El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - 04

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menos pensado; pero el hecho es que se pone á pupilo; lo cual le ha
dado bastante que hacer, porque el _gremio_ tiene mucho que explorar si
se ha de elegir lo menos malo.
En sus pesquisiciones para hallar un albergue, como el otro una
posición social, ha recorrido medio pueblo y ha oído con paciencia
el completo catálogo de las humanas vicisitudes, de boca de las
innumerables pupileras que le han solicitado para huésped. Ninguna de
ellas ejercía la industria por ascenso: todas habían bajado hasta ella
desde los puestos más encumbrados en armas, en nobleza y en dinero:
siendo de notar que cuantos más humos revelaba una señora de esta
clase, menos fuego calentaba su cocina.
Al fin se establece en la casa que más se aproxima á sus deseos.
Su dueña, doña Ambrosia de nombre, se conforma con blasonar de rígida
en los más severos principios de moral, y de haber _dado golpe_, en
los albores de su juventud, en calles y paseos. Dos veces viuda, no se
ha puesto en peligro de serlo la tercera, porque no ha querido, no por
falta de pretendientes, pues á pares los ha tenido que aspiraban al
honor de sacarla de pupilera, y á la dicha de poseer los conservados
restos de sus juveniles encantos.
Á creerla, tiene casa de huéspedes porque, acostumbrada en vida de _sus
papás_, y más tarde de sus maridos, á un trato escogido y ameno, la
soledad la mata. Para ella, son familia sus pupilos; por lo cual admite
pocos, y esos de arraigo, de formalidad y de educación: á Dios gracias,
no necesita el tráfico para comer.
Gedeón ocupa un gabinete con puerta falsa al corredor, y otra de
vidrieras con cortinillas á una sala que, según advertencia de doña
Ambrosia, es para recreo de los huéspedes, ó para que éstos tengan
donde recibir decorosamente sus visitas, En la sala hay una alcoba con
cama _de respeto_, también al decir de la pupilera.
Como los huéspedes son pocos y buenos, si ha de creer á doña Ambrosia,
Gedeón consiente en comer á la mesa con ellos, ínterin llega una
doncella que se espera y podrá servirle la comida en su cuarto con la
puntualidad y esmero que ahora le faltarían, por estar incompleta «la
servidumbre de la casa.»
Durante los primeros días tiene por compañeros de mesa á un señor muy
flaco y muy nervioso, que no habla una palabra, del cual ha dicho la
pupilera que es un marqués muy rico, que viene á tomar aires; cuya
marquesa es la señora oronda y colorada que se sienta á su izquierda,
y le trincha la carne, le parte el pan en bocaditos y le escancia el
vino.--Tampoco despliega los labios.--Ni el marqués ni la marquesa
tienen el pelaje ni el aire de tales: pero ¡hay tantos marqueses que
no lo parecen! Gedeón tomara á éstos por ex-tenderos de refino, que
se retiran al pueblo natal á comerse las ganancias de treinta años de
mostrador.
Sigue por la derecha un hombrecillo de crespo y recortado bigote, de
frente angosta y cabeza plana, con gabán de ropería, que sorbe las
salsas en el plato y bebe con la boca llena, sin dejar de hablar, por
eso, de la influencia que ejercen los cuartos de luna en el corte de
las uñas y del pelo, y de las recetas infalibles que él tiene para
exterminar las chinches y las cucarachas.--En opinión de doña Ambrosia,
este huésped es un ingeniero sapientísimo que estudia, por recreo,
dos años hace, el suelo de la provincia para establecer en sitio
conveniente, y á sus expensas, una fábrica de patatas artificiales
para los pobres.--Gedeón le clasifica, en su padrón particular, como
escribanillo de aldea.
Llévale la contraria en sus asertos científicos, una señora muy
peripuesta y retocada, con voz de bajo cantante. Habla mucho de
_la antigua Grecia_ y de _las sales áticas_, lo cual no sorprende
tanto oyéndola decir á cada triquitraque que es viuda de un oidor de
Filipinas, que dejó setenta volúmenes de comentarios á la _Casandra_
de Licofrón, y otros cinco de notas á las _Dionisiacas_ de Nonno
Pannopolitano. El gobierno ofrece á la viuda cuarenta y ocho mil duros
por la propiedad de estas luminosas obras; pero ella quiere el millón
cabal, y tras él anda con la esperanza de conseguirle. Cree Gedeón que
con que la pagaran sin descuento la viudedad que debe corresponderle
desde la muerte del mayor de plaza (pues no otra cosa pudo tener por
marido), se diera la erudita matrona por satisfecha.
