Dulce Dueño - 10

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doctoras! Y lo terrible para mí, lo que me vence, es el misterio. ¡Mi
entendimiento no defiende á mi sensitividad; ignoro á dónde me lleva el
curso de mi sangre, que tampoco veo, y que, sin embargo, manda en mí!
Cierro los ojos y vuelvo á oir el balbuceo de José María, que halaga,
que sorbe golosamente mis párpados con su boca...
--¡Sangresita mía...!
¡Ah! ¡Es preciso que yo indague lo que es el amor, el amor, el amor! Y
que lo averigüe sin humillarme, sin enlodarme. ¿Pero cómo?
¿Adquiriendo ciertas obras? Entre lo impreso y la realidad hay pared.
¿Disfrazándome á lo Maupín...? No, porque yo no busco aventura, sino
desengaño. Quiero viajar, y antes, como se traga una medicina, tragar el
remedio contra las sorpresas de la imaginación.
Asociando la idea de la lección que deseo á la de una droga saludable,
me acude la memoria de una lectura, la del _Médico de su honra_. La
intervención del Doctor en un asunto de honor y celos; la ciencia médica
como solución de los conflictos morales, me había sorprendido. No podía
ser un verdugo cualquiera el que «sangrase» á doña Mencía de Acuña, sino
Ludovico, el médico. Y evocaba también á los personajes y reyes que del
médico se sirvieron en críticos trances, para las eficaces mixturas
deslizadas en un plato ó en una copa... El médico, actor en el drama
físico, como el confesor en el moral...
El médico... ¿Pero cuál? Doña Catalina había tenido varios: algunos,
eminentes; otros, practicones. Ninguno de ellos, sin embargo, me pareció
á propósito para recurrir á su ciencia. ¡Ciencia! Me reí á solas. ¡Si
eso lo sabe el mozo del café de enfrente, el tabernero de la esquina!
¡Vaya una ciencia, la de la manzana paradisiaca!...
Supuse, no sé por qué, que la explicación me sería más fácil con un
doctor desconocido del todo. Decidí fiar á la casualidad la elección del
que había de batirme las cataratas. Y una tarde salí al azar, recordando
unas señas, un anuncio, leído la víspera en un diario. No eran señas de
especialista--¡oh, qué anticipada repugnancia!--sino de quien solicita
clientela; probablemente, un joven... En tranvía, luego á pie, hago la
caminata. Calle retirada, casa mesocrática, portera de roja toquilla. He
aquí el templo de los misterios eleusiacos...
Trepo al tercero, con honores de segundo, en que vive tanta gente de
medio pelo. Una cartela de metal--Doctor Barnuevo, de tres á
cinco...--La suerte me protege; no hay nadie en la consulta. Es probable
que esta suerte frecuente la antesala del doctor Barnuevo...
Una criada moza, lugareña, me hace entrar; el médico me mira
impresionado por mi aspecto de mujer elegante, vestida en París, que
lleva un hilo de perlas medio escondido bajo la gola de la blusa. Todo
esto, quizás no lo analiza el doctor al pronto, pero lo nota en
conjunto; y, respetuoso, me adelanta una silla.
El doctor es todavía joven, efectivamente, pero calvo, precozmente
decaído, de sonrisa forzada, de ojos entristecidos, de barba obscura, en
que ya hay sal y pimienta. Se le nota la juventud en los blancos
dientes, en la voz, en todo--á pesar del desgaste y de la fatiga tan
visibles.--Inicia un interrogatorio.
--No, si no padezco de nada... Vengo á pedirle á usted un servicio...
extraño. Muy grande.
Una zozobra, un recelo repentino, hacen que se enrojezca un poco la tez
de marchita seda del doctor. Sonrío y le tranquilizo.
--Señora...
--Señorita...
--Bien, pues señorita...
--No se trata sino de que usted me explique algo que no entiendo...
Y me explayo, y manifiesto mi pretensión y la razono y la apoyo y
argumento: es probable que me case pronto, es casi seguro...
--¿Quién se puede comprometer á lo que desconoce? ¿No lo cree usted así,
doctor? Y de estas cosas no se habla tranquilamente con un novio... ¿A
que soy la primera mujer que dirige á un médico tal pregunta?
En la sorpresa de Barnuevo creo percibir una especie de admiración.
