El buey suelto... Cuadros edificantes de la vida de un solterón - 08

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que es para él, ó fingiendo que lo cree, da un salto increíble; y
después de atrapar en el aire la rosquilla, cae sobre la mesa, metiendo
las patas en una dulcera, cuando no el rabo y algo más en el plato del
intruso, ó en el de su amo. En estos casos, no siempre que Merto quiere
castigar el atrevimiento de Adonis tirándole con un panecillo ó con el
tenedor, lo consigue sin que Gedeón reciba el proyectil de rebote en
el estómago, ó en las narices; lances que (¡vean ustedes lo que son
algunos _ogros_!) hacen desternillarse de risa al solterón.
Es lo más curioso que éste cree todavía que Merto es un chiquillo
antipático é insoportable, por feo, por díscolo y por mal educado; y
no bien oye un porrazo hacia la cocina, ya sale despavorido á preguntar
_quién_ se cayó, recordando _casualmente_, en aquel instante, que el
hijo de su criada es travieso y aficionado á encaramarse en sillas y
vasares.
Un día toma Merto una indigestión de bizcochos y agua de limón, y se
pone á morir; y _casualmente_ en ese día no tiene Gedeón ganas de
salir de casa; y por no aburrirse en ella, entra doscientas veces
en el cuarto del enfermo; y porque no diga su madre que se le ha
desatendido la asistencia, obliga al médico á hacer diez visitas más de
las precisas; y ¡cosa más rara aún! en el momento en que el chico sale
del peligro, se encuentra él más animado y hasta con ganas de salir á
la calle; y ¡coincidencia todavía más extraña! hasta se le ocurre, al
pararse, _por casualidad_, delante de una tienda de juguetes, comprar
para el convaleciente un tren de artillería, por lo mismo que nunca le
ha regalado cosa que valga media peseta.
Otra vez rompe Merto una chuchería de las varias que tiene Gedeón sobre
la mesa; y al volver éste de la calle y coger al rapaz con el delito
entre las manos, reniega de él y hasta de la hora en que le permitió
entrar en su casa. Óyelo su madre, y parte furiosa á castigar á su
hijo. Mas apenas le ha sacudido el primer soplamocos, ya está Gedeón
amparando al delincuente.
--¿Á qué vienen esas violencias?--dice con mal gesto á Regla, mientras
coloca á Merto detrás de él.
--Á enseñarle lo que no sabe; á quitarle los condenados resabios que
trajo de la otra casa. ¡Te he de desollar vivo, tunante!
--Pues no lo conseguirá usted dándole golpes. Bueno que se le reprenda
y se le amoneste; pero...
--Como si predicara usted en desierto...
--Si los niños tuvieran la reflexión de los hombres...
--¡El loco con la pena es cuerdo!
--Pues por hoy se acabó el castigo, porque yo, que soy el agraviado,
perdono el agravio por esta vez... Por esta vez no más... ¿lo oyes,
Merto?
Pero Merto, con gran sorpresa de Gedeón que le creía llorando
arrepentido, está haciendo gestos provocativos á Adonis, que, á su vez,
le enseña los dientes; después alumbra un pisotón al ratonero, y se
oyen á un tiempo un aullido terrible y un terno feroz, mientras Adonis
enrosca el rabo dolorido y Merto se lleva ambas manos á una pantorrilla.
--¡Ve usted lo que es interceder por el demonio?--exclama Regla,
buscando iracunda á su hijo entre los faldones de la levita de su amo
y las patas de la mesa.
--Déjele usted, que el pisotón ha sido casual...
--¿Y también lo _otro_?--grita Regla.--¿Eso te han enseñado en esa
casa, groserote? No aprenderás los consejos que yo te doy, tan bien
como esas indecencias, ¡Satanás!
Y atrapando al fin á su hijo, arrástrale hasta la cocina,
administrándole por el camino media docena de sopapos.
--No estoy yo por el sistema de los cachetes para educar á los
chicos,--murmura Gedeón en tanto, como si en su vida se hubiera ocupado
muchas veces en cuestión tan transcendental.
Y para comprobar la teoría, arrima dos castañetazos al pobre perro,
por la parte que ha tenido en la media docena de ellos de que Merto va
rascándose.