Algunos días después aparecen en la mesa dos huéspedes más: un
gigantón, hosco de mirada, cerdoso de bigotes, rasgado y muy abierto
de boca, purpúreo de color y muy largo de brazos; y su señora, el tipo
opuesto: aguileña, oscilante, lánguida y sentimental. Malambruno, como
desde luégo llama Gedeón al gigante, se queja del _fuego herpético_ que
le devora; por lo cual anda recorriendo climas hasta dar con uno que le
apague el incendio.
Por lo demás, cuando no habla de su dolencia, echando candelas por los
ojos, brasas por las mejillas y rociadas de saliva por entre las cerdas
de sus bigotes, aturde á los circunstantes con la estadística de sus
caudales. En la Mancha, porque la erudita citó á don Quijote, tiene
él tres haciendas que le produjeron el año pasado, y sólo en renta,
doce mil fanegas de trigo. Porque se habla de dormir la siesta, ó de
si es sana ó dañosa esta costumbre, niega él, sin que nadie lo haya
afirmado en la mesa, que los extremeños hagan siete comidas y duerman
cinco siestas al día. Precisamente conoce á palmos la provincia de
Extremadura... ¡como que tiene en ella seis dehesas y más de veinte mil
cerdos!
Por análogos procedimientos trae á colación sus cortijos de Jerez y
sus posesiones de Salamanca, siendo de notar que en cada dehesa, y en
cada cortijo, y en cada hacienda, tiene, no solamente palacio con la
necesaria servidumbre de criados para él y de doncellas para su señora,
sino hasta _templo_, pues _capilla_ se la permite cualquier zarramplín
de aldea.
Porque se cita el escamoteo de un reló ó el de los calzoncillos que
llevaba puestos el vecino de al lado, cualquiera ratería de esas tan
usuales, impunes y corrientes en la hidalga patria de Candelas y José
María, cuenta él que en una ocasión le robaron su casa de Madrid,
estando con su señora recibiendo á los duques de Montpensier en su
palacio de la Serranía de Ronda; siendo lo admirable del caso, en su
concepto, que los ladrones abrieron la puerta del _gabinete de raso
azul_, del cual pasaron á la _galería de esculturas_; de ésta á la
_sala de los tapices flamencos_, y de aquí á su despacho, cuajado de
primores de arte y de objetos de lujo. Sin señales de titubear para
encontrarla, abrieron una puerta oculta detrás de una librería de palo
santo con columnitas de oro macizo, y entraron en un retrete, en el
cual había hasta tres cofres llenos de alhajas de incalculable valor;
pero no pudiendo abrirlos, á causa del secreto de sus cerraduras, ni
cargar con ellos, por lo mucho que pesaban, se conformaron con robar
unas botitas usadas de su señora, dos libros de genealogías, y como
tres cuarterones de azucarillos.
Mientras Malambruno cuenta estas cosas y otras tan estupendas como
ellas, con voz estentórea y lento diapasón, su señora no deja oir
la suya más que para rectificar algún error de cantidad en que haya
incurrido su esposo.
--Eran trece mil--dice, verbigracia, al asegurar éste que eran doce
mil solamente las fanegas de trigo cosechadas por rentas en la Mancha;
ó--creo que eran cuatro,--aludiendo á los cofres llenos de alhajas.
Entre tanto, Malambruno está vestido de paño de Munilla, y parte por la
mitad los trabucos del estanco, para fumarlos en dos veces; su señora
viste con más aparato que riqueza; no trae consigo una sola doncella
de tantas como deja holgando en cada palacio, y todo el equipaje del
pomposo matrimonio viene metido en un baúl de tres celemines.
Fáltame decir que doña Ambrosia asiste á casi todas las exhibiciones
retumbantes del caudal de Malambruno, y que á cada rociada de millones
que éste suelta, mira ella á sus huéspedes y parece decirles con los
ojos, mientras se revuelve nerviosa en su silla:
--¿Qué tal, caballeros y señoras? ¿Tengo yo pelones en mi casa?
