El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - 14

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tienda y en los paseos que frecuentaba. En la tienda, á los pocos días;
en los paseos, á los dos meses.
--_Debe_ de estar enfermo,--dicen sus contertulios una vez sola, sin
mostrar otro interés por su vida, ni cansarse en enviar un triste
recado á su casa.
--Hombre, ¿qué habrá sido de ese señor gordo que tomaba el sol en este
banco todos los días?--pregunta un observador en el paseo.
--Hace más de dos meses que falta de aquí.
--¿Qué señor?--se le responde.
--Pues uno de estas señas y de las otras.
--¡Ah! Don Gedeón... Creo que está hecho una carraca. Ya no sale de
casa... si es que no se ha muerto...
--¡Para la falta que hace en el mundo!...
Tal es el responso que ordinariamente reza el vulgo por los hombres
como nuestro personaje.
Como á los muros ruinosos y á los árboles viejos, se les echa de menos,
no por lo que valían, sino por el sol que quitaban y el espacio que, al
desaparecer, dejan libre y desembarazado.
Entre tanto, el infeliz no halla momento de reposo, por más que le
busca en holgado sillón ó en mullido lecho. Del uno al otro pasa á cada
hora, forjándole el deseo posturas que, al tomarlas, son prensas que
más le oprimen y extreman en su cuerpo los dolores y las ansias.
Así pasa el día, y después viene la noche. ¡Qué noche, gran Dios!
Jurara en su febril desasosiego, que los muebles bailan; que las
figuras de adorno disputan y pelean; que la mortecina luz, reverberando
en opaca porcelana, refleja en puertas y paredes danzas de demonios
y de brujas; y que oye hasta el ruido crepitante de sus miembros
descarnados, y las carcajadas de sus bocas desgarradas y burlonas.
Parécele el cuarto un cementerio, y su cama una tumba abierta, en cuyo
fondo yace su propio cadáver, pero cadáver que siente y recuerda;
porque por un fenómeno producido por la índole de sus tormentos, todo
lo ha perdido menos la sensibilidad y la memoria.
Con ella recorre el dilatado campo de su vida; y por más que cierra
los ojos y los oprime con sus manos, una luz vivísima, que á la vez le
abrasa, le pone de manifiesto todo el sendero recorrido. Pero aquel
campo es una estepa, en que ni huellas quedan de su paso. Allí todo es
desolación y muerte. Tras él no viene nadie, porque nada deja en aquel
árido desierto que preste abrigo y sombra al caminante. Por allí no
pasan sino los pocos insensatos como él, que van huyendo.
Y cuando el sol reaparece, y la fiebre y los dolores le dejan sosegado
unos instantes, abre los ojos y mira en su derredor. ¡Qué cuadro! Cerca
de su lecho, la inmunda bestia, siendo, con su estertor continuo, reló
de su agonía, y á la vez, con su presencia en aquel sitio, testimonio
abominable de los mal colocados afectos del iluso; en otro rincón, la
mercenaria Regla dormitando; Regla, cuyo cariño sigue las oscilaciones
de sus dádivas y las alternativas de sus promesas; en sí mismo, los
dolores del cuerpo y los gritos de la conciencia que le acusa.
El cansancio le rinde al cabo, y va á reposar durmiendo, ¡Vana
esperanza! Regla, que parecía dormitar, meditaba también. Meditaba
que su amo podía morirse en uno de aquellos paroxismos; que ella
había pasado muchos años sirviéndole; que por esto, y quizá por algo
más, tenía derecho á una buena recompensa, y que estaba á punto de
perderla, porque el moribundo no había hecho disposición alguna en
debida forma, que así lo declarase; y sabía también que desde que su
amo se había agravado, todos los días preguntaba por él al portero una
mujer sospechosa. Este indicio la excusaba, en su concepto, de toda
consideración con el enfermo.
Mientras le ve luchar con el delirio de la fiebre, limítase á
observarle, y ¡sabe Dios lo que entonces pasa por sus mientes! Pero en
cuanto le ve dueño de su razón y sosegado, se levanta de la silla en
que velaba, y se acerca de puntillas al lecho.
--¡Señor!--dice al oído del enfermo, con hipócrita suavidad.
--¿Quién me llama?--balbuce Gedeón, cuyos párpados empiezan á cerrar el
sueño.
--Yo... Regla...
