El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - 05

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enaguas lanza un grito, y abalanzándose á la puerta, ciérrala con ira,
mientras la voz de un hombre suelta una blasfemia en francés desde el
fondo de aquel misterio inexplorado.
Á vueltas de otras tres equivocaciones por el estilo, el hombre gordo,
ya sulfurado, pónese á gritar desde el centro de una encrucijada á que
han llegado los cuatro:
--¡M’siu Cotelet!... ¡M’siu Cotelet!
--¡Boum!--le contesta una voz desde allá lejos, muy lejos.
--¿Quiere usted decirme, con mil demonios, qué número es el que está
desocupado?
--¡El _dusiantos trantiunoooo_!...--vuelve á responderle la voz.
--Es en el otro piso, caballero--dice el hombre gordo á Gedeón.--Es
enteramente igual á éste: sólo tiene de más algunas escaleras.
Súbenlas los cuatro, tres de ellos jadeando ya y con amagos de jadeo el
hombre gordo; y vuelven á recorrer nuevos pasadizos. Al fin de uno de
ellos hay una puerta con el número 231. Allí es. El hombre gordo entra
y enciende una vela. Á su luz se ve el suelo lleno de papeles rotos y
puntas de cigarro, la cama revuelta, la palangana hecha una basura, y
la pared con lamparones.
Mientras Gedeón paga y despide á los mozos de cordel, llega un camarero
silbando unas habaneras; y de dos trastazos da por arreglada la cama,
dejando al nuevo huésped en la duda de si mudó las sábanas ó aprovecha
las que tenía; vierte las inmundicias de la jofaina en un cubo de
latón; saca á puntapiés los papeles al corredor; sacude dos manotadas
y da un restregón con la sempiterna rodilla al tocador; cuelga encima
de éste una tohalla; y, sin dejar de silbar las habaneras, sale del
cuarto, despidiéndose con un portazo que hace temblar los tabiques.
Mustio se queda Gedeón por largo rato, maquinalmente sentado sobre uno
de sus baúles y midiendo con la vista el menguado perímetro de aquella
estancia. Después se levanta, y, maquinalmente también, procede á hacer
el inventario de cuanto en ella le pertenece para su uso.
Además de la cama y del tocador ya mencionados, hay un ropero con
puerta que no ajusta, de espejo desazogado y llave que no cierra; una
percha de fleje con seis colgadores, tres de ellos á medio arrancar,
dos arrancados ya y uno partido por el medio; una mesa de noche
(cuyo entreabierto cajón permite ver, en su obscuro fondo, media
liga vieja, un cabo de vela, tres palillos de dientes muy usados, un
parche de trementina á medio uso, y seis tachuelas amarillas); una
jarra de latón, como el cubo, llena de agua; sobre la mesa de noche
una botellita blanca, con un vaso boca abajo por tapadera; un velador
cabizbajo y alicaído, no por la carga liviana de un tinterillo sin
entrañas y una pluma roñosa que no puede calzar más que punto y medio,
por mucho que se presume, sino por sus achaques naturales y frutos
de su arrastrada vida; por último, dos sillas de mala muerte y una
butaca cuya anatomía de astillas y de alambre pugna, y al fin ha de
conseguirlo, por romper la mezquina envoltura que aún la impide,
aunque sólo á trechos, protestar en debida forma contra la opresora
poltronería de los huéspedes.
De manera que allí todo está previsto para la comodidad de éstos y para
sus más apremiantes necesidades, y nada falta más que el aseo, el orden
y el desahogo. Todo parece decirle á Gedeón: «No te molestes en llamar,
porque no acudirá nadie al llamamiento, en la confianza de que tienes
aquí cuanto necesitas. Para lo demás, ya te llamarán á tí.»
No ignora Gedeón lo que son las fondas; pero entre _pasar_ por ellas,
como él ha pasado algunas veces, y _vivir_ en ellas, como ahora vive,
hay muchísima distancia; y mucho mayor para un hombre siempre cebadito
y mimado en su casa, en la cual todo era suyo y para su regalo.
Decididamente no es en aquel angosto y desaliñado recinto donde ha de
llenar el vacío de que se queja desde que nosotros le conocemos.