[Ilustración]


[Ilustración]
VI
ENTRE VENUS Y MARTE

Durante la primera semana, halla Gedeón hasta cierto deleite en las
originalidades de sus compañeros de mesa; pero á la segunda ya no puede
con ellas. Asústale el temor de que aquello dure indefinidamente; y
comparándolos con tan grotesco cuadro, le parecen de color de rosa los
que á él le echaron de su casa.
Felizmente, no tarda la pupilera en anunciarle que desde el día
siguiente comerá en su gabinete; porque para entonces habrá llegado la
doncella que esperaba.
Y como lo ofrece lo cumple. Gedeón come en su cuarto al otro día; y
¡oh sorpresa embriagadora y confortativa! la doncella que ya vino, y
le cubre la mesa, y después le sirve los manjares, es Solita; Solita,
que le saluda regocijada y más sandunguera que nunca; Solita, que le
cuenta lo poco afortunada que ha sido en amos desde que, bien á su
pesar, tuvo que salir de casa de su señorito; Solita, que cuando ya no
tiene nada que referir á éste con la lengua, parece decirle con los
incitantes ojos, á cada plato que le sirve:--«Vamos, hombre, atrévete
conmigo, que aquí no corres los riesgos que en tu casa; aquí soy la
criada de tu pupilera; somos dos transeuntes que hacemos juntos un
alto y nos arreglamos con lo que tenemos; ahora todo te es lícito sin
desautorizarte... ¡Mira que de estas gangas no las encuentra cada día,
ni tan á mano, un solterón medio aburrido y desalentado como tú, y que
sólo vive, como perro achacoso, de lo que le cae en la boca!»
No es fácil calcular con exactitud si es Solita quien tal dice con los
ojos, ó si es Gedeón quien se lo imagina, _ex abundantia cordis_; pero
es indudable que éste lo lee así; y como es hombre que no desperdicia
las buenas ocasiones, sin que lleguen los principios de su comida ya ha
puesto sus voluptuosos fines en evidencia. Mas no es Solita juez que
sentencia en arduos litigios sin maduras reflexiones. Antes da muestras
de sutil ingenio y experta travesura; y resistencias hace, aunque sin
enojos, que ponen á Gedeón fuera de quicio.
De todas maneras, esta peripecia viene á interrumpir sabrosísimamente
la abrumadora monotonía de la vida de nuestro solterón, y á hacerle
llevadera la existencia en aquella posada que empezaba ya á parecerle
presidio. En adelante, verá llegar con alegría las horas de comer y
todas las de volver á su albergue...
Una advertencia, por lo que valga, y suponiendo que alguien que esto
lea piense que el encuentro de Gedeón con Solita no es rigorosamente
necesario: no he conocido un Gedeón tamaño, sin una Solita semejante.
El de mi cuento se encuentra con ella en una posada, después de haberla
conocido en su propia casa, como otros las vuelven á ver en medio de la
calle, ó en sitio peor, después de haberlas tratado sabe Dios en qué
parajes.
Mas no por esto que digo de la necesidad de las Solitas para
determinados _solitarios_, y de su mancomunidad de debilidades, se
hagan juicios temerarios sobre la fortaleza de la Solita en cuestión;
pues en Dios y en mi ánima aseguro, á más de lo que ya tengo dicho,
que va poniendo á Gedeón de muy mal temple el obstinado crecer de los
obstáculos.
Y cuidado que no pierde ripio el solicitante. Sus comidas se eternizan;
sus vueltas á casa no tienen número, y no le tienen tampoco las veces
que se le ocurre ponerse malo á las altas horas de la noche, para que
Solita le lleve el vaso de agua ó la taza de te.
Y tan obcecado está en menudear todo lo posible sus entrevistas con la
doncella fuerte; hasta tal punto le preocupa esta heróica tarea, que
no se fija en que doña Ambrosia está ya en autos, y anda por alcobas
y pasillos murmurando no sé qué letanías en que todo se canta menos
alabanzas á su huésped, cuando él está departiendo con la doncella.
La cual, sufre después, y no lo cuenta, los refunfuños y desabrimientos
de su ama, como en otro tiempo sufrió los de la señora Braulia por
idénticos, aunque no tan notorios motivos.
