El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - 09

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--No pude seguir, mi señor don Gedeón, por lo mismo que yo era un
verdadero artista: no se me correspondía al tenor de mi trabajo; y
antes que consentir yo en humillar el arte... ¡el arte que yo cultivaba
con el entusiasmo de los juveniles años! á la tiranía de los iznorantes
y pusilámines, envolví la venerable herramienta de mis glorias en el
honrado mandil, para que no la menospreciara el siglo, y me dediqué á
la contemplación, digásmolo así, de la Naturaleza en sus manificencias
y esplendores, único trabajo á que podía dedicarme, fuera del arte...
¡del arte que yo cultivaba con el entusiasmo!...
--«De mis juveniles años.» Adelante.
--Esa es la palabra. ¡Cómo nos entendemos y hasta nos adivinamos los
pensamientos! Estaba escrito, don Gedeón.
--¿Cuál?
--Lo que pasa. Nacimos el uno para el otro. ¡Tenía que suceder!
--¿Quiere usted proseguir, señor... artista?
--Gracias, mi respetable don Gedeón, por ese sufragio, digásmolo
así, conmovedor, que rinde usted á mis sentimientos. Prosigo. Este
amor descomensurable que guardo en mi pecho á la patria Naturaleza,
llévame á menudo á plazas y paseos para contemplar séase el firmamento
estrellado, séase las estrellas del firmamento, séase el sol del
mediodía, séase el amanecer de la mañana. ¡Qué quiere usted! parece
que el alma se me congratula en estas contemplaciones, maísimen si me
hallo en la amena y dilatada compañía de otros artistas infortunados,
que también renunciaron al arte... ¡al arte que cultivaban!...
--«Con el entusiasmo de sus juveniles años.» ¿No es esto?
--Cabalmente, señor don Gedeón, cabalmente... ¡Es admirable cómo se
corresponden nuestras concomitancias respectivas!
--Menos en un punto, señor Judas.
--¿En qué punto, mi adorado don Gedeón?
--En que mi... «concomitancia» está deseando que acabe usted de hablar,
y la de usted se empeña en todo lo contrario.
--Es el carácter, don Gedeón, y este sentimiento de mis entrañas, que
parece desgarrarse de alegría cuando se halla en la ilustre sociedad
de un hombre tan campechano como usted. Y ahora prosigo. Días hace que
contemplaba yo la estrella polar desde un rincón de una plazuela, fuera
de lo que podemos llamar casco de la ciudad... porque la ciudad, amigo
mío, de por sí no es quién para que en ella se explaye un espíritu,
contemplando séase el firmamento estrellado...
--«Séase las estrellas del firmamento...»
--Séase el sol del mediodía.
--«Ó séase el amanecer de la mañana.»
--Pero, señor don Gedeón, me deslumbra ya tanta concupiscencia de
pensamientos, digásmolo así, entre los dos.
--Es para ayudarle á usted á llegar pronto al fin de su discurso.
Conque no me desaire usted en tan humanitarios propósitos, señor Judas.
--Muy señor mío y dueño: rendido á ese sentimiento, especifico así lo
que me falta. Y digo, que hallándome en la contemplación de la estrella
polar hace dos noches, porque de noche era cuando yo la contemplaba
embriagado, digásmolo así, de ansias naturales del alma, y, á la
misma vez, presuimpuestando el tiempo en que, á un buen volar por los
aires, podría yo avecindarme con el astro, y aun, si á mano viene,
preguntándome por qué esa luz recalcitrante se apaga por el día y se
enciende no más que por la noche, cuando sépase usted, mi querido don
Gedeón, que pasa ella por delante de mí.
--¿La estrella polar?
--No, señor... aunque bien pudiera serlo, y lo ha sido ya para algún
navegante desafligido. Por una parte era su misma personalidad; por
otra no lo parecía. Pero ¡dónde verá el corazón paterno un pedazo
de sus propias entrañas, que no clame por él y le abra su pecho
enternecido? Entre si es no es ella, invoco su nombre con ese acento,
digásmolo así, de la eternidad de una ausencia contada por años y
determinada por la profundidad de los mares caudalosos. Entonces volvió
su fisonomía la inocente paloma; y al conocer á su tierno padre... huyó
con la mujer que la acompañaba. Pero yo la había conocido bien. Era
ella; el pedazo de mi corazón; el sostén de mi ancianidad y el amparo
de mis necesidades... ¡mi idolatrada Solita!
