Dulce Dueño - 07

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Telramondo estremecidos de pavor. Avanza hacia la batería, y yo me
ahinco en la barandilla del palco para mejor verle.
Es una especie de arcángel, todo encorazado de escamas, en las cuales
riela, culebreando, la luz eléctrica. La suerte ha querido que no sea ni
gordo, ni flaco de más, ni tenga las piernas cortas ó zambas, ni un
innoble diseño de facciones. ¡Qué miedo sentía yo á ver salir un
Lohengrin caricaturesco! No, por mi ventura grande. Llámase
Cristalli,--y hasta el nombre me parece adecuado, retemblante y fino
como el choque de dos copas muselina.--¿Su edad? Rasurado, con los
suaves tirabuzones rubios de la peluca, simulando el corte de cara
juvenil, se le atribuirían de veintidós á veinticinco años, pero la
viril muñeca y el cuello nervudo acusan más edad. Y todo esto de la
edad, ¡qué secundario! Lohengrin no es el héroe niño, como Sigfredo. Es
el paladín; puede contar de veinte á cuarenta.
Sabe andar grave y pausado; sabe apoyarse en su espada fadada; sabe
permanecer quieto, esbelto, majestuoso. Sobrio de movimientos, es
elegantísimo de actitudes. Y me extasío ante el blancor de su vestimenta
de guerra. El tema del silencio, del arcano, vuelve, insistente,
clavándose en mi alma. «No preguntes de dónde vengo, no inquieras jamás
mi nombre ni mi patria...» ¡Así se debe amar! Mi alma se electriza. Mi
vida anterior ha desaparecido. No siento el peso de mi cuerpo. ¿Quién
sabe? ¿No existe, en los momentos extáticos, la sensación de
levitación? ¿No se despegará nunca del suelo nuestra mísera y pesada
carne?
La necedad de Elsa, empeñada en rasgar el velo, me exaspera. ¿Saber,
qué? ¿Una palabra, un punto del globo? ¿Saber, cuando tiene á su lado al
prometido? ¿Saber, cuando las notas de la marcha nupcial aún rehilan en
el aire?
Yo cerraría los ojos; yo, con delicia, me reclinaría en el pecho
cubierto de argentinas escamillas fulgurantes. «Sácame de la realidad,
amado... Lejos, lejos de lo real, dulce dueño...» Y, en efecto, cierro
los ojos; me basta escuchar, cuando el _raconto_ se alza, impregnado de
caballeresco desprecio hacia el abyecto engaño y la vileza, celebrando
la gloria de los que, con su lanza y su tajante, sostienen el honor y la
virtud... Lentamente, abro los párpados. Los aplausos atruenan. Dijérase
que todo el concurso admira á los del Grial, sueña como yo la
peregrinación hacia las cimas de Monsalvato... Quieren que el _raconto_
se repita. Y el tenor complace al público. Su voz, que en las primeras
frases aparecía ligeramente velada, ha adquirido sonoridad, timbre,
pasta y extensión. Satisfecho de las ovaciones, se excede á sí mismo. La
pasión íntima que late en el _raconto_, aquel ideal hecho vida, me corta
la respiración; hasta tal punto me avasalla. Anhelo morir, disolverme;
tiendo los brazos como si llamase á mi destino... apremiándole. Imantado
por el sentimiento hondo que tiene tan cerca, Lohengrin alza la frente y
me mira. Fascinada, respondo al mirar. Todo ello un segundo. Un
infinito.
«Brabante, ahí tienes á tu natural señor...»
Lohengrin ya navega río abajo en su cisne simbólico. Le sigo con el
pensamiento. Vuelve hacia la montaña de Monsalvato, al casto santuario
donde se adora el Vaso de los elegidos, la milagrosa Sangre. Allí iré
yo, arrastrándome sobre las rodillas, hasta volver á encontrarlo. Yo no
he sido como Eva y como Elsa; yo no he mordido el fruto, no he profanado
el secreto. A mí podrá acogerme el caballero de la cándida armadura y
murmurarme las inefables palabras...