--¡Si piensan _algunos_ que mi casa es un cuartel, chasco se
llevan!--grita una noche la pupilera, al salir la joven de servir el
chocolate á Gedeón, y mientras éste se desnuda para acostarse. (Gedeón
toma chocolate todas las noches desde que Solita vino á la casa; y
rescoldo tomara, para hacer una comida más, si ella se lo sirviera.)
Y cátate que apenas ha dicho esas palabras doña Ambrosia, cuando
se oyen en la sala el arrastrar de un sable, el charrasqueo de las
espuelas y los taconazos correspondientes; mas cuando Gedeón piensa
que á este rumor bélico aludía la enojada patrona, advierte que se
equivoca, pues que la oye decir en seguida, con acento meloso, y á la
parte de allá de las vidrieras del gabinete:
--En esta habitación estará usted como en la suya propia; precisamente
la tengo destinada para estos lances... porque mi casa no es,
propiamente hablando, casa de huéspedes. Á Dios gracias, no los
necesito para vivir. Los tomo, como quien dice, para tener familia, y
cuando me los recomiendan personas de suponer y de carácter como la que
á usted le envía.
La misma ó parecida relación que le hizo á él.
--Pues mire usted, patrona--contesta en la sala una voz sonora y
retumbante,--la persona que aquí me manda tendrá todo el carácter y
todo el suponer que usted quiera; pero decente no es el alma de perro
que debía alojarme en su casa y me echa á una mala posada.
--En cuanto á eso, caballero militar--replica doña Ambrosia
notoriamente sulfurada,--entienda usted que esta casa ni es posada
ni es mala; y por lo que hace á quien le envía á usted á ella, no
necesita aprender de nadie á ser decente, ni tampoco tiene obligación
de hospedarle á usted á su lado.
--¡Ni yo de aguantar con paciencia que á estas horas se me vaya _á la
empinada_ la hija de su madre!
--¡Caballero!
--Lo dicho; y, por último, yo no le he buscado á usted la lengua.
--Ni yo le he faltado á usted...
--Á ver si hay en este palacio, si le parece poco posada, quien me
dé de cenar. Eso es lo que pido, y para después, una cama. ¿Lo tiene
usted, señora? ¿Sí ó no?
--¡Eso es injuriarme!
--¿Lo tiene usted? ¿Sí ó no?
--¡Pues no he de tenerlo? ¿Con quién se le figura á usted que está
tratando?
--Pues venga cuanto antes, y no se meta usted en más honduras.
--¡Es que tiene usted unas cosas!...
--¡Yo tengo todo lo que necesito, señora!
--¡Y unas demasías!...
--En cuanto usted se largue de aquí, no me sobrará nada.
Dicho esto, se oye un pisar menudito y fuerte, y un zumbido sibilante,
como de mujer que se marcha renegando; y, acto continuo, vuelve á oirse
la voz del hombre de la sala, que grita:
--¡Ruiz!... ¡Ruiz!
--¡Presente, mi capitán!--responde desde el pasadizo otra voz de
hombre, cuyos pasos, acompañados también de ruido de espuelas y de
sable, indican que acude al llamamiento.
--¿Y el maletín? ¿Y el galápago? ¿Y las bridas?
--Ahí quedan, mi capitán.
--Traételos.
Un instante después, vuelve á decir el llamado Ruiz:
--Aquí está el maletín.
--¿Y lo demás?
--¿Lo demás, mi capitán?...
--¡Lo demás, sí!
--Pues lo demás, con permiso... digo que se quedará aquí afuera...
--¡Gaznápiro! ¿Te lo he mandado sacar de la cuadra para que lo dejes en
la cocina?
--No, señor; pero ¿dónde lo pongo si no?
--Ahí, en el _arzón trasero_ de la cama. Ya sabes que yo nunca duermo
lejos de las monturas.
--Pero hay casos, mi capitán... digo, con permiso... ¡Como están los
_bastos_ tan sudaos... y es tan blanco ese bullarengue que cae por
encima!...
--¿Á que te rompo la grupa de un puntapié?...
--Es que, mi capitán, como he conocío el genio de la patrona por lo que
rezaba cuando salío de aquí... Vamos, temí que... Y por eso advertí á
mi capitán...
--Pues precisamente estoy yo deseando dar unas vueltas de picadero á
esa jaca bravía... ¡Conque figúrate tú!
--Siempre á la orden, mi capitán.
