías que lo era cuando
te acercaste á su hija.
--¡Sólo falta ya que tú le defiendas!
--No le defiendo; pero al cabo es mi padre...
--Es decir, que siendo yo el descalabrado, tratas de ponerte tú la
venda.
--Yo trato de poner las cosas en su punto, y nada más.
--Pues precisamente vengo yo á eso: á poner las cosas en su punto, y á
ponerlas en seguida.
--Pues tú dirás...
--Antes tienes tú que decirme, por si también es de las partidas que
deben figurar en la liquidación, cuál es el otro caso grave de que
tienes que hablarme.
Aquí languidece de nuevo Solita; y como si de pronto olvidara todos los
puntillos que tiene pendientes con Gedeón, mírale con los ojos casi en
blanco; sonríele medio ruborosa, y exclama, á vueltas de algunos toques
de mímica sentimental:
--¡Ay, Gedeón! ¡qué ocasión más providencial para dar al olvido
resentimientos de vicio y quejas de tres al cuarto!
--Pues qué, ¿nos ha tocado la lotería?
--¡Sí, amado Gedeón; y el premio gordo!...
--¿Quieres hacer el favor de no bromearte, Solita, y acabar pronto de
responderme?
--¿Tan de prisa estás?
--¡Muy de prisa!
--¡Ingrato!
--¡Solita!... déjame de sensiblerías ridículas, y piensa que es de muy
distinto género lo que tienes que oir, después que me respondas á lo
que te he preguntado.
--No temo la amenaza, Gedeón; porque después que yo te diga dos
palabras, trocaránse en mieles tus amarguras, y en mansedumbre tus
furores.
--Ya tardas en decírmelas; pero dímelas en crudo y sin esos jarabes que
me empalagan.
--Voy á decírtelas, ¡ingrato!... pero al oído: quiero que ni el aire se
entere de ellas antes que tu corazón.
Dicho esto, se levanta Solita hecha un caramelo, pero un caramelo
blando que se cimbrea y se escurre; acércase á Gedeón, enlázale con sus
brazos, arrima á su oído la boca, y permanece así dos segundos.
De repente da Gedeón un salto y lanza un rugido espantoso; y al caer en
el suelo, después de haber tenido cerca del techo la cabeza, oprímesela
con las manos crispadas, y comienza á exclamar con voz rabiosa:
--¡Ábrete, tierra, y trágame... una vez!... ¡dos veces!... ¡diez
veces!... ¡mil veces!... ¡y vuelve á escupirme á la luz!... ¡y vuelve
á tragarme!... ¡por sandio!... ¡por estúpido!... ¡por ridículo!... ¡Yo
debí preverlo!... ¡y no lo he previsto!... ¡yo debí... no haber nacido,
para no verme en estos trances afrentosos!
Y esto dicho, y algo más que no copio, y mientras Solita lo oye con la
boca abierta después de haber estado á pique de caer de espaldas al
saltar de la butaca Gedeón, toma éste el sombrero; hunde en él casi
toda la cabeza, y sale, ó más bien, huye de la casa como si llevara un
incendio debajo de la levita.
[Ilustración]


[Ilustración]
XXIII
EL TERCER INCIDENTE

Cuando baja la escalera, parece un peñón que se desgaja y rueda al
abismo: tal salta de tres en tres los peldaños; y aquí tropieza, y
allí vacila, y más allá resbala; y á sus golpes crujen los tablones y
tiembla la balaustrada.
Así llega al portal; y, sin pisarle más que una vez, quiere avanzar
hasta la acera; y para conseguirlo, ha sacado ya la pierna fuera del
batiente; pero otro hombre va á meter la suya al mismo tiempo y por el
mismo lado de la puerta, de modo que el que entra y el que sale chocan
como dos carneros; y con tal ímpetu, que el uno retrocede hasta la
escalera, y el otro hasta el medio de la calle.
--¡Bruto!--ruge el de adentro.
--¡Animal!--exclama el de afuera.
Y cada uno se tapa y oprime la cara con las manos para mitigar un poco
el dolor del testerazo que le ha correspondido.
El primero que se descubre es Gedeón, que, al fijar su vista en el de
la calle, todavía tanteándose cabizbajo los chichones, conoce en él á
su amigo Herodes.