--¡Maldita seas, que me robas el único consuelo que me queda!
--Yo no creí... Como es hora de tomar la medicina...
--Déjame... ¡vete!
--Además, tenía que hablarle á usted...
--¿Tienes sueño que ofrecerme?... Pues si no le tienes, déjame... ¡yo
no ansío más que dormir!
--También hay otras cosas en qué pensar...
--¡Déjame!
--¡Y muy sagradas!
--¡Vete!
--Me parece que estoy en mi derecho...
Y Regla, al hablar así, comienza á sollozar.
Tal es la necesidad de descanso que tiene el desgraciado, que, á pesar
de la cruel insistencia de Regla, vuelve el sueño á apoderarse de él.
Al verle dormido, vacila la criada entre el temor de empeorar su causa
enfureciendo á su amo despertándole, y el recelo de que se muera sin
testar en el primer acceso que le acometa.
En esto, aparece en la sala, atropellándolo todo, una mujer, cubierta
la cara con el velo de su mantilla. Pregunta por el enfermo á Regla,
y ésta se le muestra maquinalmente con la mano, desde la puerta del
gabinete.
Penetra en él la desconocida, y avanza hasta la cabecera de la cama.
--¡Gedeón! ¡Gedeón!--dice en voz no muy alta, pero anhelosa, al oído de
éste.
--¡Otra vez, infame, inicua?... ¡Otra vez me despiertas?--responde á
los pocos instantes Gedeón, entre angustiado y colérico.
Regla, que ha seguido con la vista azorada á la entremetida, cuando
la oye llamar á su amo con tanta familiaridad, saca chispas con los
dientes y lanza saetas por los ojos.
--¡Soy yo, Gedeón!--continúa diciendo la encubierta.--¡Mírame!
Y recoge el velo sobre su cabeza, dejando al descubierto la faz
rechupada y angulosa de Solita.
El enfermo hunde su cabeza en la almohada, como si tratara de hacerse
más invisible, para dormir impunemente.
--¿No me conoces?--añade Solita sacudiendo los hombros de Gedeón.
--¡Ya la justicia de Dios no tiene rayos para matarte?--grita iracundo
y trémulo el infeliz, al verse tratado con tal inclemencia.
--Pero ¿no ve usted que descansa?--ruge entonces Regla, dirigiéndose á
Solita con la indignación pintada en su semblante. ¡Como si ella misma
no acabara de cometer el mismo delito!
--Y á usted ¿qué se le importa?--ruge á su vez Solita encarándose con
Regla, de quien há mucho sospecha lo que el lector y yo sospechamos
también.
--¡Me importa, porque le cuido... porque le velo... porque sé lo que
padece!--contesta Regla devorando con los ojos á aquella mujer en quien
ha descubierto á su invisible rival en la privanza de su amo.
--¡Mentira!... Tú no sabes lo que yo padezco... ó no tienes entrañas si
lo sabes, cuando también me has despertado,--exclama Gedeón.
--¿Lo oye usted?--dice á Regla Solita, balbuciente de rabia.
--¿Quién es el otro verdugo que te acompaña, Regla?--pregunta el
enfermo.--Quiero saber su nombre para maldecirle.
--Soy yo: Solita...
--¡Solita! ¡Tú también!... ¡Pues maldita seas!
--¡Ingrato!... ¡Te pesa que esté á tu lado!...
--No, si me traes lo que necesito--exclama el desventurado, aspirando
con ansia un poco de aire;--pero si no me lo traes, ¡maldita seas!
--Si con la vida puedo dártelo, tuya es, Gedeón.
--Para nada la necesito. Pero ¿me traes compasión? ¿Me traes caridad
para mis tormentos?
--Sí.
--Pues demuéstramelo marchándote de aquí y dejándome descansar... No
anhelo otra cosa; no le pido más á los hombres... ¡Ya ves con qué poco
me conformo! ¡Cuán poco te pido!
--Sí, pobre Gedeón, poco me pides.
--¡Pues ni eso han querido darme!
--Porque no saben comprender...
--Tampoco tú lo has sabido cuando también me despertaste.
--Para que durmieras luégo más descansado.
--Lo estaré, si tú te marchas.
--Del cuerpo, pero no del espíritu.
--¿Qué quieres decir?
--Que pienses _en lo que debes_ pensar, antes de entregarte al sueño.
--¡Infame! ¿Temes que sea el último que duerma?
