El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - 12

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--¡Pues yo te digo á tí que ese hombre es un sinvergüenza!
--Lo será si te empeñas.
--Y tú debieras decir otro tanto, sabiendo cómo vive.
--Te juro que no lo sé.
--Pues debieras saberlo.
--Jamás lo he intentado; y cree que me iré á la sepultura en mi
ignorancia, si tú no me sacas de ella.
--Ya sabes que es muy avaro y le da por decir á todo el mundo que él no
se casa porque cree que nadie, ni los hijos, tienen derecho al caudal
de su padre. Pues bueno: cuando á tí te decía eso mismo, aconsejándote
que no te casaras, vivía de posada en casa de una buena moza, mujer
de un sargento de carabineros: el cual sargento pasaba de cada tres
semanas, una al lado de su mujer, porque estuvo de punto muchos años
cerca de la ciudad. Esta mujer fué teniendo familia, hasta tres hijos,
y consiguió hacer creer á ese bestia que los chicos se le parecían, á
medida que iban naciendo; y le obligaba á pasearlos, y á dormirlos, ¡y
hasta limpiarlos!... En fin, hombre, y pásmate: le exigió que hiciera
testamento á favor de ellos, porque estaba en ese deber.
--Á eso ya se resistiría.
--Como si callara: amenazóle la pícara con decírselo _todo_ al
sargento; él es un cobardón, y además se le caía la baba delante de
aquella prole, como si fuera suya, y testó, Gedeón, ¡testó como quería
la carabinera!
--¡Qué me cuentas?
--La verdad, la verdad pura; y ahí le tienes hoy viviendo en la misma
casa; dejándose llamar _padrino_ por tres hombrachones ya casados,
que comen á sus expensas; manteniendo al sargento que se licenció,
y aguantando la tiranía brutal de aquella mujer sin educación, sin
entrañas y sin vergüenza... Porque yo te garantizo ¿lo entiendes? yo te
garantizo que no la tiene.
--¿Y sospecha él que tú puedes garantizarlo?
--Témome que sí.
--Entonces ya voy cayendo en la cuenta de los palos.
--Témome que no del todo... Como yo le dije un día, muchos años
há, cuando me vino con indirectas, á causa de sus recelos y
aprensiones:--«Pedazo de bruto, mientras vivas como vives, ¿que derecho
tienes tú para quejarte? Bueno que cada hombre tenga los líos que le dé
la gana; pero que los tenga con decencia y con cierto decoro... ¿Por
qué no haces lo que Gedeón?...»
--¿Eso le dijiste?
--Eso le dije.
--¿Y con qué derecho?
--Me parece que diciendo la verdad...
--¡Yo no tengo líos, ni los he tenido nunca!
--¡Oiga! Parece que te amoscas...
--Y me amosco con razón.
--Pues ya que tan por lo alto lo tomas, sábete que lo que entonces
sospechaba yo por ciertos indicios, se hizo público años después por
boca de tu ilustre padre político.
--¡Falso!
--_Hijo_ te llamaba él en calles y plazuelas... Todo el barrio lo sabe.
--¡Mientes!
--¡Gedeón!...
--Y no te rompo la crisma, porque necesito el bastón para sostenerme de
pie...
--Eso te salva de que no casque yo el mío encima de tus costillas,
¡grosero!
--¡Calumniador!... Si yo no te hubiera conocido nunca... ¡otro gallo me
cantara!
Así acabó aquel encuentro, cuando ya empezaba la gente á formar
corrillo alrededor de los dos _amigos_.
El grandísimo disgusto que produjo á Gedeón lo que Caifás le dijo
acerca de sus _ocultos_ enredos, no le quitó el deseo de saber algo
sobre la vida del mismo Caifás, deseo nacido de las primeras palabras
de éste al encontrarse con él. Si también este juez de su antiguo
pleito había prevaricado, ¡morrocotudo tribunal fué aquél _de los tres_
que le sentenció! Para averiguar ese algo, ninguna fuente como el mismo
Anás, primero amigo y después enemigo feroz de quien tan ferozmente
acababa de biografiarle á él.
Buscóle con cachaza, y le halló al cabo, también en medio de la calle,
como se había propuesto Gedeón para no darle que sospechar buscándole
en su casa.
También le pareció su antiguo consejero muy acabado, y, además, mal
vestido y poco limpio.
