Dulce Dueño - 14

Total number of words is 4744
Total number of unique words is 1840
30.3 of words are in the 2000 most common words
43.3 of words are in the 5000 most common words
50.4 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
Se echó las dos manos á la cabeza.
--Conque, no más discusión. Escriba usted, porque á mí me es molesto
haber de ocuparme de asuntos, y, además, así que arregle algunas
cosillas, voy á hacer un viaje; mi alma necesita que mi cuerpo se
fatigue.
--Iré contigo. No es posible dejarte... así..., en estas circunstancias.
--¿En qué circunstancias?
--Enferma, herida, exal...
--Exaltada, no. Enferma, tampoco. Herida... ¡pch! unas erosiones, que yo
considero caricias, y unas cuantas magulladuras y contusiones. Estoy
buena, muy buena, y en mi interior, tan dichosa como nunca lo fuí.
Dentro de mí, hay agua viva... Antes había sequedad, calor,
esterilidad... No es exaltación. Es verdad; es lo que en mí siento. No
ponga usted esa cara. Jamás he estado tan cuerda.
Suspiró hondísimo. Macilento, mortal, escondió el rostro en la sombra
del rincón.
--No quiero que usted se aflija. La primera señal de mi cordura, de que
es ahora cuando me alumbra la razón, es que deseo que usted no sufra por
mi causa; es que reconozco deberle á usted amor, respeto... Ya sé que,
por usted, estoy perdonada.
Agitó el cuerpo, las manos, tembló. Se echó á mis pies.
--No digas tales cosas. Me haces daño, criatura. Soy yo quien necesita
tu perdón; te desterré, te encerré, te abandoné. Quise recluirte.
Pensaba que hacía bien. Obedecía á motivos, á escrúpulos... Me
equivocaba. Fuí... un infame. Tu carácter se torció, tu imaginación se
trastornó en aquella soledad... Culpa mía... Maldíceme.
Nos estrechamos; humedad caliente empapaba nuestras sienes. Besé su pelo
gris, sus mejillas demacradas.
--Le bendigo. Usted no puede adivinar el bien que me ha hecho. El mayor
bien.
--¿No me quieres mal?
Respondieron mis halagos. Respiró.
--Pues una cosa te pido ¡no más! ¡Por mí, por el viejo Farnesio! Aplaza
algo tu resolución de escribir al señor de Mascareñas. Concédeme un poco
de tiempo. Yo no digo que no lo hagas; es únicamente un plazo lo que
solicito. Antes de adoptar tan decisiva resolución, es preciso poner en
orden demasiados asuntos. Tú misma, si estás en efecto tranquila, serena
ante el porvenir, debes comprender que estas determinaciones hay que
madurarlas algún tanto. De las precipitaciones siempre nos arrepentimos.
Tiempo al tiempo. El único favor que Farnesio te suplica...
--No acierta usted. Lo bueno, inmediatamente.
--El único favor. ¿No me lo concedes, _niña mía_?
--No quiero negárselo. Tiene un año de plazo. Entretanto, yo viviré como
si no fuese dueña de estos capitales, que ya no considero míos. Me
reservo... lo que me daba doña Catalina en vida. Lo estrictamente
necesario. Usted, Farnesio, manda y dispone de todo y en todo...
Y después de una pausa:
--Excepto en mí.

III
Salí de Madrid dos semanas después, al anochecer, con una maleta vieja
por todo equipaje. Llevaba puesto lo más sencillo que encontré en mi
guardarropa: traje sastre, de sarga, abrigo de paño color café con
leche. Ni guantes, ni sombrero. Un velillo resguardaba mi cabeza y mi
faz, ya deshinchada, en que sólo la mella del diente recordaba el
suceso. Mi peinado era todo recogimiento y modestia.
Antes de emprender la caminata, por la mañana, me había arrodillado en
la iglesia de Jesús, á los pies de un capuchino joven, de amarilla tez
venada de azul, barbitaheño, consumido y triste. Oyóme casi impasible;
un movimiento ligero de párpados, una palpitación de las afiladas
ventanas de la nariz. Un instante sólo le vi alterado, expresando
pasión.
--Ese sacerdote que le ha dicho á usted que no la absolverían... ha
pecado gravemente contra la esperanza y contra la caridad. ¿Quién es él
para poner lindes á la misericordia? ¡No crea usted eso, hermana... Dios
perdona siempre!