Al verse tratado así, no el dolor, el asombro parece pintarse en la
hirsuta faz del ratonero. ¿Qué castañetazos son aquéllos? ¿Desde cuándo
y por qué su amo se permite hacerle tales ultrajes? ¿Es por el mordisco
que él dió á Merto en la pantorrilla? Pues Merto le pisó á él primero
el rabo, después de haberle provocado con gestos y ademanes injuriosos.
¿Es que le han dolido á su amo los cachetes de su criada, más que
á Merto que los recibió, y busca un inicuo desahogo en el inocente
Adonis? Esto es lo más triste para él, porque es lo más verosímil.
Todas estas consideraciones, ó algo por el estilo, se leen en la cara
del compungido Adonis; y esto que se le ocurre á un miserable ratonero,
no se le alcanza á Gedeón, que todavía insiste en que le es antipático
Merto por feo, por sucio, por díscolo y por hijo de su madre.
Pero ésta, que caza, por lo menos, tan largo como el perro, no ignora
que, á cierta edad, la naturaleza humana siente la necesidad de amar, y
que cuando no puede amar á sus propios frutos, porque no los ha dado,
ama á lo primero que le ponen por delante; y que no es otra la causa
de que ame Gedeón á su retoño, como antes de conocerle amaba al perro
ratonero.
Que esto iba á suceder, lo sabía ella antes de traer á Merto á su lado,
aunque no aseguraré que por eso, y no más que para eso, le trajera.
Pero ya que sus presunciones se han cumplido, nada se pierde con dejar
que rueden los acontecimientos, ni con trabajar para prepararlos del
mejor modo posible. Gedeón es rico; ya no ha de casarse, y no tiene
herederos forzosos: ¿qué mal hay, ni á quién se ofende, en que un
pobre le conquiste una parte de su corazón, y con ella un pedazo de su
caudal?
Digo todo esto porque no se tome á comedia la ira que le causan á Regla
los desafueros de su hijo, cuando más cerca le ve de conquistar el
corazón de su amo.
[Ilustración]


[Ilustración]
XVIII
LA GRAN BATALLA

Así las cosas, va rodando el tiempo.
Merto sigue haciendo barbaridades; su madre reprendiéndolas; Gedeón
disculpándolas, y Adonis, con un ojo al rapaz y con el otro á su amo,
temiendo las asechanzas de aquél y estudiando los grados que él va
perdiendo en el cariño de éste.
Adonis odia á Merto como se odia á un rival que es además un tirano.
Merto sólo discurre para inventar modos de atormentar á Adonis. Á ello
le inclinan su instinto de muchacho revoltoso, y el recuerdo de la
dentellada que le dejó cicatrices en la pantorrilla.
Pero Gedeón, cuando está en casa, no se separa del ratonero; y cuando
sale de ella, queda Regla que no pierde de vista un momento á la
alimaña.
Por lo demás, ya sabe él que hay en el cuarto de la ropa sucia una vara
de fresno, muy larga, que usa su madre para despolvorear los colchones.
Aquella vara es toda su ambición. Con aquella vara se le puede dar al
ratonero una mano de leña, como no la ha llevado en el mundo perro
alguno; y se le puede dar desde lejos, es decir, impunemente, ó, lo que
es lo mismo, sin el riesgo de que devuelva dentellada por varazo.
Saboreando tales propósitos, aguarda el rapaz, con una perseverancia
impropia de sus años, á que se le meta por los ojos una ocasión á su
gusto.
Y la ocasión, al fin, se le presenta.
Gedeón no volverá á casa en toda la tarde, y Regla ha salido á la calle
por largo rato, sin poder llevarse consigo á Merto, porque éste tiene
los zapatos á componer. Temiendo que durante su ausencia haga su hijo
alguna barbaridad, le ha amenazado con todos los castigos imaginables
si se mueve del sitio en que ella le deja, entretenido en pegar con
engrudo varios remiendos á una cometa. Merto ha prometido no menearse
de allí.
Pero al quedarse solo, la sangre le hierve, los brazos le bailan, sus
piernas brincan solas; y, para colmo de tentaciones, está enfrente de
él, y abierto, el cuarto de la vara, y la vara delante de sus ojos
cimbreándose sola, como diciéndole: «empúñame, y ¡á él!»