Á las pocas palabras, después de un saludo frío y desaliñado, Gedeón le
preguntó por Caifás.
--¡Mal rayo le parta!--gritó Anás transformando su sombrío decaimiento
en furor salvaje.
--Perdóname, hombre: no me acordaba ya de que habías tenido un disgusto.
--Si la gente no se interpone, le destrozo, y libro á la humanidad de
ese infame.
--Entonces, más vale que se interpusiera la gente.
--¡Yo digo que no, porque debí hacerle polvo!
--Según eso, fué muy grave el motivo de la querella.
--No valía dos cominos, Gedeón; pero había mucha pólvora en mi cuerpo,
y esa futesa la inflamó.
--De lamentar es el caso, de todas maneras.
--¡Ese hombre es una bestia, Gedeón, y además un canalla!
--Será si tú lo dices; pero como no estoy en antecedentes...
--Pues qué, ¿no sabes cómo vive?
--Ni he intentado saberlo... Como no me trato con nadie...
--Recordarás que esa fiera siempre fué tan vehemente como celoso, y que
por no fiarse de ninguna mujer, detesta del matrimonio y de los que le
contraen. Pues bueno: puso casa muchos años hace, y tomó un ama bien
parecida. La muy lagarta conoció pronto de qué pie cojeaba el animal de
su amo, y se complacía en dar pábulo á sus accesos bestiales para tener
el gusto, contrariándole, de verle pidiéndola misericordia. En uno de
estos trances, impúsole la condición de casarse con ella, después de
dotarla rumbosamente.
Resistióse el bruto á lo del matrimonio, aunque asintió á lo de la
dote; pero la astuta supo aguardar ocasión conveniente, y al fin
convino el asno en la otra cláusula también, aunque á condición de que
el casamiento fuera secreto. Hízose así con todas las garantías legales
exigidas por la serpiente; y ahí le tienes desde entonces devorando en
silencio cuantas afrentas puede una mujer echar á la cara de un hombre.
--Y ¿por qué las aguanta?
--Porque le amenaza ella con publicar el casamiento.
--¿Y estás seguro de que le afrenta esa mujer?
--Te lo garantizo, ¿lo entiendes bien? te lo garantizo yo.
--¿Y sabe él que puedes tú garantizarlo?
--Lo sospecha, como de tantos otros.
--¿Quiere decir que por eso fueron los palos?
--Por eso unos pocos, y otros tantos por ciertas demasías suyas.--«Pero
pedazo de bruto,» le dije yo en una ocasión, hablándome él de esas
aprensiones, «¿basta que se le meta á un hombre una majadería en la
cabeza para que sin ton ni son vaya á dar un escándalo en la vecindad?
Bueno que vigiles y quieras conservar tu puesto, pero con decoro;
porque figúrate que te equivocas... Y por último, antes de dar contra
los amigos, echa de casa á los extraños;» porque créelo, Gedeón,
¡esa infame se los pone á la mesa con él, á título de amigos y de
parientes!... ¡y el sinvergüenza lo sufre! ¿Quieres más?
--¡No es poco que digamos!
--Y también le dije: ¿á que no daba un paso como ese nuestro amigo
Gedeón?
--¡Yo! Y ¿por qué había de darle?
--Gajes del oficio son los motivos de esa clase.
--Yo no sé qué oficio es ese, ni conozco esos motivos...
--Vamos, Gedeón, echemos tierra á los motivos, pero en cuanto al
oficio...
--¿Qué quieres decir con eso de «echar tierra?» ¿Á qué aludes?
--¿Por qué te quemas?
--Porque me insultas.
--¿Porque te digo que tienes líos tapados?
--¡Yo no tengo líos tapados ni descubiertos!
--Como cada hijo de vecino.
--¡Falso!
--¡Gedeón!
--¡Te repito que yo no tengo líos!
--Pues cuéntaselo á tu augusto suegro que los publicaba. ¡Lástima que
ya no viva!
--¿Y á ese entierro aludías antes?
--¡Ó á otro, canastos!
--¿Á cuál, víbora, á cuál?... ¡dilo!
--¡No me da la gana, soberbio!
--¡Yo haría que te diera, si tuviera los miembros sanos!
--¿Qué harías entonces?
--Molerte á bastonazos.
--Ya tendrías tú media docena de ellos encima de tu alma si no mirara...
--¡Difamador!
--¡Hipócrita!
--¡Bárbaro!
