Dulce Dueño - 05

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--¡De absurdo en absurdo!--Violenta indignación soliviantaba á Farnesio.
Yo insistí, pesada:
--Pues no entiendo, señor. Y como se trata de mí, de mí misma, tengo
derecho á entender.
--Y yo á que respetes lo que no te importa... ¿Qué más quieres?
Cualquiera, en tu caso, se hubiese vuelto loco de alegría. Por otra
parte, Natalia, mi papel no es censurar los actos de la señora, si no
ponerte en posesión de tu fortuna, que es de las más saneadas y
cuantiosas que habrá en España en bienes territoriales y en acciones del
Banco. ¡Hace treinta y dos años que la administro, y tengo el orgullo de
decir que ha crecido en mis manos y se ha redondeado bien! Si quieres
cambiar de apoderado general, no haya reparo, me sobra con qué vivir; de
mi sueldo poco he gastado, y soy solterón...
Volviéndose súbitamente hacia mí, con transición incomprensible, con
ansiedad, me interrogó:
--¿Por qué no la diste un beso?
Mi soledad y mi género de vida me han hecho independiente. Tengo á veces
la espontaneidad de gestos y movimientos de una fierecilla. No sé
cómo--pero con mímica expresiva--, manifesté la repulsión á la hipótesis
del ósculo en las mejillas heladas. Y hablé duramente:
--¡Qué ocurrencia! La he dado los mismos besos que ella me dió á mí...
Le ví tan consternado, que, con igual viveza, cogí su diestra desecada,
rasposa y senil, y la apreté afectuosamente. Bajo la presión, la mano
parecía remozarse: la sangre afluía y la piel se hacía flexible.
--Usted se queda toda la vida conmigo. ¡Pues no me hace usted poca
falta! No le suelto. Que lo crea ó no, le tengo ley. Al fin, el único
que se ocupó un poco de mí, fué el señor de Farnesio... por más que
usted, pícaro, también estaba en el negro complot para que yo... ¿No es
verdad?
Con mis dos índices alzados dibujé alrededor del óvalo de mi cara (es
muy perfecto, que conste) el cerquillo de una monástica toca... Mi risa
timbrada contrastaba con los crespones ingleses de mi atavío, que
acababan de traerme--¡milagro de rapidez!--de la _Siempreviva_,
especialidad en lutos precipitados. Noté que se le caía la baba á
Farnesio... ¿Me querrá este vejete, ó es un solapado enemigo? El
callaba, extático.
--¿De modo que soy poderosa?--pregunté.
--¡Ya lo creo!
--Y diga usted...--¡Diga usted!--¿Tenía joyas doña Catalina?
Sacó Farnesio del bolsillo un reluciente llavero y me lo entregó con
dignidad.
--Son las de sus armarios... los de su cuarto. Las recogí cuando entró
en la agonía, por orden anterior que me tenía dada. Recuerdo que hay
joyas magníficas. Desde la desgracia de Dieguito, ya no se las puso. Tú,
hasta quitarte el luto, no debes lucirlas tampoco.
El consejo frunció mis cejas. ¿Consejitos á mí? Tomé el llavero y
resueltamente penetré en la cámara mortuoria. No era alcoba, sino
dormitorio amplio, con tres balcones al jardín, un cuarto de tocador
contiguo y un ropero. Cambié de opinión: este departamento,
convenientemente refrescado, será el mío.
El retrato al óleo de Dieguito ocupa el lugar preferente, en el tocador,
sobre el sofá. Alrededor del marco, una tira de tul negro, ajado, cogida
con un ramo de violetas artificiales. Yo no conocí á Dieguito. ¿Cómo ni
dónde había de conocerle? Así es que miro muy despacio su imagen. Es un
muchacho guapo, elegante, lleno al parecer de robustez y vigor. Sus ojos
me siguen cuando doy vuelta. Es un retrato que parece hablar, salirse
del cuadro. ¡Atención! Se me parece... No cabe duda; ¡se me parece! La
forma de la nariz, el corte de cara... ¿Qué tiene de particular? Bien
cercanos parientes somos.