--No, pero...
--¡Víbora! ¿Esa agonía me preparas? ¿Ese es el consuelo que me traes?
Y cuando dice esto, Gedeón no encuentra ya postura cómoda en la cama;
su respiración comienza á ser fatigosa; los dolores le punzan de nuevo,
y los ojos se le inyectan de sangre.
--Señora--exclama Regla, trémula de coraje, más que por el estado de
su amo, por lo que ha descubierto en el diálogo que éste ha sostenido
con Solita,--yo asisto á ese enfermo; yo soy responsable de lo que le
suceda por falta de cuidado... ya está usted viendo cómo se ha puesto
con lo que le ha dicho...
--¿Y qué?--la pregunta Solita volviéndose á ella como serpiente que
levanta su cabeza para lanzarse sobre su presa.
--Que no consentiré que usted continúe atormentándole.
--¡Bien, Regla, bien!... ¡Échala, mátala!... ¡Yo respondo de todo!
--¿Lo oye usted, _mala mujer_?
--¡Mala mujer yo!--brama Solita arrojando espuma por la boca.--¡Y eso
me lo llamas... tú, fregona miserable!... ¡tú que le apartas de su
deber! ¡tú que eres causa de que un padre reniegue de sus hijos!
--Silencio... maldecidas!--grita Gedeón ahogándose.
--¿No oye usted lo que me dice?--responde Regla, á punto de coger del
moño á Solita.
--¿Estábais de acuerdo para echarme de aquí?--continúa ésta.--Pues
bueno: yo saldré al balcón y lo publicaré todo; y lo que tú,
desalmado, no quieres declarar en debida forma, lo sabrá la gente por
mi boca.
--¡No, por caridad, Solita!--exclama Gedeón, viéndola dispuesta á
cumplir en el acto su amenaza.--Vete de aquí... déjame descansar...
y yo te prometo que sabré cumplir con mi deber... pero vete luégo...
ahora mismo; porque si tardas un poco... me ahogo... ¡Regla!... ¡la
cucharada!... ¡Ay! yo me muero... ¡La cucharada... Regla!
--¡El demonio que le lleve á usted!--le contesta Regla por todo
consuelo, indignada al ver á la intrusa triunfante en aquella inhumana
pelea.
--He aquí el pago. Gedeón... ¡sacrifícame otra vez por ella!...
--¡Socorro! ¡Vecinos! ¡Estas fieras me asesinan!...
Y como si las palabras del angustiado Gedeón hubieran llegado á su
destino, se oyen pasos hacia la sala; y un instante después entra una
persona en el gabinete.
Es el Doctor, que viene á hacer al enfermo la visita de la mañana.
Á su vista se enmudecen las dos mujeres, y hasta quieren disfrazar la
ira de que están dominadas, con sonrisa y actitudes tan violentas como
ociosas.
Gedeón, por el contrario, tan pronto como ve al médico, comienza á
implorar de éste la autoridad que á él le falta para hacerse respetar.
Algo ha oído el Doctor al entrar en la casa, y no poco le dicen
aquellas dos mujeres en quienes su presencia causa tan notorio
desconcierto. Las palabras de Gedeón nada le descubren que él no haya
sospechado.
Por de pronto, manda que le dejen solo con el enfermo. Solita y Regla
cumplen el mandato; y la primera, cubriéndose la cara con el velo, y
después de lanzar una mirada rencorosa á la segunda, sale de la casa
hecha una furia, fulminando no sé qué tempestades y propósitos en
respuesta á otras amenazas sordas con que va Regla escarbándole los
oídos.
Solos, el Doctor y el enfermo, éste continúa lamentándose de su
infortunio sin consuelo, y entona tristes endechas sobre lo que acaba
de sucederle, tras una noche como la que ha pasado.
--He visto aquí una cara que me es desconocida,--dícele el Doctor
después de haberle dado el calmante que le negó Regla, y de verle más
sosegado y en reposo.
--Esa es la serpiente, Doctor; ¡la serpiente de mi paraíso!
--¿La serpiente, ó la manzana?
--Lo que usted quiera. La verdad es que esa mujer ha sido obstáculo
perenne en el camino de mi vida desde que usted y yo nos conocimos; la
hiel de todas mis amarguras...
--¿Y no ha habido manera de separar ese obstáculo, al parecer tan leve?