También esta entrevista acabó rodeada de transeuntes y hasta silbada de
granujas.
No sé á punto fijo cuánto profundizó en el espíritu de Gedeón el
que éste juzgó dardo lanzado á su pecho por Anás desde la sepultura
de Herodes; pero me consta que al encerrarse en su cuarto, exclamó,
poniendo todo su corazón en sus palabras:
--¡Señor, entre qué gentes he pasado lo mejor de mi vida!
Después volvió á encerrarse en su concha; y ningún acontecimiento
notable alteró la triste monotonía de su existencia, hasta el instante
en que se le presento á mis lectores al comenzar la historia de esta
tercera y última jornada de su vida.
Pero heme referido allí únicamente al aspecto exterior de nuestro
personaje; y ahora necesito decir dos palabras acerca de sus
interioridades.
Mientras á un enfermo le dura la fiebre, no cabe en la cama y sueña que
es emperador que manda ejércitos, y que ni la muerte se atreve contra
él; pero pasa el acceso, y sus brazos, antes de acero, truécanse en
débiles cañas; la luz vence á sus ojos, y el más blando lecho parécele
dura roca para descanso de su cuerpo aniquilado: la razón, ya en su
quicio, no le alumbra quimeras, sino la verdad de su estado y lo que le
falta para llegar á ser un cuerpo sano como los demás.
Lo mismo le ha sucedido á Gedeón. Mientras le duró la fiebre de
las pasiones groseras sostenidas por el vigor de su naturaleza y
estimuladas por el veneno de su educación, ya sabemos lo que fué; pero
asaltáronle plagas, lloviéronle pesadumbres y desengaños; y á medida
que el cuerpo fué cayendo, fué su espíritu levantándose. Cada ilusión
apagada en su fantasía, renació como luz en su razón; y cada flaqueza
vencida en su materia, rompió un eslabón de la cadena de su alma. Así
llegó ésta á enseñorearse de aquel cuerpo, cuando el cuerpo no fué más
que una carga de dolores.
Ya no hay brumas ante la mirada de Gedeón; y desde la alteza de sus
desdichas, todo lo ve claro; ya no duda que de los senderos que tuvo
delante de los ojos al dar el primer paso de la vida, eligió el peor
creyendo lo contrario; y también ve, para su tormento, que ya no es
hora de retroceder para buscar otro más placentero. Á sus pies está el
abismo, y en él caerá con su cruz de tristezas, y allí será crucificado
por el verdugo de sus remordimientos.
Para otros la luz y los consuelos; para él, la obscuridad y el
desamparo.
[Ilustración]


[Ilustración]
III
LOS VECINOS DE GEDEÓN

Sucédele muy de continuo á nuestro personaje lo que al envidioso: todo
se le vuelve fijarse en lo que él no posee y tienen los que pasan á su
lado.
Con el cuerpo hundido en el sillón de su gabinete, y en el pecho
la barbilla, deja correr las horas, perdida la imaginación en
investigaciones que le seducen y en cálculos que le fascinan.
«Lo que soy, lo que he sido y lo que pude ser.»
Estos son los tres puntos sobre los cuales divaga su fantasía años há,
y el único tema de las meditaciones que le entretienen.
En la ocasión en que ahora le hallamos, con el cuarto á media luz, la
atmósfera saturada de olores de _bálsamo tranquilo_, sin otro rumor que
altere aquel silencio sepulcral que le rodea que el crónico estertor
del ratonero que dormita debajo de la manta, por un lógico y no largo
encadenamiento de ideas que acaso arranca de aquel cuadro mustio y
desconsolador, vase con la mente á examinar el que ofrece cada familia
de las que habitan aquella misma casa, y le son bien conocidas.
Vive en el cabrete del portal el matrimonio de que dimos cuenta más
atrás; el cual matrimonio tiene un hijo de veinte años, que gana en
una carpintería un jornal de dos pesetas. Al mediodía y por la noche,
los tres se reúnen, y comen y cenan _en familia_. Alguna vez que otra,
asoma entre ellos la discordia; pero lo ordinario es que reine la paz y
hasta la alegría en aquel hogar angosto y miserable.