Me envuelvo en mi abrigo, despacio, prolongando la hora única, entre el
mosconeo de los diálogos y el toqueteo de las sillas removidas al ir
vaciándose la sala. Bajo poco á poco las escaleras. Me pierdo en un
dédalo de pasillos mugrientos, desalfombrados, inundados de gentío que
me estorba el paso, me empuja y me codea impíamente, obligándome á
defenderme y profanando mi elevación espiritual. Al fin, huyendo del
_foyer_, de las curiosidades, llego á la salida por contaduría, donde me
esperará mi berlina. Y mientras el lacayo corre á avisar, me recuesto en
la pared y desfilan ante mí grupos comentando la victoria de Cristalli.
«Ni este divo, ni aquél, ni el otro... Frasear así, tal justeza de
entonación...» Estallan aplausos... ¡Es el divo que pasa!.
Subido el cuello del abrigo, á pesar de lo avanzado de la estación, por
miedo á las bronquitis matritenses, terribles para los cantantes; mal
borrado el blanquete, corto el cabello en la fuerte nuca, algo saliente
la mandíbula, riente la boca, que delata la satisfacción de una noche
triunfal, cruza mi ensueño de un instante; el muñeco sobre cuya armazón
tendí la tela de un devaneo psíquico...
Y, con mi facultad de representarme lo sensible del modo más plástico y
viviente, casi de bulto se me muestra lo que hará Cristalli ahora,
terminada la faena artística: le adivino invitado á una cena con
admiradores, masticando vigorosamente los platos sin especias,
encargados _ad hoc_ para que no raspen su garganta, absorbiendo
Champagne, reluciéndole las pupilas de orgullo, no por ser el paladín
del Grial, sino por que ha justificado sus miles de francos de contrata,
pagaderos en oro; y, á fin de que no se le tenga por afeminado,
propasándose con las flamencas que forman parte del agasajo y
caracterizan el ágape de los apasionados del divo.
Exhalo un suspiro que ahogo en mi boa, de negro, sutilísimo marabú, y,
despierta, salto dentro del coche, oyendo que de una piña de curiosos
sale un cuchicheo.
--¿Quién es?
--No la conozco.
--¡Buena mujer!

II
EL DE POLILLA
Una mañana, ¡sorpresa!--Se aparece en mi casa el bueno de D. Antón,
pidiéndome familiarmente de almorzar.
Le acojo alegre, y, desde el primer momento, abordo la cuestión de los
cuerpos de los niños mártires...
--Ya sabe usted que corre de mi cuenta imprimir la disertación,
Polillita. Con grabados, si usted quiere. Y muchas notas. ¿Qué se creía
Carranza? También por acá se es erudito.
Ríe el hombrezuelo, y le noto una especie de trepidación azogada, propia
de su naturaleza ratonil. A la hora del café, que le sirvo en la
_serre_, al retirarse los criados, se espontánea.
--¡Oye, Nati... Digo, Lina! ¡La costumbre! ¡Ya sabes que temo por tí!;
temo que te envuelvan en redes tupidas y te me casen con un intrigante ó
con un beato. Tú eres una joya, un tesoro, y debes emplearte en algo
grande y elevadísimo. Sino se adoptan precauciones, serás víctima de
solapados manejos, criatura. No sé de qué recónditos y tenebrosos antros
saldrá la orden de apoderarse de tí, que tanta fuerza puedes aportar;
pero que saldrá, es seguro. Digo mal, ya habrá salido. Sólo que yo velo.
¡Vaya si velo! Y la casualidad hace que este modesto pensador,
arrinconado en un pueblo, lejos del bullicio y hervidero intelectual,
pueda, no sólo labrar tu dicha, sino prestar á la humanidad un servicio
eminente.