Con éstas y otras cavilaciones en la mollera, y mirando con repugnancia
cuanto le rodea, vase desnudando poco á poco; y sin pizca de ilusiones
para el día siguiente, métese en la cama como pudiera tirarse al pozo,
apagando de un soplo la bujía y encendiendo en su memoria el recuerdo
de Solita, que, por de pronto, le alegra un poco la imaginación,
aunque no le llena, ni con mucho, el abismo de su alma.
* * * * *
Una semana, quince días, dos meses... un año... lo que el lector
quiera, lleva Gedeón de residencia en aquel agujero, ó en otro
idéntico, de la misma fonda ó de otra quizá peor que habrá encontrado,
en su afán de mejorar de vivienda y de _establecerse á su gusto_.
Le ocupa lo menos que puede, y vuelve á él á las horas de comer y de
acostarse, como el colegial á cátedra después de las vacaciones.
Para colmo de desdichas, tiene un destacamento reumático en una
rodilla, y un manantial en un oído; le va engordando la panza y se
le insinúa un catarro de pecho que, cuando el tiempo refresca, le da
bastante que hacer.
Pero más que estas plagas, que al cabo le dejan en paz muy á menudo,
le abate un aburrimiento desconsolador. Verdaderamente no sabe qué
hacer de su cuerpo, ni en su celda ni en la calle. En la una todo
es angostura y soledad. En la otra no tiene ya con quién departir;
pues sus tres camaradas, únicos seres cuyo trato ha cultivado con
frecuencia, le van inspirando una invencible antipatía, y huye de ellos
como de la peste.
En cuanto _á lo demás_, tanto le cansa como le deleita, si es que algo
de ello no le remuerde; reducido, en suma, á insubstanciales despojos
de las sobras de otros tiempos, ó á _similores_ del presente, que
no valen el trabajo que le cuestan, ni el riesgo en que le ponen su
libertad.
[Ilustración]


[Ilustración]
IX
POR LAS NUBES

Ahora podemos suponer, por suponer un poco de todo, que Gedeón, libre
una semana de sus dolencias físicas, hace un esfuerzo supremo para
sacudirse las morales, y se lanza, fraque en ristre, á regiones en que
jamás ha penetrado, para estudiar aquellas razas y la manera más cómoda
de explotarlas en beneficio de sus deseos y en concordancia con sus
imaginaciones.
Por de pronto, sus pies, hechos á pisar los suelos de cabretón, han de
enredársele no poco en el fino vellón de las alfombras. Brujuleará por
salas y rincones; hará como que refiere al conocido que haya hecho su
presentación cosas muy graves é importantes, para estudiar con disimulo
maneras y actitudes en los que pasan á su lado; para tantear estilos de
conversación amena y por lo fino, y, sobre todo, para tomar lenguas de
todas y cada una de las damas que adornan los contornos del salón: se
fijará primero en las más bellas; después en las más frágiles, y, por
último, en las más accesibles, según el criterio de su acompañante.
Verá que no faltan entre los hombres que entretienen y acompañan á las
más jóvenes y más hermosas, galanes antediluvianos que tapan la carcoma
de sus muchos años con afeites y postizos.
Diránle que, así y todo, los hay entre ellos que no pierden siempre
que juegan; lo cual animará mucho á Gedeón cada vez que, al pasar por
delante de un espejo, vea reflejarse en él sus canas, sus arrugas y su
pestorejo de veterano; pero luégo sabrá que aquellos tipos, además de
haber envejecido allí, lo cual ahorra el mal efecto de una aparición
con flemas y _pata de gallo_, y de poseer algún atractivo especial para
las mujeres, aunque sólo sea éste el saber desempeñar con donaire el
papel de comparsa en tales fiestas, no son solterones como él, sino
hombres que no se han casado todavía, porque quizá picaron muy alto al
intentarlo, pues lo han intentado muchas veces.
¡Pero Gedeón!... He aquí lo que, á lo sumo, se dirá de él, si algo se
dice, después que se muestre en semejantes alturas:
--Pues es _un señor_ que se llama Gedeón, que está bien por su casa, y
que tiene horror al matrimonio.
No puede decirse menos de un hombre que es, además, vulgar y adocenado
de figura.
