Dulce Dueño - 04

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despellejamiento, sin ahondar, á fin de evitar la muerte rápida.
--El dios Apolo--se envanecía el negro--hubiese debido pelar así á
Marsias. El sátiro sufriría infinitamente más.
El pontífice, atento al aspecto político de la cuestión, le encargó que
idease una tortura en la cual no necesitasen los sayones poner la mano
sobre la mártir, y que sin embargo fuese aterradora. Después de meditar,
pidió Taonés carpinteros y herreros y se encerró con ellos, dirigiendo
su labor. Una ó dos horas bastaron para construir la máquina. Era un
aparato sencillo, ingenioso. Formábanlo cuatro ruedas, guarnecidas al
exterior de agudas puntas de clavos, cuchillos y alambres, sólidamente
encastradas en la madera. Desde lejos, una cuerda unida á una manivela
ponía las ruedas en movimiento, y entre el doble juego del artefacto
cabía un cuerpo humano de pie; de suerte que, al giro rotatorio, pecho,
espaldas, hombros, muslos, quedarían desgarrados. A la tercer vuelta del
infernal artificio, sería la mártir una sanguinolenta masa, y piltrafas
de su carne colgarían de las ruedas, sin que tuviera ninguna herida
mortal, pues Taonés, fiel á sus principios, había embutido profundos los
clavos y las puntas.
--Hoy mismo--insistía angustioso el pontífice--. En la demora está el
riesgo. Además de los filósofos á quienes ha embaucado la princesa,
dícese que se ha hecho cristiano, después de la controversia, Porfirio,
coronel de la primera legión. Se derrumban las aras de los Dioses, si no
las apuntalamos. No se le pregunte más al César. ¿No ha dado la orden?
Pues basta.
Y Gnetes sugirió:
--Al terminarse el banquete, el César _estará en estado de
presenciar_...
Hacía dos ó tres horas que la noche sin crepúsculo de Egipto convertía
el cielo en negro zafiro tallado en hueco, salpicado de fúlgidos
diamantes, cuando sacaron de su encierro á Catalina para conducirla al
patio, donde sería juzgada.
Venía quebrantada la color por la abstinencia, pues, suponiendo que
moriría presto, guardaba ayuno; y además, por el miedo á flaquear en el
supremo trance. Interiormente invocaba al Esposo:
--No me desampares. No desprecies mi cobardía. ¡Tú sudaste sangre al ver
el cáliz! No consientas que arranquen mis ropas, que afeen mi rostro. Tú
eres la hermosura...--La hermosura ideal, Catalina--creyó oir dentro de
su mismo corazón. Y elevó la frente, recobrada su arrogancia, su calma
estoica.
A pesar del secreto que se había querido guardar, detrás de la baranda
se agolpaba no poca gente. Los interrogatorios de los mártires, sus
torturas, su ejecución, eran actos que no podían realizarse á puerta
cerrada. Se guardaban formulismos de legalidad. A la luz rojiza de las
antorchas y á la amarillenta de los lampadarios, Catalina apareció, y
una marea alborotó al gentío. Su aro de esmeraldas destellaba vívido.
Sonreía.
Maximino presidía el tribunal--, pero sin conciencia de lo que iba á
suceder--. Salía de la mesa, coronado de hiedra y rosas marchitas,
completamente embriagado, y destuetanado además por caricias
diestramente impuras. La escena se le aparecía como al través de un velo
de niebla. De tiempo en tiempo derrumbaba la cabeza hacia atrás, y cogía
una soñarrera momentánea.
A la invitación á incensar, respondió Catalina con desdeñoso gesto.