Y por el ruido que sigue á esta despedida, conoce Gedeón que la montura
del cuadrúpedo del capitán pasa, conducida por Ruiz, á colocarse en
la cama _de respeto_ de la _sala de recreo_ de los huéspedes de doña
Ambrosia.
Jamás se vió una embustera desmentida más pronto ni más al caso.
Gedeón (que nunca puso en duda que su pupilera admitía cuanto se le
presentaba) no sabe si sentir ó celebrar el lance. Lo siente por el
riesgo que corren, y pueden correr en adelante, su comodidad y su
reposo; pero se alegra por lo que tiene de respuesta á la indirecta
_cuartelera_ que le echó la rígida doña Ambrosia, si es que á él iba
enderezada, como lo va sospechando.
Entre tanto, el capitán no cesa de llamar á Ruiz, ni Ruiz cesa de pasar
y repasar el pasadizo; hasta que, acostado el primero y marchándose el
segundo á _zagalear_ las bestias y á dormir á su lado, reina el sosiego
en la casa y ronca Gedeón.
[Ilustración]


[Ilustración]
VII
VARIAS CATÁSTROFES

Tres días con tres noches duran las marimorenas que arman el capitán y
su asistente.
¡Ruiz! por acá; ¡Ruiz! por allá; ¡mi capitán! por allí; ¡mi capitán!
por el otro lado; que la cebada, que el maletín, que los alcances, que
el caballo, que ¡vete!, que ¡estate!, que ¡bruto!, que ¡por vida!, que
la patrona, que el libramiento, que las raciones, que la herradura...
Y todo esto á gritos, al medio día, á media noche, al amanecer, y
comiendo y almorzando.
Gedeón no sosiega; y, además, todo le huele á cuadra y le sabe á rancho
y le suena á cuartel.
Doña Ambrosia está en ascuas, tiene calambres, riñe con el capitán y se
disculpa con Gedeón.
--Ya usted ve, no es culpa mía. ¡Cómo podía yo pensar!... Para
algunas gentes todo es lo mismo... No tienen educación, carecen de
principios... ¡Pero yo haré!... ¡Yo le aseguro!... Usted dispensará...
Á cualquiera le sucede... Como una juzga á los demás por sus propios
sentimientos...
Y no dura la brega más que tres días, porque doña Ambrosia, con la
disculpa de que tiene comprometida la habitación, despide al capitán
cuando vence su boleta; disculpa que éste no admite como de buena ley,
por lo cual, antes de marcharse, pone á la pupilera como trapo de
fregar, y á la casa, que no hay por dónde mirarla.
Aquella noche descansa Gedeón y hasta reanuda sus casi interrumpidos
coloquios con Solita; pero con esto vuelven á arder las apagadas
iras de doña Ambrosia, y á estallar sobre su doncella, y á oirse sus
letanías acostumbradas cada vez que pasa por delante de la puerta falsa
del gabinete.
En esto, toman posesión de la sala dos nuevos huéspedes. Son dos
cómicos, que vienen á casa á la una de la mañana, y se acuestan á las
dos, y se levantan á las once, y comen á deshora, y estudian á voces
sus papeles, y cantan á grito pelado coplas indecentes, y se pasean en
calzoncillos por toda la casa desde que salen de la cama hasta que se
van al ensayo, y dicen chicoleos desde el balcón á todas las mujeres
que se asoman á los de enfrente, y tiran bolitas de pan y huesos de
aceituna á los hombres que pasan por la calle.
De vez en cuando los visitan otros camaradas del oficio, y entonces se
hunde la tierra.
Gedeón, condenado desde mucho tiempo hace á ir de mal en peor en esto
de _establecerse á su gusto_, suspira por el capitán, que le parece un
ángel de Dios, comparado con aquellos demonios del estrépito.
Un día convidan éstos á comer á media docena de sus amigos; y como
la comida es solemne, tiene lugar en la sala. Antes que lleguen los
postres, Gedeón se ahoga de ira y de ruido, y tiene que largarse á la
calle para buscar un poco de aire menos corrompido, y una algarabía más
tolerable.
Dos horas le dura la _arrancada_, como dicen los marinos, ó la
_velocidad inicial_, según la culta jerga científica; dos horas que
invierte Gedeón en meterse, como los huracanes, por todas las rendijas
que halla á su paso en la ciudad. Cuando se ve rendido y desfogado,
vuélvese á casa, en la creencia de que, si no la policía, el cansancio
habrá puesto en orden y en silencio á los cómicos de la sala.