Hay ejemplos de que una pecadora lo haya sido con el caritativo fin
de sacar á un calavera de los malos pasos en que también Gedeón se ha
encontrado, y elevarle hasta ella, acaso para corromperle más; pero
ese redimido era hermoso, ó, cuando menos, notable, ya que no célebre,
en algún concepto; y Gedeón no es célebre, ni notable, ni hermoso por
ninguna parte que se le mire.
Con tales desventajas encima, ¿qué puede prometerse el mal aconsejado
solterón si se echa á herborizar en el campo en que le suponemos
colocado?
Le rechazarán las solteras, porque no es negocio ni buen modelo para
marido, aun cuando él se prestara á serlo; y _las demás_, suponiendo
que existan (yo siempre lo niego), pensarán, y muy cuerdamente, que ya
que el diablo las lleve, que las lleve en coche.
Tentará á probar fortuna, eso sí, que para eso fué allá, y además es
terco; y no se dirigirá á la más fea ni á la menos joven, que para
eso es solterón y frisa en viejo; y se meterá en floreos de lenguaje
y en retóricas trasnochadas; y preguntará por la _gavota_ y el _baile
inglés_, y por la música del _Tancredo_, cuando hace setenta años que
ni aquéllos se bailan ni ésta se canta; y por sandio que sea, caerá en
la cuenta de que cuanto más sublime se hace, se pone más en ridículo.
Y recordará entonces que en las capas inferiores, como ahora se dice,
de la sociedad, entre modistillas y gentes de medio pelo, está él como
el pez en el agua; recuerdo que, enfrente de las dificultades que
traban su lengua y turban sus ideas, le excitará el deseo de vencerlas,
y tal vez sus manos se atrevan á cometer demasías de tacto, ó su
lengua se desborde, ó sus piernas desmazaladas, y á la sazón revueltas
entre vecinas faldas de sedas y crespones, hagan una barbaridad que
escandalice al concurso.
De todas maneras, Gedeón perderá el tiempo; porque aun concediéndole
algún fruto en sus exploraciones, bien apreciado no valdrá la violencia
en que le pondrían los medios para alcanzarle. Violencia digo, porque
sin ella no puede él vivir en un terreno tan extraño á sus hábitos é
inclinaciones.
Y si le frecuentara más para hacerle placentero, acabaría por salir de
él marido de la mujer más pobre y fea; y no _convertido_, sino _domado_
como una bestia; en el cual caso sería una variedad vulgarísima entre
los célibes remolones, y no un perfecto modelo de la especie solterona
_impenitente_, como el lector y yo hemos convenido en que sea Gedeón.
En substancia, este capítulo es pura y simplemente una respuesta
anticipada al candoroso lector que, olvidado de la naturaleza especial
de nuestro personaje, me salga al encuentro con esta observación, que,
en su concepto, lo resolvería todo, y hasta me excusara el trabajo de
escribir lo que me falta de este libro.
--Pues, hombre, si Gedeón se aburre, ¿por qué no se divierte como yo?
[Ilustración]


[Ilustración]
X
LO QUE NO HABÍA PREVISTO GEDEÓN

Pero lo verosímil es que, á pesar de sus propósitos, si los tiene
todavía, no se resuelva á salir de sus merodeos de _escalera abajo_;
porque lo que entra con el capillo, sale con la mortaja.
Á la edad en que Gedeón ha pensado en elevar su vuelo hasta las águilas
rapaces, ya pesa mucho el cuerpo; y si, aunque con trabajos, se sube,
faltan los ojos para resistir el sol mirándole cara á cara. La tierra
llama á lo suyo; y aunque sueñe ser águila, se queda el atrevido tan
milano como sus hábitos le han hecho ó su madre le parió.
Lo innegable, por de pronto, es que una noche se retira á su albergue
triste y dolorido; que la cama, aunque fementida, le llama á sí, y que
él se arroja en ella sediento y quebrantado.
Como el sueño no acude á sus párpados, entretiénese en apreciar la
cantidad y la calidad de la dolencia que le postra; pero cuanto más
se examina, menos comprende si sus dolores proceden del cuerpo ó del
espíritu.
Le asaltan serios temores de que la enfermedad pueda complicarse, y se
estremece al pensar en la asistencia que le aguarda.
Entonces cae en la cuenta de que jamás ha entrado en sus previsiones un
contratiempo semejante.