--El hombre á quien causé la muerte, era necesario á los intereses de
ese sacerdote...
--Hábleme de sí misma; no acuse á nadie...
Y proseguí, lenta, balbuciente, registrando, explicando... La oreja de
cera que se tendía hacia mi voz la recogía cada vez con atención más
viva.
Cuando referí el origen de las señales que se veían en mi boca, el
fraile se volvió, me miró, en un chispazo de fraternidad...
--¿Eso ha hecho, hermana?
--Eso hice...
Al llegar á mi conversación con Farnesio, acerca de la herencia, otro
respingo.
--¿Eso hizo, hermana?
--Eso he resuelto hacer...
Antes de exhortarme, el capuchino se recogió, cerrando los descoloridos
ojos azules. Sus labios se movían, sin que de ellos saliese ningún
sonido. Al fin, en voz baja, fatigada, de enfermo, murmuró:
--No soy docto, hermana. Desconozco el mundo, y usted me propone cosas
extrañas para mí. Mejor se confesaría usted con el padre Coloma,
verbigracia. Supla á mi ignorancia Jesucristo, en cuyo santo nombre...
Yo veo descollar entre sus pecados una gran soberbia y un gran
personalismo. Es el mal de este siglo, es el veneno activo que nos
inficiona. Usted se ha creído superior á todos, ó, mejor dicho,
desligada, independiente de todos. Además, ha refinado con exceso sus
pensamientos. De ahí se originó la corrupción. Sea usted sencilla,
natural, humilde. Téngase por la última, la más vulgar de las mujeres.
No veo otro camino para usted, y tampoco habrá penitencia más rigurosa.
--¿Y... por ese camino... llegaré al amor?
--¿Al amor divino? ¡Quién lo duda! Usted lo ha presentido, hermana, al
dejarse pisotear por una mujer de mala vida, y despreciable á causa de
ella. Esa acción no significa sino ansia de humillarse. Humíllese,
humille esa cerviz altanera... Pero no un instante, no en un acto
violento, extremo, repentino. ¡Siempre, siempre!
--¿Nada más?
--Nada más. Basta. No tengo otro consejo que darle...
Y heme aquí en el vagón de tercera, mezquino, sucio, en contacto con la
plebe, la gentuza... Sí, esto puedo hacerlo. Puedo sentarme en un banco
duro é incómodo; puedo viajar casi sin ropa, mal pergeñada, respirando
el olor bravío de dos paletos--una especie de mendigo y una vieja que
abraza un cestón enorme--; puedo hasta alargar la mano, solicitar un
socorro... Lo que no puedo, lo que el capuchino no ha visto que no
puedo, es creerme--dentro de mí--al nivel de estos que van conmigo, del
que me diese limosna, del que cruza á mi lado... No me expreso bien.
Mientras el tren avanza, temblequeando sobre los rieles, yo ahondo, yo
sutilizo mi caso.--No es tal vez que me crea ni superior ni inferior. Es
que me creo _otra_. No reconozco lazo que con ellos me una. No se trata
quizás de orgullo, de soberbia, como suponen Carranza y el capuchino. Es
que, en el fondo de mi conciencia, en medio de mis actos penitenciales,
no me persuado de que haya nada de común entre los demás y yo. Hasta
llego á suponer que los demás no existen; que soy yo quien existo,
únicamente, y que sólo es verdad lo que en mí se produce; en mí, por
mí... Y es en mi interior donde aspiro á la vida radiante, beatífica,
divina, del amor. Es en mi interior donde quiero divinizarme, ser lo
celeste de la hermosura. ¿Cómo buscar el interior encielamiento? No con
actos externos, no con mi cuerpo pisoteado y mi rostro afeado y mi ropa
vulgar. Si dentro está el cielo del amor, dentro debe de estar el modo
de conquistarlo.
Y me acuerdo de mi Patrona, la Alejandrina. ¡Mujer feliz! Ella no
necesitó ni vestirse de burel, ni inclinar su frente principesca, para
ser amada, para tener en su mismo corazón al Amante. Con sus ropajes
fastuosos, con sus joyas, con su aristocrático desdén de todo lo bajo,
de la fealdad, de la miseria, logró conocer ese amor--ahora lo
comprendo--el único que merece desearse, soñarse, anhelarse; y se
desposó con ese Dueño--¡único que sin vileza se admite y se ansía,
cuando se desprecia todo lo que no surge en las fuentes secretas de
nuestro ser!