--¿Chartreuse verde ó amarilla?
--Verde, verde... En cuanto conozcas al sujeto, te va á impresionar.
Porque, á pesar de cierto excepticismo de que á veces alardeas, en tu
corazón residen los gérmenes de todo lo noble y entusiasta. Él y tú os
comprenderéis: habéis nacido para eso. ¿Lo dudas?
--No por cierto, D. Antón. Lo juraría. Ardo en deseos de conocer á mi
proco. ¿No es así como se llamaban los pretendientes de mi Patrona?
--¡Valiente patochada, la historia de tu Patrona! Carranza es un
iluso... ó un pillo muy largo. Me inclino á la última hipótesis.
--Polillita, mi impaciencia es natural. ¿Cuándo voy á conocer á ese gran
pretendiente?
--Cuando quieras. No he venido más que á eso; á poneros en contacto. Te
advierto que es un tipo... vamos, una cabeza de estudio.
--Me saca usted de quicio. Ea, muéstreme siquiera un retrato, tamaño
como un grano de centeno.
--Retrato... ¡Hombre, qué descuido el mío! Debí provistarme... En fin,
mañana verás al original.
--Anticípeme detalles. Su cacho de biografía. No extrañará usted esta
exigencia...
--Si tú debes de conocer su nombre. Yo te habré hablado de él, más de
una vez, por incidencia. Figúrate que es hijo de mi mayor amigo,
compañero de estudios, que se casó con una prima mía, y en su casa, en
el pueblo, he pasado largas temporadas. Á este muchacho le ví nacer.
¡Ya, desde chiquitín...! No tiene la fama que merece, pero así y todo, y
aun contando con el indiferentismo de España hacia los que valen...
--¿Se llama?
--Atención... Haz memoria... ¡Hilario Aparicio, el autor de la
_Gobernación colectiva del Estado_, del _Sudor fecundo_, de _Los
explotadores_, y de otras muchas obras que permanecen inéditas, por
nuestros pecados y por la desidia y la desgana de leer que aquí se
padece! No te ocultaré que el candidato es pobre, hija mía.
--Me lo sospechaba. Ya sabe usted que á mí la codicia no me ciega.
En un arranque de verdadera sensibilidad, Polilla se levantó, sin
concluir de apurar el globito truncado donde le había servido el
aceitoso licor--, y, tiernamente, me tomó las manos.
--¡No he de conocer tu corazón, Lina! En tí hay algo que te hace
superior al vulgo de las mujeres. Tu inteligencia es de águila. Y en tí
debe de fermentar una indignación generosa contra los que, no
bastándoles relegarte á un poblachón, intentaban saciar su fanatismo
dándote por cárcel las verdinegras paredes de un convento. Tú tienes que
ser del partido de los oprimidos, y anhelar venganza. Entendámonos: no
una venganza vil y ruin. Una venganza como la practicaría el filósofo
Jesús. Redimiendo á las que, cual tú, sean víctimas de esos sicarios.
Abriéndoles la puerta de la vida y de la maternidad; haciendo que el
niño se eduque en la conciencia de sus derechos. ¡Qué misión la tuya!
--¿Y qué tiene que ver eso, don Antón, con lo del noviazgo?
--¡Boba! ¡Que unida á Hilario Aparicio, juntos realizaréis tan bello
ideal!
Tardé en dar la réplica. Miraba con interés la orilla flotante de mi
traje de interior, de crespón de la China, bordado de seda floja, y
guarnecido de Chantilly. Había relajado ya bastante la severidad de mi
luto.--Un gramófono de precio, algo distante, nos enviaba, sin carraspeo
metálico, las notas de la _Rêverie_ de _Manon_, cantada por Anselmi.
--Misión, en efecto, sublime. Y dígame, Polilla, ¿no podría yo
desempeñarla sin unirme á don... á D. Hilario?