Insisto, intrépida, redoblando sinceridades. Refiero lo de Granada sin
muchas veladuras. Y, según crece mi franqueza, en el espíritu del médico
se derrumban defensas. Voy apoderándome de él.
--No sé si lo que usted me pide es bueno ó malo... De fijo es
singular...
--Arduo, ¿por qué? Malo, ¿por qué? ¿Es usted un esclavo del concepto de
lo malo y lo bueno? Nosotros, á nosotros mismos, nos cortamos el pan del
bien; nosotros nos dosificamos el tósigo del mal.
--Seguramente es usted una señora...
--¡Señorita!
--¡Ah, claro! ¡Naturalmente!--sonrió.--Una señorita excepcional. Por eso
me prestaré á lo que usted quiera. ¿Hasta qué límite han de llegar mis
lecciones?
--Hasta donde empieza mi decoro... el mío, entiéndame usted bien, el mío
propio, no el ajeno. Y mi decoro no consiste en no saber cómo faltan al
decoro los demás. El límite de mi decoro no está puesto donde el de
otras; pero, en cambio, es fijo é inconmovible; creo que usted, doctor,
entiende á media palabra.
Abozalada así la fatuidad inmortal del varón, avancé con más
desembarazo.
--Alguna observación personal, Sr. Barnuevo, ha sustituído ya en mí á la
experiencia... que acaso no tendré nunca.
--Debo advertirle á usted que la experiencia en la plena acepción de la
frase, es algo quizás insustituíble... al menos en este terreno que
pisamos. Todas mis... enseñanzas, no romperán cierto velo...
--Puede que sea así; pero ya, al través de ese velo, la verdad
resplandece. ¡Si casi diría que ha resplandecido, aun antes de oir sus
doctas explicaciones de usted! Permítame, doctor, que le entere de lo
que he percibido yo, profana... Pues he notado que el sentimiento más
fijo y constante que acompaña á las manifestaciones amorosas es _la
vergüenza_. ¿Me equivoco?
--No le falta á usted razón... ¡Es una idea!...
--¿Y no encuentra usted que esa vergüenza tan persistente, tan penosa,
tan humillante, es como una sucia mosca que se cae en el néctar de la
poesía amatoria y lo inficiona, y lo hace, para una persona delicada,
imposible de tragar?
--Señor... ita, ¡hay quien no conoce ni de nombre la vergüenza!--arguyó
festivo.
--¡Ay, Doctor, voy á contradecirle! Perdone; en cuanto me explique,
usted va á estar conforme, porque es más observador que yo, pobrecilla
de mí... Excepto algún caso que será ya morboso, esta dolorosa vergüenza
no se suprime ni en medio de la abyección. Se ocultará bajo apariencias,
pero existe, y á veces ¡se revela tan espontánea!
--¡Pues lo confieso!--asistió.--¡Hay cinismos, en ciertas profesiones,
que no son sino vergüenza vuelta del revés!
--¿Y eso, no significa...? Doctor, ¿se avergüenza nadie de lo hermoso?
--La función, señorita, no será hermosa; pero es necesaria. Por
necesaria, la naturaleza la ha revestido de atractivo, la ha rodeado de
nieblas encantadoras. La especie exige...
--Yo no quiero nada con la especie... Soy el individuo. La especie es el
rebaño; el individuo es el solitario, el que vive aparte y en la cima.
Y, á la verdad, me previene en contra esa vergüenza acre, triste, esa
vergüenza peculiar, constante y aguda. Por algo pesa sobre ello la
reprobación religiosa; por algo la sociedad lo cubre con tantos paños y
emplea para referirse á ello tantos eufemismos... No se coge con
tenacillas lo que no mancha.
--Tal vez hipocresía... Usted, señorita, antes de entrar en los
infiernos adonde voy á guiarla, ¡acuérdese del Paraíso! ¡De la
maternidad! ¡La sagrada maternidad!
Una ironía cruel me arrancó una frase, cuyo alcance el Doctor no pudo
medir.
--¡También yo he tenido madre... madre muy tierna!
El médico, de una ojeada, me escrutó.
--¿Está usted de prisa?
--Nadie me aguarda...
Tocó un timbre, y la criada lugareña se presentó, clavándome unos
ojuelos zainos, de desconfianza.
--Cipriana, no estoy en casa. Venga quien venga, que no entre.
Se acerca á sus estantes, hace sitio en la mesa, trae un rimero de
libros gruesos, en medio folio. Empieza á volver hojas. Los grabados,
sin arte, sencillos en su impudor, atraen y repelen á la vez la mirada.