--He aquí un caso--se dice,--en que la familia no es tan abominable
como nos la pintan. La más mala de las mujeres, el más ingrato de
los hijos, pudieran prestarme ahora un auxilio, aunque sólo fuera el
de su presencia, que para mí no ha de haber, ni pagándole. Mas yo no
tengo esposa, ni hijos... ni siquiera un amigo, ni un allegado... Me
faltará el consuelo de que no carecerá el último zapatero que se muera
de hambre en un desván... Pero esto tenía que suceder; es lógico tal
desamparo... Es una de las quiebras de mi oficio.
Después se va con la imaginación adonde le llevan los objetos que le
rodean y los rumores que perciben sus oídos; y así, por esta senda,
llega á antojársele que en toda fonda _bien montada_ hay algo de
manicomio, de cárcel y hasta de hospital: de todo, menos de casa y
hogar.--Aquellas celdas en fila, con los números sobre la puerta;
aquella uniformidad de camas, de colchas, de sillas y jergones;
aquel hormigueo de gentes en los interminables corredores, gentes de
todas edades, procedencias y cataduras; gentes que no se conocen ni
se hablan; aquellos camareros brutales, impasibles, con el eterno
mandil ceñido y el sucio lienzo en la mano, como verdasca de loquero ó
tohalla de _practicante_; aquel gemir en un cuarto, reir en el otro y
cantar en el de más allá; ó hablar aquí en francés, en griego allí, y
en un rincón de negocios, en otro de literatura, y de amor en el más
obscuro; aquella campana que recorre patios y pasadizos, llamando á
comer cosas que el huésped no ha pedido y no sabe si le gustarán, en
una mesa muy larga y entre gentes que se enfilan en ella como mulos en
pesebrera, y como éstos, sin chistar ni sonreir, engullen; el rechinar
de las cerraduras por la noche al meterse cada cual en su madriguera;
el ruido acompasado del huésped que se va, ó del que llega á las dos
de la mañana, como el ruido de los pasos del centinela en el patio
de un presidio, ó de los hombres que sacan un cadáver de la cama de
un hospital para llevarle al cementerio; y, por último, el marcharse
uno sin despedirse como entró sin saludar, porque el _amo_ es allí
una entidad, como el Municipio ó el Estado en los hospitales, en los
manicomios y en las cárceles, detalles son, con otros muchos más, en
concepto de Gedeón, tan aplicables á la fisonomía de una fonda como á
las de esos lugares aborrecibles y aborrecidos.
Lo único en que no se parecen la una y los otros es que en los
hospitales, en los manicomios y en las cárceles tiene la caridad
socorros y consuelos para los acogidos, para los locos y para los
criminales enfermos, al paso que los huéspedes de las fondas pueden,
como Gedeón mismo, irse al otro mundo sin que lo sepa nadie más que
Dios que se los lleva.
En éstas y otras visiones, la noche avanza, el sueño no viene y la sed
le atormenta. Como se ha bebido ya el agua de la botella, ase el cordón
de la campanilla, tira de él con ansia, y espera.
Los minutos corren y nadie viene.
Al fin oye pasos en el corredor.
--¡Ese es!--piensa.
Pero el ruido se aleja. Oye otra vez rumor de pisadas junto á su
cuarto, y vuelve á llamar creyendo que le oirá el que pasa; mas no
reflexiona que la campanilla á la cual corresponde el cordón de que él
tira, quizá esté zarandeándose en el otro piso, y que se necesita que
se halle cerca de ella una persona para que pueda saberse que _número_
es el que llama.
Convencido de que tirar de aquel cordón es clamar en desierto, se
arroja de la cama y apaga su sed con el agua de la jarra de latón. No
es fresca ni está limpia; pero es abundante.
Vuelve á acostarse, y tampoco puede dormir; y van pasando las horas y
mermándose los ruidos, por calmarse el movimiento; y cuando sólo se
oye, de vez en cuando, el roncar de los que duermen á los lados, ó el
lento taconeo del que trasnocha ó se va, ó el lastimero mayar del gato
enamorado, en el desván cercano ó en el tejado vecino, el cansancio le
rinde y le proporciona un sueño reparador, durante el cual se imagina
que vela á su lado una esposa solícita y amante que le toca la frente y
se la refresca con besos amorosos y con paños de nieve, no más blanca
que sus manos, mientras un niño de angelical sonrisa le acaricia el
enardecido rostro con sus rizos de querube.