Al oir este nombre, da Gedeón un salto en la butaca. Ni remotamente
había sospechado, el muy bolonio, que semejante fin tuviera el
laberíntico discurso del artista Judas.
Desconcertado como niño goloso á quien su madre sorprende robando los
bizcochos, no sabe qué cara poner al zapatero para disimular mejor la
violencia en que se halla su ánimo.
--De manera que usted es...--dice, sin saber lo que se dice, pero con
la cara muy hosca, creyendo que con aquello sale mejor del compromiso.
--¡El padre de Solita!... es decir, _tu_ padre político, que _te_ abre
sus tiernos brazos para estrecharte en ellos.
Y el elocuente artista, al responder así, se levanta de la silla, y
presenta á Gedeón todo el fardo de sus andrajos para que se arroje en
ellos.
Pero Gedeón huye aterrado hasta la pared.
Entre tanto, añade el remendón, sin bajar sus brazos entreabiertos:
--Y perdóname, hijo mío, si he estado llamándote hasta aquí con la
circunflexión de _usted_. Yo te conocía; pero tú no tenías el honor de
conocerme. No podía comportarse de otra manera mi natural, digásmolo
así, respetivo y atento.
Gedeón ya no oye, ni ve, ni entiende. Sobresaltado al saber que tenía
delante al padre de Solita, cuando oye á éste llamarle hijo, cree que
le muerden ratones y que le besan sapos y cucarachas. Aquello es un
asco, y además una ignominia. ¿Quién habrá puesto en manos del remendón
el pico de la manta para que, tirando de él, haya llegado á descubrir
el miserable lo que estaba oculto, y, sobre todo, lo que no estaba? Hay
que averiguar eso á todo trance.
Á este fin, refrena Gedeón sus iras; y, con un esfuerzo supremo de la
voluntad, disimula también sus repugnancias; finge que toma á risa los
extremos afectuosos del zapatero; ruégale que se siente, y le pregunta
qué es lo que le ha inducido á creer en el parentesco á que se refiere.
El remendón se sienta y continúa hablando así:
--Viendo que Solita me negaba la paternidad, ó que no la conocía,
seguí sus pasos, determinado á que no se escapara ya de mis
visuales. Creyéndola yo en Puerto Rico, ¡cómo había de negar á mi
corazón aquella voluntad de contemplarla de cerca? No sé las calles
que corrí siguiéndola; y como sospeché que no quería declararme su
domicilio, hice, digásmolo así, de vez en cuando, recatación de mi
persona: de este modo descubrí casa y piso. Llamé á la puerta. Clamar
en desierto, Gedeón. Pero yo no podía, paternalmente, volver atrás.
Y repetí el llamamiento. Ya los vecinos de la escalera me habían
oído todos, y hasta se apiadaban de mí, rogándome que callara, y
todavía á la infeliz no había llegado el amoroso machaqueo de su
padre. Pero ¡qué hija es sorda á la voz enternecida del anciano que
la ha dado el sér corporal?... Solita me recibió en sus brazos á la
media hora de llamarla yo á los míos. Pero la había dejado sirvienta
puramente, y me la encontraba dueña y señora de su casa. Era esto ¿no
es verdad, Gedeón? motivo de una plática, digásmolo así, aclaratoria
y explicativa. En esa plática supe de sus tiernos labios que había
contraído nupcias mayores en Puerto Rico, pero que había prometido á
su adorado esposo guardar el secreto de ellas hasta que fuera día de
clarificarse á la luz del sol. Cumplió después con su anciano padre en
cuanto á finezas generosas de presente; pero su padre no cumplía con
su augusto deber sólo con eso. Ocurrióseme ir á tomar luces de todo á
la casa en que conoció á la familia que la llevó á Puerto Rico... ¡Ay,
qué señora aquélla, Gedeón! ¡Qué virtud la suya tan boyante, digásmolo
así, y tan concluyente! ¡Y qué claridez la de su sentido! Media palabra
no más la declaró mi fineza, y en el acto me plantó sobre la pista...
Y como yo tampoco menosprecio las buenas protecciones que se me dan,
siguiendo los apuntes de tan refulgente señora, he llegado hasta aquí
sin tropiezo...
--Y ¿qué más?--pregunta Gedeón, á punto ya de estallar como una bomba.