La explicación, sin bordados, escueta, grave, es el complemento, la
clave de las figuras. Bascas y salivación me revelan el sufrimiento
íntimo; el médico, á la altura de las circunstancias, sin malicia, sin
falsos reparos, enseña, señala, insiste, cuando lee en mis turbias
pupilas que no he comprendido.
A veces, la repulsión me hace palidecer tanto, que interrumpe, me da un
respiro y me abanica con un número de periódico...
¡Qué vacunación de horror! Lo que más me sorprende es la monotonía de
todo. ¡Qué líneas tan graciosas y variadas ofrece un catálogo de
plantas, conchas ó cristalizaciones! Aquí, la idea de la armonía del
plan divino, las elegancias naturales, en que el arte se inspira,
desaparecen. Las formas son grotescas, viles, zamborotudas. Diríase que
proclaman la ignominia de las necesidades... ¿Necesidades? Miserias...
--Siento náuseas--suspiro al fin. ¿Á dónde cae esta ventana, doctor?
--A un patio interior... No soy rico... Mi sueño sería tener un jardín
del tamaño de un pañuelo... Espere usted, abriremos la puerta...
De mi saco de malla entretejida con diamantitos, extraigo el frasco de
oro y cristal de las sales. Respiro.
--Adelante... El mal camino, andarlo pronto...
--Creo, señorita, que está usted haciendo una locura. Tengo escrúpulos.
--Adelante he dicho... No va usted á dejarme á la mitad de la cuesta.
Y me acerco al libro, rozando el brazo de este hombre que no es viejo,
ni antipático, y con el cual me siento tan segura, como pudiera estarlo
en compañía del sepulturero.
El vuelve á echar paletadas de tierra más fétida. Agotadas las láminas
corrientes, vienen otras, y tengo que reprimir un grito... También son
de colores... ¡Qué coloridos! ¡Qué bermellones, qué sienas, qué lacas
verduscas, qué asfaltos mortuorios! ¡Qué flora de putrefacción! ¡Y el
relieve! ¡Qué escultor de monstruosidades jugó con sus palillos á
relevar la carne humana en asquerosos montículos, á recortarla en
dentelladuras horrendas!
--Esto está mal--insiste Barnuevo, cerrando un album de espantos. ¡Me
estoy arrepintiendo, señorita!
--¡Doctor, lo que usted siente, y yo también, no es sino la consabida
vergüenza! ¡Vergüenza, y nada más! Nos avergonzamos de pertenecer á la
especie. ¡A beber el cáliz de una vez! ¿Falta algo, doctor...? No omita
usted nada. ¿Las anormalidades?
--¿También eso?
--También.
--¡Qué brutalidad... la mía!
--La mía, si usted quiere. Pronto, por Dios, Sr. de Barnuevo.
Y se descubre el doble fondo de la inmundicia, en que la corrupción
originaria de la especie llega á las fronteras de la locura; las
anomalías de museo secreto, las teratologías primitivas, hoy
reflorecientes en la podredumbre y el moho de las civilizaciones viejas;
los delirios infandos, las iniquidades malditas en todas las lenguas,
las rituales infamias de los cultos demoniacos...
Por mis mejillas ruedan lágrimas, que me salvan de un ataque nervioso.
El Doctor, conmovido, interroga:
--¿Basta?
--Basta. Deme usted la mano, con...
El encuentra la frase delicada y justa.
--Con el sentimiento más fraternal.
--¡Y quién podrá jamás cultivar otro!--grito, en un arranque.--Doctor,
debo á usted gratitud... Permítame... que no le envíe nada por sus
honorarios.
--No voy para rico, señorita; tengo mala suerte en mi profesión... ¡Pero
si usted me enviase algo..., creáme que soy capaz de... no sé..., de
sentir mayor vergüenza aun, de esa que á usted tanto la mortifica! ¡Y de
llorar..., como usted!
--¿No aceptaría usted un retrato mío? ¿Para acordarse de una cliente
tan... insólita?
--¡Siempre me acordaría!... El retrato lo espero con ansia. Y perdón,
y... nada de vergüenza. ¿Puedo ofrecerla un sorbo de Málaga? Está usted
tan desencajada... Acaso tenga fiebre.
--Gracias... Se me hace tarde...
Era uno de esos anocheceres rojizos, cálidos, de la primavera madrileña.
