Dulce Dueño - 08

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--No puede usted figurarse...--insiste.--Hay cosas que, realmente,
tienen algo de fantástico, de irreal... Cómo había de imaginarme yo
que... que...
Se adivina lo que añade D. Hilario, y se devana fácilmente el hilo de su
discurso. Así como se presume mi respuesta, ambiguamente melosa y
capciosa. Después de las primeras cucharadas dulces, sitúo mis baterías.
--Hilario, entre usted y yo no caben las vulgaridades de rúbrica...
Somos seres diferentes de la muchedumbre. Y nos hemos acercado y nos
hemos sentido atraídos, por algo superior á la... á la mera atracción
del... del sexo. ¿Me equivoco? No, no es posible que me equivoque. Aquí
estamos reunidos para tratar de una idea salvadora...
--Para eso... y para algo quizás mejor--objeta él, soliviantado.
--¿No habíamos quedado en que el amor era un sacrificio?
--Según... según--tartamudeó--. Lina, hay horas en que olvida uno lo que
piensa, lo que diserta, lo que escribe. La impresión que se sufre es de
aquellas que... Sea piadosa! No me obligue á recordar ahora mi labor
dura, incesante, mi acerba lucha por la existencia!
--Sí, recordémosla--argüí--pues aquí estoy yo para que fructifique. Ese
es mi oficio providencial. Poseo una fortuna considerable, y usted me ha
enseñado como debo invertirla.
Hizo un gesto, como si el hecho fuera desdeñable, mínimo.
--No, si adivino su desinterés. Me he adelantado á él. La fortuna no
será para nosotros: entera se consagrará al triunfo de los ideales. Ni
aun la administraremos. Eso se arreglará de tal manera, que ni la más
viperina maldad pueda atribuirnos, y á usted sobre todo, vileza alguna.
Nosotros, unidos libremente, claro es, renunciaremos á todo, viviremos
de nuestro trabajo, en nuestro apostolado... ¡Qué divertido será! ¿Por
qué se queda frío, Aparicio...? ¿No he acertado? ¿Es una locura de
mujer entusiasta? ¿No es eso lo que usted pretendía, la realización de
su ensueño?
--Sí, sí... Es que, de puro esplendoroso, así al pronto, el plan me
deslumbra... Déjeme usted respirar. ¡Es tan nuevo, tan inaudito lo que
me pasa! ¡Desde ayer creo que vivo soñando y que voy á despertarme
rodeado, como antes, de miseria, de decepciones! ¡Que se me aparezca el
ángel de salvación... y que tenga su forma de usted! ¡Una forma tan
hermosa! Porque es usted hermosísima, Lina. No sé lo que me pasa...
--Cuidado, Aparicio--y simulo confusión, rubor, trastorno--no perdamos
de vista que el objeto... el objeto...
La brillantina se me acerca tanto, que debo de hacer una mueca rara.
--No, no lo pierdo de vista... El objeto es la felicidad de muchos seres
humanos. Si empezamos por la nuestra, cuánto mejor. Así caminaríamos
sobre seguro.
--¿No es usted altruista?
--Altruista... sí... y también, verá usted... también soy
_Kirrkegaardiano_...
--¿Cómo? ¿Cómo?
--Ya, ya le explicaré á usted ese filósofo... No hay ética colectiva...
La moral debe ser nuestra, individual...
--Eso me va gustando--sonreí.
--Es claro... No puede por menos. Tiene usted demasiada penetración. Y
por eso, aun en nuestra obra redentora de apostolado, debemos partir de
nosotros mismos.
--Y prescindir de Polilla--observo, infantilmente.
--Y prescindir de Polilla. _Nosotros_ lo arreglaremos perfectamente. No
hay que ir al extremo de las cosas. Nadie mejor que nosotros para
administrar... administrar solamente, bueno... las riquezas que usted
posee... y que, en otras manos, tal vez serían robadas, dilapidadas... Y
en cuanto á nuestra unión... Lina, por usted... por usted, por su
respetabilidad... yo me presto, yo asiento á todas las fórmulas, á todas
las consagraciones... Una cosa es el ideal, otra su encarnación en lo
real...