--¡Conque eras tú!--exclama admirado.
--¡Gedeón!--responde Herodes al oir la voz de su camarada, mirándole
á hurtadillas y con señales de sobresalto, á causa, sin duda, de la
impresión que hace la luz en sus ojos, aún doloridos por el golpe.--¿De
dónde diablos bajabas tan de prisa?
--¡De arriba!--contesta Gedeón, palpándose la frente.--Y á tí, ¿qué
demonios se te pierde en esta casa? ¿Qué casualidad nos reúne aquí?
--Iba á subir.
--¡Ya! pero ¿á qué?
--Á... hacer una visita.
--¡Visitas tú, y en una casa tan extraviada!
--¿No las haces tú también en ella?
--Es verdad, hombre.
--¡Menudo coscorrón me has dado!
--¡No le recibí yo más flojo!... Ya habrás notado, por el que te dí,
que voy algo de prisa.
--En efecto.
--Pues excúsame de cumplimientos; alíviate, y adiós.
--Lo mismo digo. Hasta la vista.
Y Gedeón echa calle abajo, como alma que lleva el diablo, y acaso no
sea exagerada la comparación.
Herodes, después de permanecer unos instantes en el portal, saca con
cautela su cabeza fuera de la puerta, y sigue con la vista al que se
aleja: y ¡extraña curiosidad! cuando éste ha doblado la esquina, llega
hasta ella el otro, y con las mismas precauciones de antes, mírale
desde allí cómo se interna en otra callejuela; y ¡capricho más pueril
todavía! se va tras él, como si quisiera contarle los pasos. Así le
escolta hasta verle salir del barrio, y sólo entonces se resuelve á
volver atrás. Llega de nuevo al portal de Solita; y como si ya no se
acordara del testerazo, arréglase un poco la corbata y echa escalera
arriba con aire tranquilo y reposado.
Entre tanto, Gedeón llega también á su casa; se encierra en su gabinete
y comienza á dar vueltas en él, como tigre en jaula.
Su cabeza es un volcán en que hierven, y se oprimen, y se mezclan y se
revuelven las ideas; ideas que le escaldan y le confunden el cerebro;
porque, á la vez que lava abrasadora, son marea que avanza y retrocede,
y muge y aporrea.
Lo que Solita ha confiado á su oído no son palabras, es una cadena
de presidiario que le amarra á él, por toda la vida, á la hija del
remendón... Ya no es libre; ya no puede tener ni la esperanza de serlo,
como la tenía pocas horas antes, cuando iba resuelto á liquidar las
cuentas de sus debilidades con Solita. ¡Qué adelantaría ya con realizar
estos propósitos... si le quedaba _lo otro_ por liquidar? Y _lo otro_
es todo lo más abominable que puede proceder de Solita, y además,
Solita entera y verdadera, y además, el zapatero con más hondas raíces
á la puerta de su casa, amenazándole con sus harapos y su parentesco.
Y de esto puede alejarse, pero no desprenderse; porque ¿adónde irá
que no lo vea, ó que no lo oiga, á lo menos? Y verlo ú oirlo, ¿no es
estar ligado á ello? Será la cadena más ó menos larga; pero siempre
será cadena, á cuyo extremo estará amarrado él, girando, como bestia en
hipódromo, alrededor de un centro de mamarrachos y de ignominias.