--Que no contrincándose el dictamen de esa señora más que en lo del
viaje á Puerto Rico, viaje que resulta, digásmolo así, fracasado, con
lo dicho por Solita, sucede que tú eres el enlazado en secreto con
ella, y que yo soy vuestro padre que os bendice, y viene á estrecharte
entre sus brazos...
--¡Y qué más?
--Y al mismo tiempo, á decirte: Gedeón, el brillo y el buen ver entra
por mucho en la longanimidad de las familias; mira tú, hombre opíparo,
á tu padre político ultrajado por los años y las ingratitudes del
siglo; si has de regocijarte en él y en sus ancianos cabellos, vístele
y agasájale con qué se alimente y dé á sus arrugas venerables el
resplandor, digásmolo así, de los hombres acomodados y eminentes.
--¿Nada más? Con franqueza... ¡dígamelo usted!
--¡Oh, hijo descomunal y esplendoroso! ¡Bien decía yo que se adivinaban
nuestras concupiscencias! Pues ya que no se harta tu corazón de
desocuparse en el mío, sábete que no me vendría mal otro auxilio para
finiquitar algunas deudas que hoy me cierran las puertas del sustento
corporal, y hasta las del necesario descanso.
--Y ¿nada más?
--Por ahora...
--Pues escucha, ¡zapatero vil, remendón indecente!--grita Gedeón con
los ojos fuera de sus órbitas y los puños crispados;--ni yo te he
parido, ni conozco á tu hija, ni quiero conocer á esa otra bribona que
aquí te envía; ni me he casado nunca, ni me casaré en mi vida; ni tengo
obligación de escucharte lo que me has contado, ni paciencia para oirte
otra palabra más.
--Pues si usted no me conoce, ni conoce á Solita--dice Judas entre
admirado y malicioso,--¿de qué sabe usted que yo soy zapatero, si yo
no se lo he dicho?
--Lo sé--replica Gedeón algo desconcertado, pero no menos
furioso,--porque... ¡porque lo huelo! ¡porque tú no puedes ser otra
cosa!
Al mismo tiempo saca de su bolsillo unas monedas de plata, y,
arrojándolas sobre la mesa, añade:
--Si es eso lo que venías buscando para emborracharte, tómalo, con tal
que te largues; y cuida de no probar en otra parte este sistema de
sacar dinero, pues no todos tendrán la paciencia que he tenido yo.
El zapatero se abalanza con mal disimulada avidez á las monedas;
y mientras las hunde en uno de los abismos de su chaleco, dice
fingiéndose conmovido:
--Las recojo, no por lo que valen en su prosapia metálica, sino por
la mano generosa que me las ofrece como prenda de un fino genial de
estimación. Pero créeme, hijo de mis entrañas, llevo clavado en ellas,
como un puñal inclemente, la rigurosidad de tus palabras á un padre
tierno que, al darte sus brazos amorosos, quería decirte: «arrójate en
ellos con la frente muy alta, que son el apoyo de una familia ilustre,
perseguida, digásmolo así, por la hediondez de la miseria...»
Mientras el zapatero se enreda en estas nuevas declamaciones, Gedeón
llama á Regla; y cuando la tiene delante, la dice en tono firme y con
ademán resuelto:
--Enseñe usted la puerta á este hombre.
--¡Son cuentas de familia, señora!--dice Judas á Regla cuando la ve á
su lado, y mirándola con cierto desdén.
En seguida se vuelve á Gedeón y le dice á media voz, pero trémulo é
iracundo:
--¡Te perdono, hijo ingrato... y nos veremos!
Después sale detrás de Regla, chancleteando con los pies y requiriendo
los pingajos de su vestido.
Cuando Regla cierra la puerta de la escalera, Gedeón, que se ha
colocado á dos pasos de ella, la dice:
--¿Has visto á ese hombre?... ¿Le recuerdas bien?... Pues el día en que
él vuelva á entrar por ahí, sales tú por el balcón.
En seguida se encierra en su gabinete, y bufa y patea.
En su concepto, la historia contada por el zapatero ha sido compuesta
por su hija, ó de acuerdo con ella.
Quiere amenazarle con aquella afrenta constante, para reducirle mejor
á los propósitos que ha tenido el atrevimiento de manifestarle muchas
veces. ¡Insensata! ¡Y á tanto se atreve cuando ya no le queda un solo
atractivo con qué justificar el oprobio que se le quiere imponer!