No pude contenerme. Solté una risa jovial, victoriosa. Aquel toro, desde
el primer momento, se venía á donde lo citaban los capotes revoladores y
clásicos. Un marido como otro cualquiera, ante la iglesia y la ley.
Porque así, yo le pertenecía, y mis bienes lo mismo, ó al menos su
disfrute.
--No se sobresalte, Hilario... Si no me río de usted. Me río de nuestro
inmejorable Polilla. Figúrese mi satisfacción. Es que le he ganado la
apuesta. Aposté con él á que, á pesar de las apariencias, era usted un
hombre de talento. ¡Espere usted, espere usted, voy á explicarme...!
Perdóneme la inocente añagaza, la red de seda que le he tendido. Las
apariencias le presentan á usted como un teórico que devana marañas de
ideas, basándose en el instinto que sienten todos los hombres de
exigirle á la vida cuanto pueden y de adquirir lo que otros disfrutan.
Pero usted reclama todo eso para el individuo, y el individuo que más
le importa á usted, es naturalmente, usted mismo. ¡Cómo no! Si dentro de
las circunstancias actuales su individuo de usted puede hallar lo que
apetece, ya no necesita usted modificar en lo más mínimo esas
circunstancias. Ninguna falta le hace á usted la transformación de la
sociedad y del mundo. Para usted el mundo se ha transformado ya en el
sentido más favorable y justo... ¿Acierto?
No me respondía. Abierta la boca, fijos los ojos, más pálido que de
costumbre, aterrado, me miraba; no se daba cuenta de como y por donde
había de tomar mi arenga. ¿Era burla escocedora? ¿Era originalidad de
antojadiza dama? ¿Qué significaba todo ello?
--Acierto de fijo--adulé--. Usted, persona de entendimiento superior,
tiene dos criterios, dos sistemas; uno, para servirle de arma de
combate, en esa lucha recia que adivino, y en la cual derrochó usted la
juventud, la salud y el cerebro, sin resultado; otra, para gobernar
interiormente su existir y no ser ante sí propio un Quijote sin
caballería... y sin la gran cordura de Don Quijote, que á mi se me
figura uno de los cuerdos más cuerdos! Vuelvo á preguntar. ¿Me equivoco?
--En varios respectos...--barbotó indeciso--no... Todo eso... Mirándolo
desde el punto de vista... Sin embargo... ¿Por qué...?
--Atienda, Hilario... Yo veo en usted á un hombre superior, que patulla
en un pantano donde se le han quedado presos los pies. Le saco á usted
de ese pantano... con esta mano misma.
Se la tendí. Resucitado, enajenado, besó los diamantes, á topetones, y
los dedos, ansioso.
--Le saco del pantano. Créame. Va usted á donde debe, al Congreso, al
Ministerio, á las cimas. Y acepta usted cuanto existe, desde el cedro
hasta el hisopo. Como que, dentro de usted, aceptado estaba. ¡Ni que
fuera usted algún sandio! ¿Conformes? Si yo se lo decía á D. Antón:
«Seré su ninfa, su Egeria... si resulta que tiene talento, apesar de
semejantes teorías y semejantes libros...» ¿Digo bien? Pues á
obedecerme...
Hizo una semiarrodilladura.
--Me entrego á mi hada...
Cuando se fué--obedeciendo á una orden, porque su brillantina ya me
enjaquecaba fuertemente--sentí algo parecido á remordimiento. Y escribí
á Polilla algunos renglones; esto, en substancia:
«Cuando necesite Aparicio protección, dinero, avíseme usted. Y así que
pueda, y me haga amiga de algún personaje político, he de colocarle,
según sus méritos, que son muchos. Tiene facultades extraordinarias...