Cuando éstas y otras y otras ideas, no más risueñas ni sosegadas,
han batido con furia todos los rincones de su cráneo; después que
de aquella tempestad bravía sólo queda la espuma de sus amarguras
sobrenadando, señal de que las ideas han vuelto á su nivel
acostumbrado, la razón comienza á ver alguna claridad por las rendijas
de la bruma que se rasga y va desapareciendo en jirones por el
horizonte. Entonces, y sólo entonces, advierte que en el encuentro que
tuvo con Herodes puede haber de curioso algo más que el mutuo coscorrón
que ambos se dieron. ¿Qué buscaba allí aquel hombre, precisamente
á la hora en que Gedeón nunca había entrado en aquella casa hasta
ese día? ¿Y qué buscaba en un barrio tan extraviado, y en una casa
cuyos vecinos todos, según confesión de Solita, la miran á ella con
menosprecio, señal evidente de que todos son honrados? Y siendo todos
honrados, ¿cómo puede tratarse con ninguno de ellos un hombre que no
comunica con la humanidad más que por el lado de las mujeres que sean
livianas y corrompidas? ¿Y en qué mujer de las de aquella vecindad se
pueden sospechar, con algún fundamento, conexiones con el impudente
solterón?... ¡Será posible que el hombre que más esfuerzos ha hecho
para separarle á él de la buena senda, se atreva á tanto?... Y ¿por
qué no? Quien se burla de los afectos más puros y de los sentimientos
más honrados, ¿por qué no ha de burlarse de un camarada de vicios
y liviandades?... Pero aunque él llegara á intentarlo, Solita le
rechazaría... Y ¿por qué ha de rechazarle Solita? Si la mujer propia,
si la mujer unida á un hombre ante los altares de Dios, según las
doctrinas del mismo Gedeón, falta á sus juramentos, y quebranta sus
deberes, y mancilla el honor de su marido, ¿por qué no ha de sucumbir
la obra de las tinieblas y del vicio? Quien ha sucumbido á las ofertas
de un amante, ¿por qué ha de resistirse á las dádivas de otro? ¿Qué
más da Gedeón que cualquiera de sus amigos? Además, Solita se queja,
no sin fundamento, de que Gedeón la tiene medio abandonada; pues así
como él busca lejos de ella remedio para el hastío que le mata, lejos
de él buscará ella el consuelo para la soledad en que vive. Cierto
es que Solita debe á Gedeón lo que le cuesta, en dinero, su vida de
«señora de su casa;» pero ¿no le debe nada Gedeón á Solita? ¿Nada
valen en el mercado del mundo la honra y la libertad de una mujer,
única hacienda que Solita poseía y ha sacrificado á Gedeón? Por este
lado pagados están ambos también. ¡Pero por _el otro_!... ¡Vamos, eso
sería inicuo!... ¡En semejantes circunstancias!... ¡Hacerle á él cargar
con!... ¡Horror, mil veces!...
Pero, después de todo, ¿qué ha sucedido para tales imaginaciones?...
Nada, ó poco menos: un encuentro de dos hombres en el portal de una
casa. ¿No se ve esto cada día y en cada calle?...
Mas aunque se vea y nada grave haya que temer con fundamento, ¿no
es bastante lo que ya está sucediendo? ¿No es hasta demasiado que
él, un hombre como él, libre como él, emancipado como él de todas
las «miserias del hogar,» de todas las «inmundicias del matrimonio,»
esté en aquel instante... celoso... ¡sí, señor, celoso!... y por una
fregatriz, hija de un remendón borracho y sin vergüenza; por una mujer
á quien no ama y de cuya compañía huye delante de la gente, como se
huye de lo que mancha y desdora?
¡Oh, qué razón tenía el médico! No basta romper los lazos de la familia
para verse un hombre exento de los pesares que teme en ella, y de otros
muchos más.
Y así batallando, quiere volver á casa de Solita por si aún está en
ella el inicuo amigo; pero luégo reflexiona que no será éste tan necio
que habiéndole hallado á él en el portal, permanezca al lado de la
infame tan largo rato.
Después torna á encontrar descabellados sus recelos, y se tranquiliza
encomendando al tiempo y á una prudente vigilancia la solución de sus
dudas...
--Porque ¡tendría que ver--concluye,--que un hombre como yo diera una
campanada de esas, y la diera en falso!
[Ilustración]


[Ilustración]
XXIV
LO QUE ERA DE ESPERAR

En esto se despierta Adonis, que dormía en su rincón acostumbrado, y
comienza á husmear el aire y á exhalar gruñidos, y á revolverse sobre
el colchón, como si le amenazara una invasión de pulgas.
Un momento después aparece á la puerta del gabinete Regla con el manto
sobre los hombros, recién destocada su cabeza, y detrás de Regla,
Merto, asido de las faldas de su madre y tapándose con ellas. Al
sentirle Adonis tan cerca, deja de gruñir y comienza á entonar una
salmodia entre lúgubre y desesperada.
Gedeón, con la frente entre las manos y los codos sobre la mesa, ni
advierte la presencia de los recién llegados, ni la inquietud del perro.