--¡Oh! No, criatura. Las mujeres necesitan apoyo, sostén. Tengo respecto
á las mujeres mis ideas especiales. No digo que seáis inferiores al
hombre; pero sois diferentes... muy diferentes. La sagrada tarea
maternal, por otra parte, os impide á veces dedicaros...
--Pero si no me caso... ya la sagrada tarea maternal...
--Sí; pero casándote... como lo manda la ley de la vida... serás
discípula del hombre á quien ames, y tu ciencia y tu alto papel en la
historia, te los dictará el amor: amor, ¡cuidadito! no sólo al esposo,
sino á la humanidad entera.
--¿No será demasiado amor? ¡Tantos millones de hombres como componen la
humanidad! ¿Más chartreuse?
Y, notando la emoción del filántropo, transijo.
--Su doctrina de usted, Polilla, es realmente cristiana.
--Como que este es el verdadero cristianismo, y no lo que pregonan los
de la vestidura negra. Más cristiano que el astuto zorro de Carranza,
soy yo cien veces.
--¿En qué quedamos? ¿No es usted librepensador?
--Si por librepensador se entiende no admitir cosas que repugnan á mi
razón...
--Y yo, D. Antoncito, ¿debo someterme á lo que mi razón no ha aceptado?
Porque eso del amor á la humanidad... Vamos, para hablar sin ambajes...
Sintió el floretazo y se aturdió.
--Según, niña, según... Si lo que llamas razón es, al contrario,
preocupación... ¡estarás en el deber estricto de buscar la luz! Y nadie
para alumbrar tu inteligencia como Aparicio.
Yo prestaba oído al célico, «¡oh, Manon!», deshecho en llanto con que
termina la sentimental _rêverie_. Me estorbaba, en aquel instante,
Polilla, con su mosconeo. Me volví, encruelecida, planeando
malignidades.
--Venga Aparicio, pues.
--¡Venir!... Y ¿cómo? Si le digo que te haga una visita, tal vez se
acorte, tema representar un mal papel... ¡qué sé yo! Hilario no se ha
criado en los salones. Su talento es de otro género; género superior.
¿Por qué no revestir de un tinte poético vuestra primer entrevista?
Batí palmas.
--Eso, eso... ¡El tinte poético! Estos amores basados en la filantropía,
no pueden asemejarse á los amores del vulgo. Mañana usted lleva á su
ilustre amigo á dar un paseíto por la Moncloa, á eso de las seis de la
tarde. Yo voy allá todos los días: con mi luto... Paso en coche; ustedes
se cruzan conmigo; yo ordeno al cochero que pare; D. Hilario, al pronto,
se queda discretamente en segundo término; le dirijo una sonrisa, hago
que le conozco de fama y pido presentación... Lo demás corre de mi
cuenta.
Polilla trepidaba.
--¡Qué lista eres! ¡Qué bien lo arreglas todo! ¡Mira, Lina, como se
trata de una persona tan diferente de las demás... hay que esmerarse! Y
eso es muy bonito...
Acordados sitio y hora. Serían las seis y cuarto cuando me hundí en las
nobles frondas seculares. La primavera las enverdecía, el cantueso abría
sus cálices de amatista rojiza, y olores á goma fresca se desprendían de
los brezos. ¡Lástima de amor! El marco reclamaba el cuadro...
Recostada, con una piel velluda y ligera sobre las rodillas, aunque no
hacía frío, con Daisy, el gentil lulú, acurrucado en el rincón del
coche; paladeando aquella tarde tibia que anunciaba un grato anochecer,
yo había mirado con ojos de poeta el pintoresco aspecto de las márgenes
del Manzanares, la fisonomía especial de los tipos populares que en
ellas hormiguean, bullentes y voceadores. La gente también me escudriña,
ávida de acercarse, con hostil é irónica curiosidad chulesca. Todos
ellos--mendigos, arrapiezos, golfería, lavanderas, obreros aprestándose
á dejar con deleite el trabajo, hecho de mala gana y entre dos
fumaduras--me apuñalan con los ojos, sueltan chistes procaces, sobre
base sexual. Su impresión es malsana y torpe; la mía, de repulsión y
tedio infinito.--He aquí la humanidad que debo, según Polilla, amar
tiernamente y redimir!