Agradezco á usted altamente que me haya facilitado conocerle...»
Llamé á un criado.
--Esta carta al correo. Y cuando vuelva este señor que ha almorzado
aquí, que le digan siempre que he salido.


IV
_El de Farnesio._

I
Los soplos primaverales, con su especie de ilusoria renovación, (todo
continúa lo mismo, pero al cabo, _en nosotros_, en lo único que acaso
sea real, hay fervorines de savia y turgencias de yemas), me sugieren
inquietud de traslación. Me gustaría viajar. ¿No fueron los viajes uno
de los goces que soñé imposibles en mi destierro?
A la primer indicación que hago á Farnesio, para que me proviste de
fondos, noto en él satisfacción; mis planes, sin duda, encajan en los
suyos. Es quizás el solo momento en que se dilata placenteramente su
faz, que ha debido de ser muy atractiva. Habrá tenido la tez aceitunada
y pálida, frecuente en los individuos de origen meridional, y sobre la
cual resalta con provocativa gracia el bigote negro, hoy de plomo
hilado. Sus ojos habrán sido apasionados, intensos; aún conservan
terciopelos y sombras de pestañaje. Su cuerpo permanece esbelto, seco,
con piernas de alambre electrizado. No ha adquirido la pachorra egoísta
de la cincuentena: conserva una ansiedad, un sentido dramático de la
vida. Todo esto lo noto mejor ahora, acaso porque conozco
antecedentes...
--¿Viajar? ¡Qué buena idea has tenido, Lina! Justamente, iba á
proponerte...
--¿Qué?--respingo yo.
--Lo que me ha escrito, encargándome que te lo participe, tu tío D. Juan
Clímaco. Dice que toda la familia desea mucho conocerte, y te invita á
pasar una temporada con ellos en Granada. Ya ves...
--Ya veo... No era ese el viaje libre y caprichoso que fantaseaba...
Pero Granada _me suena_... ¿Y qué familia es la de mi tío? No lo
sospecho.
La cara de Farnesio, siempre sentimental, adquirió expresión más
significativa al darme los datos que pedía. Hablaba como el que trata de
un asunto vital, de la más alta y profunda importancia.
--Por de pronto, tu tío, un señor... de cuidado, temible. Desde que le
conozco ha duplicado su fortuna, y va camino de triplicarla. Está viudo
de una señora muy linajuda, procedente de los Fernández de Córdoba, y
que tenía más de un cuarterón de sangre mora, ¡tan ilustre en ella como
la cristiana! Descendencia de reyes, ó emires, ó qué sé yo... Le han
quedado tres hijos: José María, Estebanillo y Angustias.
--¿Solteros?
--Todos. El mayor, José María, contará unos veintinueve á treinta
años...
--¡Entonces ya entiendo el mecanismo del viaje, amigo mío! ¿Á que sí, á
que sí? No guarde usted nunca secretillos conmigo, Farnesio; ¡si al cabo
no le vale! D. Juan Clímaco Mascareñas debía ser el heredero de mi...
tía, y yo le he quitado esa breva de entre los dientes. Según usted me
lo pinta, codicioso, el buen señor lo habrá sentido á par del alma. Como
además es inteligente, ha tomado el partido de callarse y trazar otro
plan, _á base_ de hijo casadero... Y como usted tiene la desgracia de
tener... buena conciencia... se cree en el deber de auxiliar á D. Juan
en el desquite que anhela... y de aproximarme al primo José María ó al
primo Estebanillo...
--¡Oh! Lo que es el primo Estebanillo... ese...
--¡Ya! Se trata de José María...
Farnesio calla conmovidísimo, con el respiro anhelante. No se atreve á
lanzarse á un elogio caluroso; tiembla y se encoge ante mis soflamas y
roncerías.
--Sea usted franco...