Al llegar á las calles concurridas, el gentío me hostigaba con contactos
intolerables. Me codeaban. Sentí impulsos de abofetear. Corrí, huyendo
de las vías céntricas. Me encontré en el paseo de la Castellana, donde
empezaban á encenderse los faroles. El perfume de las acacias exasperaba
mi naciente jaqueca. Ni me daba cuenta de lo imprudente de pasear sola
y á pie por un sitio que iba quedándose desierto, con un hilo de perlas
sobre el negro traje. Un coche elegante cruzó, con lenta rodadura. El
cochero me miraba. Comprendí.
--¿Puede usted llevarme á casa?
--Suba la señora...
La portezuela estaba blasonada, el interior forrado de epinglé blanco, y
olía á cuero de Rusia. ¡Qué chiripa, haber dado con un cochero
particular que se busca sobresueldo! Un simón me sería insufrible,
hediondo...
En casa, me bañé, me recogí... La frescura de las sábanas me desveló. El
ventilador eléctrico, desde el techo, me enviaba ondas de aire
regaladamente frío. Mi calentura aumentaba. Después he comparado mi
estado físico al de una persona que asiste por primera vez á una corrida
de toros. Toda la noche estuve volviendo á ver los grabados, y
abochornándome de haber nacido. ¡He aquí lo que sugerían los árboles
viejos de la Alhambra, el romanticismo del agua secular en que se
disolvieron lágrimas de sultanas transidas de amores, la gentileza de
los zegríes, el olor de los jazmines, el enervamiento de las tardes
infinitas, el cántico de los surtidores y el amargor embrujado de los
arrayanes!
Y dando vueltas sobre espinas, repetía:
--¡Nunca! ¡Nunca!


VI
_El de Carranza._

I
Una fiebre nerviosa, no grave, me postra varios días. Convalezco
serenamente. Farnesio está como loco. De una parte, cree que me muero;
de otra, cree que el tío Clímaco ha venido resuelto á hacer una. Sólo es
verdad que el tío está en Madrid y no me ha visitado.
--Tendrá sus asuntos. No le podemos negar el derecho de viajar á ese
señor.
Un fruncimiento de cejas de D. Genaro; su cara más alargada y preocupada
que de costumbre, me indican que el recelo le socava y le mina el
espíritu. Ya me figuro lo que teme. Sin embargo, la empresa no ha de ser
tan liviana. Sabré defenderme, ahora que las fantasmagorías de amor se
han desvanecido, y sólo me queda el ansia de una vida fuerte, intensa,
con otros goces y otros triunfos; los que mi brillante posición me
asegura, á mí que ya traigo en la lengua, si no la pulpa, por lo menos
el jugo acre y fuerte de la poma del bien y del mal...
Llega, sudoroso, el viejo y polvoriento estío de Castilla. Me dedico á
planear mi veraneo. Me acuerdo, con fruición, del calor sordo de los
veranos alcalaínos. El bullir de mi sangre pedía otros aires, otros
horizontes, y me ataba al pueblo muerto y callado la falta de dinero. El
agua se recalentaba en el botijo. No se oía en la casa sino el andar
chancletudo de la fámula, que arrastraba zapatos desechados míos. No
podía yo conseguir que no se me presentase despechugada, con las mangas
enrolladas hasta más arriba del codo. No tenía ni el consuelo de la
compañía de mis amigos: Carranza se había ido de vacaciones á su tierra,
la Rioja, donde posee viñas, y Polilla á la sierra, á casa de una cuñada
suya, á cuyos hijos daba lecciones... Y cuando estoy enfrascada en
rememorar mis tedios antiguos y mis glorias nuevas, el criado, con un
recadito:
--Que está aquí el Sr. de Carranza. Que si la señorita está ocupada,
aguardará. Y que si no hay inconveniente, almorzará con la señorita.
--Que le pongan cubierto. Que pase al gabinete.
De bata, de moño flojo, con fueros de convaleciente, salgo y estrecho la
mano gruesa, recia de músculos, á pesar de la adiposidad, del canónigo.
No acertaría á explicar por qué me siento enteramente reconciliada con
él.
--Dichosos los ojos. Pudo usted venir antes.
--Vengo á tiempo. Vengo cuando hay algo importante que decir. Son las
doce y media y no me falta apetito. Almorzaremos en paz, y después...