Entonces, Taonés, seguido de sus ayudantes, entró por una puerta
lateral. Traían la máquina, y el público emitió una exclamación larga,
obscura. Quizás protestaban; quizás suspiraban de placer ante la
peripecia del drama interesante. Los verdugos se acercaron á la
princesa. El vaho de sudor y desaseo de Taonés la hizo retroceder
mecánicamente. Una risa silenciosa descubrió los blancos dientes de dogo
del etíope. Sabía que las joyas y preseas del ajusticiado eran suyas de
derecho, y renegaba de las cristianas vestidas de lana, sin ajorcas, sin
sartas, sin adornos. ¡Siquiera esta era una galilea magnífica,
ostentosa! Hizo una señal á su primer ayudante Sicamor para que, al
amarrar á Catalina, arrancase la diadema de orientales, inestimables
_barekets_, los copiosos hilos de perlas, gruesas como ojos de grandes
peces, y, sobre todo, la famosa de Cleopatra. Si no le concedían tal
enorme tesoro, por lo menos mucho valdría el rescate. Mientras un sayón
rodeaba las muñecas de la mártir con ligero cordelillo, Sicamor,
espantado, se acercó al oído de Taonés.
--No puedo obedecerte, maestro... Mis dedos han pasado al través de las
esmeraldas y las perlas sin poder asirlas... Son aire...
--¿Te han enloquecido los dioses?
--¡Te digo que son aire!...
--¡Aún es tiempo, Catalina!--reiteró el pontífice, insinuante.--Aún
puedes postrarte ante los Númenes sagrados.
Otra vez la bella cabeza negó... Taonés adaptó el cuerpo á la máquina:
Catalina misma ayudó, colocándose según convenía. Un punto, Maximino
pareció sacudir el sueño, y preguntó qué era aquello, qué significaba el
extraño mecanismo. Antes de enterarse de la respuesta, los vahos de la
borrachera se espesaron, y repantigándose, abierta la boca, roncó. Para
cubrir los ronquidos imperiales y los ayes de la víctima, el pontífice
dispuso que los músicos adscritos al templo de Helios tañesen flautas y
agitasen sonajas violentamente. Y el verdugo, haciendo girar la
manivela, puso las ruedas en movimiento.
Un relámpago de chispas agudas, un torrente de carmín, difluyendo y
empapando el cándido ropaje de la filósofa... Del gentío se destacó un
hombrecillo negruzco, desharrapado, con dos brasas por pupilas.
Enhebrándose entre los balaustres del barandal, logró acercarse á la
virgen que, toda sangrienta, miraba al firmamento metálico, cual si
buscase los ángeles que habían de sostenerla en la prueba. El solitario
alzó su mano de cecina, trazó en el aire la cruz... Y la máquina
horrible saltó desbaratada, despedida cada rueda hacia distinto punto,
hiriendo á los jueces, á los verdugos, á los espectadores y á los
sacerdotes del Arquero...
La confusión fué tal, que el pontífice juzgó hábil aprovecharla. Mandó á
Taonés, pues había estado tan torpe en construir, que apresurase el
final; y el negro se atrevió á separar el velo ya desgarrado por mil
partes y á tomar en su izquierda mano, donde apenas cabía, el raudal de
la mata de pelo de la princesa, enrollándola y afianzándola vigoroso.