Se decide, todo estremecido, y habla ronco, hondo.
--No veo por qué no... En efecto, opino que tu primo José María puede
ser para tí un marido excelente, y creo que, en conciencia, ya que de
conciencia hablaste, Lina... ya que piensas en la conciencia... ¡porque
en ella hay que pensar!... mejor sería que, en esa forma, los Mascareñas
no pudiesen nunca... nunca...
--¿Era ó no doña Catalina dueña de su fortuna?--insisto acorralándole y
descomponiéndole.
--¡Dueña! ¡Quién lo duda!... Sin embargo... En fin...
Y, cogiéndome las manos, con un balbuceo en que hay lágrimas, D. Genaro
añade:
--No se trata sólo de la conciencia... ni del daño y perjuicio de tus
parientes... Es por ti... ¿me entiendes?, por ti... Cuando un peligro te
amenace, cuando algo pueda venir contra ti..., oye á Farnesio... ¡Qué
anhela Farnesio sino tu dicha, tu bien!
Mi corazón se reblandeció un momento, bajo la costra de mis agravios
antiguos, del injusto modo de mi crianza, que casi hizo de mí un
Segismundo hembra, análogo al anarquista creado por Calderón.
--Lo creo así, D. Genaro. Y como con ver nada se pierde... iré á
Granada. Será, por otra parte, cosa divertida. ¿No le agradaría á usted
acompañarme?
Se demuda otra vez.
--No, no... _Conviene_ más que me quede... ¿Por qué no buscamos una
señora formal...?
--¡Déjeme usted de formalidades y de señoras! Me llevaré á Octavia, la
francesa.
--Buen cascabel.
--Va para limpiarme las botas y colgar mis trajes. Para lo demás, voy
yo.
Se resigna. Él escribirá, á fin de que me esperen en la estación...
Empieza mi faena con Octavia. Es una doncella que he pedido á la
Agencia, y que parece recortada de un catálogo de almacén parisiense. Á
ninguna hora la sorprendo sin su delantal de encajes, su picante lazo
azul bajo el cuello recto, níveo, su tocadito farfullado de
valenciennes, divinamente peinada. Transciende á _Ideal_, y está llena
de menosprecio hacia lo barato, lo anticuado, _les horreurs_. La vieja
Eladia, á quien he relegado al cargo de ama de llaves, aborrece de
muerte á la «franchuta».
Prepara Octavia genialmente mi equipaje, pensando en ahorrarme las
molestias de las pequeñeces, los _petits riens_, lo que más mortifica,
la hoja de rosa doblada. ¡Friolera! ¡Hacer noche en el tren! Hay que
prevenirse...
--¿Cuándo es la marcha, madame?
--Dentro de una semana, ma fille... Cuando nos entreguen todo lo
encargado...
--¿La señorita no tiene prisa?
--Maldita... ¡Figúrate que voy en busca de novio!
Se ríe; supone que bromeo. Es una mujer de cara irregular, tez adobada,
talle primoroso. Ni fea ni bonita; acaso, por dentro, ajada y flácida;
llamativa como las caricaturas picarescas de los kioscos. Tal vez no muy
conveniente para servir á una dama. Pero tan dispuesta, tan
complacedora... ¡Se calza tan bien... lleva las uñas tan nítidas!
Al disponer este viaje, advierto más que nunca la falta--en medio de mi
opulencia--de lujos refinados. De doña Catalina, que nunca viajaba, no
he heredado una maleta decorosa. Encuentro un amazacotado neceser de
plata, de su marido, con navajas de afeitar, brochas y pelos aún en
ellas. Octavia lo examina. «¡L’horreur!» Recorro tiendas: no hay sino
fealdades mezquinas. No tengo tiempo de encargar á Londres, único punto
del mundo en que se hacen objetos de viaje presentables... En
Madrid--deplora Octavia--no se halla _rien de rien_... A trompicones, me
provisto de _sauts de lit_, coqueterías encintajadas, que son una
espuma. Ya florezco mi luto de blanco, de lila, de los dulces tonos del
alivio. Batistas, encajes, primavera... Y seda calada en mis pies, que
la manicura ha suavizado y limado como si fuesen manos.