Además, hay en la casa muchísimos objetos que Merto no ha visto todavía
_por dentro_, y tiene que verlos alguna vez; y esa vez no puede ser
otra que aquélla, por lo mismo que, á la sazón, no hay nadie que le
impida desarmar lo que le acomode y meter los dedos donde más le
convenga.
Si sabe distribuir bien el tiempo, tiénele sobrado para hacer estas
investigaciones y dar á Adonis la tremenda paliza.
¡La paliza sobre todo!
En la sala hay un reló de sobremesa, cuya péndola figura un niño
columpiándose en una cuerda. Este columpio es la curiosidad que más
preocupa á Merto desde que le vió por primera vez. ¿Por qué se mueve
así? ¿Quién le da el empuje necesario? ¿Por qué se bambolea de atrás
á adelante, y no de un lado á otro, como todas las péndolas que él ha
visto?
Hay que aclarar este misterio á todo trance.
Y después de empuñar la vara y de cerciorarse de que no se oye ruido de
pasos en la escalera, y de ver, con mucho sigilo, que Adonis tiene para
rato con el sueño que está echando en su colchón del gabinete, acércase
al reló, dejando para después de la batalla, si el estado de las cosas
lo permite, el desarmar el barómetro y el filtro del comedor, la
maquinilla del café, un calendario mecánico, una caja de música y otras
maravillas que hay en el gabinete.
El temor de que su madre se vuelva á casa antes de lo que _debe_,
obliga á Merto á hacer sus pesquisiciones sin el reposo que él desea;
por lo cual le falta el tino que, en otro caso, tendría para manejarse
con desembarazo.
Por de pronto, hay que quitar el fanal al reló; y brega de aquí, brega
de allá para conseguirlo, hácele tres pedazos. Contrariedad es ésta que
le desconcierta y desanima; pero uno de los pedazos es muy grande, y
acaso pueda servir todavía: esto le consuela bastante y le devuelve el
ánimo para continuar la tarea.
Ya está descubierto el reló. En el espejo que refleja su parte
posterior, se ven cosas que se mueven, amarillas y relucientes como el
oro. Allí está el misterio. Invierte la posición del aparato. Hay otro
cristal delante de las ruedas... ¡Por vida de los inconvenientes! Pero
el cristal tiene un resorte. La casualidad guía el dedo de Merto hasta
el punto conveniente para que, apretando allí, el resorte cumpla su
cometido. El cristal se separa, de un brinco, por sí solo. ¡Oh delicia!
_allá dentro_ hay una como hebillita que se menea á un lado y á otro.
Es preciso ver qué resistencia opone á su mano... ¡Rich! Algo se ha
roto, y el columpio cae sobre la consola. El tictac, que antes se oía
lento y acompasado, ahora es un redoble continuo; las agujas vuelan
sobre la esfera, y el timbre parece que toca á rebato. Merto jurara que
hay en aquella máquina algún demonio oculto que quiere denunciar su
fechoría con tanto ruido y campaneo; y presa de esta idea, tapa aquí,
oprime allá y mete sus dedos y la punta de la vara donde quiera que sus
ojos ven movimiento y sus oídos perciben sones. Al cabo oye Merto un
chasquido metálico; luego un _rischssss_ interminable, como ruido de
puchero que _se va_ sobre las brasas; y después, nada: todo ruido calla
y todo movimiento cesa; parece que se ha muerto el reló, y que su mal
espíritu se ha hundido en el averno. Merto se tranquiliza por lo que
respecta al estrépito acusador que antes le asustaba; pero, en cambio,
siente delante de aquel aparato algo del miedo que infunden siempre los
cadáveres.
Con ánimo, sin duda, de borrar las huellas de su crimen, vuelve el
reló á su primera postura; arrima el columpio á la pared, á fin de que
se vea desde enfrente cual si estuviera colgado en su sitio, aunque
inmóvil; amontona los pedazos del fanal como su ingenio y su zozobra se
lo permiten; y después de echar al conjunto una mirada desde la puerta,
como supone él que podrán echarla su madre ó su amo cuando vuelvan, y
de tranquilizarse no poco con la prueba, empuña de nuevo la verdasca, y
se acerca de puntillas al gabinete.
Gedeón, hombre de poco gusto artístico, pero muy aficionado á rodearse
de cosas que le recreen la vista y le deleiten los sentidos, tiene su
cuarto atestado de esos objetos mal llamados de arte, que la industria
ha derramado por el mundo.