Catalina comprendió. Su corazón latió y anheló como paloma torcaz
apresada.--Voy á ti--suspiró, mirando el aro luminoso del impalpable
anillo que rodeaba su dedo. Bajó la frente; la corva espada del verdugo
describió un semicírculo y cayó, tajadora, sobre la nuca. El público,
cogido de sorpresa, rugió, gritó insultos á Apolo, fingido numen, al
César-cerdo que seguía roncando. Taonés, alarmado, soltó el largo pelo y
la cabeza de Catalina, que cayó cercada del magnífico sudario de su
cabellera, tan luenga como su entendimiento, y como él llena de
perfumes, reflejos y matices. Del tronco manaba un mar, no de sangre
bermeja, sino de candidísima, densa leche; las ondas subían, subían, y
en ellas se hundían los pies de los verdugos, y ascendían hasta más allá
de los peldaños de la plataforma, y se remansaban en lago de blancor
lunar, hecho de claridades de astro y de alburas de nube plateada y
plumajes císneos. El cuerpo de la mártir y su testa pálida, exangüe,
perfecta, flotaban en aquel lago, en el cual los cristianos, sin recelo
ya, bañaban su frente y sus brazos hasta el codo, empapaban sus ropas,
refrigeraban sus labios. Era el raudal lácteo de ciencia y verdad que
había surtido de la mente de la Alejandrina, de sus palabras aladas y de
sus energías bravas de pensadora y de sufridora. Y como si aquella
sangre fuese licor fermentado y confortado con especias que los
exaltase, la indignación hirvió entre los partidarios de la fe nueva y
entre los mismos serapistas, que con ellos simpatizaban, porque ya la
conciencia se saturaba de cólera y protesta ante la prueba tres veces
secular de los martirios; y, enseñando los puños al César aletargado y á
su guardia, vociferaron: «¡Muerte, muerte al tirano Maximino!» La
guardia, desnudando sus cortas espadas romanas, dió sobre los
amotinados, que hicieron cara, sin armas, con los puños. Y mientras
luchaban, Maximino, repentinamente desembriagado, miraba atónito,
castañeteando los dientes de terror frío, el puro cuerpo de cisne
flotando en el lago de candor, la cabeza sobrenaturalmente aureolada por
los cabellos, que en vez de pegarse á las sienes, jugaban alrededor y se
expandían, acusando con su halo de sombra la palidez de las mejillas y
el vidriado de los ojos ensoñadores de la virgen... Á la memoria del
emperador, las profecías retornaban; sin duda el Dios de Catalina era
más fuerte que Apolo, que Hathor, que Serapis, que el mismo Imperio de
la loba--y le había sentenciado á perder trono y vida, á desastroso fin,
á la derrota de sus enseñas y á que todas sus ambiciones se frustrasen.»
El canónigo suspendió el relato, ó mejor dicho, parecía darlo por
concluso.
--¿Y el cuerpo de la princesa?--preguntó Lina--. ¿Qué paradero tuvo?
--¡Ah!--respiró el Magistral--. Eso lo digo en las notas. Los ángeles lo
enterraron en el monte Sinaí, donde fué venerado largo tiempo. Sin duda
los cristianos de Alejandría trataron de que el precioso despojo no
sufriese ninguna vicisitud, pues en aquella ciudad, hasta muy entrado el
siglo V de la Iglesia, el encono de las luchas religiosas y filosóficas
no cedió, y la faz opuesta del martirio de Catalina fué la lapidación de
Hipatia.
--¿Y el matador de Catalina? Creo recordar que á ese Maximino Daya le
suprimió Constantino.
--Diré á usted. Constantino realizó la idea genial que se le había
ocurrido á su socio; se apoyó en el cristianismo y robusteció su poder.
Pero no sería exacto decir que suprimió á Maximino. En la lucha entre
los socios, Daya fué derrotado, y en Tarso se suicidó. También consta
extensamente en las notas.
--Todo está muy bien--criticó Polilla--, excepto los milagros.
Únicamente... vamos, Carranza, es preciso que usted reconozca que la
historia de esa Santa del siglo III, á estas alturas, nos importa menos
aún que la de Baldovinos y los Doce Pares de Francia. ¿Quién se acuerda
de la hija de Costo? Hábleme usted á mí de otras cosas; de inventos, de
progresos, de luz. Lo demás... antiguallas, trastos viejos... y...
--Y polilla...--sonrió Lina, azotando con su guante de negra Suecia la
cara acartonada del amigo.
Fuera, había escampado. Húmedas estaban aún las piedras de la calle.