--¿Todo esto, por el primo de Granada, á quien no conozco?
No; por mi autocultivo estético. Es que el bienestar no me basta. Quiero
la nota de lo superfluo, que nos distancia de la muchedumbre. Lo que
pasa es que procurarse lo superfluo, es más difícil que procurarse lo
necesario. No se tiene lo superfluo porque se tenga dinero; se necesita
el trabajo minucioso, incesante, de quintaesenciarnos á nosotros mismos
y á cuanto nos rodea. La ordinariez, la vulgaridad, lo antiestético, nos
acechan á cada paso y nos invaden, insidiosos, como el polvo, la humedad
y la polilla. Al primer descuido, nos visten, nos amueblan cosas
odiosas, y el ensueño estético se esfuma. ¡No lo consentiré! ¡Mejor me
concibo pobre, como en Alcalá, que en una riqueza basta y osificada,
como la de doña Catalina Mascareñas, mi... mi tía!
Por otra parte, como no soy un premio de belleza, y lo que me realza es
el marco, quiero ese marco, prodigio de cinceladura, bien incrustado de
pedrería artística, como el atavío de mi patrona, la Alejandrina, que
amó la Belleza hasta la muerte.
En cuanto al proco... ¡bah! Ni sé si me casaré pronto ó tarde, ni si lo
deseo, ni si lo temo. ¿Qué duerme en el fondo de mi instinto? Es aún
misterioso. Casarse será tener dueño... ¿Dulce dueño?... El día en que
no ame, mi dueño podrá exigirme que haga los gestos amorosos... El día
en que mi pulmón reclame aire bravo, me querrá mansa y solícita... La
libertad material no es lo que más sentiría perder. Dentro está nuestra
libertad; en el espíritu. Así, en frío, no me seduce la proposición de
Farnesio.
Hago memoria de que en Alcalá, leyendo las comedias antiguas, me
sorprendía la facilidad con que damas y galanes, en la escena final, se
lanzan á bodas. «Don Juan, vos casaréis con doña Leonor, y vos, don
Gutierre, dad á doña Inés mano de esposo... Senado ilustre, perdona las
muchas faltas...» Y recuerdo que en una de esas mismas comedias, de don
Diego Hurtado de Mendoza, hay un personaje que dice á dos recién
casadas:
«Suyas sois, en fin; más ved
que ya en nada quedáis vuestras...»
Pocos maridos recuerdan la advertencia del mismo personaje:
«Y vos, don Sancho y don Juan,
estad cada uno advertido
que el entrar á ser marido
no es salir de ser galán...»
En resumen, mi caso no es el frecuente de la mujer que repugna el
matrimonio porque repugna la sujeción. Hay algo más... Hay esta alta,
íntima estimación de mí propia; hay el temor de no poder estimar en
tanto precio al hombre que acepte. El temor de unirme á un inferior...
La inferioridad no estriba en la posición, ni en el dinero, ni en el
nacimiento... Este temor, ¡bueno fuera que lo sintiese ahora! Lo sentía
en Alcalá, cuando barría mi criada con escobas inservibles... Acaso me
ha preservado de algún amorcillo vulgar.
¿Habrá proco que me produzca el arrebato necesario para olvidar que «ya
en nada soy mía»? No sé por dónde vendrá el desencanto; pero vendrá. Soy
como aquel que sabe que existe una isla llena de verdor, de gorjeos, de
grutas, de arroyos, y comprende que nunca ha de desembarcar en sus
playas. No desembarcaré en la playa del amor. Y, si me analizo
profundamente, ello es que deseo amar... ¡cuánto y de qué manera! Con
toda la violencia de mi sér escogido, singular; como el ciervo anhela
los ocultos manantiales...