Los pordioseros, reptando ó cojitranqueando; los golfillos claqueando
sus rotas suelas contra el polvo de la calzada, se llegaba á mí y al
coche cuanto podían. En el gesto de los pilluelos al agarrarse á los
charoles relucientes del vehículo, al sobar mi lujo con engrasadas
manos, leo una concupiscencia sin fondo, el ansia ardiente de tocarme,
de enredar los dedos entre las lanas de Daisy, el aristocrático
perrillo, que al recibir las punzantes emanaciones de la suciedad y la
miseria, mosquea una orejilla y gruñe en falsete. Después de implorar
«medio centimito», los comentarios.
--¡Tú, qué chucho! ¡Andá, un collarín de plata!
Y los dedos atrevidos se alargan, buscan el contacto... Es el movimiento
del enfermo que intenta palpar la reliquia. El padecimiento de éstos
consiste en no tener dinero. El signo del dinero es el lujo. Quieren
manosear el lujo, á ver si se les pega.
Y acaso por primera vez--al salvarme de la turba entre las
arboledas--medito acerca del dinero. ¡Extraña cosa! ¡Qué vigor presta la
riqueza! ¡Qué calma! D. Antón de la Polilla me asegura que puedo redimir
á esclavos sin número. ¿Qué esclavos son esos? Sin duda los mismos que
acaban de comentar lo espeso de mis pieles y el collarín de mi
cusculetillo; los que, entre chupada y chupada de fétido tabaco,
trocaron, al verme pasar, una frase aprendida en algún teatro
sicalíptico. Son personas que no amo, como ellos no me aman, ni me
amarían si estuviesen en mi lugar. Entonces...
Y D. Hilario, por su parte, ¿les ama? Poco he de tardar en saberlo...
Y ¿á mí? Claro que D. Antón no me ha pegado su candidez. Si en estos
instantes se le ha alterado el pulso á mi proco, no es que me aguarde;
es que aguarda á mi fuerza, á mis millones...
Y, casi en alto, suelto la carcajada. Se me ha ocurrido la idea de que
esta es mi primera cita de amor...

III
Apagado el eco sordo de mi risa, absorbida ampliamente la bocanada de
fragancia amargosa--tomillo, jara, brezo, menta--, sobre el sendero que
alumbra el sol declinando, veo avanzar á dos hombres.
Representamos la comedieta.--¡Usted por aquí, D. Antón!--Y lo demás.
Autorizado, se acerca el acompañante. La luz poniente enciende su cara,
de un tono en que la palidez parece difumada con arcilla. Se descubre, y
veo su pelo tupido, rizoso, su frente bruñida aun por la juventud, sus
ojos azules, miopes, indecisos detrás de los quevedos, que le han
abierto un surco violáceo á ambos lados de la nariz. Es de corta
estatura, de pecho hundido, y se ve que viene atusado; no hay peor que
atusarse, cuando falta la costumbre. El proco huele á perfume barato y á
brillantina ordinaria. Lleva guantes completamente nuevos, duros. Sus
botas, nuevas también, rechinan.
Al cabo de un minuto de coloquio, les hago subir al coche, con gran
descontento de Daisy, que gruñe en sordina, y de cuando en cuando lanza
un ladridillo cómico, desesperado. Si se atreviese, mordería, con sus
dientecitos invisibles. Si no tolera el lulú el vaho de miseria, quizás
le exaspera doblemente la mala perfumería.