Regla avanza dos pasos más; Merto la sigue, y Adonis, al verse á
tres varas de su odiado enemigo, concluye la salmodia con un trino
convulsivo, y de un salto se coloca junto á su amo.
Entonces se fija éste en lo que sucede.
--¿Qué hay?--pregunta á Regla, alzando la cabeza.
--Pues hay, señorito--contesta Regla, torciendo y estirando entre los
dedos un pico de su manto,--que he ido á buscarle y que... aquí está.
--¿Quién?
--Merto.
--¡Merto?
Al oir este nombre execrado, vuelve á trinar Adonis, pero muy recio.
--¡Calla, condenado animal!--exclama Gedeón con gesto avinagrado y
largando un castañetazo al ratonero.
--¡Guaaayyy!--late el infeliz. Y se esconde debajo de la butaca de su
amo, como si ya tuviera encima los varazos que huele en lo porvenir.
Á Merto se le hinca en el alma aquel ladrido. ¡Cuántos como él y del
mismo gaznate escuchó insensible el día de la batalla, mientras caían
en pedazos, de muebles y paredes, los más preciados adornos de aquel
recinto! Este recuerdo le hace temblar; pero no le impide lanzar una
mirada con el ojo más bizco, y bien cubierto de las de su amo con el
vestido de su madre, á cuanto le rodea. Parécele, en número, menos de
lo que él vió allí mismo en el funesto día; pero no halla escombros ni
derrengaduras al alcance de su ojo, y esto le tranquiliza bastante.
¡Y el reló?... ¿Estará descubierto y perdonado este delito, ó podrán
pedirle cuentas de él el día menos pensado?
Mientras en esto se entretiene el chico, su madre, respondiendo á
Gedeón, dice:
--Merto, sí, señor. Yo no pensaba traerle todavía; pero de pronto
cavilé que podía usted tomar á mal el empeño mío en castigarle más...
¡Como usted le tiene tan grande en que le perdone!
--¡Yo!--exclama Gedeón, cual si en su vida se hubiera acordado de
semejante criatura.
--Me parece...
--Tienes razón... Estaba distraído... ¿Y dices que vas á traerle?
--Le he traído ya.
--¡Hola!... ¿De modo que ya está en casa?
--Eso he querido decir á usted.
--Ya me hago cargo... Pues nada, si está en casa ¿qué le hemos de
hacer?... Prevenle que á la menor diablura que cometa le rompo la
crisma, como Dios está en los cielos... y nada más.
--¿Lo oyes?--dice Regla, volviendo su cara ceñuda atrás, y poniendo á
su hijo enfrente de Gedeón.
Merto aparece tiritando, con una mano en el bolsillo correspondiente de
sus bombachos recosidos, y con la otra hundida en la boca hasta cerca
de las fauces.
--¡Conque estabas tan cerca?--dícele Gedeón con sequedad al
verle.--Pues me alegro: así excuso repetirte lo que le he dicho á tu
madre.
--Se escondía--replica ésta,--porque está muy avergonzado de lo que ha
hecho...
Y en vano espera que Gedeón se manifieste complacido de ver á Merto
á su lado, con el cual propósito tantas instancias le ha hecho hasta
aquel día. Ni una palabra, ni un gesto de halago tiene para el rapaz
que antes le dominaba y entretenía. Más bien parece contrariado con su
vuelta. Al ver tanta frialdad en su amo,
--¡Largo de aquí!--dice con desgarro, dirigiéndose á Merto y dándole un
empellón hacia la puerta, como pudiera dársele á quien tiene la culpa
de aquel cambio tan súbito en el corazón de su amo y en el porvenir de
su hijo.
Y empujando á éste sin cesar, sale del gabinete, donde queda Gedeón
revolviendo con los dedos el poco pelo de su cabeza, y Adonis
refunfuñando, aunque no tan afligido como á la llegada de Merto.
--¡Habrá destino más perro que el mío?--exclama de repente Gedeón,
levantándose y dando un furibundo puñetazo sobre la mesa.--¿No es una
burla de la suerte obligar á un hombre á recoger en su casa los hijos
ajenos, cuando está pensando si echará... los propios á la Inclusa?
¡Esto es insufrible, y además infame, y además ridículo!