Bajo un árbol, á la muriente luz de una tarde larga, encalmada, grupos
de niñas, á saliente de la escuela, cantaban en corro. Su canción pasaba
al través de los vidrios. Y se oía:
_Que Catalina se llama--sí, sí..._
_que Catalina se llama..._
--Escuche, escuche, don Antón..., ordenó Lina;--y las arrapiezas, con su
argentado timbre de voz, continuaron:
_Mandan hacer una rueda,_
_mandan hacer una rueda_
_de cuchillos y navajas--sí, sí..._
_de cuchillos y navajas..._
Medió un corto espacio, y el fresco vocerío surtió de nuevo como agua de
fuentes vivas, inagotables:
_Levántate, Catalina,_
_levántate, Catalina,_
_que Jesucristo te llama--sí, sí,_
_que Jesucristo te llama..._
Ya se encendían los faroles, y las niñas, chancleteando, se dispersaban
en busca de sus hogares, donde las sopas de ajo humearían. Aún la
canción, obstinada, volvía de tiempo en tiempo:
_Que Jesucristo te llama..._


II
_Lina._

I
¡Como una bomba, el notición!--Cuando traen el telegrama, estoy aseando
mi cuartito, porque mi única sirviente apenas sabe pasar una escoba
antipática, abarquillada de puro vieja. Desgarro el misterio del cierre,
extraigo, y leo: «Ha fallecido repentinamente tía Catalina. Tú,
instituída heredera universal. Vente. Farnesio.»
¡Tía Catalina! ¡Yo su heredera única! Y ni siento vértigo, ni tampoco
efusión de gratitud. Lo encuentro curioso; la extrañeza vence. ¿Por qué
me instituye heredera la que en vida me pasaba una miseria de pensión,
no perdonaba medio de inducirme á que fuese monja, y me tenía relegada
al destierro de Alcalá de Henares? Me prometo averiguarlo, aunque sé que
los muertos se llevan consigo la verdadera clave de sus actos, (por lo
cual me río de la historia).
Mi viaje á Madrid se arregla pronto. Respondo al telegrama de Farnesio,
me pongo el vestidito negro de paño, la toca de fieltro, felizmente,
negra también, y, á pie, por la pulcra acera enladrillada, me dirijo á
la estación. El tren pasará á las siete. Me siento en un banco, ante la
puerta de la sala de espera; no se oyen ruidos; una acacia, muy cerca,
columpia su ramaje, desprendiendo hojuelas doradas; una chiquilla
mocosa, chata y curtida, me observa como si me fuese á retratar. Por
primera vez me doy cuenta de que soy opulenta, poderosa. Revuelvo en mi
saco de gamuza marrón, usado y de rota cadenilla, y alargo á la chica
una peseta. La mira, me mira, y, escamada, suponiendo burla, en vez de
tomarla, echa á correr. La riqueza asusta, por lo visto...
Iré en primera, por primera vez.--Voy sola.--El departamento está rancio
de carbonilla y olores viejos de comidas grasientas. Los vidrios,
embutidos y crujientes de porquería, no se abren sin esfuerzo titánico.
Me siento, eligiendo un cojín que no esté salpicado de manchas
equívocas.
¿Viajan así los ricos? ¡No vale la pena! Yo me procuraré el mejor
auto... Y, al mismo tiempo que hago esta reflexión, se me ocurre otra, y
un sudor frío me rezuma en la sien.--¿No podría el telegrama ser broma
de un chusco?--Paso un mal cuarto de hora, porque si la cosa no es
verosímil, aún resulta más inverosímil _lo otro_. Tan grande es mi
angustia que, ansiando respirar, forcejeo y logro abrir una ventanilla.
El aire entra, me consuela y me replantea en la realidad. Las márgenes
del Jarama son un primor de delicadeza vegetal, un paisaje exquisito, á
la sepia, porque estamos en otoño. Mimbrales delgados, cañas de idilio,
marañas de arbustos de hoja ya enferma, se diluyen con tonos de acuarela
en la paz rubia, en la claridad muriente de la tarde corta. Los toros
pastan, apacibles. El río es una serpiente gris perla, aplastada,
inmóvil.