La noche nos envolvía ya; las voces resquebrajadas de los empleados
cantaban nombres. El vacío de las estepas solitarias rodeaban al tren.
El viaje terminaría pronto.
Me bajé en la estación de una ciudad vieja, y resolví dormir lo que
faltaba de la noche en la fonda de la estación misma. Al despertar,
arbitraria el modo de transportarme adonde tenía resuelto vivir.
Una conversación con el dueño de la fonda me fué utilísima. Averigüé
que, en el desierto que me había atraído como objeto de mi viaje, existe
un convento de Carmelitas, y, á corta distancia del convento, casuchas
desparramadas, de las cuales alguna me alquilarían tal vez.
--¿Costará muy cara?--pregunto, inquieta, pues ya no soy rica.
--Sí, sí, aún se dejarán pedir... Menos de veinte duros por año, no la
cederán.
Un birlocho me lleva, al través de los campos grisientos y silenciosos,
salpicados de alcornoques, hacia el desierto, un valle escondido por
montañuelas que espejean al sol. Salvados los pequeños mamelones,
aparece el valle, y su vista me estremece de alegría, porque es un oasis
maravilloso.
Todo él se vuelve flor y plantas fragantes. Romero, cantueso, mejorana,
tomillo, mastranzo, borraja, lo esmaltan como vivo, movible tapete
recamado de colorines. Y la florida alfombra se mueve, ondula, agitada
por el zumbido y el revuelo y el beso chupón, ardoroso, de miles de
abejas, cuyas colmenas diviso en los linderos. A la derecha, el
campanario del convento se recorta sobre el azul. Las casas--dos ó
tres--tienen un huerto más riente, si cabe, que el campo mismo. En la
revuelta de un sendero, á la puerta de una de estas casucas, está
sentada una mujer. Sus ojos, abiertos é inmóviles, no parpadean y los
cubre blanca telilla: es una ciega. A su lado, hace calceta una
chiquilla de unos doce ó trece años, negruzca, de facciones bastas, con
dos moras maduras por pupilas.
Me acerco, trabo conversación.
--¿Me alquilarían la casa? ¿Una habitación, por lo menos?
La desconfianza de los menesterosos me sale al paso. ¿Qué pretendo? Yo
soy una señorita. ¿Cómo voy á pasarlo allí? Es imposible que me
encuentre bien...
--Me encontraré perfectamente. Pagaré adelantado. Haré yo la cocina, mi
cama, la limpieza.
La anciana titubea; la extrañeza, la curiosidad, plegan sus labios, de
arrugadas comisuras, hundidos por el desdentamiento. La chiquilla no
sabe qué decir, y con un pie pega golpecitos en la canilla de la otra
pierna. Su pelo, apretujado, me inspira recelo indefinible. Ninguna
simpatía me infunden estos dos seres. Y, sin embargo, insisto, para
quedarme en su compañía. Saco un par de monedas.
--Agüela, dos duros m’ha dao esta ñora.
La avidez de los ciegos se pinta en la cara huesuda, inexpresiva.
--Daca...
Los guarda en la remendada faltriquera, y rezonga:
--Yo, con toa sastifación... Sólo que, como no hay ná de lo que se
precisa...
--No importa. Esta noche dormiré envuelta en mi manta. Mañana traerán...
Queda convenido. Hago mis encargos al cochero. Y, como en casa propia,
entro en la vivienda. Es de una pobreza sórdida. Tal vez la avaricia
hace aquí competencia á la miseria. La ciega tendrá por ahí escondida
una hucha de barro... Quizás por eso recelaba de mí... ¿Seré una ladrona
disfrazada?
Gradualmente, se disipa su temor. Cierto respeto hacia mí nace en su
espíritu, cuando nota que trabajo, que ayudo á la Torcuata--así se llama
la niña--en sus menesteres domésticos, y que hasta sirvo á las dos,
cuidándolas, procurando que la ciega no derrame la sopa y que la chica
no se atraque de miel, lo cual la hace daño. Porque las dos mujeres
viven de la miel y la cera; son colmeneras, como los demás moradores del
valle, y sacan también algún fruto de vender cosecha de plantas
aromáticas á drogueros y herbolarios. Empiezan á creer que yo soy una
especie de santa, no sólo por el cuidado incesante que tengo de
complacerlas y de atenderlas, sin exigirles nada, ni aun el menor
servicio, sino por que voy á la iglesia del convento diariamente, y
muchas tardes me ve Torcuata sentarme, pensativa, á la puerta, haciendo
calceta como ellas, con aire resignado. A sus preguntas respondo sin
impaciencia.