Y no cabiéndole en casa la desazón, toma el sombrero, y sale de ella
vomitando maldiciones.
Al llegar al portal, le dice la portera que ha vuelto el remendón y que
ha costado un triunfo impedirle que suba.
--¡Haberle roto el bautismo!--ruge Gedeón marchando hacia la calle.
Mas apenas la ha pisado, retrocede como si se le hubiera puesto
delante un toro de Colmenar. Es que ha visto, en el hueco de la
puerta inmediata á la suya, muy tranquilamente recostado, al execrado
zapatero. ¿Por dónde tomará la calle que el andrajoso no le vea y no le
siga? Apuradamente, con las zancadas que dió por la mañana, se le ha
resentido la rodilla y no puede correr.
Vuélvese á casa renegando de la hora en que el diablo le hizo conocer á
Solita, y de nuevo se encierra en su cuarto.
Pero los pensamientos abrumadores le asaltan en la soledad y en el
silencio; y no pudiendo buscar la distracción en la calle ni resistir
el asalto de aquel enemigo formidable que ya le va escalando las
murallas del cerebro, pide la comida aunque no son las cuatro de la
tarde. Sírvesela Regla; pero mal sazonada, no por falta de tiempo,
sino de cuidado. Lo cocido es engrudo; lo frito, carbón; frío y amargo
lo que debiera ser caliente y dulce. Desde que está Regla en casa no
ha sucedido otro tanto. Mírala á la cara, y observa que está como la
comida. La dulzura de sus ojos se ha trocado en acíbar, y la suavidad
de su sonrisa en aspereza y rigor.
Gedeón empieza á pensar en los motivos que podrá tener su criada para
estar así y portarse como se porta. ¡No le faltaba ya más desdicha que
perder el relativo bienestar que Regla le proporciona en su casa!
Esto le lleva á pensar en el zapatero, causa de la dureza con que él la
trató al despedirle; del zapatero va con sus pensamientos á su hija; de
ésta, á _lo otro_; de _lo otro_, á Herodes; de Herodes, á él; de él,
á lo de más allá; y de esto, otra vez á Herodes; y si será, y si no
será, zúmbale de nuevo la mollera, asáltanle las sospechas con todo el
aparato de la verdad; antójasele que tal vez en aquel instante pudiera
él, por lo mismo que es hora en que no se le espera, caer como una
bomba entre Venus y Marte, ya que no tiene la red de Vulcano; y con
esta preocupación, atragántase por acabar primero; tarda, por lo mismo,
algo más que si comiera despacio, y resuelto á ahogar al zapatero, si
se halla con él á la puerta todavía, lánzase á la calle.
Felizmente no está en ella el remendón.
¡Hala! ¡hala! renqueando y como su reumatismo se lo permite, llega, por
calles excusadas, á casa de Solita, y casi se arrepiente de su empresa
al meter el llavín en la cerradura de la puerta. Pero su alucinación
puede más que el horror que le causa la idea de tener que hablar
con Solita de lo _otro_, y hasta la del riesgo que corre de dar una
campanada en falso, temor que ya le ha hecho refrenar sus ímpetus pocas
horas há; y entra.
Toma por asalto el gabinete, por la puerta de escape, y nadie en él; en
la sala, tampoco; en el comedor, la misma soledad. Entonces, acometido
de las más estrafalarias aprensiones, llama con voz de trueno, y
aparece Solita con una jícara en la mano.
--¿Dónde estabas?--la pregunta azorado.
--Sacando los garbanzos para mañana,--responde Solita muy serena.
--¿Á ver?--añade Gedeón, como si dudara, avanzando hasta la despensa.
Allí está la criada con un plato en la mano, arrimada á un cajón
abierto y á medio llenar de aquella patriarcal legumbre.
Y como si todavía no estuviera tranquilo, mira detrás de la puerta,
y da un vistazo á la cocina, y hasta mete la cabeza en el inmediato
departamento.
--Pero ¿qué diablos buscas?--le pregunta Solita, que va siguiendo todos
sus pasos.
--Busco--responde el preguntado, algo arrepentido ya,--la... petaca que
se me perdió esta mañana.
--¿En la despensa?... ¿y en la cocina?... ¿y en?...
--¡En el infierno!