Conservo en la mano el llavero, y los enormes armarios de palosanto me
atraen con su misterio suntuoso; pero otro enigma me ha salido al paso
con esta imagen de mi primo, á cuya muerte debo la fortuna. La idea
retorna. ¿Por qué, viviendo él, tenían que abrirse para mí las puertas
melancólicas de algún monasterio? Vuelvo á fijarme en la pintura, como
si en ella, en su mudo lenguaje, estuviese la explicación; después
observo que enfrente, encima de la chimenea, hay otro lienzo, doña
Catalina, jamona, vestida de raso azul obscuro, escotada, muy
peripuesta.
Yo la conocí ya decadente. Aquí conserva buen ver; es linfática, de
blancas carnes, de ojos enamorados, con ojera mazada y párpado luengo.
Su óvalo de cara, todavía puro, es idéntico al mío y al de Dieguito.
Lleva un estupendo aderezo de perlas como garbanzos y brillantes como
habas; aderezo que me impulsa á abrir los armarios inmediatamente. En el
primero, ropa blanca en hoja; mucha, muy rica, sin gracia, La _lingerie_
elegante no debe de ser así... Mantillas de blonda, abanicos, chales de
Manila, pieles, frascos enteros de esencia, cajas de sombreros. En el
segundo--hay cuatro seguidos formando un costado de la vasta
habitación--un deslumbramiento de plata repujada y sin repujar. Plata de
arriba abajo, como en las alacenas de las Catedrales. Una vajilla
espléndida, que da indicios de no haberse usado apenas; sería doña
Catalina de las que adquieren la argentería para legársela á los
sucesores sin abolladuras. Bandejas, mancerinas, vinagreras, salvillas,
jarras, palanganas, saleros, hasta... lo que no puede decirse... de
plata maciza. Los cubiertos, por docenas, y los platos, en rimeros,
blasonados con el león atado á un árbol, de Mascareñas.
Aquí no están las joyas. Estarán de fijo en el último armario que
registre. No... En el tercero. Muchos estuches, muchas cajas. Lo saco
todo y lo extiendo sobre la mesa, ante el sofá. Me siento. Una ligera
fiebre enrojece mis mejillas; me late aprisa el corazón. ¡Las joyas! La
ilusión de tantas mujeres, y yo me cuento entre ellas. ¡Y nunca las he
poseído! En mis viajes á Madrid--tan cortos, de horas--me paraba ante
los escaparates, fascinada, embobada... ¡Las piedras, y sobre todo, las
perlas! Lo primero que encuentro es el estuche, forrado de felpa rosa,
en forma de garganta y escote de mujer, donde se escalona el collar de
cinco hilos. Me lo pruebo, temblorosa, sobre el negro de la blusa; lo
acaricio; trabajo me cuesta quitármelo. ¡Ah! Al acostarme, haremos otra
prueba más convincente...
¡Qué redondas, qué oriente, qué igualdad la de estas perlas! Farnesio es
todo un hombre de bien, para tener en su poder las llaves y que yo
encuentre tales preseas en su sitio. Hay un caudal aquí. ¿Cómo no lo
resguardó en el Banco doña Catalina? Acaso, anticuada, temía á los
Bancos. Hay una diadema de hojas de yedra, de brillantes; hay el
soberbio aderezo del retrato; hay brazaletes, medallones, broches,
sortijas, sin hablar de rosarios, relicarios de oro y pendientes
colgantes. ¡Las joyas! Piel virginal de la perla; terciopelosa sombra de
la esmeralda; fuego infernal del rubí; cielo nocturno del zafiro... ¡qué
hermosos sois! Al fin os tengo entre las yemas de los dedos. Yo, la
señoritinga de Alcalá, que por necesidad ha dado tantas puntadas, sin
gozar nunca de un dedalito de oro bien cincelado!