¡Cuando está deseando él una disculpa para deshacerse de ese grillete
que le amarra y le desuella! Pero, bien mirado, ¿qué mejor ocasión que
ésta para sacudirse las pulgas? Ahora ó nunca... No la dejará en la
calle abandonada: cumplirá, en tan grave trance, como quien es; pero
romperá toda conexión con ella, y quedará tan libre de su peso como
estaba antes de conocerla.
Y así pensando, vístese acelerado y sale hacia la calle, abotonándose
el chaleco en la escalera y haciendo en el portal el nudo de la corbata.
[Ilustración]


[Ilustración]
XXI
DE ESCALERA ABAJO

No habrá dado muchos pasos Gedeón fuera de su casa, cuando Regla está
bajando al portal.
Tiénela muy sobresaltada algo que pasa bien cerca de ella, desde que
tomó de manos de la portera la carta que puso en las de Gedeón. Aunque
no es gran pendolista, sóbranla ojos para distinguir á una mujer en la
letra de un sobrescrito; y mujer es, en su concepto, quien trazó los
garabatos de aquel sobre.
En cuanto al hombre que se coló tras ella en el gabinete, también le
parece que es bastante más que un andrajoso vulgar que se mete por la
primera puerta que halla á medio cerrar. Á éstos se les da una limosna
ó un bufido, y se les planta en la escalera, acto continuo; pero el
andrajoso que acaba de salir es cosa muy distinta. Hablaba recio al
despedirse, después de haber hablado largo rato con su amo; y el furor
de éste, al arrojarle del gabinete, no se parece en nada al que produce
en una persona decente un hombre entremetido y sin educación. Qué hay
en la carta y qué en el haraposo, no lo sabe ella; pero hay algo grave;
tan grave, que ha sido causa de que su amo salga á la calle hecho un
basilisco. Y ¿quién trajo la carta y se la entregó á la portera? ¿Por
qué ésta, ó su marido, dejó subir al haraposo? ¿Qué les dijo para
conseguirlo? Hay que averiguar todo esto, por de pronto.
Con tal intento baja la escalera, aunque quizá se figura que no le
mueve otro que endosar al portero la amenaza que le dirigió á ella su
amo al despedir al hombre de los andrajos.
El portero es otro remendón, pero que no se llama artista; y por eso
saca del oficio un mendrugo cada día. No es muy hablador, porque en
nada es vehemente; y lo prueba que menea la herramienta al compás del
_¡Triste Chactas!_ desde que se ciñe el mandil hasta que se le quita;
lo cual es tanto como decir que de sol á sol dura la sonata.
Pero, en cambio, su mujer, aguadora y recadista de toda la vecindad, es
un argadillo y una cotorra.
Como los unos bracea y como las otras charla delante de su marido
cuando llega Regla al portal.
--¡Ay, señora Regla--la dice encarándose con ella,--qué hombres tan
dejados de la mano de Dios y tan comprometedores de las familias de
bien!
--¿Qué pasa, señora Rita?
--Las iniquidades del alma, como quien dice.
--Pues ¡cómo ha de ser!
--De otra manera muy diferente, señora Regla... Por algo los dedos
de la mano no son iguales. El hombre de bien, á sus quehaceres; el
malhechor, á la cárcel. Cada uno en su casa y Dios en la de todos.
--Y así debiera ser, señora Rita; pero si no lo es, ¿qué vamos á
hacerle?
--Pues al tenor de ello hablaba yo ahora mismo con este bendito de
Simón, que es un palomo sin hiel y no se escandaliza de nada.
--Pues más vale así, señora Rita.
--Pero con su cuenta y razón, señora Regla... No me digan á mí que
cuando las osadías andan por el mundo sin trabas ni bozal, deben los
hombres honrados ponerlas puente de plata y cubierto á la mesa... ¿No
fuera mejor echarlas solimán de lo fino?
--También es verdad eso... ¿no le parece á usted así, tío Simón?
--_¡Cuán raaa... apida ha sido!_...--canturrea éste al oir la pregunta,
mientras da los dos últimos estirones de cabo á una puntada. Y no dice
más.
--Este bendito de Dios--añade su mujer,--con la sinfonía de siempre.
Ni Cristo pasó de la cruz, ni él pasará de la sonata en los días de
la vida... Bien que mejor quiero verle emperrado en ella, que dado á
Barrabás, como el otro desalmado que acaba de salir.
--Pues de ese hombre venía yo á hablar con ustedes.