¡Cómo le consuela todo esto! Pero en seguida se le ponen delante sus
tres camaradas y consejeros, furibundas las miradas y mostrando en sus
espumantes bocas víboras por lenguas; ante el cual aspecto, repulsivo
é infernal, la visión consoladora desaparece, quedando en su lugar un
hombre de blanco mandil, que le pide por cada gota de agua una moneda.
Después no sueña nada; se queda como un tronco. Al despertar por la
mañana, se encuentra sin fiebre, pero muy abatido y con horror á la
soledad.
No se cansa en reñir al mozo que le sirve, cuando, cerca del mediodía,
entra en su cuarto: perdería el tiempo y las palabras; pero le
_suplica_ que mande venir un médico.
Á todo trance quiere comunicar con alguno; y no teniendo amigos ni
parientes, ha calculado que nadie como un hombre de aquella profesión
puede ayudarle á pelear contra el enemigo que le asedia.
Hará que le visite á cada hora, si tanto se necesita; le costará el
auxilio caro, pero tendrá, á lo menos, quien le ayude á morirse en toda
regla, si decretada está su muerte, ó le tienda una mano para salir del
lecho.
[Ilustración]


[Ilustración]
XI
LO QUE LE DUELE Á GEDEÓN, Y POR QUÉ LE DUELE

Al cabo de dos horas se presenta el médico. Se ha necesitado una para
que el camarero, después de olvidar el encargo, le recuerde, y cerca de
otra para decidirse á llevarle á su destino.
Es el Doctor hombre de medio siglo, de rostro sereno y de mirada firme,
pero sin dureza; pulcro en el vestir y culto en sus maneras.
Gedeón, en cuanto le tiene al lado, le hace una pintura de sus
recientes dolores.
El Doctor le mira, como si sus ojos leyeran mucho más adentro de la
fisonomía; le toma el pulso, sin dejar de mirarle, y no dice una
palabra.
El enfermo, tras una corta pausa, continúa enumerando detalles y
acumulando fenómenos, sin ocultar lo que soñó por la noche.
El médico palpa, observa y no despliega sus labios.
El paciente cierra los suyos, mira á los ojos del médico, y parece
pedirle su dictamen.
--¿Quiere usted darme algunos antecedentes?--dice al cabo el Doctor,
dejando de palpar, pero no de mirar á Gedeón, como si le pareciera poco
la enfermedad explicada para causa de tanto y tan visible decaimiento.
Gedeón, que siempre tuvo una salud de bronce, no halla medio de
satisfacer la pregunta del Doctor.
--No se fije usted solamente en los dolores del cuerpo--añade éste
al notar la perplejidad del enfermo;--examine usted también las
vicisitudes del espíritu; pues con frecuencia es éste la causa mediata
de muchas dolencias de aquél.
Gedeón narra sus últimas desazones, aunque achacándolas á las prosáicas
contrariedades que el lector conoce.
--Un poco más atrás...--replica el médico, como si hubiera dado con el
rastro de lo que busca.
Gedeón retrocede con su relato hasta la catástrofe de la señora Braulia.
--¡Más atrás todavía!--insiste el Doctor, animando al enfermo con
expresiva mímica.
Gedeón se atreve á contar hasta _por qué_ se decidió á establecerse
como _mozo de casa abierta_; apunta algunas consideraciones sobre su
aversión al matrimonio; algo también sobre los consejos que le dieron,
y no poco sobre el carácter de los consejeros; y así, apuntando el uno
y excitándole el otro á revolver más los fondos de la historia, llega
el Doctor á conocerla casi tan al pormenor como nosotros, siendo de
notar que Gedeón la desenvuelve con tanta complacencia, como si fuera
lienzo ceñido á sus carnes, y buscara quien estirase las arrugas que se
las desuellan.
Cuando concluye, le dice el Doctor, con rostro afable:
--Lo que usted me ha referido no es otra cosa que la confirmación de
una sospecha que adquirí desde que comparé su estado actual con las,
según usted creía, causas inmediatas de él.