En el segundo piso habita un abogado de _cierta edad_, esposo de una
mujer bella, padres ambos de tres niños. Rara es la semana en que
el médico no tenga que visitar á alguno de éstos. Mientras dura la
enfermedad, no se oye una mosca en la casa; pero, en cambio, tan pronto
como el enfermo se restablece, aquello es una pajarera.--«¡Hijo mío,
yo te como á besos!... ¡Toma, toma... toma!... ¡Válgame el Señor, qué
gitana de criatura!... ¿Qué quieres tú, resaladísima?... ¿Que te haga
un nene con el pañuelo?... Tómale, prenda. Á ver cómo le cantas: ¡oba,
oba, oba!... Duérmele tú, morena... ¡Ajá!... ¡Bendito sea Dios, si no
parece que los ángeles enseñan á esta chiquilla tanta monada!--¿Tienes
celos tú, renacuajo mío? ¡Ay, qué pucheros hace el muy remonísimo!...
No, pimpollo de la casa, que te quiero también á tí... Ven acá, hijo
mío, á este otro brazo, junto á tu hermanita. Así... dale tú un beso,
pichona. ¡Bien! Dale tú otro á ella, gitano... ¡Eso es! ¿Ve usted
cómo se quieren los niños?... Ven tú ahora, cachorrón, y abraza á tus
hermanitos... aprieta más... así... Ahora, yo un beso á cada uno...
¡Toma, toma, y toma... que valéis un imperio entre los tres!»
Tales son los entretenimientos de aquella madre, siempre que sus faenas
domésticas la dejan un rato libre.
En cuanto al padre, trabaja en su bufete largas horas; pero nunca le
falta una para dedicársela á sus hijos, jugando con ellos como si
fuera un niño más en la casa; y si algún cliente no le ha sorprendido,
como el embajador español á Enrique IV, haciendo de la estancia
picadero, puesto en cuatro pies y llevando montado en sus espaldas á
un chiquillo, hale hallado muchas veces con la carga encima de los
hombros, á modo de San Cristóbal.
Á pesar de tan _prosáicos_ pormenores, la casa está limpia como el oro,
la mujer es hasta elegante, el marido no es _raro_ y se cree feliz, y
los niños no rompen la vasija ni comen las sopas á puñados. Para eso
está la madre que se lo prohibe, como todo lo malo, y les amenaza con
el enojo de Papá-Dios, y hasta con la venida de Pateta y del Cancón,
si es necesario; y los inocentes se conforman con mirar á hurtadillas
los _santos_ de algún libro, con ver lo que hay dentro del estuche de
costura de su madre, alguna vez que ésta le deja abierto, y con jugar
á los soldados con el bastón y un chaleco viejo de su padre, ó á los
cocheros, con cuatro sillas del comedor y las disciplinas de sacudir la
ropa.
Vive en el piso tercero, si padecer es vivir, un coronel retirado á
quien la gota y algunas reliquias de la guerra tienen postrado en el
lecho la mayor parte del año, y el resto encogido en un sillón. Para
asistirle y consolarle y sufrirle con la heróica resignación de una
hermana de la Caridad, está constantemente á su lado su hija, joven
y bella, aunque su belleza tiene no escasa semejanza con las flores
sin sol. Un hermano de ésta ayuda á levantar las cargas del hogar,
desempeñando un empleo que no le produce tanto lucro como sudores.
Cuando los tres se hallan juntos á ciertas horas del día y casi todas
las de la noche, el afán de los hijos se consagra á endulzar las
amarguras del inválido, cuya paciencia no es tan grande como el amor y
la gratitud que siente hacia aquellos pedazos de su corazón.
En el piso cuarto habita un matrimonio que demuestra no ocuparse ni
pensar en otra cosa que en reñir cruda batalla con la muerte, que
tiempo há reclama la vida del único fruto que le han dado veinticinco
años de unión pacífica y armoniosa. Rico el marido y no pobre la mujer,
cuanto los dos reúnen, y sus vidas además, dieran sin vacilaciones por
devolver el color de las rosas y los bríos de la juventud á la faz
macilenta y al cuerpo entumecido y descarnado de aquel sér á quien una
lenta, pero invencible consunción, va acercando al borde del sepulcro.
Para aquellos padres el día no tiene sol, ni la noche descanso: sus
almas están en el cuerpo de aquel hijo que padece y se acaba, sin que
poder humano alcance á conjurar tal desventura. Algunas veces un pobre
sacerdote, sentado á la cabecera del enfermo, le alivia los dolores
del cuerpo con sabias advertencias para el alma, dando á la vez grato
consuelo á los que ninguno esperan de los halagos del mundo cuando de
él falte quien tan próximo se halla á las puertas de la eternidad.