Siento el fervorín de entusiasmo que me produce siempre lo bello. Ahora
que soy rica, veré el mundo, que no conozco; buscaré las impresiones que
no he gozado. Mi existir ha sido aburrido y tonto (afirmo apiadándome de
mí misma). Y rectifico inmediatamente. Tonto, no; porque soy además de
inteligente, sensible, y dentro de mí no hay estepas. Aburrido... menos;
aburrido equivale á tonto. Sólo los tontos se aburren. Contrariado, sí,
¡oh, cuánto! Mezquino, también. Cohibido, sujeto por una mano invisible.
Valdría más que me hubiesen dejado en el arroyo, descalza, porque á los
dos meses de mendigar, ya no mendigo--, ya he resuelto mi problema. Lo
malo fué que me dieron un puñado de alpiste y las obligaciones de
«señorita decente». Arrinconada, sólo pude vegetar...--Rectifico otra
vez: ha vegetado mi cuerpo; que mi espíritu, ¡buenas panzadas de vida
imaginativa se ha dado!
Entregada á mí misma, en un pueblo decaído, pero todavía grandioso en lo
monumental y por los recuerdos, no hice amistades de señoras, porque á
mi alrededor existió cierto ambiente de sospecha, y no atendí á
chicoleos de la oficialidad, porque, á lo sumo, podrían conducirme á una
boda seguida de mil privaciones. Mis únicos amigos fueron dos canónigos,
encargados de catequizarme para el monjío, y un viejecito maniático, muy
volteriano y muy simple, D. Antón de la Polilla, que desde luego se
declaró abogado del diablo, contando horrores de los conventos, cuando
no estaban delante los que él llamaba el Inquisidor mayor y el menor, y
aun á veces en su misma cara. Yo no le hacía caso sino cuando hablaba de
historia y de antigüedades; en ese terreno, algunas veces recobra el
sentido común, prenda desde tiempo atrás perdida. De los dos canónigos
catequistas, uno, el pobre Roa, murió tres años hace; el otro, el
Magistral, es C. de varias Academias, y sospecho que tiene escritas
muchas cosas que nunca verán la luz, á no ser que ahora, siendo yo
millonaria... La biblioteca del Sr. Carranza me la he zampado; por
cierto que encierra muy buenos libros. Así es que estoy fuertecita en
los clásicos, casi sé latín, conozco la historia y no me falta mi baño
de arqueología. Carranza lamenta que haya pasado el tiempo en que las
doctoras enseñaban en la Universidad Complutense. Se consolaría si yo
fuese una de esas monjas eruditas, cuyos retratos grabados las
representan pluma de ganso en mano, tintero al margen, y sobre el fondo
de una librería de infolios de pergamino.
Por haber tenido yo la curiosidad de leer algunos manuscritos del
Archivo, las hijas del Juez, que son las _lionnes_ de Alcalá, y que me
tienen tirria, me han puesto de mote _la Literata_. ¡Literata! No me
meteré en tal avispero. ¿Pasar la vida entre el ridículo si se fracasa,
y entre la hostilidad si se triunfa? Y, además, sin ser modesta, sé que
para eso no me da el naipe.
Literatura, la ajena, que no cuesta sinsabores... ¡Cuánto me felicito
ahora de la cultura adquirida! Va á servirme de instrumento de goce y de
superioridad.
En la estación me aguarda Farnesio, D. Genaro Farnesio en persona, con
cara lúgubre y circunstancial. Se sorprende y hasta me figuro que se
indigna ante mis ojos secos, deshinchados y brillantes, mi aplomo de
heredera franca, que no se tampona la faz con el pañuelo, ni se suena
cada tres minutos.
--¿Qué dices de esto?--suspira hondamente al cogerme las manos.
--¿Qué he de decir?--contesto.--¡Pobre tía! Que le llegó la suya.