--La señora, ¿tié familia? ¿Es usted extranjera, ó de acá? etc.
A mi vez, pregunto; oigo la historia de los padres de Torcuata, que se
murieron, él «gomitando» sangre, ella de un mal parto; y, ufanas de
saber más que yo, me explican las costumbres de las abejas, costumbres
casi increibles, portento natural que nadie admira. Los acontecimientos
de nuestra existencia, en el valle, son el enjambre que emigra y que es
preciso recoger, llamándolo con cencerreo suave y teniéndole preparada
la nueva colmena, frotada de miel y de plantas odoríferas; la operación
de castrar los panales, los mil delicados cuidados que exige la
recolección, el transvase de la miel á los barreños, y luego á los
tarros, el derretido de la cera, su envase en los cuencos de madera,
las complicadas manipulaciones de la pequeña industria agrícola. Pronto
auxilio yo eficazmente á Torcuata, con grande alegría y maravilla de la
ciega, que no cree en tanto bien. Desde que faltaban los hijos, la
cosecha disminuía cada año. «¿Qué puede hacer una creatura? Comerse las
mieles ná más»...
Así se estableció entre mis huéspedas y yo la cordialidad más completa.
Invertidas las relaciones, fuí su criada. Sin escrúpulo, desinfecté la
cabeza pecadora de Torcuata, lavé su pelo, embutido de aceite, cerumen y
tierra, até un lazo azul á sus mechones, ya esponjados, y siempre recios
como cola de yegua rústica. Cosí camisas para la ciega. Me dejé
explotar. Hice regalos.
--¡Santa! ¡Es santa!--repetía la vejezuela, atónita.--¡Nos la ha traío
la virge el Calmen!
¡Santa! No... En lo recóndito, en el escondrijo de la verdad, ningún
afecto sentía por las dos mujeres. Ejemplares ínfimos de la humanidad,
barro ordinario que amasó aprisa el alfarero, me eran tan indiferentes
como uno de los alcornoques que sombreaban el repuesto valle. Ni ellas
serían capaces de ningún acto de abnegación, ni yo sentía el menor goce
emotivo al realizarlos por ellas. Mi instinto estético me las hacía
hasta repulsivas. Fea era la cara de níspero de la codiciosa vieja, y
acaso más fea la adolescencia alcornoqueña de la moza. ¡No importa!
Había que proceder como si las amase. ¿No es eso lo que pides, dulce
Dueño?
¡Ah! Por las tardes, respirando el olor embeodante de las florescencias,
cuyo polen llevaban las abejuelas de una parte á otra, auxiliando la
fecundación, me dirijo á tí, Dueño que no vienes... ¿Por qué han pasado
los tiempos en que, á precio de la tortura, de la piel arrancada, de la
cabeza destroncada, acudías, exacto á la cita, transportado de ardor?
¿Por qué no me es concedido comprarte á ese precio? Lo que estoy
haciendo, me cuesta más, mayor esfuerzo, un vencimiento largo, tedioso,
sin fin. Como Teresa, la que tanto te quiso, yo estoy sedienta de
martirio, y me iría á tierra de moros, si allí se martirizase. ¡Época
miserable la nuestra, en que el bello granate de la sangre eficaz no se
cuaja ya, no brilla! De las dos sangres excelentes, la del martirio y la
de la guerra, la primera ya es algo como las piedras fabulosas y
mágicas, que se han perdido; y la otra, también la quieren convertir en
rubí raro, histórico, guardado tras la vitrina de un museo! ¡Edad
menguada! ¡No poder ser mártir! En una hora, ganarte, unirme á tí... Si
tú quisieses, dulce Dueño, yo te ofrecería licor para refrescar el de
tus cruentas llagas... Yo te daría con qué renovar el Grial. Soy muy
desventurada, porque no me es concedido dejar correr las fuentes de mis
venas. ¡No poder sufrir, no poder morir!