Así se ven allí, en brillantes colores sobre variedad de pastas, todas
las desnudeces más estimulantes de la mitología griega, en ménsulas
y rinconeras, sin que les falten, como salsa ó acompañamiento, los
estuches de carey, el barquito, ó _junco_ filipino, de especias
ensartadas; los caracoles de China y la tabaquera de coco. Sobre la
mesa de escribir hay un tintero de cristal esmerilado, que es una
maravilla, y una salvadera de porcelana, prodigio de transparencia y de
color; y presidiéndolo todo, como santo en botica vieja, el busto de
Balzac, de tamaño natural, encima de una elegante papelera y entre dos
candelabros de alabastro y metal dorado.
Cuando á este vedado recinto se acerca Merto, abre con mucho pulso la
puerta, y mira por la rendijilla resultante. Adonis sigue durmiendo.
Puede, impunemente, partirle de un varazo.
Entra y cierra la vidriera.
El ratonero no se mueve.
El tirano elige el sitio que más conviene á sus propósitos, y toma sus
medidas para que la vara, antes de caer zumbando sobre el perro, pueda
describir sin tropiezo el arco necesario.
La empuña por un extremo con las dos manos, después de escupírselas;
afírmase á su gusto sobre los pies; levanta los brazos hasta más atrás
del cogote, y... ¡zás!
Pero el ansia misma que tiene el granuja de deslomar al perro, le hace
perder el tino, y sólo le alcanza con la vara en la punta del rabo.
Al recibir el golpe, lanza Adonis un aullido de angustia, de furor y
de sorpresa juntamente, y da un salto nervioso é inconsciente que le
eleva dos codos sobre el lecho en que acaso soñaba con la perra de sus
pensamientos; después se encara con Merto, encorvado el lomo, la mirada
ardiente y rechinantes los colmillos.
Merto, que no contaba con errar el golpe, ni, por consiguiente, con
aquella actitud amenazante de su enemigo, desconciértase no poco, y
comienza á sacudir palos de ciego; es decir, veinte en la alfombra y
uno en Adonis.
Cuando éste parece convencido de que no puede meterse por debajo de la
vara y hacer presa en las pantorrillas de Merto, porque la vara no
cesa un punto de cimbrearse, acude al recurso de ocultarse debajo de
cada mueble; pero allí le punzan y acribillan, si afuera le vapuleaban;
y no sabe cuál es peor. Después salta sobre las sillas y sobre la cama;
y la vara siempre detrás, ó encima de él; pero la vara nunca pierde
viaje, pues cuando no alcanza á Adonis, tumba cuanto halla al paso en
rincones y paredes. Desde la cama, y no de un salto ni sin llevar más
de un varazo en el camino, huye el desventurado perro á refugiarse en
la mesa de escribir; pero allá va también la vara, con la cual parte
Merto la salvadera, creyendo partir á Adonis, que, á su vez, tumba el
tintero, que se despedaza en el suelo, y pringa la alfombra después de
haber pringado arriba libros y papeles.
Este estropicio aplaca un instante las iras del muchacho, y le hace
prorrumpir en una interjección brutal.
Adonis, aprovechando aquel respiro, quiere estudiar con algún sosiego
un plan de defensa; y desde la mesa en que se halla abroquelado con
un montón de libros, dirige en derredor miradas angustiosas, como
preguntándose: «¿En dónde mil demonios me guareceré cuando este
bárbaro me eche de aquí?» Pero no ha habido tiempo ni para pensar la
respuesta que se pide, cuando ya tiene encima otro varazo. Entonces,
desatentado, arrójase á la papelera, y se encarama en ella, delante
de Balzac, porque detrás no cabe, cual si buscara el sagrado del
arte y del ingenio por refugio. Pero aquel genízaro que le persigue,
no se para en sensiblerías semejantes; y viéndole tan perfectamente
destacado, le larga un verdascazo á la media vuelta, que no solamente
alcanza á Adonis á todo lo largo, sino que todavía le sobra otro tanto
para Balzac y para los candelabros, que vienen al suelo con el perro,
aquél desnucándose, y los candelabros haciéndose añicos.
El estrépito es horrible, y el desastre arranca al cerril muchacho, no
ya una interjección, sino una blasfemia.