Río de gozo á solas, y lo registro, lo revuelvo todo para cerciorarme de
que es mío. Un momento, la curiosidad se sobrepone. Dale; me zumba el
moscón... Si viviese Dieguito, yo estaba condenada á ganguear en un
coro... Olvido los esplendores y busco las confidencias de las joyas.
Profano los medallones. Hay tres: uno cuajado de diamantes, á tope, otro
de oro liso con enorme solitario en el centro, otro con cifras, de rosas
y rubíes--C. M., Catalina Mascareñas--. Todos encierran retratos,
fotografías ya pálidas. Un niño--será Dieguito--un señor de levita, sin
barba--, el marido de doña Catalina, D. Diego de Céspedes; hay otro
retrato suyo en el salón, al óleo, con cruces y bandas.
--En el tercer medallón, el de cifras, en forma de corazón, una niña...
¡Jesús! ¡Yo, yo misma! ¡No cabe duda! Como que poseo otro ejemplar de
esta fotografía, con peinado de bucles, y vestido blanco muy
almidonado... ¡Yo! ¡Me guardaba la tía con tanto afecto, en su joya más
personal! ¿Sería verdad que, como afirma Farnesio, me quería mucho?
Suspensa, vuelvo á cogerme la barbilla, medito... Y no acostumbro á
meditar en balde.
¿Habrá papeles en el armario número cuatro? ¿De esas cartas limadas por
los dobleces, en que dijérase que se ha consumido de añoranza la tinta,
en que el papel se pone sedoso y rancio como el pellejo de una anciana
aristócrata? ¿Encerrarán esas epístolas una revelación, ó sólo indicios,
que para mí serían bastantes?
Gira la llave dulcemente. El armario número cuatro guarda mil objetos,
cajas, cintas, guantes, gemelos de teatro, calzado nuevo, sombrillas,
medicinas, todo sin un átomo de polvo, todo en orden... Me fijo. Los
otros armarios, más bien se encontraban revueltos. En este, donde
podrían estar los papeles, es evidente; se ha limpiado, se ha practicado
un registro. Un pupitre incrustado, donde la señora escribiría, está
también en frío y meticuloso orden: el papel timbrado forma pirámides
con los sobres; no hay un renglón de manuscrito, no hay un apunte. Esto
no ha podido hacerlo doña Catalina, porque la sorprendió la enfermedad,
un derrame. La _idea_ toma cuerpo. Levanto la placa de la chimenea.
Allí, atrás, limpieza absoluta. Sin embargo, en una esquina, mis dedos
se tiznan ligeramente, no de hollín, sino de ese tizne como alado que
forman las pavesas del papel. Allí se han quemado cartas... Reciente,
hecho antes de que viniese yo. Y, en la dificultad de escoger, en la
premura de aprovechar el tiempo, no se han quemado sólo los peligrosos,
sino todos. No se me avisó á mí hasta tomar la precaución. Doña Catalina
murió ayer, á las seis de la mañana. Recibí el telegrama á las cinco de
la tarde. El precavido, ¡quién ha de ser sino Farnesio! dispuso de
bastantes horas. Es inútil pescudar en los muebles, ni en los demás
rincones de la casa, porque nada hallaré.
Llamo á D. Genaro, que acude solícito. Noto que, tras los quevedos,
rojean los inflados ojos.
--¿Qué tal?--me dice.--¿Te has enterado bien de lo que te pertenece?
--¿Sabe usted que hay cosas soberbias? Pero he notado algo que me
extraña. Esos armarios no contienen ningún papel.
Farnesio se estremeció. Sin duda no contaba con este ataque.