Un lacayo correcto recoge mi humilde saco, me precede respetuoso, y,
alzando el enlutado sombrero de librea, abre la charolada portezuela de
una berlina, acolchada como un estuche de joya. _Es mi berlina, es mi
lacayo._ ¡Qué sensación punzante! Lo que no pudo el anuncio del
fortunón, lo puede el detalle de conforte y lujo... Cerrando los ojos,
me reclino. Farnesio entra y da una orden. Arrancamos, al elástico trote
de los bayos fogosos.
El intendente de doña Catalina me mira á hurtadillas, me estudia. D.
Genaro Farnesio es esa persona «de toda confianza» que surge
indefectiblemente al margen de las señoras viudas y con caudal. Mestizo
de amigo y administrador, misterioso y enfático, D. Genaro Farnesio pasa
por mejor enterado de lo que atañe á la casa de Mascareñas, ¡retumbante
apellido! que su dueña lo estuvo nunca. Es el duende familiar del
palacio ya mío; y su actitud cautelosa y la mirada que siento apoyarse
sobre mi perfil, sin duda tienen por origen la zozobra egoísta: «¿Habrá
cambio de ministerio? ¿Perderé la breva disfrutada tantos años?»
Llegamos... En el momento de bajarme en el zaguán y de cuadrarse el
solemne portero--de levitón largo, cara lunar entre dos chuletas negras
bien lustradas--ante la soberana nueva, recuerdo las pocas veces que he
venido aquí, siempre acuciada por D. Genaro para que me reintegrase á
Alcalá cuanto antes. Me asalta otra vez la inquietadora extrañeza. ¿Por
qué me lega sus millones la que casi no me ha visto? Evoco memorias.
Cuando era introducida á la presencia de doña Catalina Mascareñas y
Lacunza, viuda de Céspedes, medio se alzaba del sillón; las mejillas se
le encendían, bajaba los ojos, como para no verme, y con voz un poco
ronca me preguntaba:
--¿Cómo te va, Natalia? ¿Qué tal de salud?
--Muy bien, tía...
--¿Careces de algo? ¿Te falta alguna cosa, vamos, para tu vida?
--No señora--respondía, mortificada y altanera--. Tengo lo suficiente.
--¿Eres buena? ¿Te portas bien?
--Se me figura que sí...
Brevemente, como deseosa de cortar la conferencia (tres fueron en once
años) la señora se levantaba, abría un armario, revolvía en él un poco,
y me ponía en las manos un objeto, diciendo:--Para tí.--La primera vez,
un rosario de oro y perlas barrocas; la segunda, un reloj-saboneta de
esmalte; la tercera, una sortija-semanario, de ensaladilla. Este último
regalo me gustó mucho. No he tenido otra joya, y por las joyas siento
pasión magdalénica.
--Bueno, bueno--farfullaba la señora al murmurar yo las
gracias.--Cuidado, no nos dés disgustos...
Farnesio, presente á la entrevista, me hacía seña. «Adiós, tía
Catalina...»
--Adiós, hasta la vista, Natalia, avisa si te ocurre algo...--Y me
retiraba, con la cabeza gacha y el andar tímido, oblicuo, de los
parientes pobres, de los protegidos humillados.--¡Ahora!
Hinco la planta en la alfombra que trepa por la escalinata de mármol,
con la energía violenta de una toma de posesión. Farnesio me coge por la
muñeca, y, en voz baja, balbuciente:
--¿Quieres _verla_?
Me escalofrío como si me soplasen en los abuelillos del cogote...
¡Verla! ¡Está de cuerpo presente! ¿Y qué? ¡No me conviene mostrarme
pueril, ni medrosa!
--Voy. Muy justo que rece un Padre nuestro.