Entonces parece fijarse por primera vez en las ruínas de que está
cubierto aquel campo de batalla; apodérase de pronto el susto de su
ánimo, y, soltando la vara, abre la puerta y huye á esconderse en su
cuarto; en el cual, después de larga meditación, no se le ocurre otra
salida para el conflicto en que se halla, que meterse en la cama,
hacerse el enfermo y echar la culpa de todo lo sucedido á Adonis, que,
entre tanto, se rasca las contusiones, se relame los hocicos y gime
tembloroso, como niño después de una azotina.
[Ilustración]


[Ilustración]
XIX
POST NÚBILA PHŒBUS

Qué le sucede á Regla cuando vuelve á casa, y después de hallar en la
cama á su hijo y de verle temblar en su presencia, y de deducir de sus
desatinadas respuestas parte de la catástrofe, llega á conocer el resto
por los cascos del gabinete, por la vara olvidada en él y hasta por los
quejidos de Adonis, puede el lector presumirlo; y también suponer, y no
errará en el supuesto, que después de comparar á Merto con todos y cada
uno de los demonios más conocidos y de llamar sobre su cabeza todas las
maldiciones imaginables, le contunde el cuerpo con la vara misma, que
nunca trabajó tanto como aquel día, y le acribilla á pellizcos, y le
jaspea la cara á bofetones, y le estira medio palmo las orejas, entre
varazo y denuesto.
Puede igualmente alcanzársele al propio lector, que Regla, tras
este desahogo feroz, echa á Merto de casa, antes de que á ella torne
su amo y la acuse, con el diablejo delante, de haber correspondido
indignamente á sus condescendencias; pero lo que no se le alcanzará si
yo no se lo digo, es que Regla, al proceder así, ha calculado que se
anticipa á cumplir los propósitos que le manifestaría Gedeón, si al
conocer la catástrofe estuviera aún á su lado el autor de ella; que
su amo ha de agradecerle este rasgo de previsión; que el olvido del
pecado será tanto más pronto cuanto más lejos se halle del ofendido
el pecador, y que hasta puede llegar el día en que el mismo Gedeón
solicite la vuelta del hijo revoltoso al lado de su madre.
Merto, pues, sin tiempo para secarse las lágrimas ni limpiarse los
mocos, vuelve á casa de los parientes con quienes antes vivió; y vuelve
á escape y á empellones de su madre, que no quiere encontrarse con su
amo en el camino, por las calles más extraviadas.
Regla deja á Merto entre sus parientes, hasta nueva orden, no sin
exigirles la promesa de que en los primeros quince días le han de
quitar el hambre á palos; y sin perder un solo instante en ociosas
amonestaciones á su hijo, vuela, más bien que corre, hacia su casa.
Pero su amo llega antes que ella.
Atónito se queda al entrar en su cuarto y contemplar los despedazados
cachivaches que apenas le dejan sitio donde poner la planta; y
más se sorprende todavía cuando, al llamar á Regla para que le dé
explicaciones sobre aquel desastre, no halla quien le responda, si no
es Adonis que gime y llora á su modo, y le abraza las piernas, y le
lame las manos, y hace como si quisiera enseñarle las cordilleras de
ronchas que le abruman el cuerpo debajo de las lanas.
--¡Merto!... ¿no es verdad?--exclama al fin Gedeón, entre iracundo y
triste, fijando su vista en la de Adonis.
Y Adonis, cual si comprendiera la pregunta, alza más la cabeza; muévela
arriba y abajo, ladrando al mismo compás, como si quisiera decir:
--Sí, señor; ¡ese bribonazo ha sido quien me dió la paliza y rompió
todo esto!
--¡Preciso es convenir--exclama Gedeón, dándose por enterado,--en que
no se habrían atrevido á tanto mis propios hijos, si yo los tuviera!
En esto entra Regla en el gabinete, desencajada y compungida. Refiere á
su amo lo que sabe del caso y lo que ha hecho con el causante, llorando
cuando debe llorar y lamentándose cuando debe y como debe lamentarse;
y como todo lo dice ella, y cuanto hay que hacer con el delincuente
está ya hecho, Gedeón sólo despliega los labios para implorar un poco
de misericordia para Merto, y reducir á su madre á que renuncie á sus
manifestados propósitos de marcharse de la casa, en castigo que ella
misma se impone, de su mala correspondencia á los favores recibidos de
un amo tan generoso y tan bueno.