La conversación se entabla, algo embarazosa. El intelectual, sentado
junto á mí, disimula la timidez del hombre no acostumbrado á sociedad,
con una reserva y un silencio que la hacen más patente. Felina, le
halago, para aplomarle. Le situo en el terreno favorable, le hablo de
sus obras, de su fama, de sus ideas regeneradoras. Al fin consigo que,
verboso, se explaye. Todo el mal de la humanidad--según él--dimana de la
autoridad, de las leyes y de las religiones...
--¿No se escandalizará esta señorita?
--No por cierto... Escucho encantada...
--Hay que aspirar á una sociedad natural, directa, que se funde
únicamente en el bien... No es que yo no sea, á mi manera, muy
religioso; pero mi altar sería un bosque, una fuente, el mar...
Mi aprobación le anima. Dócil, le pregunto qué advendrá el día en que...
--Eso no es fácil adivinarlo. Esta gran transformación no tiene
_después_. No es de esos movimientos que duran un día, un mes, un año, y
crean algo estable que, por el hecho de serlo, es malo ya. Para que la
evolución se realice libremente y sin trabas, toda autoridad habrá de
desaparecer de la tierra.
Me conformo, y él prosigue, exaltándose en el vacío, pues nadie le
impugna:
--Para destruir el podrido estado social que nos aplasta, necesitamos
valernos de iguales armas que _ellos_... Fuerza y dinero son necesarios.
Esto yo no lo he dudado jamás.
--Parece evidente, en efecto--deslizo con suavidad y
gracia.--¡Quietecito, Daisy! ¿Qué es eso de querer morder?
--Al hablar de fuerza, no me refiero sólo á la fuerza bruta... Se trata
de la fuerza de los hechos, la fuerza que conduce al mundo... Y á veces,
¡también la violencia es necesaria!
--¡Incuestionable! ¡Daisy, ojo, que te pego! Y esa violencia... ¿en qué
forma?...
--¡En todas las formas!--declara, anudando el entrecejo sobre el brillo
de los cristales de los quevedos, que el sol muriente convirtió en dos
brasas.
--Por ejemplo... ejércitos... cañones...
--Sí, es probable que convenga apelar á todo eso contra la autoridad y
la explotación. Después se les disolverá.
--Si hay después?...
--¡Ah! En ese sentido, siempre hay después. ¡Tenemos que disolver tanto,
tanto! Tenemos que disolver á los estafadores de la política, que se
mantienen en la escena parlamentaria por su completa falta de
vergüenza...
--Vamos, no exageres tanto, hijo mío--intervino Polilla, alarmado--que
Lina, por ahora, no es una prosélita muy convencida...
--Cállese usted, D. Antón... ¡Estoy en el quinto cielo! Pues qué, al
desear conocer á su amigo--porque yo lo deseaba--¿acaso me prometía
encontrarme á un cualquiera, con ideas hechas? Expóngame usted su
criterio acerca de todo... Por ejemplo... del amor... ¿Cómo lo comprende
usted en esa sociedad transformada?
--Yo... Si usted tiene el alto valor de preferir la verdad...
--¡Ah! ¡Bien se ve que usted no me conoce!
--Pues yo creo que el amor, tan calumniado por las religiones oficiales,
que han hecho de él algo reprobable y vergonzoso--cuando es lo más
sublime, lo más noble, lo más realmente divino--, tiene que ser
rehabilitado.
--¿Y cómo, y cómo?
--Para desterrar la idea de que el amor es cosa afrentosa, es preciso
un cambio radical en la pedagogía. ¡Es indispensable que en la escuela
se enseñe á los niños lo augusto, lo sagrado de ese instinto! Hay que
hacer sentir al niño la belleza de las leyes universales de la creación,
la transcendencia del misterio sexual, su poderosa poesía... ¿No se va
usted á incomodar?
--No señor. Considéreme usted como á uno de esos niños que en la escuela
han de aprender todas esas cosas.
--En el momento en que se inicie á la niñez en tan graves problemas
habremos destruído el imperio del sacerdote sobre la mujer.