La capilla ardiente es el salón, fastuoso y anticuado, con profusión de
doradas tallas y espejos, magníficos tibores, cuadros de mérito y
colgaduras de una estofa brochada que se tiene de pie. Han armado en el
fondo el altar donde mañana se dirán las misas; un crucifijo de marfil
lo preside; al pie del altar, entre blandones, el féretro. Las ventanas
están abiertas, los cirios arden. Huele á lo que huelen las flores á la
media hora de contacto con un cuerpo muerto, y cuando su aroma se mezcla
con efluvios de cera y cloruro. Siento otro escalofrío chico: los ojos
se me han ido directamente, atraídos sin resistencia, á la cara de la
difunta, dorada al oro verde por la luz de los cirios tristes. La han
amortajado con hábito del Carmen, y el cerco de la toca presta á su
fisonomía una nobleza y una austeridad que en vida no tuvo. A todo el
que entra en una cámara mortuoria le pasa lo que á mi: la cara del
muerto imanta la vista. Dos Siervas de María velan sentadas, leyendo en
un libro de negra cubierta; un criado antiguo, Mateo el jardinero, de
rodillas, marmonea una oración, comprimiendo sobre el pecho, con ambas
manos, un sombrero blando muy raído. Las Siervas, al verme, se levantan,
me saludan en sordina, me acercan un almohadón rojo, para que me
arrodille con comodidad. ¡Soy la heredera! Con el espíritu pegado á la
tierra, murmuro rezos. Farnesio se queda en pie detrás de mí. Con esa
agudeza de percepción que poseo, todo el tiempo que dura mi plegaria
noto los ojos del intendente que escrutan mi nuca y mis hombros, y
reprueban lo superficial de mi plática con Dios. Me incorporo, y dentro
de mí zumba un acento apremiante, venido no sé de donde. «Hay que
besarla... Tienes el deber de darla un beso... Será muy feo que no se lo
des...» Desoigo la voz. «Desde hoy no conozco más ley que mi ley
propia...» decido, al retirarme con tranquilo paso, no sin haberme
persignado é inclinado al modo ritual. Al encararme con Farnesio, noto
que algo semejante al rastro de baba de un caracol espejea en sus
mejillas. ¿Llanto? ¿La quería de verdad á esta señora tan pava, tan poco
interesante? (En el momento actual, lo de pava será irreverente, pero
¿existen irreverencias interiores?)
--¿Mi dormitorio, mi tocador?--pregunto imperiosamente. No conozco la
distribución de la vivienda; pero supongo que no se les ocurrirá
indicarme la habitación donde doña Catalina exhaló su postrer aliento.
Me precede Farnesio, por ancho pasillo, hasta una estancia lujosa, como
toda la casa. Me tranquilizo. Se ve que no está habitada desde hace
tiempo. Ostenta aparatosa cama de ébano, con colcha de raso rosa, velada
de guipur, y muebles de ébano, también macizotes.
--¿Mi doncella?
Sorprendido al pronto, parpadeó D. Genaro. ¿Por qué? ¿Pues no voy á
tener doncella, y también doncellas, teniendo millones? ¿Puede que crea
Farnesio que he de seguir con mi maritornes alcalaina? Al fin toca el
timbre, y aparece una sirviente añeja, especie de dueña azorada,
prevenida contra mí (es visible) desde antes de conocerme.
--¿Es usted la primer doncella?
--Sí, señora... Para servir á la señora.
--Llame usted á la segunda.
--No... no está.
--¿Cómo se entiende? ¿No está?
--Ha salido á recados... D. Genaro sabe...
--Bueno; en lo sucesivo, no se sale sin mi autorización.
--Muy bien, señora. Yo no salgo nunca.
--Prepáreme usted un baño... ¿Habrá cuarto de baño, verdad?
--Ya lo creo.
--Ponga usted en el baño un frasco entero de colonia... ¿Habrá colonia?
--Sí, señora, sí.
--¿Y toallas finas, y jabón de violeta?
--De violeta no sé si habrá. De todos modos, será buen jabón. ¿Pediremos
el de violeta á la perfumería?
--Es tarde. Estará cerrada. Es igual. Cualquier jabón. Deseo bañarme
pronto.