--¿Ningún papel?--murmuró, en voz que trataba de aclarar y
serenar.--Naturalmente que no hay papeles ahí. Yo soy quien te los
entregaré, y en toda regla. La documentación del archivo de la señora,
es de las mejores. ¡No se ha trabajado poco al efecto! Mi vida entera se
consagró á esa tarea, puede decirse. No temas cuestiones ni pleitos. Ya
se te comunicará también oficialmente el testamento. Los inventarios de
la plata y alhajas, están hechos en vida de la señora, y legalizados.
Creo que algún legado deja á los hijos de D. Juan Clímaco...
--¿No me entiende, ó me entiende demasiado?--cavilo, recelosa. Y, en voz
alta, preparando el floretazo:--¿Qué dirá usted que he encontrado en
este medallón?
Se inmutó tanto, que ni contestar podía. En su inquisición de papeles,
no había pensado en las joyas, en que las joyas pueden guardar secretos.
Le ví afligido de una especie de disnea, y pensé si estaría yo
cometiendo el sacrilegio de los violadores de tumbas. Quizás temía
Farnesio que el medallón guardase otra cosa. Respiró, cuando vió mi
retrato.
--¿A ver? ¡Calle! ¡Tu retrato de niña!
Se enterneció. Y, con aquella flemita en la garganta que ya le había yo
notado, en instantes de emoción, salió por esta inocentada:
--¡Ya lo ves, ya lo ves, si te quería tu bienhechora!

III
Me instalo en el bienestar--no en el lujo--de mi gran fortuna. El
bienestar es práctico, y el lujo, estético. El lujo no se improvisa. El
lujo, muy intensificado, constituye una obra de arte de las más
difíciles de realizar. Yo tengo un ideal de lujo, hambre atrasada de mil
refinamientos; ahora comprendo lo que he sufrido en la prosa de mi vida
alcalaína. Otra mujer quizás hubiese encontrado hasta dulce aquel
escondido vivir, pero mi fantasía y el culto que profeso á mi propia
persona, me hicieron á veces llorar ante un puchero desportillado ó unos
zapatos cuyo tacón empezaba á torcerse...
No está todavía depurado mi gusto para formarme mi envolvente lujosa,
y, por ahora, me limito á la comodidad, á alegrar esta casa suntuosa que
trasuda aburrimiento.
La mentalidad de doña Catalina, sus burgueses instintos, iban
reflejándose en el mobiliario. Llamo á un prendero y le vendo un sin fin
de cachivaches. Comprendo que Farnesio se horripila; cree que hago una
locura. Respiro al verme libre de estos espejos de tan mal gusto, de
estos entredoses con bronces falsos, de estas butacas rellenas,
recercadas, que parecen acericos de monja. Lo vuelvo todo patas arriba;
no dejo cosa con cosa; el jardincillo pierde su aspecto terroso,
secatón, y arreglo en él una _serre_ en miniatura, provista de
calorífero. Allí almuerzo casi todos los días. Mi departamento lo alhajo
á la moderna, de claro, y salpico alguna antigualla fina.
He comisionado á un prendero de altura para que me busque cuadros que no
representen gente escuálida ni martirios; retratos de señoras muy
perifolladas, y porcelanas del Retiro y Sajonia. Las vitrinas empiezan á
llenarse.
Vivo retirada; he pagado las tarjetas con otras, y no tengo amiga
alguna, porque las de doña Catalina son viejas apolilladas, gente de su
tiempo, y me he negado formalmente á recibirlas. Sin embargo, á pesar de
este recogimiento que complace á Farnesio, cuando salgo por las tardes
en coche abierto á la Moncloa, á la Casa de Campo ó á las soledades del
Hipódromo, mi coche suele llevar escolta. Hay dos «muchachos», hijo el
uno de la condesa de Páramos, sobrino el otro de la generala Mansilla,
que me rondan. Ambas señoras fueron tertulianas y compañeras de Juntas
de Beneficencia de doña Catalina, y, sin duda, saben lo que yo
_valgo_... Son los primeros pretendientes que asoman en el horizonte.