Por último, habita la buhardilla una costurera que sostiene con su
trabajo á su madre anciana y viuda, y á un hermano memo. Aunque no cesa
de trabajar, y lo que gana cada veinticuatro horas puede meterse en un
dedal, esta criatura canta de día y canta de noche, hasta en las horas
que roba al sueño y al descanso.
Hecha esta mental exploración por su vecindad, Gedeón, que nunca
olvida las lecciones del Doctor, juzga que aquella casa es un remedo
del mundo. Hay en ella un poco de todo: diversidad de caracteres, de
caudales, de infortunios y de alegrías.
Hay padres que trabajan y se sacrifican por sus hijos; hijos que
trabajan y se sacrifican por sus padres; hermanos que cuidan de sus
hermanos; padres é hijos que mutuamente se auxilian y conllevan. En
una ó en otra forma, siempre hay un sér identificado con otro sér; un
sentimiento honrado respondiendo á otro sentimiento, ó inclinando el
corazón á trocar por los dolores ajenos las propias alegrías; vidas
que se reflejan en otras vidas y en ellas se funden y se gozan, como
la luz, y las flores, y el rocío; conjunto maravilloso de colores, de
aromas y de frescura; ambientes embalsamados que regala el valle á la
montaña, en pago de la brisa, de la lluvia y del amparo que la montaña
presta al valle; misteriosa cadena de afectos que elevando el alma
sobre las miserias de la tierra, convierte los dolores y la abnegación
y el heroísmo en necesario y grato deber.
--¡Esto es la familia!--piensa Gedeón, interrumpiendo sus
exploraciones;--algo que se siente, se ve y no se explica; algo que se
encuentra en todas partes... menos en mi casa y en los libros que yo
he devorado. Esto lo que en ella me llamaba en otros tiempos, y lo que
yo no quería oir; esto lo que me recomendaba el Doctor como remedio de
todos mis males... ¡Qué necio, qué fatuo, qué estúpido he sido!
Volviendo otra vez con la mente á la vecindad, ¡cuán rebajado se
encuentra comparándose con ella!
Cuantos seres la componen tienen un destino que cumplir, ó le han
cumplido ya; parecen venidos al mundo con un fin benéfico y para ocupar
un puesto que les estaba señalado, y son como rueda de artefacto, que,
por pequeña que sea, colocada entre otras, ayuda al movimiento á la vez
que le recibe.
Todos aquellos vecinos pueden abrir sus puertas y mostrar al público
sus hogares, porque nada hay en éstos que no sea útil, lícito y honrado.
Pero él... ¡cielo santo! En su casa el desamparo, el silencio, la
soledad, la desconfianza, el misterio, el engaño; en su corazón, el
odio á quien debiera amar y poner sobre su cabeza; en su conciencia, el
remordimiento y el desencanto de los vicios.
¡Pero en cambio es _libre_!... ¡Qué mofa!...
¿De qué le sirve la libertad? Si le faltara aquel dinero, por amor
al cual halla quien le dé de comer y le guarde la casa, ¿quién se
acercaría á ella, ni con paciencia aguantara sus desabrimientos, hijos
de sus amarguras y dolores? ¿Á quién arrancará una lágrima su muerte?
No hay duda: él solo es en aquella vecindad, reflejo del mundo, la
rueda inútil, y por inútil arrojada al basurero; allí irá hundiéndose
poco á poco, comida por la roña y azotada por los vientos y la lluvia,
mientras la van formando una corona digna de su tumba de inmundicias y
de escombros, las zarzas y las ortigas.
[Ilustración]


[Ilustración]
IV
CASTILLOS EN EL AIRE

Pues supongamos ahora--continúa llevando sus meditaciones á otra región
de más luz y de mejor aire,--que yo me hubiera casado á tiempo. Podría
haberme cabido en suerte algo de lo malo que hay en la vecindad, es
cierto, pero ¿y qué? Lo peor de ello ¿no es mucho mejor que lo que
yo poseo? Más probable es que tuviera un poco de cada cosa: hoy una
pena, mañana una alegría, ahora un dolor, más tarde un placer... Tal
es el mundo, y tal la humanidad; porque no puede ser de otra manera...