¿Podremos charlar sin testigos?
--¡Ya lo creo!--exclamó afirmando mi independencia.
Orden al jefe de que se esmere. Desesperación en la cocina: ¡esmerarse
tan tarde y con una señorita que desde hace una quincena no prueba sino
leche, caldos y gallina cocida!
A la una y media, sin embargo, sirven un almuerzo pasable, vulgar, al
cual Carranza hace cumplido honor. El melón con hielo enmedio, el
consommé frío, los huevos á la Morny, los epigramas de cordero, el
valewsky... todo le encanta. Gastrónomo y no gastado, goza como un niño.
Hasta beber á sorbos el café, con sus licores selectos, y apurar el
Caruncho de primera, no se decide á entablar la plática.
--Hija mía, es mucho lo que traigo en la cartera. Haré por despachar
pronto: contigo se puede ir derecho al asunto... Ante todo, has de saber
que tu tío Clímaco ha estado en Alcalá unos días. Y creo que también dió
su vueltecita por Segovia...
Ante mi silencio y el juego de mi chapín de raso sobre el tapete, apretó
el cerco, descubriendo ya sus baterías.
--Mira, Lina, te he juzgado siempre mujer de entendimiento nada común.
Se te puede hablar como á otra no... Estás en grave peligro. Tu tío
quiere atacar el testamento y probar que no eres hija de Jerónimo
Mascareñas, ni cosa que lo valga; que hubo superchería, y que el
verdadero dueño de la fortuna de doña Catalina Mascareñas, viuda de
Céspedes, es él. Parece que tu tío anda furioso contigo, porque no
quisiste aceptar por novio al primo José María, que es un gandul. Ya ves
si Carranza está bien enterado--se enorgulleció golpeando sus pectorales
anchos, la curva majestuosa de su estómago.--Como que el gitano del Sr.
de Mascareñas se ha ido de Alcalá en la firme persuasión de que tiene en
mí un aliado. Pero á mí no me vende él el burro ojiciego con mataduras.
A un riojano neto, no le engaña un almiforero de ese jaez. Me he
propuesto estropearle la combinación y sacarte del berengenal, sin que
salga á luz nada de lo que... de lo que no debe salir. Conque, anímate,
no te me pongas mala... y ríete de _pindorós_, como les dicen á tales
gitanazos.
--Carranza, mil gracias. Me parece que es usted sincero... en esta
ocasión.
--Nada de reticencias... Hay tiempos diferentes, dice el Apóstol: hubo
una época en que... convenía... cierto disimulo... Ahora, juego tendido.
Yo te profeso cariño, pero al demostrártelo, salvándote, no te negaré
que también hay en mí un interés... un interés legítimo, en que á nadie
perjudico. Esto no se ha de censurar. ¿Verdad?
--No por cierto. Sepa yo como me salvará usted.
--De un modo grato. Te propongo un novio.
--¡Llega usted en buen momento! Me repugna hasta el nombre; la idea me
haría volver á enfermar.
--Hola, hola. ¿Eras tú la que tenía horror al convento?
--¿Quiere usted oirme lo mismo que en confesión?
Un pliegue de severa inquietud en la golosa boca rasurada... Carranza
escucha; su oreja, en acecho, parece captar, beber mis palabras
singulares. Le refiero todo, en abreviatura, desde los fugitivos
ensueños del caballero Lohengrin, hasta la visita al médico...
--Comprendo--asiente--que estés bajo una impresión de disgusto y hasta
de asco. Esas cosas, desde el punto de vista que elegiste, son odiosas.
Te conozco desde hace bastantes años, y nunca he visto en tí sino
idealidad. Tu imaginación lo eleva, lo refina todo. Sin embargo, debes
reflexionar que si estudiásemos en esa forma otras funciones,
verbigracia, las de la nutrición, nos dejaríamos morir de hambre. Y
sería lástima, que almuerzos como el tuyo... En serio, que la situación
es seria. Ó el claustro, ó el matrimonio.
--Soltera, viviré muy á mi placer.
--Te volverás á Alcalá, pobre nuevamente, y acaso ni te den la rentita
que entonces disfrutabas. Ni tú, ni don Genaro, ni yo, podemos defender
esta causa mala y perdida. Han aparecido testimonios de la suplantación,
de los amaños; la cosa no se hizo, á lo que parece, con demasiada
habilidad; no se presintió que un día, muerto Dieguito, la cuestión de
la herencia podría plantearse. A D. Juan Clímaco no le faltan aldabas.