--¿No cena la señora?
--Después del baño...
--Que te aproveche--pronunció Farnesio--. Yo no cenaré: me encuentro
algo indispuesto. Mañana tenemos mucho que hablar, pero no por la
mañana, puesto que...--Se le quebró el acento; sobrevino carraspera.
--Ya, ¡el entierro!--dije con naturalidad--. ¡Y yo sin manto de luto
para las misas! ¿Cómo se llama usted?--pregunté vuelta hacia la dueña.
--Eladia, para servir á la señora.
--Ocúpese usted de que yo tenga manto mañana á primera hora. Y muy
tupido.

II
Hasta la tarde del día siguiente, no se celebró la anunciada
conferencia. Todavía el salón conservaba el olor dulzaino y repulsivo de
los desinfectantes y las flores, envenenadas, en descomposición, desde
el punto mismo en que las depositamos sobre un cadáver. Mandé abrir las
ventanas de par en par; ordené que á nadie se recibiese, pues los
contados íntimos de la tía ya habían asistido á las misas, devorándome á
miradas de curiosidad frenética; y recorrí la casa. Magnífica,
concedido... pero apelmazada, de pésimo gusto. Ya la airearé también.
Las casas envejecen con sus dueños. Daré juventud... Mi juventud,
reconcentrada por el aislamiento y llena ya de una experiencia amarga y
sabrosa cual la aceituna.
Conversamos D. Genaro y yo en el gabinete inmediato á mi dormitorio. Por
él se puede bajar al jardín. Un macizo verde, al través de los vidrios,
me halaga. Estoy chancera y afectuosa con el sesentón.
--¿Sabe usted, D. Genaro que esta mañana, al despertarme en una
habitación desconocida, creí que era un sueño lo de la herencia?
--¡Ojalá!--gimió él.
--¡Muchas gracias, mala persona!
--Ya comprendes por qué lo digo.
--Bueno, D. Genaro; usted siente sobre todo la muerte de la pobre tía,
pero, además, sospecho que opina que no debí heredar estos caudales. Le
advierto que yo tampoco me explico la chiripa. ¿Soy la pariente más
cercana? ¿Me equivoco, ó existen allá en Córdoba los hijos de su hermano
D. Juan Clímaco?
--En efecto, existen, no en Córdoba, sino en Granada.
--¿Y no soy yo hija de un primo hermano de la señora? ¿De un Mascareñas
de la rama menesterosa, de la rama infeliz?
--Es la verdad, Natalia... Pero--añadió como alegando disculpa--por lo
mismo; tú eras pobre, y los hijos de D. Juan Clímaco tienen bien
cubierto el riñón. La señora era libre, y te dejó lo suyo, porque te
quería.
Me recosté en la butaca de seda fresa rameada de verde, y canturreé:
--¿Me que-que-quería? ¿Sabe usted que lo disimulaba?
La barbilla de Farnesio tembló; se inmutó su cara, y el reflejo dorado
del aro de sus quevedos zigzagueó un instante.
--Eso es cruel--tartamudeó.--No sabes lo que estás diciendo. ¡Si lo
supieses!
--Don Genaro--respondí--razonemos. No me pinte usted lo que no ha
existido, ¿Es querer á una muchacha tenerla recluída, darle una mesada
que solo por la baratura de Alcalá me permitía no morir de hambre, y
tramar una conjura para meterla en un convento?
--Que no sabes lo que te dices--terqueó él--. Cuando se trató de que
abrazases ese estado--el más feliz para una mujer--, aun vivía Dieguito,
el hijo de doña Catalina ¿Quien pensara que aquel buen mozo, en lo mejor
de su edad, iba á sucumbir del tifus, en pocos días?
Medité un instante, cogiéndome la barba.
--Y... ¿qué tiene que ver? ¿Viviendo Dieguito, yo monja? ¿Es que temían
que Dieguito se enamorase de mi?
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