¿Por qué lo deseo? Tampoco esto me lo defino bien. En tantos años de
comprimida juventud y de soledad, he pasado, sin duda, mi ensueño por el
tamiz de mi inteligencia; he pulido y afiligranado mi exigencia
sentimental; he tenido tiempo de alimentarla; la he alquitarado, y su
esencia es fuerte. Mi ansia es exigente; mi cerebro ha descendido á mi
corazón, le ha enlorigado con laminillas de oro, pero en su centro ha
encendido una llama que devora. Y, enamorada perdida, considero
imposible enamorarme...

II
En la estación de Granada me aguardan los Mascareñas.
Desde una hora antes, hemos trabajado Octavia y yo en disimular las
huellas de la noche en ferrocarril. Y me he tratado, á mí misma, de
estúpida. ¿Por qué no haber venido en auto? Pero un auto de camino,
decente, tampoco se encontraría en Madrid, de pronto.
Por fortuna he dormido, y no presento la máscara pocha del insomnio. Mi
hálito no delata el trastorno del estómago revuelto. Lo impulso varias
veces hacia las ventanas de la nariz, y me convenzo de su pureza. Por
precaución, me enjuago con agua y elixir y mastico una pastilla de
frambuesa, de las que encierra mi bombonerita de oro, cuya tapa es una
amatista cabujón, orlada de chispas. En joyería, está Madrid más
adelantado que en _confort_.
Refresco mi tez, mi peinado, mi traje. Me mudo la tira blanca del
cuello. Renuevo los guantes, de Suecia flexible. Atiranto mis medias de
seda, transparentes, no caladas (lo calado, para viaje, es _mauvais
genre_). Y bien hice, porque al detenerse el tren y precipitarse el
primo José María á darme la mano para bajar, su mirada va directa, no á
mi cara, sino al pie que adelanto, al tobillo delicado, redondo.
El rostro, verdad es, lo llevo cubierto con un velo de tupida gasa
negra, bajo el cual todavía nubla las facciones un tul blanco.
Entrevista apenas, yo veo perfectamente á mis primos. José María es un
moro; le falta el jaique. Estebanillo un mocetón, rubio como las
candelas. La prima, igual á José María, con más años y declinando hacia
lo seco y lo serio meridional, más serio y seco que lo inglés. El tío
Juan Clímaco... De éste habrá mucho que contar camino adelante.
Hay saludos, ceceos, ofrecimientos, cordialidades. Dos coches, á cual
mejor enganchado, nos aguardan. En uno subimos las mujeres, el tío
Clímaco--así le llamo desde el primer momento--y el hijo mayor. En el
otro, Octavia y las maletas. Estebanillo lo guía.
La casa es un semipalacio, en una calle céntrica, antigua, grave. ¡Qué
lástima! Un edificio nuevo, bien distribuído, vasto, sustitución de otro
viejo «que ya no prestaba comodidad». En el actual, obra de mi tío, nada
falta de lo que exigen la higiene y la vida á la moderna. Se han
conservado muebles íntimos, viejos--bargueños, sillerías aparatosas,
cuadros, braseros claveteados de plata--pero domina lo superpuesto, la
laca blanca, el mobiliario á la inglesa. Estebanillo me lo hace
observar. Angustias--á quien llaman sus hermanos _Gugú_, transformación
infantil de un nombre feo--se siente también orgullosa de la educación
recibida en un convento del Yorkshire, de que «el niño» se haya recriado
en Londres, de los baños y los lavabos de porcelana que parece leche, de
esa capa anglófila que reviste hoy á tanta parte de la aristocracia
andaluza. Me conducen á mi cuarto, me enseñan el tocador lleno de
grifos, de toda especie de aparatos metálicos para llamar, soltar agua
hirviendo ó fría... Me advierten que se almuerza á las doce y media. Y
el lánguido, fino ceceo del primo José María, interviene:
--No cean uztéz apuronez; la verdá, siempre nos sentamo á la una.