--¿Luego no son esas las que?...
--El mal que, en apariencia, le ha postrado á usted en el lecho, se
cura con dos cuartos de ungüento; pero no le diría á usted la verdad el
médico que le dijera que estaba usted curado porque ya no le dolía la
rodilla.
--¿Cree usted que podrá repetirse el dolor, según eso?
--Creo que no es ese el mal que usted padece.
--¿Otro más grave, acaso?
--¿Me autoriza usted para decirle todo mi leal sentir?
--No sólo le autorizo á usted, Doctor; se lo ruego.
--Pues haciendo uso de esa licencia, empiezo por decir que le ha hecho
usted muy malo de su vida.
--¿Por qué?
--Porque ha mirado usted del revés todas sus conveniencias.
--¡Vea usted: yo creía todo lo contrario!
--No me sorprende. Viéndose usted joven, robusto, mimado y consentido,
dejóse arrastrar de los estímulos de todas esas aparentes ventajas, sin
tener en cuenta que son muy efímeras, ni, lo que más importa, aunque el
corazón debió advertírselo, que el hombre necesita, en cada edad, hacer
(si es lícita la metáfora) sus provisiones para la inmediata; porque
sabido es que en lo moral, y á las veces en lo físico, lo que en las
unas nutre, en las otras envenena.
--Por ejemplo...
--Por ejemplo: la absoluta emancipación de las pasiones, la ruptura de
todos los vínculos divinos y humanos...
--¿Y eso nutre alguna vez?
--Eso, durante el hervor de la juventud, es el fuego que más le
sostiene; el huracán que le empuja; el imán que la atrae.
--¿Y después?
--Después es el hielo de los páramos en el invierno de la vida.
--Es muy bonito eso... para dicho, Doctor; pero...
--¿Duda usted que sea cierto?
--Acaso.
--Pues de que lo es, tengo un ejemplo delante.
--¡Yo!
--Me ha confesado usted hace poco que la soledad le mata.
--Es verdad.
--Luego no me equivoco.
--Pero eso le sucede á cualquiera.
--Lo niego: de esa clase de soledades únicamente se quejan los que
han vivido divorciados de todo afecto generoso; los que han hollado
en la juventud las leyes de Dios y las de la naturaleza; los que han
llegado á las puertas de la vejez sin un abrigo para el corazón, sin un
consuelo para el alma.
--Hombre, en eso de consuelos, cada uno puede tenerlos á su manera.
--No el alma, que los tiene bien determinados; el alma, como de origen
divino, no puede satisfacerse con los goces brutales de la materia. Su
destino en el mundo es mucho más elevado.
--¿Cuál es, según usted, ese destino sublime?
--El amor.
--Entonces estamos de acuerdo.
--El amor, sí; pero no ese amor carnal que sólo dura lo que la pasión
grosera que le enciende; el amor del padre al hijo, del hijo al padre,
del hermano al hermano, del hombre á su prójimo; el amor que infunde
en una criatura el heroísmo de arrojarse al fuego por sacar de él á su
enemigo; el placer inefable de aliviar los dolores que padece otro sér;
el ansia de ser útil á sus semejantes... Este es el amor sublime; éste
es el amor del alma, si el alma ha de ser digna de Dios.
--Y ¿cuál es, en opinión de usted también, la fuente en que se bebe ese
néctar?
--La familia.
--Y ¿por qué no ha de beberse fuera de ella?
--Fuera de ella puede también sentirse ese amor; sólo que quien así le
sienta, no odiará, como usted, el matrimonio, base y fundamento de la
familia.
--Y ¿por qué odiando el matrimonio no he de poder yo amar de esa manera?
--¿Por qué no brotan flores en el Sahara?
--Porque es un desierto.
--¿Y cree usted que es otra cosa el corazón de un egoísta? ¿Cómo ha de
ser capaz de partir su capa con el pobre quien renuncia á los hijos
por el temor de que le turben el sueño con sus juegos? ¿Qué ha de ser
el corazón que sólo palpita al impulso de los groseros deleites, más
que una víscera, como el de una bestia?... y digo mucho, porque las
bestias tienen el instinto de asociarse y de amar á sus semejantes,
cumpliendo de este modo la ley que Dios les impuso; ley contra la que
nada ni nadie se rebela en la tierra, más que el hombre egoísta.