El castillo de naipes se viene á tierra. Existe, sin embargo, quien lo
sostendrá con sólo un dedo.
--¿Tanto como eso?
--¡Vaya! Tu futuro, el novio que te propongo yo. Agustín Almonte, hijo
de D. Federico Almonte.
El nombre no era nuevo para mí. En Alcalá, mil veces Carranza hablaba de
Almonte padre, paisano suyo, á quien debía, según informes de Polilla,
la canongía y una decidida protección.
--Almonte, ¿no era ministro el año pasado?
--Ya lo creo. De Hacienda. Pero su hijo mayor, Agustín, que también el
año pasado era subsecretario de Gobernación, ha de ir mucho más allá que
el padre. Pasa algún tiempo en la Rioja; le conozco bien; charlamos
mucho... y que me corten la cabeza si en la primer subida de su partido
no ministra. ¿Tú sabes las campañas que hizo en el Parlamento? El padre
va estando viejo; padece de asma. En cambio, el hijo... Porvenir como el
suyo, no lo tendrá acaso ningún español de los que hoy frisan en los
treinta y tantos. Reune mil elementos diferentes. Sus condiciones de
orador, su talento, que es extraordinario, ya lo verás cuando le
trates... y el camino allanado, porque desde el primer momento, la
posición de su padre le hizo destacarse de entre la turba. El padre es
como la gallina que ha empollado un patito y le ve echarse al agua; la
altura de Agustín, sus vuelos, van más allá de D. Federico. Así es que,
al saber que tú eres tan instruída, el muchacho se ha electrizado. Él,
justamente, deseaba una mujer superior...
--¿Soy yo una mujer superior, según eso?
--Vamos, como si te sorprendiese. Tus cualidades...
--¡Pch! mi primer cualidad, será mi dinero...
--¡Tu dinero, tu dinero! No eres la única muchacha rica, criatura. Sin
salir de la misma Rioja, hubiese yo encontrado para Agustín buenos
partidos. El dinero es cosa muy necesaria, es el cimiento; pero hacen
falta las paredes. ¡Y, además, Lina querida, tu dinero está en el aire!
No lo olvides. Si Agustín no lo arregla, cuando menos lo pienses...
Tienes mal enemigo. D. Juan Clímaco está muy ducho en picardihuelas y
pleitos... Piénsalo, niña.
--Tráigame usted á D. Agustín Almonte cuando guste.
Carranza clavó en mí sus ojos sagaces, reposados, de confesor práctico.
Me registró el alma.
--¿Qué es eso de «tráigame usted»?--bromeó.--¿Es algún fardo? Es un
novio como no lo has podido soñar. Quiera Dios que le gustes; porque,
criatura, nadie es doblón de á ocho. Si le gustas (él á ti te gustará,
por fuerza, y te barrerá del pensamiento esas telarañas románticas de la
repugnancia á lo natural, á lo que Dios mismo instituyó)... entonces...
supongo que no pensaréis que os eche las bendiciones nadie más que este
pobre canónigo arrinconado y escritor sin fama...
--Sólo que--objeté--siendo los novios tan altos personajes como usted
dice, parece natural que los case un Obispo...
Un gesto y una risada completaron la indicación. Carranza me dió
palmadicas en la mano.
--Por algo le dije yo á Agustín que tú vales un imperio...

II
¿Qué aspecto tiene el nuevo proco? A fe mía, agradable hasta lo sumo.
Buena estatura, no muy grueso aún, por más que demuestra tendencia á
doblar; moreno, de castaña y sedosa barba en horquilla; tan descoloridas
las mejillas como la frente, de ojos algo salientes, señal de
elocuencia, de pelo abundante, bien puesto, con arranque en cinco
puntas, fácilmente parecería un tenor, si la inteligencia y la voluntad
no predominasen en el carácter de su fisonomía. Desde el primer
momento--es una impresión plástica--su cabeza me recuerda la de San Juan
Bautista en un plato; la hermosa cabeza que asoma, lívida, á la luz de
las estrellas, por la boca del pozo, en _Salomé_. Cosa altamente
estética.