Y sin decir más, vuélvese á la calle, dejando á Solita en la duda de si
aquello es la continuación del arrebato que le dió horas antes, ó el
efecto de alguna sospecha que se le ha metido entre los cascos.
De todas maneras, no le parece mal síntoma el que haya vuelto y se haya
conformado con tan poco ruido. Los relámpagos de la mañana prometían
mucho más.
[Ilustración]


[Ilustración]
XXV
EL ALMA DE JUDAS

¡Al fin, dí la campanada!--exclama en la calle.--Fortuna que Solita no
me ha visto desde el otro estampido, y acaso crea que aún está ardiendo
la pólvora... Pero si no está arriba el infame, puede que ronde por las
inmediaciones. Rondemos también: al cabo, tanto me da pasear por estas
calles como por las de mi barrio.
Y pónese á recorrerlas una tras otra, haciendo de vez en cuando salidas
rápidas á la confluencia de las principales, donde está la casa de
Solita, como si intentara jugar la vuelta á algún descuidado.
Así se le va pasando la fiebre poco á poco. En cuanto se ve libre de
ella se arrepiente de lo que ha hecho y se avergüenza de lo que está
haciendo.
--Esto es--dice para sí,--ni más ni menos que una explosión de
celos, pero celos de marido, y de marido grotesco... Y ¿á tal
extremo has venido á parar, Gedeón, después de tantas precauciones y
miramientos!... Y es lo más curioso que cuanto menos me fío de Solita,
más amarrado me siento á ella; no porque sus gracias pasadas hayan
renacido para seducirme, ni porque me seduzca tal cual está, sino
porque ahora quisiera yo verla esclava hasta de mis pensamientos. Así
no me costaría trabajo desprenderme de ella, ni viéndola _después_ loca
por otro, me apuraría... De todo lo cual deduzco yo que cuanto se dice
de la pasión de los celos queda reducido á una simple cuestión de amor
propio. No nos duele la _pérdida_ de la mujer poseída; nos duele que se
vaya con otro; es decir, que se le haya preferido á nosotros, en señal
de que valemos menos que él. ¡Estas sí que son verdaderas miserias,
no de la vida conyugal, sino de toda clase de vidas, incluso la muy
arrastrada que yo traigo!
Y así pensando, toma el rumbo de su casa á paso no muy largo, porque la
rodilla le va doliendo cada vez más.
Al atravesar una bocacalle siente en las narices un huracán de
aguardiente, y casi está á punto de sucederle con un transeunte lo que
por la mañana con Herodes en el portal de Solita.
El transeunte es el sempiterno tío Judas.
Gedeón se estremece al conocerle.
--¡Hijo de mis entrañas!--exclama el zapatero al encontrarse con él.
--¡Mal rayo te parta!--contesta el otro.
--Iba á ver á tu oculta esposa, y cátate que doy, digásmolo así, de
bóbilis bóbilis, con su marido... ¿Adónde vas, cachorrote?...
--¡Al infierno, remendón infame!
Y tras esto, Gedeón trata de apretar el paso; pero, como si estuviera
de acuerdo con el zapatero, su pierna se niega obstinadamente á
complacerle.
El zapatero se le pone al costado.
Gedeón diera la mitad de su vida porque en la calle no hubiera más
gente que ellos dos, ó el sol alumbrara ya á los antípodas. En
cualquiera de estos casos, cogería al remendón por las barbas, le
metería en un portal, y allí le molería los huesos á bastonazos; pero
aún es de día, y el tránsito, lejos de disminuir, va aumentando, porque
la gente de la ciudad tiene del murciélago y la lechuza la propiedad
de revolotear de noche y arrimarse mucho á la luz de los reverberos.
No hay modo de apalear al pegajoso artista sin armar un escándalo, con
gravísimo riesgo para el apaleador.
El zapatero, como si oliera estas dificultades ó las leyera en la cara
de su _pariente_, que reluce de ira, muéstrase muy ufano y risotón, y
continúa diciéndole:
--Aporté segunda vez á tu casa, mi muy amado hijo político, porque dos
razones me lo aconsejaron. Primera y finalmente, que no me quisieron
pasar una moneda de las que me dió tu esplendoroso corazón. No pensé
pedirte otra mejor, porque no soy de esos mozambiques sin educación de
principios, digásmolo así; pero justo es que el hombre sepa ¿eh? lo que
vale aquello con que buenamente agasaja á otro... digo, me parece á
mí... Segunda y en principalidad... ¿Sudas, mi tierno hijo?... Daréte
ventilación... ¿Quieres descanso? Párate con toda confianza: yo no
llevo prisa...