IV
Y, poco á poco, mientras ejecuto las cosas prosáicas, comunes,
antipáticas á mis sentidos, allá en lo oculto, en lo reservado de mí
misma, noto los indicios de una transformación. Bogo hacia mi ideal,
trabajosamente, desviando troncos, chocando en piedras. El espíritu de
docilidad y el de renunciación, van depositándose en mí, como en la
celdilla ya preparada se deposita la miel. Según la miel se purifica,
siento que se purifica mi ánimo. Voy cortando los circuitos de mis
impurezas, (análogos á los que forman las neuronas, las cuales
reproducen el acto vicioso ya con independencia de nuestra voluntad). Lo
material de mi espiación, lo cumplo sin pensar en ello, sin atribuirle
valor ninguno. Atiendo más bien á lo íntimo. Vivo interiormente.
El convento no influye en ésto. Voy á la iglesia, pero evito á los
Carmelitas. Lo hago por prudencia, por quitar palabreos entre los
paletos maliciosos. Los Carmelitas, supongo que por igual razón, ni
parecen sospechar que existo. Son pocos y se encierran en su
conventillo, cuyas celdas y claustros están forrados de corcho.
Silencio, quietud y soledad. No se la he de robar, ni ellos á mí. Tan
gran bien es justo que se respete. ¿Y quién sabe si estos frailes se
parecen ó no á los directores ininteligentes, fustigados por San Juan de
la Cruz?
Comprendo que no basta la paciencia. Necesito el amor. Es preciso que
lo amargo me sea dulce. Que me sepan á miel estas molestias que me tomo
por dos mujeres bajas, burdas. ¿Tendré que amarlas, para amarte á tí,
para que tú me ames? ¿Será este el secreto, la palabra del enigma? ¿Y
cómo se hace para eso? ¡Estoy tan al principio de mi deificación! Me
faltan etapas, me faltan grados. Hay momentos en que desconfío, dudo, y
la secura me invade.
Lo primero que necesito es abandonarme, cerrar los ojos... Tal vez me
atormento en balde. Tal vez no necesito hacer más de lo que hago, ni
sufrir más de lo que sufro: basta que cambie mi corazón. Sólo entonces
seré, como dijo el gran poeta, «amada en el amado transformada». No lo
soy. No le hallo cuando le busco dentro. No le hallo... ¡Qué tristeza,
no hallarle! Acaso estoy unida á Él en conformidad, pero no en unión
transformativa. No somos uno. No hay noche nupcial. No hay en mis dedos,
que empieza á deformar el trabajo, ni señal de anillo de luz... Y sin
embargo, yo debiera obtener algo, porque mi espíritu no es como el de la
muchedumbre: yo soy singular. Mi resolución, mi vida, no se parecen á
las de las mujeres que no padecen ansias de belleza suprema!
Acaso esto que pienso sea tentación contra la humildad... ¡Pero si es
cierto! ¿La verdad te ofende? ¿He de tenerme por cualquiera? ¿Ignoro lo
que soy? ¿Me confundiré con la gente que no pasa del sentido, que no
entiende ni pregusta la hermosura inefable?
De seguro que la Alejandrina elegante, mi patrona, no se creía igual á
Gnetes. Comprendía de sobra la excelsitud de su propio ánimo. Y la diste
el anillo. ¿Qué debo hacer? Todo me será fácil, menos creer lo que no
creo. ¿Qué me pides? Toma mi juventud; ya te he ofrendado mi vanidad de
mujer: aféame más, si me embellezco para ti... Toma mi existencia, corta
ó larga, día por día... ¿No es eso lo que deseas?
Quiero recorrer todas las etapas, andar el camino hasta el fin, gemir,
llorar, clamar, velar de noche, ayunar de día. Quiero el fuego, el
desfallecimiento, el deseo de morir, el vuelo espiritual, el transporte;
quiero tu dardo, tu cuchillo... Y se me figura que jamás los obtendré.
Me siento sola, abandonada en este florido desierto, entre aromas de
miel intensa, que marean, que llenan de nostalgia y de dolor íntimo. Y,
sin embargo, han existido otras mujeres que se unieron á ti, que te
tuvieron consigo, á quienes dijiste: «Tú eres yo y yo soy tú...» Otras
que en ti habitaron, á quienes tendiste la mano, en ceremonia de
desposorios; que en ti bebieron la vida; que en ti fueron deiformes. ¡Y,
por muchos que hayan sido mis yerros, no creo que más hondamente
pudiesen sentirte y llamarte de lo que te llamo!