El pretexto honroso de la visita es que, informado por Carranza del
riesgo que pueden correr mis intereses y la odiosa maquinación de que
quiere «alguien» hacerme víctima, para despojarme de lo que en justicia
me pertenece, viene á ofrecerse como consejero y guía, y cuando el caso
llegue, como letrado, á fin de parar el golpe. Esto lo dice con
naturalidad, con esa soltura de los políticos, hechos á desenredar las
más intrincadas intrigas y á buscar fórmulas que todo lo faciliten. Sin
duda los políticos son gentes que se pasan la vida sufriendo el embate
de los intereses egoístas y ávidos, tropezando con el amor propio y la
vanidad en carne viva, amenazados siempre de la defección y la puñalada
artera. Nada se les ofrece de balde á los políticos, y todos, al
dirigirse á ellos, hacen un cálculo de valor, de conveniencia. Así es
que pesan la palabra y comiden la acción. Almonte no pronuncia frase que
no responda á un fin... Y si yo soy la desilusionada, él debe ser el
escéptico. Nuestros ojos, al encontrarse, parecen decirse:
«Una misma es nuestra pena...»
Nuestros dos áridos desencantos se magnetizan. Él me encuentra á la
defensiva; me estudia. Yo le considero como se considera á un objeto, á
un mecanismo. Es una máquina que necesito. Soy un campo que le ofrece la
cosecha. Él ha visto el fondo de la miseria humana en su aspiración al
poder y en los primeros peldaños de su ascensión; yo lo he visto en el
gabinete de un médico.
¡Así está bien! Apartemos la cuestión de amor, la cuestión repugnante...
y podré complacerme en el trato, en la compañía y hasta en la vista de
este hombre, que no es cualquiera. ¡Si llegase á tener en él un amigo!
Un amigo casi de mi edad, ¡no un vejete iluso como Polilla, ni un zorro
sutil como Carranza! ¡Me encuentro tan sola desde que mi ensueño se ha
quedado, pobre flor ligera, prensado y seco entre las hojas de los
horribles libros del Dr. Barnuevo, museo de la carne corrompida por el
pecado! ¡Un amigo! ¡Un amigo... que no sea un esposo!
Mi proco--bien se advierte,--posee ese don de interesar conversando, de
que han dejado rastro y memoria al ejercerlo los Castelar, los Cánovas,
los Silvelas. Este es don y gracia de políticos. Refiere anécdotas
divertidas; se burla suave, donairosamente de Carranza, al mismo tiempo
que hace refulgir próximo el dorado de la mitra; traza una serie de
cuadros humorísticos, de unas elecciones en la Rioja; y mi cansancio de
enferma, misantrópico, desaparece; me río de buen grado, de cosas
sencillas, sedantes para los nervios. Recuerdo el mutismo árabe de mi
primo José María. Almonte, por lo menos, me entretiene. Sin saber cómo,
y, afortunadamente, sin conato de galantería por parte de él, diría que
nos entendemos ya en bastantes respectos.
Le refiero el caso de Hilario Aparicio, y lo celebra mucho. El conoce un
poco al amigo de Polilla; y con su equidad de hombre habituado á
discernir, en medio de las chanzas, le defiende, le encomia.
--No crea usted, es muchacho que ha estudiado, que vale.
--¿Me querría usted hacer el favor de protegerle, de ponerle en camino?
--De muy buena gana. Es fácil que sea una adquisición. A esos muchachos,
se les distingue á causa de lo que han escrito, con la esperanza de que,
una vez en situación mejor, harán exactamente todo lo contrario de lo
que escribieron. Su rasgo de usted, Lina, es de una malicia donosísima;
es delicioso.
--Mi conciencia lo reprueba á veces.
--No se preocupe usted. Haremos por el _kirkegaardiano_--¿no ha dicho
así?--cuanto quepa. Verá usted cómo le volvemos al sér natural,
despojándole de la piel falsa de sus filosofías. Y, por otra parte, á
usted le consta que no es ni sincero en las utopias que profesa.
Le invito á almorzar con Carranza al otro día. Se excusa porque se va
aquella misma tarde á Zaragoza, adonde le llama una cuestión de sumo
interés; y añade sin reticencia:
--¿Dónde se propone usted veranear?
--Confieso que todavía no lo he determinado.
Y después suplico:
--¿Por qué no me hace usted un plan de viaje?
--Con sumo gusto. Conozco á Europa; salgo cada año dos meses á respirar
en ella. Forma parte de mis deberes y de mis estudios, eso que han dado
en llamar _europeización_. Antes de que lo inventasen, yo lo practicaba.
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