Les veo pasar haciendo corbetas, obligando á sus monturas, mientras yo,
envuelta en pieles de zorro negro y astracán, las únicas que permite mi
luto, y acariciando al friolero lulú de Pomerania Daisy, que se refugia
al calor de mi manguito y parece otro manguito viviente, me fijo en que
el sobrino de la generala tiene las piernas un poco arqueadas, y el hijo
de la condesa, al sol, los ojos rojizos y sin cerco de pestañaje...
Farnesio me ha indicado reiteradamente que necesito una dama de
compañía. Le he contestado que, así como viví largos años en Alcalá sin
ese apéndice, y no me ocurrió cosa digna de contarse, pensaba seguir en
Madrid sin dueñas doloridas.
En efecto, me he habituado en mi soledad, en mi abandono, á ser libre.
Este único bien no pudieron quitármelo; mejor dicho, ni aun creyeron que
merecía la pena de querérmelo quitar. Sin duda Roa y Carranza, los dos
canónigos, me observaban y enviaban notas tranquilizadoras. Yo no
cometía irregularidad alguna, yo no abría la puerta á ningún galán.
Farnesio cree que debo ingresar en la cohorte de la gente víctima de los
formulismos. ¡Es tarde, es tarde!
Cuento veintiocho años; me acerco á veintinueve. Mi carácter se ha
templado en las aguas amargas de mi soledad y abandono. El sentimiento
de la injusticia cometida conmigo, tan largo tiempo, me ha infundido un
ansia de desquite y goce y exaltación de mí misma, que tiene vistas á lo
infinito. Yo necesito apurar los sabores de la vida, su miel, su mirra,
su néctar. ¡Yo necesito ir á su centro, á su núcleo, á su esencia, que
son la hermosura y el amor! En estos meses he podido cerciorarme de que
la comodidad, las riquezas, en sí, no me satisfacen, no me bastan.
Cuando era menesterosa, y me zurcía mis medias, pensaba tal vez, como en
algo inaccesible, en la contingencia de que doña Catalina muriese
acordándose de mí con una manda que representase una vida de modesto
desahogo. ¡Bah! Ahora me sonrío de las puerilidades del primer día, mi
goce físico cuando me recliné en la berlina acolchada, mi soberbia de
_parvenue_ al llamar despóticamente á la doncella y exigir el baño... Y,
adquirido ya cierto buen gusto, me complazco en salir á pie, vestida
sencillamente, en peinarme yo misma. El propio instinto me impulsa á
proyectar un viajecillo á Alcalá, para ver á mis antiguos amigos, y unir
el pasado al presente.
Todas las noches, á solas, encerrada en mis habitaciones, me doy una
fiesta á mí misma. Me despojo de los crespones, visto trajes exquisitos,
de color, y me prendo joyas. He hecho transformar y aumentar, á mi
capricho, las de doña Catalina. Libres de sus pesadas monturas, ahora
los brillantes y las esmeraldas son flores de ensueño ó pájaros de
extraño plumaje; las perlas salen húmedas de su gruta marina, y algún
grueso solitario, pendiente de sutil cadenilla invisible, esmaltada del
color de la piel, cuelga lo justo para iluminar como un faro el
nacimiento del seno... Antes de todo, he entrado en el baño, preparado
por mí, y en el cual he vertido á puñados las pastas suaves de almendra,
los espumosos afrechos, y á chorros los perfumes, todo lo que el cuerpo
gusta de absorber entre la tibia dulzura del agua. Uno de mis primeros
refinamientos ha sido ¿es esto refinamiento?, colar el agua de mi baño
al través de filtros poderosos, para no bañarme en ese légamo en que
generalmente se baña Madrid... el poco Madrid que se baña. Encendidas
las estufas, radiante de luz eléctrica mi tocador, paso á él envuelta en
la tela turca. Lienzos delgados y calientes completan la tarea de
enjugarme, y ligera fricción pone mi sangre en movimiento. Me extiendo
en la meridiana, enhebrándome en una bata de liberty blanco y encajes.