Esto cavilaba, en una hora de desolación, cuando, próximo ya á ponerse
el sol, las abejas se habían recogido á sus colmenas, y, apaciguado el
inquieto devaneo de su libar y revolar, el campo yacía en una calma
misteriosa, triste. En el convento tocaron á oración. Al extinguirse
las campanadas, me volví con sobresalto. Acababan de ponerme la mano en
el hombro.
--¿Ah? ¿Eres tú, Torcuata?
--Sí, ñora... ¿No sabe? Un fraile sa muerto.
--¿Cuándo?--pregunté maquinalmente.
--Ta mañana. He ío á verlo muerto en la igresa, ¿no sabe? Estaba negro,
negro tóo.
--¿Negro? ¿Por qué?
--Porque era guiruela, diz que dice, la enfermedá. Guiruela mala. ¡Muy
mala!
Nos recogemos á casa. Torcuata está estremecida. Ha visto de cerca, sin
comprenderlo, el misterio de la muerte; y su pubertad se ha estremecido,
con vago escalofrío de horror. Ni ella misma lo sabe. Las dos moras
negrazas de sus pupilas conservan, no obstante, la empañadura
inexplicable de la visión fúnebre.
Al medio día siguiente, la chica sufre un desvanecimiento.
--Cosas de la edá. Aluego va á ser mocita--murmura la ciega, estrujando
con sus dedos nudosos panales sobre un perol, á fin de que suelten la
melaza y reducirlos á pasta derretible.
Una punzada, un presentimiento... ¿Y si fuese así? ¡Bah! ¡Qué me
importa!
Dos días después, Torcuata salta de calentura. La acostamos. Me instalo
á su cabecera. Despacho un propio á la ciudad para traer médico,
medicinas. No dudo: es la viruela, y en este organismo joven, jamás
vacunado, viene con una fuerza y una malicia... De mano armada,
dispuesta á vendimiar.
Se queja la niña de fuerte dolor en los lomos. Ha sufrido una breve
convulsión.
A ratos, delira. La doy de beber limonadas, agua mineral, refrescos. El
médico no decide aún. Mientras no brote la erupción... Así que brote, él
y yo sabremos lo mismo.
En los momentos lúcidos, la muchacha me habla, hasta me sonríe, con
esfuerzo, murmurando:
--Ñora...
Alargando una mano ardorosa, endurecida, coge la mía, la estrecha.
--Ñora... No se vaya... La agüela no ve... No pué estar al cuido mío.
La ciega, acurrucada en un rincón, gime, barbota rezos, y repite á
intervalos:
--¡Lo que Dios nos invía! ¡Ahora la Torcuata tan malita! ¡Lo que invía
Dios!
--No me voy, chiquilla. Aquí estoy, contigo...
--¡Si está ahí, ñora, pa mí está la Virgen el Calmen!
No sé cómo dijo esto la inocente. Sé que sentí algo, un calor, un golpe,
en las mismas entrañas. ¿Sería el cuchillo de la piedad que, ¡por fin!,
se hincaba en ellas...?
Ha vuelto el médico. Cesó la incertidumbre. Los puntos rojizos se han
señalado. El cuerpo de la enferma tiene el olor característico á pan
recién salido del horno. Se presenta la sangre por las narices.
--Viruela, y de la peor... Confluente... Señora, tengo el deber de
advertir á usted que el mal es extraordinariamente contagioso, sobre
todo en el período que se aproxima...
--Gracias, doctor. No me moveré de aquí. Venga usted diariamente...
Abono los gastos de coche y demás. No soy opulenta, soy casi una pobre;
pero deseo que nada le falte á Torcuata.
La ciega, alzando las manos, insistía:
--Santa es, santa es.
La hórrida erupción brotó con furia. La cara fué presto la de un
monstruo. Las moras de las pupilas, de un negro violeta tan intenso, tan
fresco, desaparecieron tras del párpado abullonado. La niña no veía.
--Otra cieguecita como la agüela...--suspiró.--Ñora Lina ¿está ahí? Ñora
¿me moriré como el fraile?