--No, Doctor; porque á la vez ha sido... ¿á qué ocultárselo á usted?
gusano de mi conciencia.
--¡Hola!... ¿Luego es decir que no sin derecho le ha perseguido á usted?
--Hasta cierto punto, Doctor.
--Acaso con la exigencia de que se le cumplan determinadas promesas...
--Cabalmente.
--Y quizá exponiendo _razones_ de esas que, por lo mismo que son hijas
de una _debilidad_, son las más fuertes.
--Razones... sí; hijas de una debilidad mía, también; pero en cuanto á
fuertes, no, señor.
--Pues no lo entiendo.
--Va usted á entenderlo al punto, porque yo no quiero tener secretos
para el único hombre que en el mundo me ha querido bien y no me ha
disfrazado la verdad.
--Mil gracias por la deferencia; pero cuide usted de no revelarme
_demasiado_, para no sentir después un nuevo remordimiento.
--No, Doctor: ¡hasta por egoísmo necesito desahogarme con alguien de
estas pesadumbres!
--Adelante, pues, con la historia.
--Me encontré con esa mujer, de humilde cuna, cuando aún tenía ella
gracias y donaires, y yo buena salud y ciertas ideas de moral... Sin
gran esfuerzo, acomodóse á mis propósitos. Pero dió en la gracia de
mostrarme los suyos, por demás extremados y opuestos á los míos,
precisamente cuando ya el desencanto me hacía mirarla como carga
superior á mis fuerzas y deseos. Entonces le conocí á usted; y sin
decir que sus teorías, para mí tan nuevas como interesantes, sobre
el matrimonio y la familia, me convencieran, la verdad es que fueron
causa de que yo sintiera un irresistible deseo de verme colocado en un
terreno completamente despejado, para elegir la senda más de mi gusto,
si en ocasión de elegir volvían á ponerme las circunstancias. Entonces
pensé muy seriamente en desembarazarme del estorbo de esa mujer:
intentélo varias veces; mas cuando ya iba á conseguirlo, venciendo
miramientos pueriles que hasta allí me habían detenido, halléme unido á
ella por un vínculo nuevo; de esos que amarran y doman al hombre de más
bríos, mientras le quede un rastro siquiera de honra en el pecho... ¿Me
entiende usted, Doctor?
--Perfectamente.
--No sé qué pensamientos me asaltaron cuando preso me ví de esta
manera; porque antes de llegar á examinarlos, ya me atormentaban
indicios... de cierto género... ¿Me entiende usted?
--Sospecho que sí.
--Pero no pasaron de indicios, ni pasar pude yo de la incertidumbre en
que me sumieron, ni adquirir me fué dado una prueba que me autorizara
para quejarme, ó me extirpara los recelos. Así corrieron los años;
crecieron los vínculos con ellos... ¡_crecieron_, Doctor!... que á
tales demencias arrastra el amor propio resentido... y así he llegado
hasta hoy: ella reclamando lo que en conciencia dice que la debo,
é invocando _testimonios_ que yo no quiero ver, ni jamás he visto
ni veré; y yo aborreciéndola más cada día y alejándome cuanto me es
posible de ese padrón de ignominia, infierno de mi existencia, testigo
de mis debilidades y torpezas. Hoy ha venido á robarme mi único bien,
el sueño, para amenazarme con publicarlo todo si continúo resistiéndome
á sus exigencias... En eso estaba cuando usted entró.
--Graves son, en efecto, las razones de esa mujer--dice el Doctor
después de permanecer unos instantes silencioso.--Pero, ¿y la otra?
¿por qué se quejaba de usted?
--¿La otra?--responde Gedeón muy contrariado.--La otra... Ya sabe usted
lo que son amas de llaves muy antiguas en las casas... Resabios del
oficio... La costumbre de mandar en todo...
--¡Ya!--replica el médico sonriéndose, acaso sin malicia.
--Y ahora que está usted impuesto de todo, Doctor amigo; ahora que de
mis labios ha oído usted lo que á nadie en el mundo he confesado; ahora
que conoce usted el infierno en que me abraso, no me niegue usted su
auxilio para salir de él, si salir puedo, ó para tomar una postura
compatible con el descanso.
--Ante todo, amigo don Gedeón, ¿qué opina sobre el caso su conciencia
de usted?