--¡Ja, ja, ja!... ¡qué Doctor éste!
--¿Se ríe usted?
--¿Pues no he de reirme?
--¿Por qué no se reía usted anoche?
--Hombre... porque estaba enfermo.
--Y ¿por qué lo estaba usted?
--¡Toma!... Porque... porque no estaba sano.
--Eso es responder de mala fe: usted me ha confesado que lo que más le
dolía entonces era... _el desamparo_.
--Llámelo usted _hache_.
--Precisamente hay que llamarlo _equis_, porque es la incógnita de este
problema.
--Pues concedido que lo sea. ¿No podía yo estar acompañado y
asistido... hasta con amor, y sin embargo?...
--Y sin embargo, pensar usted como piensa, y ser usted lo que es. ¿No
es esto lo que usted quería decir?
--Cabalmente.
--Y ¿á título de qué, señor mío, había de gozar usted ese privilegio?
¿Quién le ha dicho á usted que el amor del prójimo se enciende como
una pajuela cuando necesitamos su luz, y se apaga cuando nos estorba?
¿Qué da usted al prójimo en cambio de eso que le pide?... Ó ¿cree usted
que el mundo es un mueble de lujo para recreo de cuatro solterones
aburridos, ó de otros tantos egoístas desalmados?
--Está usted cruel conmigo, Doctor.
--Como lo estoy siempre que trato de salvar una vida extirpando el
cáncer que la compromete. Cumplo con mi deber.
--Es verdad.
--Y no dude usted que le hablo con ella en los labios.
--No lo dudo, y hasta agradezco la intención. Pero pongámonos en todos
los casos. Suponga usted que esas teorías me parecen muy saludables,
y que las aplaudo; pero suponga usted también que mi corazón se
resiste á aceptarlas. ¿Cómo he de adoptar yo un partido que, sin poder
remediarlo, me repugna?
--El corazón se educa como la inteligencia, señor mío; y la prueba es
que el corazón de usted está dando hoy el fruto de la educación que
recibió ayer.
--Árbol, como dicen los moralistas, que se torció de joven.
--Cabalmente.
--Luego debo renunciar á enderezarle, hoy que es ya viejo.
--Esa segunda parte es la que no se ajusta rigurosamente al caso actual.
--¿Por qué?
--Hay en la enfermedad que usted padece, un síntoma del cual huye usted
tomándole por enemigo de su reposo. Pues precisamente ese síntoma es
el que á mí me revela que el árbol, aunque robusto, puede enderezarse
todavía. Aludo á esa ansia de algo que usted busca y no halla, desde
que se vió solo en el hogar doméstico.
--Y ¿qué viene á ser ese síntoma?
--El grito de la naturaleza que reclama sus derechos; el ¡ay! de un
alma solitaria.
--Y ¿cómo he de responder yo á esos gritos y á esos ayes?
--Dándole al alma su natural refugio.
--¿Dónde existe ese refugio? ¿Cómo se llama?
--Existe en todas partes; se llama familia.
--¡Familia! Olvida usted que no la tengo.
--Sé que no trató usted de adquirirla cuando perdió la que tenía; y á
esa falta de previsión aludí al principio.
--Pues, amigo Doctor, ya es tarde para reparar esa falta.
--Yo insisto en que aún es tiempo.
--¿Y así, de repente, como quien cambia de vestido, quiere usted que
cambie yo de sistema, ó de estado?
--De ningún modo. Quiero que, ya que hasta hoy ha venido usted
envenenándose el alma con quimeras de la imaginación, empiece usted á
tomar el antídoto, estimulando un poco el sentimiento, ó lo que es lo
mismo, dejándose llevar de esa ansia que le _persigue_, hasta donde esa
ansia le lleve. El punto de parada será el puerto de salvación.
Dicho esto, cállase el médico y Gedeón no replica, y quédanse los dos
mirándose mutuamente; pero la mirada del Doctor es la que ataca, por
decirlo así; la del enfermo la que se defiende, y no con mucho valor.
[Ilustración]


[Ilustración]
XII
OPINIÓN DE UN MÉDICO SOBRE UN FISIÓLOGO Y OTRAS MISERIAS

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