Nuevamente percibí la herida en lo secreto del ánima; y más viva, más
cortante, más divinamente dolorosa. La piedad al fin; la piedad humana,
el reconocimiento de que alguien existe para mí, de que el dolor ajeno
es el dolor mío. Un impulso irresistible, ardiente, sin freno de ternura
infinita, de amor, de amor sin límites... Sobre la faz de la niña, de la
paleta alcornoqueña, gotea la miel de mi caridad, envuelta, desleida en
llanto. Y mis labios, besando aquel espantoso rostro, tartamudean:
--No, hija mía, no te mueres. ¡No te mueres, porque te quiero yo mucho!
Por la ventana abierta, entran el aire y la fragancia de la tierra
floreciente, amorosa. Cierro los ojos. Dentro de mí, todo se ilumina.
Alrededor, un murmurio musical se alza del suelo abrasado con el calor
diurno; mi cabeza resuena, mi corazón vibra; el deliquio se apodera de
mí. No sé dónde me hallo; un mar de olas doradas me envuelve; un fuego
que no destruye me penetra; mi corazón se disuelve, se liquida; me
quedo, un largo incalculable instante, privada de sentido, en transporte
tan suave, que creo derretirme como cera blanda... ¡El Dueño, al fin,
que llega, que me rodea, que se desposa conmigo en esta hora suprema,
divina, del anochecer!...
Entrecortadas, mis palabras son una serie de suspiros. Mi boca,
entreabierta, aspira la ventura del éxtasis. Imploro, ruego, entre el
enajenamiento del bien inesperado, fulminante.
--No me dejes, no me dejes nunca... Siempre tuya, siempre mío... Quítame
lo que quieras, haz de mí lo que te plazca, venga cuanto dispongas,
redúceme á la nada, que yo sea oprobio, que yo sea burla, que me
envilezca, que me infame... Venga ignominia, fealdad horrible, dolor,
enfermedad, ceguera; venga lo que sea, hiéreme, hazme pedazos... Pero no
te apartes, quédate, acompáñame, porque ya no podría vivir sin ti, sin
ti, sin ti...
Y, palpitando en mis labios, la queja deliciosa repite, sin
pronunciarlo, sin rasgar el aire:
--Dulce Dueño...

V
En este asilo, donde me recluyeron, escribo estos apuntes, que nadie
verá, y sólo yo repaso, por gusto de convencerme de que estoy cuerda,
sana de alma y de cuerpo, y que, por la voluntad de quien puede, soy lo
que nunca había sido: feliz.
Mi felicidad tiene, para los que miran lo exterior (lo que _no es_), el
aspecto de completa desventura.
En lo mejor de mis años, me encuentro encerrada, llevando la monótona
vida del Establecimiento; sometida á la voluntad ajena, sin recursos,
sin distracciones, sin ver más que médicos, enfermeros y dolientes... En
comparación con mi suerte actual, el convento en que antaño pretendieron
que ingresase, sería un paraíso.
Y yo soy feliz. Estoy donde Él quiere que esté. Aquí, me visita, me
acompaña, y la paz del espíritu, en la conformidad con su mandato, es mi
premio. Aún hay regalos doblemente sabrosos, horas en que se estrecha
nuestra unión, momentos en que, allá en lo arcano, se me muestra y
comunica. ¿Qué más puedo pedir? Todo lo acepto... todo lo amo, en Él y
por Él. Amo estas paredes lisas, que ningún objeto de arte adorna; este
mobiliario sin carácter, como de hospital ó sanatorio; estos árboles sin
frondosidad, este jardín sin rosas, este dormitorio exiguo, esta gente
que no sospecha lo que me sirve de consuelo, y se admira de la
expresión animada y risueña de mi cara, y me llama--lo he
averiguado--«la contenta...» Y, mientras mis dedos se entretienen en una
labor de gancho, mi alma está tan lejos, tan lejos... Por mejor decir,
mi alma está tan honda...! Recatadamente, converso con él, le escucho, y
su acento es como un gorjeo de pájaro, en un bosque sombrío y dorado por
el sol poniente... Otras veces, le aguardo con impaciencia de novia,
deseosa de oir crujir la arena bajo un paso resuelto, juvenil... y le
pido que no tarde, que no me haga languidecer. Y languidezco, y á veces,
un desvanecimiento, un arrobo, me sorprenden en medio de la ansiosa
espera.