--Mi conciencia, Doctor... mi conciencia no sabe á qué atenerse. En
ocasiones concede derecho á esa mujer para quejarse; otras veces se le
niega, puesto que sin violencia aceptó la situación en que se puso.
--Y sobre los _vínculos_ posteriores á esa primera situación, ¿cómo
piensa?
--Piensa cuando se fija en los _indicios_ aquéllos, que yo tengo
perfecto derecho para romper esos vínculos; y cuando no, que éstos son
un castigo palpable de mi insensatez.
--¿Y qué aconseja, por fin, esa señora?
--Nada, Doctor: quimeras, delirios que me deslumbran y me aturden y me
martirizan.
--¿Está usted seguro de que es la conciencia de usted la que así piensa
y la que así aconseja?
--¿Y qué otra cosa puede ser?
--La vanidad, la soberbia...
--¿Es posible?
--Se trata de un hombre que ha hecho del celibato una bandera, y
de una mujer de obscuro linaje que quiere obligarle á caer, en las
peores condiciones imaginables, en el extremo de que él huía, aun
considerándole con todas las ventajas posibles. Concédame usted que
esta prueba es de las más terribles á que puede someterse el amor
propio.
--Concedido.
--Es, por tanto, muy fácil que lo que usted toma por dictámenes de la
conciencia, no pasen de ser rebeliones del despecho.
--Sea lo que fuere, Doctor, yo necesito que usted no me abandone en tan
horrible trance; que me defienda contra esta conjuración que me amenaza.
--_¡Defenderle!_ ¡Ahí está el egoísmo otra vez! ¿Y si, en buena
justicia, no es defendible su causa de usted?...
--¡Que no!
--Me parece que cuando su propia conciencia duda, bien puedo yo dudar.
--¡Es decir que usted me abandona; que me deja entregado á la
inclemencia de estas mujeres, para que me asesinen?
--Tanto como eso, no; pero distinga usted entre el médico y el
moralista. Con el primero cuente usted siempre, porque eso soy, y nada
más, aunque alguna vez me haya metido á filósofo _de afición_. En
cuanto al segundo... busque usted y hallará.
--¿En dónde, si estoy solo en el mundo!... ¡Solo, Doctor, y agonizando!
--Llame usted á todas las puertas que su razón le muestre.
--Todas están cerradas para mí.
--Lo creo; pero hay una que no se cierra para nadie. Llame usted á esa.
--¿Qué puerta es?
--La de Dios.
--¡Luego me cree usted en peligro inmediato de muerte?
--No por cierto; antes me atrevo á prometerle á usted que hemos de
saludarnos en la calle dentro de pocos días. La intensidad del mal ha
cedido mucho; los accesos van siendo cada vez más benignos, ó menos
crueles.
--Entonces ¿por qué ese consejo?
--Venía dispuesto á dársele á usted hoy, en la persuasión de que si
le aceptaba en cuanto vale, me debería el mayor beneficio que puede
hacérsele á un hombre. Con doble motivo se le doy ahora que conozco la
historia que acaba usted de confiarme.
--Y ¿dónde está esa puerta, Doctor?
--¿Es usted tan desventurado que no la ve?
--He olvidado el camino. ¡Hace tantos años que no le frecuento!
--¿Se ha olvidado usted también de que existe ese camino?
--Creo que no.
--Algo es eso.
--Pero estoy á obscuras para volver á hallarle.
--No importa, si queda fuego con qué hacer luz.
--Chispas entre cenizas, Doctor; nada más.
--¿Está usted seguro de ello?... Examínese usted bien.
--Seguro estoy.
--Pues con esas chispas se puede producir un incendio. ¡Ay de la fe
cuyas cenizas se enfriaron! Reúna usted esas chispas; agréguelas usted
combustibles, y la luz se hará y verá usted la puerta. Cuando usted la
vea, llame.
--¿Y después?
--Después... no necesitará usted preguntarme á mí qué debe hacer en el
conflicto que me ha confiado, ni cómo se lucha y se vence contra las
miserias del mundo: la conciencia, iluminada por la religión, le dirá
á usted todas esas cosas y otras muchas.
--¿Lo cree usted como me lo dice, Doctor?
--¡He visto tantos milagros de esa especie! Acuérdese usted de Herodes.
--¡Herodes!...
--¿Qué le admira?
--En verdad que milagro fuera en mí semejante resurrección... Si usted
me ayudara á dar los primeros pasos...
--Desde hoy mismo, si usted quiere.