Y suda en efecto, Gedeón, y hasta le duelen callos que jamás ha tenido.
Aquel hombre le asfixia. Malo si le responde, peor si le contradice...
malo también si calla; huir, no le es dado; buscar travesías y
callejones por más solitarios, es prolongar el camino, y él no puede
andar mucho. Tiene que optar por el que sigue, que es el más recto;
pero, en cambio, el más concurrido. ¿Qué dirá la gente si él se enfada
y denuesta al zapatero, y éste insiste en publicar el parentesco?
Muchos habrá que no lo crean; pero ¡cuántos lo creerán! De todas
maneras, es un escándalo en medio de la calle. ¡Qué horror! No hay otro
remedio que oir, devorando la ira; callar, y, poco á poco, acercarse á
casa; y allí ¡oh! allí hacer jigote al infame zapatero; embutirle en la
pared á mojicones, y arrancarle las barbas y freirle en aceite.
Así medita Gedeón, y calla y anda, mientras el padre de Solita,
contoneándose mucho á su lado, prosigue diciendo:
--Segundamente, fui á tu casa porque en la primera barrunté que no te
dejaba muy contrito del parentesco. Dudabas, ¿no es cierto, amado hijo?
Es natural, hombre; el sabio dudó seis veces, ¡qué diablo!... Pues en
contingencia de esta reflexión, iba yo á manipularte el caso, digásmolo
así, hasta que cayeras en mis brazos amorosos, para llegar á ser lo que
debemos: el uno para el otro... y en una sola mesa y sin «lo tuyo» ni
«lo mío,» como los pajaritos del aire. ¡Qué vida, Gedeón! ¡Qué vida la
que nos esperaba!
En esto, acierta á pasar un camarada del zapatero.
--¡Adiós!--le dice éste á gritos.--Dispensa que no te acompañe... voy
con mi hijo político.
El aludido jurara, cuando tal oye, que le meten un espadín por el
estómago.
Algunos transeuntes le miran, y el desvergonzado continúa:
--Tú y Solita, los emperadores de aquellas ínfulas; yo, el rey
consorte; quiero decir, el padre putativo que os dió el sér... Pero
dime algo, hijo adorado; muéstrame tu hermosa voz, aunque sea en una
desvergüenza...
Gedeón carraspea y quiere silbar y reirse, y hasta que le trague
la tierra; y anda calle adelante, volviendo la cara á todas partes
y tanteando actitudes que mejor expresen su intención de decir al
público:--«Nada de esto va conmigo; es un borracho que se me ha pegado,
como pudo pegarse á ustedes.»
Pero el tal no se despega, y sigue apostrofándole, ora tierno, ora
vehemente, ora chancero, y alzando la voz á medida que el silencio del
atribulado se prolonga.
En un sitio en que la calle está libre de transeuntes, Gedeón se atreve
á decir á media voz al zapatero:
--¡He de verte las entrañas, miserable!
--¡Echa aunque sea las hieles, hijo del alma; échalas, con tal que
te desahogues en tu desgraciado padre! ¡Angel de Dios, y cómo te
consolarán esas desaguaduras!
Luégo, cambiando de tono, y entre compungido é iracundo, añade á gritos:
--¡Éstos son los hijos políticos de las clases más opíparas de la
sociedad! Deles usted la hija de sus entrañas; y porque usted es
artista menesteroso y desgraciado, ya no le conocen; y le niegan
tres veces, como Sansón negó á Pedro; y le cierran la puerta; y sus
indomésticos le menosprecian... ¡Esto es astringente y deshumano!
Gedeón suda escarchas y respira cohetes. La gente le mira ya, y no
faltan curiosos que se detienen para oir al zapatero. El infeliz
perseguido no sabe qué partido adoptar, privado como se halla del
único recurso que podía, si no salvarle, abreviar su martirio: las
piernas para correr. En aquel angustioso trance y mientras camina con
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