Farnesio ha venido á visitarme, en un estado de alteración y angustia,
que da lástima.
--¿Lo ves?--repite.--¿Lo ves? Si tenía que suceder... ¡Si ya lo decía
yo! ¡Si te lo había anunciado! Es horroroso... ¡Y no poder, no lograr
evitar estas cosas!
--Pero ¿qué es lo que usted quería evitar?
--¡Y me lo preguntas! Voy temiendo que sea cierto que se haya
trastornado tu razón. ¿Qué es lo que quería evitar? Que te trajesen á la
casa de locos. ¡Qué infamia! ¡Á la casa de locos!
--Me encuentro perfectamente en ella.
--¡Válgame Dios, niña! No puede ser; y aun cuando así fuese, ¿voy yo á
consentirlo? ¿Voy á permitir que el malvado de tu tío te encierre aquí,
por toda la vida acaso?
--Según eso, ¿fué mi tío? ¡Bah! Le perdono.
--¿Perdonar? Como no salgas pronto de aquí, ha de saber quién es Genaro
Farnesio. ¡Gitano inmundo! Estaba yo con él en negociaciones para
transigir, y rescatar, por lo menos, la mitad de tu fortuna--porque no
te figures que él tenía el pleito fácil, ni que nos arrollaría tan
sencillamente--, cuando se le ha ocurrido otra combinación más
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - Dulce Dueño - 15
  • Parts
  • Dulce Dueño - 01
    Total number of words is 4525
    Total number of unique words is 1916
    27.1 of words are in the 2000 most common words
    37.4 of words are in the 5000 most common words
    42.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Dulce Dueño - 02
    Total number of words is 4609
    Total number of unique words is 1969
    26.0 of words are in the 2000 most common words
    37.6 of words are in the 5000 most common words
    44.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Dulce Dueño - 03
    Total number of words is 4680
    Total number of unique words is 1915
    27.8 of words are in the 2000 most common words
    38.0 of words are in the 5000 most common words
    44.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Dulce Dueño - 04
    Total number of words is 4627
    Total number of unique words is 1976
    28.3 of words are in the 2000 most common words
    39.7 of words are in the 5000 most common words
    46.5 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Dulce Dueño - 05
    Total number of words is 4805
    Total number of unique words is 1956
    28.6 of words are in the 2000 most common words
    41.3 of words are in the 5000 most common words
    47.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Dulce Dueño - 06
    Total number of words is 4656
    Total number of unique words is 1823
    31.8 of words are in the 2000 most common words
    43.6 of words are in the 5000 most common words
    50.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Dulce Dueño - 07
    Total number of words is 4648
    Total number of unique words is 1924
    30.3 of words are in the 2000 most common words
    43.1 of words are in the 5000 most common words
    48.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Dulce Dueño - 08
    Total number of words is 4672
    Total number of unique words is 1860
    30.6 of words are in the 2000 most common words
    42.4 of words are in the 5000 most common words
    48.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Dulce Dueño - 09
    Total number of words is 4836
    Total number of unique words is 1963
    29.0 of words are in the 2000 most common words
    41.6 of words are in the 5000 most common words
    47.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Dulce Dueño - 10
    Total number of words is 4713
    Total number of unique words is 1844
    31.9 of words are in the 2000 most common words
    43.9 of words are in the 5000 most common words
    50.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Dulce Dueño - 11
    Total number of words is 4734
    Total number of unique words is 1921
    29.6 of words are in the 2000 most common words
    40.9 of words are in the 5000 most common words
    47.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Dulce Dueño - 12
    Total number of words is 4691
    Total number of unique words is 1866
    29.9 of words are in the 2000 most common words
    42.7 of words are in the 5000 most common words
    48.5 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Dulce Dueño - 13
    Total number of words is 4640
    Total number of unique words is 1883
    29.7 of words are in the 2000 most common words
    42.1 of words are in the 5000 most common words
    47.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Dulce Dueño - 14
    Total number of words is 4744
    Total number of unique words is 1840
    30.3 of words are in the 2000 most common words
    43.3 of words are in the 5000 most common words
    50.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Dulce Dueño - 15
    Total number of words is 940
    Total number of unique words is 477
    43.1 of words are in the 2000 most common words
    53.2 of words are in the 5000 most common words
    58.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.