--Precisamente hoy... Pero mañana... mañana, sí.
--Mal síntoma es ese «mañana,» amigo mío; pero, en fin, también mañana
estaré á sus órdenes.
--Gracias, Doctor; y por de pronto, eche usted una buena reprimenda
á esa pícara criada, á fin de que me cuide mejor. Á mí ya no me hace
caso... me conceptúa muerto. ¡Muerto, créalo usted!
Y tras éstas y otras palabras por el estilo, cumple el Doctor, como
puede y como debe, el encargo del enfermo, y vase dudando mucho que
aquella alma acongojada salga de las tinieblas en que yace.
[Ilustración]


[Ilustración]
VIII
LOS PARIENTES DE GEDEÓN

Los pronósticos del médico se cumplen en todas sus partes. El enfermo
sale de las apreturas en que le hemos visto; y á medida que va
adquiriendo fuerzas y esperanzas, va dejando, no ya «para mañana,» sino
«para otra ocasión,» el proyecto de llamar á la puerta consabida.
Ya puede gritar y revolverse, y hasta sacudir un bastonazo á la
atrevida que le provocase al alcance de su brazo. ¿Para qué necesita
apelar á ciertos _extremos_ alarmantes? Hasta se arrepiente de haber
sido tan explícito con el Doctor. Tal es la condición humana, aun sin
tratarse de egoístas como Gedeón. Las muletas que suplen el miembro
entumecido, se arrojan al fuego tan pronto como aquél recobra sus
fuerzas y movimiento.
Al cabo de los días, el convaleciente se encuentra en aptitud de salir
á la calle á tomar el sol. Ya tiene el sombrero puesto, y se afirma
en su cachava para mover sus pies entrapajados y embutidos en sendos
zapatones de paño, cuando Regla le anuncia la visita de un caballero y
de una señora.
Tratándose de un hombre cualquiera, un anuncio semejante y en semejante
ocasión, nunca se recibe sin contestar con mal gesto: «No estoy en
casa; que vuelvan otro día.»
Mas para Gedeón, que no se trata con nadie, fuera de las personas que
conocemos, el anuncio de una visita es un acontecimiento extraordinario
que excita en gran manera su curiosidad; y así, movido de ella,
--Que pasen adelante,--dice.
Y los anunciados pasan á la sala.
Dos son, como dijo Regla.
El caballero es hombre maduro, con buena ropa, pero mal hecha y peor
colocada. Sus ademanes y su aire corresponden á la ropa. Luce en sus
manos holgados guantes de color de ladrillo, y con una de ellas ase
barnizado bastón por más abajo del puño, que es de oro, ó lo remeda.
La señora parece cortada por el mismo patrón que su acompañante, así en
el modo de ser como en el de vestir.
Los dos personajes son á cual más risueño y expresivo.
--¿El señor don Gedeón?--pregunta desde la puerta de la sala el
caballero descoyuntándose á cortesías, encarado ya con aquél.
--Servidor de ustedes,--responde Gedeón haciendo su poco de encorvadura
en los riñones, por no permitirle más fuerzas de gimnasia sus miembros
doloridos.
--Beso á usted su mano,--dice por su parte la señora, abanicándose el
rostro y retorciéndose mucho.
--Pues yo tengo grande honor en conocer á usted y ofrecerle mis
respetos,--añade el visitante, avanzando hasta Gedeón y tendiéndole la
diestra.
--Lo mismo digo, caballero,--responde Gedeón, dejándose estrechar la
mano.
--Mi señora...--continúa el otro, señalando á la que le acompaña y
mirando á Gedeón.
--Mi marido...--dice la señora haciendo una exagerada cortesía á
Gedeón, y apuntando á su acompañante.
En otros tiempos Gedeón se hubiera dado á todos los demonios al verse
figurar como actor en una escena semejante; pero ahora, y merced á la
apatía en que le han hecho caer sus dolencias y sus pesadumbres, casi
se riera de lo que tiene delante, si de reir no se hubiera olvidado en
tantos años como ha pasado sin reirse.
Así es que con una calma y una serenidad de rostro que parecen reñidas
con sus antecedentes, brinda á los visitantes con el sofá, y sentándose
él en la butaca contigua, ruégales que le expongan la razón de su
visita.