Y con esto, y no sé si con algo más, pariente de ello, se da por
terminado un incidente (como dicen en los Parlamentos), que, en buena
lógica, debía tumbar de espaldas á un hombre como Gedeón, que se pone
malo solamente con acordarse de los desafueros y tropelías que cometen
en las casas los hijos de familia, cuando son de la edad de Merto.
Al otro día cuida mucho el complaciente amo de no apurar las fuerzas ni
el espíritu de su criada con órdenes excesivas ó con palabras secas.
¡Demasiado acongojada está la pobre mujer con lo que le ha sucedido!
¡Ella que es tan atenta! ¡Ella que es tan delicada!... ¡y tan comedida!
Y como, al cabo, es madre de Merto, y por malo que éste sea debe de
quererle mucho, también le pregunta por Merto.
Y como nada sabe Regla de él en los tres primeros días, al cuarto la
_ruega_ Gedeón que trate de saberlo, porque cabe en lo posible que el
chico haya _tomado sentimiento_ por lo que se le ha castigado, y llegue
á adquirir una enfermedad peligrosa. Después de todo, ¡qué diablo! por
malo que sea un chico, vale su vida... para su madre, se entiende,
bastante más que los cuatro monigotes destrozados en su gabinete.
Merto, entre tanto, se halla en casa de sus parientes tan sereno y
despreocupado como si jamás hubiera roto una cazuela; pero su madre se
guarda mucho de contárselo á su amo; antes le dice, por toda noticia de
su hijo, que sigue éste llorando el bien que ha perdido por su culpa, y
cumpliendo la pena merecida que ella le ha impuesto.
--Pues si está arrepentido--dice Gedeón á Regla, antes de la
semana,--perdonémosle, con mil santos, y que se vuelva otra vez acá.
¿Quién sabe si con lo que ha pasado y algo que yo le diga, poniéndome
serio, acabará de hacerse un modelo de chicos agradecidos y juiciosos?
Pero Regla sigue implacable.
--Nadie sabe como yo--responde, con todas las necesarias salvedades de
respeto,--lo que á ese chico le conviene.
Probablemente estará Regla en lo cierto.
Todas estas conversaciones tienen lugar durante la comida ó el
almuerzo de Gedeón, y, por consiguiente, á las barbas de Adonis. ¡Y
es de ver qué gestos hace el ratonero cada vez que el nombre del
aborrecido rival llega á sus orejas! ¡Y es de admirar cómo gime y se
abate cuando la cara de su dueño no se frunce ni amontona al hablar del
pícaro que á él le deslomó!
Cualquiera pensaría que Adonis va leyendo en la fisonomía de Gedeón sus
propósitos de perdonar al atrevido y sus deseos de volver á traerle á
su lado.
--¡La morcilla antes que eso!--debe de pensar el ratonero, si tal lee.
[Ilustración]


[Ilustración]
XX
UN INCIDENTE

La escena representa otra vez el gabinete de Gedeón.
Éste se halla repantigado en la butaca contigua á la mesa de escribir,
y atusa las greñas de Adonis; el cual parece dormirse, de gusto que le
da el suave manoseo de su amo.
Si es lícito meternos donde no hacemos falta, conste también que Gedeón
está pensando en la cada vez más obstinada insistencia de su criada en
no traer todavía á Merto á su lado.
Transcurre largo rato así.
Entra Regla con una carta en la mano; pónela en las de Gedeón; dícele
que la ha subido la portera, y se va.
Gedeón se fija en el sobre; frunce el entrecejo; apea de un revés á
Adonis, que exhala un débil gemido de sentimiento, como diría un
novelista _elegante_; abre la carta, y lee para sí lo siguiente, pero
con la más desastrosa ortografía, que yo no quiero copiar:
«Querido Gedeón: Como hace semana y media que no te veo, te
escribo para decirte que en cuanto recibas ésta, vengas á verme,
pues hay dos casos muy graves de que tengo que enterarte.
Tuya de corazón, más que nunca,
SOLITA.»
Graves deben de ser, en efecto, los casos á que la firmante se refiere,
cuando se atreve á molestarle con aquella misiva. Por largas que
hayan sido sus ausencias, jamás se ha permitido Solita quebrantar las
prevenciones que Gedeón la tiene hechas de no buscarle en su casa con
esquelas ni con avisos, y mucho menos con su persona.