--Hable usted, señora Regla, hable usted, que todo será poco para lo
que merece, por lo que echa por aquella boca de Satanás.
--Yo, señora Rita, sólo tengo que decir que por ningún motivo le dejen
ustedes entrar por esa puerta. Así me lo ha encargado el señor.
--Y será medida su palabra. Bien sabe Dios que si una vez pisó esas
escaleras, no fué sin que yo se lo reprendiera á mi marido. «¡Mira,
Simón, que ese hombre es un puro embrollo y una pura desvergüenza! Mira
que te va á comprometer... bien conocido le tienes ya...» Porque Simón
le conoce, señora Regla... ¡como que aprendieron juntos el oficio! Pero
Simón, en buena hora lo diga, es un hombre trabajador y de su casa, y
al otro no tiene el diablo por dónde desecharle.
Á todo esto, el tío Simón continúa refunfuñando su canción sempiterna,
y bregando con la bigotera que está echando á un borceguí.
--Pero ¿qué pasó con ese hombre, al fin y al cabo?--pregunta Regla.
--Primeramente--responde la señora Rita,--ese hombre es un borracho
que mató á su infeliz mujer á palos y á pesadumbres, y dejó el oficio
para vivir... yo no sé de qué... Él dice que de lo que le pasa una
hija que huyó de su casa siendo una criatura... ¡vaya usted á saberlo,
señora Regla! El caso es que hace una hora se presentó aquí con su
poca vergüenza, y preguntó por el amo, con un aquel y un qué sé yo,
como si toda la vida hubieran comido juntos. Dijímosle que no estaba
en casa, y que, aunque estuviera, sería lo mismo para él, porque no
le recibiría... ¡Ay, señora Regla, en mala hora yo tal dije! ¡Qué
ponerme de cosazas y menosprecios el deslenguado!... Como que yo estaba
viendo cuándo era el instante en que Simón se quitaba el tirapié...
Porque, aquí donde usted lo ve, señora Regla, cuando se enfada hay
que conjurarle como á las tormentas... Pues ¡no se atrevió, el
sinvergüenza, á decirme que mirara mucho lo que hablaba con él, porque
podía hacerme y acontecerme, motivado á que don Gedeón era... (¡el
Señor no se ofenda de lo que voy á decir!)... pariente, señora Regla,
pariente muy cercano suyo? ¡ha visto usted!... y que le había mandado
llamar por persona que podía hacerlo; y que por eso venía, y que si lo
dudábamos le acompañaría quién que mandaba aquí más que todos nosotros,
y... ¡san Crispín unigénito no me oiga!... más que el amo, señora
Regla... más que el amo?... Y, amiga de Dios, tanto dijo y fachendeó,
y tanto nos rompió la cabeza con fanfarrias, que Simón dijo «allá te
arregles y con él te veas...» Y entre que «esto no me parece bien,» y
lo otro de «puede que tenga razón,» y yo que «no puede tenerla nunca un
hombre como ese,» y este otro que «más gordas se han visto,» el pícaro
fué subiendo; y cuando quisimos reparar en él, ya estaba arriba, si es
que no adentro... ¡Pero al bajar fué ella! ¿No es verdad, Simón? ¡Qué
humos, qué pomposidades y qué sonar dinero en las faltriqueras! ¡Qué
querer convidar á este inocente nada menos que á la fonda, y ofrecerme
á mí un mantón de ocho puntas y una cofia con encajes!... Mire usted,
señora Regla, esto me incomodó mucho, porque parecía burla... Luégo
bajó el amo, hace un instante, y se descubrió el pastel. ¡Qué cara
traía el bendito señor, y con qué rejo nos encargó que perniquebráramos
al insolente antes que dejarle entrar aquí! Para mi cuenta, y Dios
me lo perdone si me equivoco, aquel dinero que sonaba lo robó en el
piso...
Regla, que de todo este fárrago no pierde palabra que sea utilizable á
sus propósitos, interrumpe á la señora Rita para preguntarla:
--¿Y dice usted que tiene una hija?
--¿Quién... el amo?
--No, mujer, ese perdido.
--¡Ah! sí... Lo decía antes de darse tanto lustre. Ahora, Dios sabe lo
que dirá.
--¿Luego usted no la conoce?
--Como al día en que me he de morir.
--¿Ni usted tampoco, tío Simón?
--¡... _de mi diiiii... cha_!