--¡Háblale tú de eso á Linita!--explotó Polilla.--El ciego fanatismo
colocó á su lado á dos sotanas, para hacerla monja contra su voluntad. Y
si ella no tiene tanta fuerza de ánimo, á estas horas está rezando
maitines. Y si (séame permitido ufanarme), no me encuentro yo allí, á su
lado...
--Vamos, uno de tantos crímenes ocultos--asintió Aparicio.
--Eso... Pero, otra pregunta--me atreví á objetar--. ¿No envuelve cierta
dificultad para el maestro esa explicación científica hecha á los chicos
de la escuela de la... de la...
--Todo está previsto. Lo explico detalladamente en uno de mis libros,
que aun no ha visto la luz. ¡Tendré el honor de dedicárselo á usted!, á
su espíritu comprensivo, elevado... Verá usted allí... La explicación se
verifica por medio de ejemplos tomados de la vida vegetal. ¡Oh!
conviene que la demostración se haga con mucho tacto...
¡Titubeó de pronto y enrojeció!
--Quiero decir, con arte... con dignidad... presentando, verbigracia,
las plantas fanerógamas... Del grano de polen, de los estigmas de las
flores, se irá ascendiendo á las especies animales... Y, basándose en
ello, hay campo para demostrar la ley de sacrificio y de belleza que
envuelve la procreación...
--¿De modo que los animales realizan sacrificio?...
--¡Cuidado, Hilario!--precavió Polilla--. A fuerza de inteligencia, Lina
es terrible... Un espíritu crítico: á todo le encuentra el flaco...
--La convenceremos... El que conserva y propaga la vida, se sacrifica,
señorita, es evidente. Más sacrificio hay en unirse á un hombre, que en
recluirse en un monasterio.
--Voy creyéndolo.
--¡Una prosélita como usted!--se extasió Aparicio--. ¡La mujer, atraída
á nuestra causa! Y es más: el conocer plenamente la ley de la vida,
disminuirá la emotividad nerviosa de la mujer. Todos los males que
ustedes sufren, proceden de ideas erróneas, del prejuicio religioso del
pecado, del absurdo supuesto de que es una vergüenza...
--¿Qué?--auxilié, candorosa.
--Nada... El amor--rectificó segundos después.
Desplegué una habilidad gatesca para animarle á que se expresase sin
recelo. Cuanto más recargaba, mostrábame más persuadida. A mi vez, tomé
la palabra, manifestando el anhelo de consagrarme á algo grande,
singular y digno de memoria. Este deseo me había atormentado, allá en mi
retiro, cuando de ninguna fuerza disponía. Ahora, con la palanca que la
casualidad había puesto en mis manos, creía poder desquiciar el mundo...
Si _alguien_ me dirigía, me auxiliaba, me prestaba ese vigor mental de
que carecemos las mujeres...--Supe, con suavidad, hacerle creer que de
él esperaba el favor. Yo aportaba lo material, pero mi materia pedía un
alma...
Polilla temblaba de júbilo.
--¡Ya lo decía yo! ¡Si tenía que ser! Estabas preparada... ¡Cometieron
contigo la injusticia... y la injusticia clama por la venganza y por el
acto redentor! ¡Con qué gozo lo veré, desde mi rincón, porque, viejo y
pobre, no puedo más que admirarte! ¡Para la juventud son los heroísmos!
¡Lina, Lina!
Anochecía, y empezaba á parecerme pesado el bromazo. La brillantina del
proco apestaba y me cargaba la cabeza.
--Voy á dejarles á ustedes en la plaza de Oriente, donde hay
tranvia--avisé--. Me agradaría que D. Hilario continuase enterándome de
sus teorías, que no entiendo bien aún. ¿Por qué no se va usted mañana á
almorzar conmigo, D. Antón, y el Sr. Aparicio le acompaña?
--Hija mía--repuso el erudito--yo no tengo más remedio que volverme
mañana á Alcalá. Ya sabes que mi menguado modo de vivir es el destinito
en el Archivo...