Y entre lo de «¿qué será?» y lo de «¿qué no será?» vuelve á entrar
Regla diciendo á su amo que hay á la puerta un hombre que desea
hablarle.
Mas no bien lo ha dicho, ya está el hombre detrás de ella haciendo
reverencias á Gedeón.
Es el tal un andrajoso, en chancletas; con las barbas á medio crecer,
y las greñas, rudas y entrecanas, desgajándose de la cabeza, como si
quisieran enredarse con las barbas que, en demostración de que no huyen
del enemigo invasor, crecen rígidas cara arriba.
No es alto ni bajo, ni adusto ni risueño: tiene el cuerpo y la
fisonomía y hasta el olor que tienen siempre los vicios inveterados y
la falta absoluta de vergüenza.
En el momento de encararse con Gedeón guarda en un agujero, de los mil
de su chaleco, una punta de cigarro que retira de sus labios cárdenos,
mientras derriba de su cabeza con la otra mano algo como gorra ó cosa
que lo parece después de haber sido sombrero.
--¿Qué busca usted aquí?--le pregunta Gedeón en tono duro y ademán
airado.
--Entendí que esta señora al abrirme la puerta me mandaba pasar
adelante; y eso he hecho,--responde el hombre con voz cavernosa.
Siguen algunas réplicas y contrarréplicas entre los dos hombres, y
algunas disculpas y protestas de la mujer, de escasa importancia para
el lector y de mucha para mí si tuviera que escribirlas y comentarlas,
por lo cual las suprimo con su venia; retírase al fin Regla, y quédanse
frente á frente los otros dos personajes de esta escena.
--¡Conque es usted don Gedeón?--pregunta el haraposo.
--Lo soy, ¿y qué?--responde el preguntado, con voz y gesto de
repugnancia.
--¡Pues vengan esos cinco!--exclama el hombre de los andrajos. Y avanza
resuelto hacia Gedeón; y, que quieras que no, le coge una mano y se la
estruja y resoba entre las dos suyas; y arrima á su cara, contraída por
el asco, todo el bardal de su cabeza y todas las cavernas hediondas
ocultas por el bardal.
Gedeón consigue, á duras penas, librar su mano de aquella tenaza sucia;
y huye luego dos varas atrás con la butaca en que está sentado.
El hombre, al mismo tiempo, toma una silla, la arrima á la butaca y se
sienta también.
--Pues yo soy, para lo que usted guste mandarme, Judas Cerote,--dice
al sentarse. Y mientras aguarda la respuesta, escupe en la alfombra y
se limpia los hocicos con un pingajo que saca de otro pingajo de su
chaqueta.
--¡Como si fuera usted Pentapolín de los Garamantas!--grita Gedeón
hecho una lumbre y poniéndose de pie.--¿Qué es lo que viene usted
buscando aquí? ¡Pronto!
--¡Calma, amigo mío, calma!--replica el otro con mucha sorna,--que
no es oro todo lo que reluce, ni en mi corporalidad son remiendos
solamente lo que hay que ver. El asunto que me aproxima á esta
casa, no se manipula ni especifica echándome á mí á la calle sin
oirme... Hágame usted la cortesía de tomar asiento otra vez, con toda
franqueza... y permítame usted que amargure, digásmolo así, este primer
detrimento de las honradas hidalguías de mi corazón que aquí me traen.
Y el llamado Judas, al decir esto, hace como si se conmoviera.
--Mire usted, hombre--replica Gedeón dejándose caer en la butaca:--si
me promete usted concluir pronto lo que tiene que comunicarme, soy
capaz hasta de escucharle sentado.
--De usted dependerá que yo finiquite en dos minutos.
--Pues vaya usted cumpliendo su promesa.
--Con tal que no sea usted el que desee que se alargue la platicación.
--Fácil es eso.
--Pues ha de saber usted, don Gedeón, que yo soy un artista
verdaderamente desgraciado; porque desgracia es para mí haber venido á
luz en unos tiempos, digásmolo así, de menosprecio para el arte... ¡el
arte que yo cultivaba con el entusiasmo de los juveniles años!...
--Siga usted, pero sin comentarios.
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