Lo agradezco. Octavia prepara el baño, deshace bultos, y á las dos horas
de chapuzar y componerme algo, salgo hecha una lechuga, enfundada en
tela gris ceniza, y hambrienta.
Me sientan entre el tío y el primo, que así como indiscretamente
escudriñó el arranque de mi canilla, ahora registra mi nuca, mi
garganta, hunde los ojos en la sombra de mi pelo fosco. Me sirve con
aire de rendimiento adorador, y á la vez con suave cuchufleteo,
burlándose de mi apetito. El come poco; al terminar se levanta aprisa,
pide permiso, saca accesorios muy elegantes de fumador y enciende un
puro exquisito, de aroma capcioso, que mis sentidos saborean. Es la
primera vez que á mi lado un hombre fuma con refinamiento, con manos
pulidas, con garbo y donaire.--Carranza, al fumar, resollaba como una
foca.--La onda del humo me embriaga ligeramente.
José María tiene el tipo clásico. Es moreno, de pelo liso, azulado, boca
recortada á tijera, dientes piñoneros, ojos espléndidamente lucientes y
sombríos, árabes legítimos, talle quebrado, ágiles gestos y calmosa
actitud. Su habla lenta, sin ingenio, tiene un encanto infantil,
espontáneo. No charla; me mira de cien modos.
Reposado el café, surge lo inevitable.
--¿Tú querrá ve la Jalambra, prima?
¡Si quiero ver la Alhambra! Pero no así; yo sola, sin que coreen mi
impresión. Pecho al agua. Lo suelto.
--¡Ah!--celebra Estebanillo.--Como las inglesas...
--Has tu gusto, niña--sentencia el tío Clímaco.--Es la cosa más sana...
También el tío Clímaco se parece á su hijo mayor; pero evidentemente la
sangre de la señora que descendía de reyes moros, ha corregido las
degeneraciones de la de Mascareñas, en este ejemplar muy patentes.
Mientras el perfil de José María tiene la nobleza de un perfil de emir
nazarita, el de su padre es de rapiña y presa y se inclina al tipo
gitanesco. No veo en él el menor indicio de ilustre raza. ¿Quién será
capaz de adivinar los cruzamientos y los injertos de un linaje? ¿No sé
yo bien que hay sus fraudes? Y que me maten si no está harto de conocer
la novela secreta de mi nacimiento don Juan Clímaco... De otra novela
más popular aún procederán tal vez los rasgos, más que avillanados,
picarescos, de este señor, que afecta cierta simpática naturalidad, y
bajo tal capa debe de reservar un egoísmo sin freno, una falta de
sentido moral absoluta. ¿Que como he notado esto en el espacio de unas
horas? La intuición...
El tío Clímaco opina que haga mi gusto. Me excuso de mi falta de
sociabilidad; me ponen el coche; ofrezco volver para un paseo al caer de
la tarde, al laurel de la Zubia, y sin más compañía que la que nunca nos
abandona, á la Alhambra me encamino.
Voy á ella... no á satisfacer curiosidades irritadas por lecturas, sino
porque presiento que es el sitio más adecuado para desear amor. Y mi
presentimiento se confirma. El sitio sobrepuja á la imaginación, de
antemano exaltada.
No creo que en el mundo exista una combinación de paisaje y edificios
como ésta. Ojalá continúe solitaria ó poco menos. Ojalá no se le ocurra
á la corte instalarse aquí. Recóndita hermosura, me estorban hasta tus
restauradores. Vivieras, semiarruinada, para mí sola, y desplomárase en
tierra tu forma divina cuando se desplome mi forma mortal.