Pocos pasos antes de llegar al portal, observa que sale de él Solita,
con un lío de ropa debajo del brazo. Este detalle le parece grave.
En efecto, Solita se echa á llorar en cuanto se encara con Gedeón.
--¡Ay, señorito!--le dice entre sollozos,--¡qué mala estrella es usted
para mí!
--Pues ¿qué sucede, hija mía?--pregúntala Gedeón hecho unas mieles.
--Que por usted salgo de esta casa, como por usted salí de la otra.
--¡Por mí, alma de Dios!
--Sí, señor, por usted.
--¿Pero qué la he hecho yo á usted? vamos á ver.
--Ya usted me comprende.
--Pues no comprendo una palabra.
--¿Qué me había hecho usted cuando la señora Braulia me difamaba?
--Absolutamente nada, Solita; absolutamente nada... y bien á mi pesar,
créalo usted.
--Gracias por la intención... Pues eso mismo me ha hecho usted ahora;
y, sin embargo, la señora me ha dicho... bastante más que la otra.
--¿De mí?
--Y de mí: de los dos.
--¡Ah, grosera, incivil y menguada!
--¡También usted!
--Me refiero á la pupilera, hija mía. ¡Yo denostar á quien es la
cultura, la suavidad y la...!
--Mil gracias, señorito... Pues verá usted. Desde que entré en su casa,
venía martirizándome con palabras de muy mal sentido, cada vez que yo
salía del gabinete, de servirle á usted.
--¡Y no me ha dicho usted nada!
--¿Para qué?
--Para que yo estrangulara á esa tarasca.
--Pero hoy y como no quise servir á los de la sala, porque al ponerles
la mesa me dijeron muchas groserías, tomó pie de aquí en cuanto usted
se fué á la calle; y sobre si no me gustaba servir á otro huésped que
al del gabinete, y si usted y yo nos entendíamos, y sobre si esto era
inmoral y escandaloso, y sobre no sé qué perrerías más por el estilo,
díjome tales cosas, que me obligaron á cantarla cuatro verdades al oído
y á despedirme en seguida.
--¡Bien, Solita! ¡Eso es tener dignidad y carácter! Lo que siento yo
es no haber estado cerca para remachar el clavo encima de su cabeza...
Pero vamos á ver: ¿adónde va usted ahora?
Aquí Solita baja los ojos, recoge una punta de su delantal con la mano
libre, y responde con voz lenta y no muy firme:
--Por de pronto... á casa de una amiga.
--¿Y después?
--Después... adonde me quieran.
--Entonces, no se mueva usted de aquí.
--Ya sabe usted en qué sentido hablo.
--También usted en el que yo la replico.
--La necesidad me obliga á servir.
--Porque usted quiere.
--¡Qué bromas gasta usted!
--No en este momento.
--Me parece que más claras...
--Si quisiera usted tomar en serio lo que yo le dijera...
--¿Más aún de lo que me tiene ya dicho?
--¡Muchísimo más!
--¡Pues tendrá que oir!
--¡Cosa buena, Solita!
--Como de usted.
--Ya se ve que sí.
--Pues si usted lo asegura...
--Ha de saber usted, Solita, que tengo un plan.
--¿Ahora, de repente?
--Hace días.
--¿Y qué?
--Que si quisiera usted conocerle...
--Si me interesa en algo...
--De punta á cabo.
--Pues usted dirá.
--Es algo extenso... ¿Va usted muy lejos?
--Bastante.
--En ese caso, andando hablaremos.
--Como usted guste.
--Pues vamos andando.
Y á andar echan los dos, calle adelante, paso á paso, medio á obscuras
cuando pasan cerca de un farol, y á obscuras por completo cuando de él
se alejan, juntos, juntitos, y muy encorvado el uno sobre la otra, como
la _f_ sobre la _i_.
* * * * *
Una hora más tarde vuelve Gedeón á su posada, de la cual falta ya el
único atractivo que para él tenía. ¡Considérese con qué ojos mirará
ahora aquella guarida en que la necesidad le metió!