--Va usted á saberla--responde el caballero, estirando las manoplas
y colocando el bastón entre las piernas.--Pues, señor, yo soy, para
cuanto usted guste mandarme, Ruperto Bonifacio Gazapín de la Gotera,
natural y vecino de Cascaruca, pueblo á muy pocas leguas de esta
ciudad, y en el cual tiene usted una hacienda morrocotuda.
--Muy señor mío...
--Para servir á usted... Soy hombre de algunos posibles, aunque no
muchos, y allí casé con ésta mi señora...
--Beso á usted su mano,--vuelve á decir la aludida.
--Diónos el cielo un heredero--continúa su marido,--uno no más, don
Gedeón; el cual, al ser muchacho, cursó latinidades con el párroco del
pueblo (hombre docto, eso sí, y virtuoso también), con ánimo de que, ya
mozo, se elevara á facultad mayor. No pudo ser esto por razones largas
de exponer; y al cumplir los veinte años casó con una joven de su
elección particular, aunque no de su linaje, ni, en verdad hablando,
de nuestro gusto. Hoy vive también en Cascaruca con cinco de familia y
al amparo nuestro y de un destino de secretario del Ayuntamiento, que
pudimos obtener para él. Por lo demás, es mozo trabajador y honrado.
Y dicho esto, hágase usted cuenta, mi señor Don Gedeón, de que conoce
usted á toda la familia de mi casa.
--Sin contar--añade la señora, mirando muy de cerca el paisaje de su
abanico,--seis alumbramientos desgraciados que tuvo una servidora de
usted.
--Cierto es eso--repone su marido;--pero como dijo el otro, «con agua
pasada no muele el molino; oveja muerta no hace rebaño.» ¿No es verdad,
don Gedeón? Aquí se trata de los que somos, no de los que pudimos ser;
pues sin eso y sin lo otro y sin lo de más allá, sabe Dios los que nos
sentaríamos hoy á la mesa en nuestra casa de Cascaruca. ¿No es verdad,
don Gedeón?
--Cierto es, en efecto,--responde éste mirando al uno y á la otra, como
pidiendo á cualquiera de ellos la prometida razón de la visita, que aún
no sospecha entre el fárrago de aquel prólogo estrafalario.
--Pero vamos al asunto--continúa el don Ruperto, volviendo á estirarse
las manoplas;--y el asunto es, señor don Gedeón, que nosotros somos
parientes, y que habiendo sabido mi señora y yo, por el colono de
usted, que ha estado usted enfermo de alguna gravedad, por si otra
vez ocurre, lo que Dios no quiera, hemos venido á ofrecerle nuestros
cariñosos y desinteresados servicios, de los que puede usted disponer
también en sana salud.
Algo como sospecha de mal género cruza por las mientes del visitado;
pero resuelto como está á seguir hasta donde le sea posible el humor de
aquellos originales, sonríese y contesta:
--¿Parientes míos dice usted?
--Sí, señor... y bastante cercanos.
--¿Por qué parte?
--Por los Gazapones.
--Ahora lo entiendo menos. ¿No me ha dicho usted que se llama Gazapín?
--Sí, señor; pero el tercer apellido de su abuelo materno de usted era
Gazapón.
--Luego no somos parientes.
--Déjeme usted concluir. Los Gazapones son primos carnales de los
Gazapines por la tercera rama: así es que mi padre se llamaba Gazapón,
de segundo apellido.
--Podrá ser, cuando usted lo asegura.
--Como que es la verdad... Y es tal el entronque y enlace que hay de
unos con otros, que yo no pude casarme con ésta sin dispensa.
--¿También es Gazapín?
--No, señor: ésta es de los Gazaperas.
--¡Demonio!
--Sí, señor; familia que viene á ser, por lo que entonces se supo, el
tronco de los Gazapones y de los Gazapines, que son las ramas.
--Hombre, es muy interesante todo eso.
--Yo lo creo... Puede usted gloriarse de pertenecer á una familia de
las más ilustres, dilatadas, y, al mismo tiempo, unidas; quiero decir,
sin mezclas extrañas. Tan unida, que las tres ramas tienen el mismo
escudo en la ejecutoria.
--¡También eso! ¡Conque tenemos ejecutoria y armas!
--¡Yo lo creo!... ¡y bien bonitas! ¿No las conoce usted?
--No por cierto; y ahora me pesa.
--Pues yo le diré á usted: representan dos gazapos, uno grande y otro
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