Mil veces me describirían esta arquitectura y no habria de entenderla,
pues aislada de su fondo adquiere, en las odiosas, y, sin embargo,
fieles reproducciones que corren por ahí, trazas de cascarilla de
santi-boniti. Lo que dice la Alhambra es que no la separen de su paisaje
propio, que no la detallen, que no la vendan. El Partenon se puede
cortar y expender á trozos. La Alhambra de Alhamar no lo consiente.
No me sacio del fondo de ensueño de la Alhambra. Baño mis pupilas en las
masas de felpa verde del arbolado viejo, en las pirámides de los
cipreses, en el plateado gris de las lejanías, en las hondonadas
densamente doradas á fuego, recocidas, irisadas por el sol. No niego el
encanto de las salas históricas, alicatadas, caladas, policromadas, de
los alhamíes, cuyo estuco es un encaje, de los ajimeces y miradores, de
los deliciosos babucheros, donde creo ver las pantuflas de piel de
serpiente de la sultana; pero si colocamos estos edificios sobre el
celaje de Castilla, sobre sus escuetos horizontes, sus desiertos
sublimes y calcinados, ¡adiós magia! Son los accidentes del terreno, es
la vegetación, y, especialmente, el agua, lo que compone el filtro.
A ellos atribuyo el sentimiento que me embargó--no sólo el primer día,
sino todos--en la Alhambra. Sentimiento para mí nuevo. Disolución de la
voluntad, invasión de una melancolía apasionada. Quisiera sentarme,
quedarme sentada toda mi vida, oyendo el cántico lento, triste y sensual
del agua, que duerme perezosa en estanques y albercas, emperla su chorro
en los surtidores, se pulveriza y diamantea el aire, se desliza sesga
por canalillos antiguos, entre piedras enverdecidas de musgo, y forma
casi sola los jardines, ¡extraños jardines sin flores apenas! Y se
desliza como en tiempo de los zegríes, como cuando aquí se cultivaba el
mismo estado de alma que me domina: las mieles del vivir lánguido, sin
prosa de afanes. Es agua del ayer, y en el agua que corre desde hace
tantos siglos hay llanto, hay sangre; aquí la hay de caballeros
degollados dentro de los tazones de las fuentes, cuyo surtidor siguió
hilando, sobre la púrpura ligera, sus perlas claras. Y los pies de la
historia, poco á poco, bruñeron los mármoles, todavía jaspeados de rojo.
Me dejan pasarme aquí las tardes, sin protestar, aunque Gugú--lo leo en
su cara--encuentra chocante mi conducta. Si yo hubiese nacido en la Gran
Bretaña, ¡anda con Dios! Ya sabemos que son alunadas las inglesas. A una
española no le pega la excentricidad. Sin embargo, al cuarto día de
estancia en Granada, observo que Gugú sonríe franca y amena al saber que
también iré, después de almorzar, al mismo sitio. Y, cuando sentada en
un poyo del mirador de Lindaraja, contemplo la gloria de luz rubia y
rosa en que se envuelven los montes, suena cerca de mi oído una voz
baja, intensa:
--¿En qué piensa la sultaniya?
Sonrío al primo. Ni se me ocurre formalizarme. Él, previsor, se excusa.
--Tú quisite venir sola. Venir sola, no es tanto como está sola tóa la
tarde. Si estorbo...
--No estorbas. Siéntate en ese poyo, y no hables.
Obedece con graciosa y festiva sumisión. El imán de sus negras miradas,
al fin, me atrae. Aparto la vista del paisaje y la poso en él.
--¿Sabes lo que pienso?
--¡Qué má quisiera!
--Me gustaría que estuvieses vestido de moro.
--¡Cosa má fásil! Aquí alquilan lo trahe; y tú puede vestirte de reina
mora también, y nos hasen la fotografía. Verá qué pareja. Saide y
Saida...
--He dicho mal--rectifico.--Lo que quisiera no sería que te vistieses de
máscara, sino que fueses moro hecho y derecho.
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