Descanso breves minutos. En seguida procedo al examen detenido de mi
cuerpo y rostro, planteándome por centésima vez el gran problema
femenino: ¿Soy ó no soy hermosa?
La triple combinación de espejos reproduce mi figura, multiplicándola.
Me estudio, evocando la beldad helénica. Helénicamente... no valgo gran
cosa. Mi cabeza no es pequeña, como la de las diosas griegas. Con
relación al cuerpo, es hasta un poco grande, y la hace mayor el mucho y
fosco pelo obscuro. Mi cuello no posee la ondulación císnea, ni la
dignidad de una estela de marfil sobre los hombros de una Minerva
clásica. Mis pies y mis manos son demasiado chicos ante la
proporcionalidad estatuaria, y mis brazos mórbidos y mi pierna nerviosa
miden un tercio menos de lo que deben medir para ser aplicables á una
Febe.
Empiezo á vestir mi desnudez, y cada prenda me consuela y me reanima. La
camisa, casi toda entredoses, nuba mis formas prestándolas vaporoso
misterio, y haciendo salir los brazos de entre la espuma, mucho más
gentiles que los brazos forzudos de la Palas lancera. Al jugar el calado
de sedosas transparencias sobre el tobillo menudo de española que poseo,
me figuro que es imposible acordarse de la extremidad inferior de la
Cazadora. El corsé de raso mate, bordado, guarnecido de valenciennes, se
adapta á mi torso, ciñe y recoge mi vientre pequeño, emplaza mis senos
vírgenes, y más abajo, la falda de surá complica sus adornos ligeros,
ricos sin parecerlo, y diseña la silueta de la flor de la datura, arriba
hinchado capullo, abajo despliegue de una campana ondulante. Sospecho
que no hay razón para deplorar que el tronco de la Dea de Milo parezca,
á mi lado, el de un fuerte púgil.
Labrada la fácil arquitectura de mi moño, de mi tupé sombrío que avanza
sobre los ojos haciendo de su expresión un enigma, clavo en él un ave de
pedrería, unas espigas que radian diamantes alrededor de mi cabeza, ó
dos audaces plumas de pavo real que divergen y me flechan de
esmeraldas, ó un mercurio de roca antigua, cuyas alas picantes dan á la
testa la inquietud del vuelo. El traje, sin faralaes, adherido,
recamado, cae como veste solemne hasta cubrir enteramente los pies,
derrámanse en rebordes artísticamente severos sobre la alfombra. Es el
peso de sus bordados bizantinos, de oros rojos, verdosos, apagados,
sonrosados, lo que produce esa línea de mosáico de Rávena ó miniatura de
misal. Sobre el lujo á la vez violento y sobrio del traje, y realzando
su curiosidad, la salida de teatro, también pesada, desciende arrastrada
por sus flecos de irisado vidrio y sus rebordaduras complicadas, de
matices sabiamente combinados. De mi cuello penden los hilos de perlas,
que he dispuesto á mi manera y que bajan hasta la cintura. Ninguna otra
joya, excepto las sortijas, enormes, en los pulidos dedos. Los dedos de
mis manos--y hasta los de mis pies--son para mí objetos de un antiguo
culto. En mis escaseces de Alcalá, cuántos sacrificios para no
deshonrarme las manecitas! Uso perpetuo de guantes de algodón en las
faenas caseras, y derroche de una pasta para suavizar y adobar la piel.
Ahora, abuso de los estuches atestados de cachivaches de plata con mis
cifras, de las infinitas limas, las tijeras de todas las formas y
curvaturas, los bruñidores y pinzas, los botes de cincelada tapa que
contienen mudas y blandurillas para acentuar lo rosado de mis uñas, y
conservar la sedosidad de mi piel.
Ya revestida de mis galas, me situo de nuevo ante los espejos que me
reflejan, y trato de definirme. Mi figura es una de tantas como la moda
actual, artísticamente pérfida y reveladora, troquela en sus moldes.