Pero el conjunto de todos estos dulces y de estos amargos, de estos
goces y de estas pesadumbres; el no sé qué que lo envuelve y rodea, y
lo da color y luz y vida; eso que un pintor llamaría _ambiente de la
familia_, y otros, con mejor acuerdo, el _reflejo de Dios_; eso que
no se disipa con ninguna pena, ni se adquiere con ningún dinero, ni se
sustituye con nada, pero que existe en todas las familias, ¿por qué
no había de existir en la mía? ¡Si me parece que lo ven mis ojos y lo
palpan mis manos!... Y no es extraño: soy de los necios que viéndose
ahitos, arrojaron las provisiones por la ventana, sin hacerse cargo
de que se quedaban con el hambre, aunque dormida y acallada. Ahora se
despierta la mía y se entretiene en pintar manjares... como ella sabe
pintárselos á quien no los puede saborear.
Pero vaya una suposición racional, aplicable á este momento de mi vida.
Si yo me hubiera casado á tiempo, mi mujer estaría ahora á mi lado...
Tendría, próximamente, cincuenta años: quince menos que yo; pero bien
conservada, afable... hasta fresca y rozagante. Y digo que se hallaría
á mi lado, porque estoy achacoso; y para entretenerme y consolarme,
me daría conversación. Hablaríamos de cuando fuimos jóvenes y de las
inocentadas que nos decíamos cuando novios. Pareceríanos imposible que
entonces nos conformáramos con aquel amor vehemente y apasionado que
luégo vimos trocarse, para dicha mutua, en otro afecto más apacible y
desinteresado, y á la vez más profundo, cordial y permanente, como si
nuestras vidas se hubiesen compenetrado, ó fuéramos _ella_ y yo dos
cuerpos con un alma sola...
Pero á cierta edad deben entretener poco estas metafísicas. De ellas
habríamos hablado en ocasión oportuna... Lo seguro es que en la
presente estaríamos tratando de nuestros hijos, ó acompañados de alguno
de ellos.
El mayor sería ya... ¡bah!... ¡yo lo creo! oficial de artillería...
Aunque, bien mirado, no me agradan mucho los militares. Siempre están
lejos de sus familias, y se expone uno á perder algo de su cariño.
Después la guerra. ¡Es tan fácil que una bala, un pedacito de plomo
como un guisante, arrebate en un segundo una vida llena de alegrías y
de esperanzas! Verdad es que así se cumple con un deber sagrado, porque
se muere por la patria... ¡Pero vaya usted á decirle al corazón de un
padre que se consuele con eso, cuando llora la pérdida de un pedazo
suyo!... ¡Cómo debe de sentirse la muerte de un hijo!... Por eso no es
conveniente exponerlos mucho... Por otra parte, como el nuestro sería
buen mozo, por la vanidad de verle lucir el uniforme... ¡qué sé yo! se
me figura á mí que hubiéramos consentido en que se hiciera militar...
Nada: resueltamente lo sería.
Habría recibido yo carta suya avisándome en ella que le destinaban,
por ejemplo... á Sevilla. Sevilla es una gran ciudad, en la cual no
puede vivir mi hijo, que pertenece á un cuerpo tan distinguido como
el de artillería, como en Segovia ó en Santoña. Tendrá su uniforme
estropeado, si no viejo; necesitará hacerse otro nuevo, y acomodarse
en buena posada; estar, en fin, como debe estar un joven de sus
condiciones: bien vestido y bien alojado. ¿Qué menos? Nada de eso me
diría él en la carta, porque, como prudente, sabe que su padre con
media palabra entiende á sus hijos; el caso es que yo trataría de
enviarle dinero. Sobre el cuánto, consultaría con su madre. Pero,
¿qué sabe una pobre señora de su casa lo que necesita un caballero
oficial del real cuerpo de artillería? Por eso me dirá que con dos
mil reales tiene nuestro hijo hasta de sobra; pero yo, que sé lo que
cuesta, ó debe costar, un uniforme como el suyo, con tanto ringorrango
de oro fino, y lo caros que andan los guantes de primera y el tabaco
regular, sin que su madre lo sepa le mando cuatro mil: la mitad para el
uniforme, y el resto... ¡qué diablo!... el resto para dos mil cosas que
pueden ocurrírsele á un buen mozo, caballero oficial del real cuerpo de
artillería. ¿Le he de decir yo también en qué lo ha de gastar? Lo que
sí le diré, que aquella cantidad se la enviamos su madre y yo: dos mil
reales cada uno; pero que no la diga nada cuando la escriba, porque
quiere ella guardar el secreto. Creo yo que de este modo agradecerá él
más el supuesto regalo de su madre, y la tendrá más presente y hasta la
querrá más, si cabe; y queriéndola él así, le querré yo también mucho
más. ¡Como si fuera poco lo que le quiero!...