--¡Digo si conoce usted á la hija de ese hombre!
--Yo no conozco más que mi obligación, señora Regla.
--Antes que él--continúa ésta,--creo que vino una carta...
--Pues por eso decía yo á Simón--replica la señora Rita,--antes de
bajar usted, que hay días que ni buscados con un candil... Vino una
carta, sí, señora.
--¿Quién la trajo?
--Una jovenzuela. «¿Vive aquí don Gedeón?» preguntó muy relamida. «Aquí
vive, en el primero,» la respondí muy atenta. «¿Se le ofrece á usted
algo?» «Dele usted esta carta,» me replicó con el hocico muy plegado,
como si fuéramos aquí gente de chanfaina. «¿Tiene contestación?»
volví á preguntar al tomarla... porque me parece á mí que esto es de
cortesía, para, si acaso, decirla: «Pase usted adelante, tome usted
asiento mientras bajo.» Pues nada, señora Regla: me volvió la espalda
sin decir «por ahí te pudras,» y se largó, la muy descortés.
--Y esa joven--pregunta Regla con evidente curiosidad,--¿qué aire
tenía? ¿Era, como quien dice, persona decente?
--¡Calle usted, por el amor de Dios! una atropella-platos como otra
cualquiera.
--¿Y nada más la dijo á usted?
--¡Y qué más había de decirme? ¡Podía haberse atrevido á mayores, la
muy remilgada! ¡No, por vida mía! Pobre sí; pero á saber guardar mi
puesto, me ganan pocas.
--De manera, señora Rita, que, como usted dice, el día ha sido
aprovechado: primero, una joven con una carta para el amo, y después,
un andrajoso que dice que es pariente de él; que sube á hablarle, y que
baja de la visita sonando mucho dinero en el bolsillo.
--Cabales.
--Pues eso se ve todos los días, señora Rita.
--No en los míos, señora Regla; y eso que los arrastro bien por el
mundo y sobre buenas alfombras, aunque me esté mal el decirlo; que
para eso sirvo á muchos... Pero aunque se viera, yo digo que no debía
verse nunca de eso.
--Pues para que no se vea aquí más, he dado yo á ustedes el encargo que
también acaba de darles el amo, según me dicen... Y con esto, me vuelvo
arriba...
--Vuélvase usted, señora Regla, y vuélvase usted en la cuenta de que
ese hombre no pisará más este portal... Y diga usted, si viene otra
carta ¿tampoco la recibo?
--Esa sí--contesta Regla con vehemencia.--Reciba usted cuantas vengan,
y entréguemelas á mí.
--¿Aunque sean para el amo?
--Para dárselas yo á él, alma de Dios.
--Eso es otra cosa.
--Adiós, señora Rita.
--Adiós, señora Regla.
Cuando ésta pone el pie sobre el primer escalón, llámala el filarmónico
zapatero.
--Señora Regla--la dice con mucha parsimonia, quitándose las gafas y
volviendo la cara hacia ella.--Yo hablo poco, ¿está usted?... y cuando
con lo poco que hablo no me entiende ¿está usted?... el que se empeña
en meterse ¿está usted?... donde no le llaman... y contra mi gusto,
agarro el tirapié ¿estamos?... y en seguida me hago respetar ¿está
usted?... De modo que pisar ese hombre las escaleras que usted pisa
ahora ¿está usted?... es tanto como decir que Simón ha muerto ¿está
usted?... Pues no digo más.
--Y es bastante, tío Simón.
--Y como lo dice lo hace el inocente, créalo usted.
--Hasta luégo, señora Rita.
--Hasta luégo, señora Regla.
Volando sube ésta al piso, y de dos voleos se echa el manto sobre la
cabeza.
--¡Se me va de entre las manos!--murmura mientras se le arregla y
anda.--Hay que atarle con cuanto esté al alcance de las mías.
Y echa escalera abajo.
Deja á los porteros la llave del piso, como acostumbra en ausencias de
su amo, por si éste vuelve antes que ella; y sale del portal sin hacer
caso de la señora Rita, que quiere detenerla para hablar un rato.
[Ilustración]


[Ilustración]
XXII
OTRO INCIDENTE MÁS GRAVE

Solita no cesa de mirar á la calle por las vidrieras del balcón, como
hace quien espera con ansia á una persona, ó quien teme que llegue otra
que no debe llegar.