Tiene trazos graciosos, y la tela, al ajustarse estrechamente á caderas
y muslos, marca líneas de inflexión gentil; pero lo mismo les sucede á
casi todas las que se visten de este modo, á menos que sean
cincuentonas, ó su estructura se base en el tocino ó la cecina. ¡Ni soy
torcida, ni obesa, ni flaca, y esto es todo lo que el espejo me dice!
Mi cara... La consulto como se consulta á una esfinge, preguntándola el
secreto psicológico que toda cara esconde y revela á un tiempo.
Sombreada por el tejadillo capilar en el cual titila un diamante montado
en tembleque, mi cara, más bien descolorida, ni es nimiamente correcta,
ni irregular de facciones. No tengo un lado de la cara distinto del
otro, como sucede á tanta gente. Mi tez es de una vitela sólida, sin
granos, pecas, barros ni rojeces. Mis cejas forman doble arco elegante.
Mis ojos, color café, al sol, recuerdan una de esas piedras romanas en
que parece que hierven partículas derretidas de oro. Mi boca es mediana,
no bermeja; pero los dientes, de cristal más que de marfil, la alumbran,
y no la sombrea bozo. Los labios tienen un diseño intenso, y gracias á
él, siendo carnosos, no llegan á sensuales. Mi faz es larga; la nariz la
caracteriza aristocráticamente.
No llamo la atención desde lejos. De cerca, puedo agradar. Nunca he
creído en el triunfo de las perfectas. Además, soy de las mujeres de
engarce. Lo que me rodea, si es hermoso, conspira á mi favor. El
misterio de mi alma se entrevé en mi adorno y atavío. Esto es lo que me
gusta comprobar lejos de toda mirada humana, en el tocador radiante de
luz, á las altas horas de la noche silenciosa, extintos los ruidos de la
ciudad. Las perlas nacaran mi tez. Los rubíes, saltando en mis orejas,
prestan un reflejo ardiente á mis labios. Las gasas y los tisúes,
cortados por maestra tijera, con desprecio de la utilidad, con exquisita
inteligencia de lo que es el cuerpo femenino, el mío sobre todo--he
enviado al gran modisto mi fotografía y mi descripción--me realzan como
la montura á la piedra preciosa. Mi pie no es mi pie, es mi calzado,
traído por un hada para que me lo calce un príncipe. Mi mano es mi
guante, de Suecia flexible, mis sortijas imperiales, mis pastas
olorosas. Toda yo quiero ser lo quintaesenciado, lo superior--porque
superior me siento, no en cosa tan baladí como el corte de una boca ó
las rosas de unas mejillas--sino en mi íntima voluntad de elevarme, de
divinizarme si cupiese. Voluntad antigua, que en mi primera juventud era
sueño, y ahora, en mi estío, bien puede convertirse en realidad. Para mí
ha de aparecer el amor cortado á mi medida, el dueño extraordinario,
superior á la turba que va á asediarme, que empieza á olfatear en mí á
la heredera poderosa y á la mujer inexperta socialmente, fácil de cazar.
¡No tanto, señores!--No soy una heroína de novela añeja.
Invariablemente, en ellas, la protagonista, millonaria, se aflige porque
sus millones la impiden encontrar el amor sincero. Pienso todo lo
contrario. Esta inesperada fortuna me permitirá artistizar el sueño que
yace en nuestra alma y la domina. Como el inteligente en arte que,
repleta la cartera, sale á la calle dispuesto á elegir, yo, armada con
mi caudal, me arrojaré á descubrir ese ser que, desconocido, es ya mi
dulce dueño. Y aparecerá. El también poseerá su fuerza propia. Será
fuerte en algún sentido. Algo le distinguirá de la turba; al presentarse
él, una virtud se revelará; virtud de dominio, de grandeza, de misterio.