Despachado así el asunto del militar, empezaríamos con el abogado,
el menor de nuestros hijos varones. Ese estaría preparándose para
graduarse de doctor. Pero ¡qué tunante!: sabiendo que con esas cosas
se le cae la baba á su padre, me ha dedicado el discurso... El de
licenciado se le dedicó á su madre, que le tiene encuadernado con
lujo y le guarda entre sus más estimados libros de devoción. Y ¿qué
he de hacer yo sabiendo, como sé, que es un chico que se ha lucido en
toda la carrera?... Pero no: se habrá graduado ya, y yo habré leído
su discurso, ¡bien charlado!... No se lo diría así; pero le tiraría
de la lengua é iría metiéndole en materia para oirle... Le habría
regalado un reló de oro con su cifra. ¡Qué demonio de chico! ¡Cómo él
se despacha en círculos y tertulias! Lo mismo dirige un rigodón que
diserta sobre el Digesto. Por de contado, fumará delante de mí. Siempre
me ha parecido una ridiculez ese rigor de los padres con el vicio menos
indecente de la humanidad. Bueno que cuando son niños no fumen, por
muchas razones; pero después, ¿por qué no han de fumar si les gusta?...
¡Cuánto me entretiene con sus humoradas y espontaneidades de muchacho!
¡Cómo anima y revuelve á toda la familia en los muchos ratos que pasa
con ella! Cuando falta él de la mesa, parece que la comida está sin
sazonar... También hace coplas, pero buenas; no de esas vulgaridades
que escriben todos los jóvenes entre tontos é inocentes. Por de pronto,
se ejercita en la profesión con un abogado de nota, que me ha dicho en
confianza que antes de dos años valdrá el pasante más que él. ¡Si me
pondría yo hueco al oir tal elogio! De todas maneras, este chico será
el que se encargue de todos mis asuntos en los últimos años de mi vida,
y el que á mi muerte ocupe mi puesto al frente de la familia; porque
nada de esto se opone á que se case en tiempo oportuno con una mujer
digna de él. ¡Antes muerto que solterón! Por eso me tiene siempre con
cuidado el artillero. Temo que, como á otros muchos de su profesión,
se le pase lo mejor de la vida mariposeando; y cuando quiera fijarse
definitivamente, no pueda ya con las bragas y tenga que morir solo y
desesperado.
Pero el ojo derecho mío... (no lo podría remediar) sería nuestra hija.
¡Qué cálculos haríamos sobre ella su madre y yo! Veinte años tendría,
y como otros tantos soles que la hermosearan. Ahí enfrente, en la sala,
habría un piano; y en ocasiones como ésta, en que el tedio... (el tedio
no, porque no conocería yo esa dolencia) ó el peso de mis achaques me
entristeciera, tocaría ella las piezas de música que más me gustaran
á mí... Me animaría después á salir de casa; haría que la acompañara
á dar un paseo por las afueras, y yo iría hecho un bobo entre ella y
su madre; y más de dos jovenzuelos pasarían á su lado haciéndose los
buenos mozos... Esto me cargaría bastante, porque me haría pensar
en el día en que otros deberes que los de hija me la arrebataran de
casa. ¡Mire usted que es dura y terrible para un padre esta ley de
la naturaleza! Y no hay modo de eludirla. Cierto es que el deseo de
verlas felices, y hasta la idea, á menudo equivocada, de que casando á
una hija se adquiere un hijo más, debe de animar mucho en esos trances
tan serios; pero así y todo, yo no me daría prisa por casarla. De esto
precisamente hablaría yo ahora con su madre; y cuando ella pasara por
ahí enfrente ó se asomara á la puerta para hacernos alguna pregunta,
cambiaríamos de conversación... Yo tendría pañuelos bordados por ella;
y de obras de sus manos estaría llena la casa; y las interioridades de
ésta correrían ya de su cuenta, para descanso y satisfacción de su
madre.
¡Pues y cuándo el artillero estuviera en casa con licencia? ¡_Toda la
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