No puede ser de las últimas la que, al cabo, columbra, según la prisa
que se da á salir á la sala, tumbarse con languidez en una butaca y dar
á los pliegues de su falda y á cuanto cuelga en su doméstico arreo,
la caída y el _aire_ que corresponden á la palidez de su semblante...
porque es de advertir que su semblante está mucho más pálido y ojeroso
que de costumbre.
Cuando oye abrir la puerta de la escalera, deja caer la cabeza sobre
una mano, y el otro brazo fuera del correspondiente de la butaca.
En esta guisa la halla Gedeón, que era, á no dudar, la persona esperada
y vista por Solita.
Pero lo que Solita no esperaba y ve ahora por las rendijas de su mano,
es que Gedeón viene echando lumbre y veneno por todos los agujeros de
su cara.
Aquel hombre es una botica que arde.
No se sienta, se derrumba delante de Solita; y al derrumbarse, rechina
la butaca y cruje el pavimento; el sombrero que se arranca de la
cabeza, no le coloca, le estrella en el sofá; y al cruzar sus piernas,
parece que trata de romper la una contra la otra.
--¿Recibiste mi carta?--le pregunta Solita, sin levantar la cabeza, con
voz lánguida, muy lánguida, después que observa que el recién venido,
aunque bufa mucho, no rompe á hablar.
--¡Sí!--responde Gedeón con un bramido huracanado.--Recibí tu carta...
¡y algo más que tu carta!
--Me atreví á escribirte porque hace tres semanas que no te veo; y el
caso era urgente.
Después de decir esto con la misma voz lánguida y apagada, llévase una
mano á la garganta, como si se le atravesara allí algo que le produjera
bascas; mira á Gedeón con ojos tiernos, y reclina todo su busto en el
respaldo de la butaca.
--¿Conque es urgente el caso?--exclama Gedeón con la sorna de un mastín
cuando enseña los dientes.--Y ¿cuál es el caso?
--Uno de ellos, el que yo me temía, Gedeón. Anteanoche, saliendo á
tomar el aire, porque _ahora_ necesito tomar el aire muy á menudo, me
encontré con... mi padre.
--¡Adelante!
--Me extraña la poca sorpresa que te causa la noticia...
--¡Adelante!
--¡Jesús., qué suave te vas volviendo!
--¡Adelante, Solita! ¡Adelante, y déjame á mí en paz!
--Como tú quieras... Híceme la desconocida cuando me llamó por mi
nombre, y hasta quise desorientarle metiéndome por las calles más
extraviadas; pero debió de seguirme los pasos, porque cuando me creía
libre de él en mi casa, comenzó á llamar á la puerta, y con tanta
furia al ver que no le respondían, que los vecinos salieron asustados
á la escalera. Entonces, por evitar un escándalo, abrí. Entró; y como
no le podía decir que estaba yo sirviendo en esta casa, pues desde
mi vestido hasta la soledad que reina en ella le probaban todo lo
contrario, ocurrióseme decir que me había casado en Puerto Rico, pero
en secreto, y que había venido á España en el último vapor á esperar
á mi marido, que llegaría tan pronto como las cosas le permitieran
publicar el casamiento... ¡qué sé yo lo que inventé por el estilo! y á
mayor abundamiento, le dí cuanto dinero podía darle en aquel instante.
Parecióle bien la dádiva, pero no la historia; y prometiéndome
enterarse de ella más á fondo y hacerme otras visitas, se marchó. No he
vuelto á verle, y esto quería decirte para tu gobierno.
--¿Has concluído?--pregúntala Gedeón, enronquecido por la ira y el
despecho.
--No tengo más que decirte sobre este asunto,--responde Solita, cada
vez más lánguida y sentimental.
--Pues bien--exclama el otro como estallan los pellejos muy inflados,
á poco que se los apriete,--yo, en cambio, tengo que contarte á tí que
el zapatero inmundo, que el remendón miserable, que el sinvergüenza
de tu padre, ha estado en mi casa... ¡y ha querido abrazarme! ¡y
me ha llamado hijo suyo!... ¿lo oyes bien? ¡hijo suyo!... ¡y me ha
tuteado!... ¡y he tenido también que darle dinero para taparle la boca,
ya que no podía taparle el resuello con pólvora y solimán!
--¡Mi padre en tu casa! Pero, ¿quién le guió allá?--dijo Solita dejando
los dengues y dando á su voz y á su fisonomía tal aire de sinceridad,
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