Las cabezas se inclinarán, ó los ojos quedarán cautivos, ó el corazón se
descolgará de su centro, yéndose hacia _él_...
Pensando en _él_, prolongo mi estación ante el tocador, y las lunas
altas, límpidas, copian mi cara expresiva, mis ojos ansiosos, mi busto
brotando del escote como un blanco puñal de su vaina de oro cincelado...
Y pruebo más trajes; uno azul, del azul de los lagos, bordado de verdes
chispas de cristal y largas cintas de seda crespa, y otro blanco, en que
se desflecan orlas de cisne, y otro del tono leonado de las pieles
fulvas, transparente, bajo el cual se trasluce un forro de seda naranja,
azafranoso... Y me sonrío, y entreabro abanicos, y juego á prenderme
flores, y vierto por el suelo esencias, y, por último, rendida, arrojo
aprisa mis galas, y estremecida por la horripilación del amanecer,
corro con los brazos cruzados sobre el pecho á refugiarme en mi cama,
donde me apelotono, me hago un ovillo, encogida, trémula de cansancio,
con los pies helados, la cabeza febril...

IV
Al empezar á crecer los días, remanece la idea de irme á Alcalá una
semana, á ver á mis viejos amigos. Se combina este propósito con mis
maliciosos recelos. Es indudable que esos arrinconados y modestos
señores, que no me han hecho en tres ó cuatro meses ni una visita,
poseen la clave de mi historia, saben lo que yo todavía no comprendo, lo
que inútilmente busqué en el armario de papeles. Farnesio es
impenetrable; nada le arrancaré; cada día se difumina mejor la verdad en
las nieblas de su habla sobria. El secreto, sin embargo, no puede ser
verdadero secreto, ya que lo han conocido, por lo menos, tres personas:
Farnesio, Carranza, y Roa, el fallecido.
Dispongo mi viaje. Nada de aparato; me alojaré en la casa que tantos
años habité, y que ahora es mía, y me servirá Sidra, la misma Maritornes
de antaño... La tengo allí al cuidado de los muebles. ¡Vaya unos
muebles! El cocinero, eso sí, enviará todos los días la comida, y un
pinche encargado de presentarla.
Invitaré al canónigo; se le soborna por la boca: es amigo de la mesa.
Malo será que no se descorra el velo. Una circunstancia, al parecer
insignificante, acrece mi curiosidad ardorosa. Con motivo de las
formalidades de testamentaría, he visto mi partida de bautismo. Fuí
bautizada en Segovia. Y mis nombres de pila son: Catalina, Natalia,
Micaela... He interrogado á Farnesio, como al descuido:
--Si me llamo Catalina, ¿por qué me han llamado Natalia?
Ligera rubicundez, tartamudeo.
--¡Porque Natalia... es más bonito! Es decir, supongo que sería por
eso,--añade, ya aplomado--pero es imposible averiguarlo, no habiendo
medio de preguntárselo á tus padres!
--Pues desde hoy, Catalina vuelvo á ser.
En mi saco, guardo una maravilla de arte que pretextará mi excursión por
el deseo de que mis amigos la vean y estudien. Es una medalla que parece
del XV. La descubrí en el oratorio de doña Catalina, churreteada de cera
y protegida por un vidrio oval y un marco indecoroso, de coral basto y
recargada filigrana.
Visto un luto sencillo, y me voy á la estación completamente sola.
Saboreo la confusa sorpresa de encontrar que un cambio tan capital en mi
suerte no altera mis impresiones. Como siempre, me embelesa el paisaje,
que la primavera empieza á realzar con tímidos y blanquecinos toques
verdes, con idealidades de acuarela (la primavera es acuarelista). La
sensación tranquila y señorial de Alcalá es la misma, igual la impresión
de limpieza de sus aceras de ladrillo y su caserío claro. Á pie voy
desde la estación á mi casa. Cerca del bulto de bronce de Cervantes,
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