¡Corriente! Conozco el secreto de esas vidas sin horizonte, que se crean
un círculo de menudos deberes, y de hábitos imperiosos, tiranos. Por
otra parte, me conviene que desaparezca Polilla y me deje en el ruedo
frente á frente con el proco.
--A usted le espero...--insinuo, estrechando la mano, tiesa y rígida en
la cárcel de los guantes.
Se confunde en gratitud...
--¡A la una!--insisto, al soltarles en la acera.

IV
Choque, con Farnesio, cuando se entera de que tengo invitado á almorzar
á un hombre desconocido, una nueva relación.
Planteo la cuestión resueltamente.
--Amigo mío, le quiero á usted muy de veras, no lo dude, pero pienso
hacer mi gusto.
--Vas á desacreditarte... Serás la fábula de Madrid.
--Nadie me conoce en Madrid, Farnesio. Que soy la heredera de doña
Catalina Mascareñas, lo saben los cuatro amigos rancios de... mi tía;
amistades que no he querido continuar. Mi tía se había obscurecido
bastante en los últimos años. Madrid me ignora, como ignoro yo á Madrid.
En Alcalá me conocen... Pero, ¿qué importa Alcalá? Cuando yo vegetaba
allí, entre viejos, en la antesala del claustro, ¿qué dueña ni qué
rodrigón me han puesto ustedes para guardarme? He decidido vivir como me
plazca.
Farnesio me oye, amoratado de enojo.
--He cumplido mi deber. No puedo ir más allá...
--¿Quiere usted, de paso que sale, disponer que pongan los dos cubiertos
en la _serre_?
Y recalco lo de los _dos_ cubiertos, porque, á veces, Farnesio almuerza
conmigo, y no es cosa de que hoy se me instale allí, de vigilante. Me
reservo la libertad de mi _tête-à-tête_.
El proco, más que puntual. Se adelanta una hora justa. A las doce, ya el
gabinete hiede á brillantina. Yo no me presenté hasta un cuarto de hora
antes de la señalada, vestida de gasa negra con golpes de azabache,
mangas hasta el codo y canesú calado, y las manos, cuidadísimas,
endiamantadas, sin una piedra de color. Al saludarle observé que estaba
volado. Anestesié su vanidad con excusas y chanzas, y tomé su brazo para
pasar á la _serre_, donde era una coquetería la mesita velada de encaje,
centrada de rosas rojas, servida con Sajonias finas, y sombreada por los
flábulos de una palmera lustrosa. De puro emocionado, Aparicio no
acertaba á deglutir el _consommé_. Evidentemente recelaba comer mal,
verter el contenido de la cuchara, manchar el mantel, tirar la copa
ligera donde la bella sangre del Burdeos ríe y descansa. Y estaba
alerta, inquieto, sin poder gozar de la hora. Para él, yo soy una dama
del gran mundo... (De un mundo que no he visto, pero que no me habrá de
causar ni cortedad ni sorpresa cuando llegue á verlo.)
Me dedico á serenar el espíritu del intelectual, y alardeo de
admiración, de cierto respeto, de cordialidad amena y decente. Con la
malicia retozona que siempre tengo dispuesta para Polilla, me entretengo
en representar este papel fácil, _hecho_. Doy al proco un rato de
deliciosa ilusión. ¿No es la ilusión lo mejor, lo raro?
El café, las mecedoras, ese momento de beatitud, en que la digestión
comienza... Él, ya á sus anchas, acerca su silla un tanto, y yo no alejo
la mía. Estoy de excelente humor, y no percibo ni rastro de esa
emotividad que, según Aparicio, caracteriza á la mujer. Mi corazón se
encuentra tan tranquilo como un pájaro disecado.
--Lina...--se atreve él--no puede usted figurarse...
--Vamos--calculo--es el momento... Se decide...
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