Cuando entra en su gabinete, reina el silencio en la sala, aunque algún
débil rayo de luz y tal cual carraspeo le indican muy pronto que hay
gente en ella. La curiosidad le mueve á separar un poco una cortinilla
de las vidrieras y á mirar lo que hay al otro lado. Alrededor de la
mesa en que han comido, ve á los dos huéspedes y á sus amigos, con
las cabezas en grupo y los cuerpos descoyuntados sobre las sillas. La
luz está en medio de todos, y debajo de ella algo que Gedeón no puede
ver; pero muy pronto llegan á su oído varias palabras, como _juego_,
_cargo_, _me retiro_, _entrés_, etc., etc.
--Vamos--piensa Gedeón,--lo que faltaba.
Mas apenas lo ha pensado, cuando el grupo se deshace y se arma en la
sala un vocerío tremendo; y sobre si _muerto_ ó si vivo; sobre si _el
salto_ ó si el quiebro, en un instante suenan diez bofetones, tres
botellazos y cincuenta blasfemias.
Acude doña Ambrosia, llega Malambruno y viene el ingeniero en
calzoncillos ¡que ya tiene que ver!; y mientras encarnizan más el
combate queriendo apaciguarle, Gedeón recoge sus dispersos vestidos,
empaqueta sus cachivaches, y sale después en busca de dos mozos de
cordel.
Cuando vuelve con ellos, déjalos á la puerta de la escalera; y notando
que la tormenta ya no ruge, llama á doña Ambrosia.
--¡Señora!--le dice.--¡Ésta es la casa de _Tócame-Roque_!
--¡Más honrada y más decente que la que merece el muy
descortés!--respóndele la pupilera, trémula de ira y con los ojos
inyectados de sangre.
--¡Esto es un burdel!--añade Gedeón, mirándola con una seriedad y una
firmeza que la desesperan más.
--¡Eso hubiera usted hecho de ella, á no ser yo quien soy, y á no
velar, como velo, por la buena moral!
--Que lo digan los de la sala.
--¡Yo no puedo preverlo todo!
--Pero debía usted no engañar á nadie, como me ha engañado á mí.
--¡Cómo!...
--Negándome que aquí se admite al primero que llega.
--¡Y lo niego todavía! ¡Y sostengo que ésta no es casa de huéspedes!
--En eso no miente usted, porque es cosa algo peor.
--¡Caballero!
--Porque lo soy me marcho... Ahí va lo que debo, y en paz.
--Cuando usted guste.
--Ahora mismo.
--Naturalmente. Como se largó _ella_...
--¡Señora!...
--Bernabé y la ciega... No podía ser otra cosa... Estaban ustedes de
acuerdo.
Aquí Gedeón, temiendo dar un escándalo semejante al que acaba de
presenciar, entre echar el telón abajo como dirían los de la sala, ó
por el balcón á la pupilera, opta por lo primero, como lo más prudente,
y manda entrar á las dos acémilas para que carguen con su equipaje.
[Ilustración]


[Ilustración]
VIII
DE MAL EN PEOR

¿Adónde vamos con esto?--le preguntan.
--Á la fonda.
--¿Á cuál de ellas?
--Á la más cara,--responde Gedeón, decidido á ahogar sus desventuras en
dinero.
Y anda, anda, llegan los tres á un ancho portal muy charolado y
resplandeciente; y sube, sube, por una escalera muy lustrosa,
detiénense en un vestíbulo medio lujoso, medio limpio y medio obstruído
por baúles amontonados y camareros sin educación.
--¿Adónde vamos?--pregunta á éstos la acémila delantera.
--Adentro se lo dirán á ustedes,--responde el menos soez de los
preguntados.
Y los tres penetran en un largo corredor; y hallan á un hombre gordo
que, al verlos, empuña la manezuela de una de las puertas de la
ringlera, y les dice:
--Aquí.
Mas apenas ha metido Gedeón las narices dentro, dan sus ojos con un
hombre en calzoncillos, esparrancado, en chancletas, y como haciendo
equilibrios delante de un espejillo colgado en la pared, y detrás de
una bujía colocada entre uno y otro.
--Perdón,--exclama el hombre gordo, mientras el de adentro se vuelve á
mirarle, navaja de afeitar en mano, y con media cara rapada y la otra
media cubierta de jabón.
Treinta pasos más adelante, vuelve á decir el que guía, abriendo otra
puerta:
--Aquí es.
Y cuando los que van detrás se disponen á seguirle, una mujer en
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