Dulce Dueño - 12

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en la historia de España. Que la hemos de dejar; porque desde que la
conozco á usted, con usted cuento. En nuestro país se están preparando
sucesos muy graves. ¿Cuáles? Por ahora... Pero que se preparan, sólo un
ciego lo dudaría. ¡El que acierte á tomar la dirección de esos sucesos
cuando se produzcan, llegará al límite del poder; no es fácil calcular
adónde llegará! Yo aguardo mi hora, no esperando que me despierte la
fortuna, sino en vela, con los riñones ceñidos, como los caudillos
israelitas. La soledad completa me restaría fuerza, y una compañera sin
altura, ininteligente, me serviría de rémora. ¿Si usted...?
--La cosa es para pensada, Agustín... Para muy meditada.
--No, no es para meditada, porque yo no pido amor. Lo que solicito es
una amiga, á la cual interese mi empresa. Ya sabe usted que á su tío, D.
Juan Clímaco, le dejo muy abozalado. No ladrará, ni aun gruñirá. El sabe
que conmigo no puede permitirse ciertas bromas. ¡Ah! No crea usted; la
red estaba bien tejida. Entre las mallas se hubiese usted quedado. El
hombre armó su trampa con habilidad de gitano en feria. Compró
testimonios que comprometían gravemente á D. Genaro Farnesio; hubiese
ido... ¡quién sabe! á presidio. Se me figura que á él y á usted les he
salvado. ¿Merezco alguna gratitud?
--Mucha y muy grande--contesto, tendiéndole la mano, que estrecha y
sacude, sin zalamerías ni insinuaciones.--Sólo que... es delicado
decirlo, Agustín...
--No lo diga... Si ya lo sé. Y lo acepto. Estoy seguro de que usted
cambiará.
--¿Y si no cambio?
--Ni un ápice menos de respeto ni de amistosa cordialidad. Creo que el
trato es leal. Lo único que pido, es que la prohibición á que suscribo
para mí, no se derogue en beneficio de otro. Si para alguien ha de ser
usted más que amiga...
--¡Ah! ¡Eso no! Eso no lo tema usted.
--Pues no temiendo eso... Crea usted, Lina, que haremos una pareja
venturosa. Demos al tiempo lo suyo. Todo pasa; somos variables en el
sentir. Yo fío siempre en la inteligencia de usted, que es para mí el
gran atractivo que usted reune. Antes de conocerla, su fortuna me
pareció una base necesaria para mis aspiraciones--no se quejará usted de
que no soy franco--pero ahora, se me figura que hasta sin fortuna
desearía su compañía y su auxilio moral. Para un hombre político, es un
peligro la soltería. Existe en su porvenir un punto obscuro; lo más
probable es que halle una mujer que ó le disminuya ó le ponga en
berlina.
--Es cierto, y, ya que usted ha sido tan sincero, le digo que tampoco
conviene á un político una mujer pobre. Yo encuentro que la cuestión de
la honradez de un hombre político es algo pueril; el menor error, en
materia de gobierno, importa doble y perjudica doble al país que una
defraudación. Sólo que es arsenal para los enemigos, y piedra de
escándalo para los incautos. Por eso un político debe estar más alto,
poseer millones legítimamente suyos. Eso le exime de la sospecha.
--¡Palabras de oro!--bromea él,--y no sé de donde ha sacado usted tal
experiencia... Hubo en la historia de España un hombre que fué, en un
momento dado, árbitro, como rey. Pero tenía mujer; y ella, por la tarde,
vendía los cargos y honores que al día siguiente él concedería. Y el
lodo le llegaba á la barba; y su poder duró poco y cayó entre escarnio.
Nuestra fuerza, nos la dan las mujeres. Si no me auxilia usted por amor,
hágalo por compañerismo. Subamos de la mano...
Creo que este diálogo lo pasamos una noche, en que el lago reflejaba una
luna enorme, encendida todavía por los besos del poniente. Estábamos en
la veranda, muy cerca el uno del otro, y los camareros, cuando pasaban
llamados por algún viajero que pedía _wisky and soda_, cerveza ó
aperitivos, apresuraban el andar, por no ser molestos á los enamorados
españoles. Y, sin embargo, en el momento sugestivo, no se aproximaban
temblantes nuestras manos, ni se inclinaban nuestros cuerpos el uno
hacia el otro.

V
Y avanza el singular noviazgo, frío y claro como las nieves que revisten
esos picachos y esas agujas dentelladas, que muerden eternamente en el
azul del cielo puro. Aun diré que era más frío el noviazgo que las
nieves, ya que éstas, alguna vez, se encendían al reflejo del sol. Me lo
hizo observar un día Agustín. Él no lamentaría que la situación
cambiase; pero lo procuraba con labor fina, sabiendo que yo estaba á
prueba de sorpresas. Aplicaba á la conquista de mi espíritu la ciencia
psicológica y matemática á un tiempo conque estudiaba al resto de la
gente, piezas de su juego de ajedrez. Dueño de largas horas y propicias
ocasiones, teniendo por cómplices los azares de un viaje,
supuso--después lo he comprendido--que siempre llega el cuarto de hora.
Debo reconocer que esta idea, algo brutal en el fondo, la aplicó el
proco con artística finura.
Su actitud fué la del hombre que busca un afecto, y, para conseguirlo
profundo, lo quiere completo, sin restricciones. Estaba seguro de mi
amistad, contaba conmigo como asociada... pero ¿y si, abandonando él en
mí lo que no debe abandonarse, otro hombre...?
--Ni en hipótesis--confirmo tercamente.
Para demostrarme con un alto ejemplo histórico su pensamiento, me
recordó el lazo entre el conquistador Hernán Cortés y la india doña
Marina.
--¿No es verdad que al pensar en esta pareja, no vemos en ella á los
amartelados amantes, sino á dos seres superiores á los que les rodeaban,
y que se juntaban para un alto fin político? Cortés necesitaba á doña
Marina, su conocimiento del ambiente, su lealtad para prevenir
emboscadas y traiciones. La india se había penetrado de los propósitos
del conquistador. Sin embargo, el modo de que las dos voluntades se
fundiesen, fué la unión natural humana. En ello, Lina, no hay ni sombra
de nada repugnante. Es un hecho como el respirar. Por distintos caminos
que usted, yo he llegado á despreciar también la materia, la estúpida
ceguedad del instinto. Pero en la vida de dos personas como usted y yo,
esta comunión sería más espiritual que otra cosa... ¿Me niega usted el
derecho de defender mis ideas...?--se interrumpió con grata sonrisa
sagaz, de italiano discípulo de Maquiavelo.
--No--asentí.--Es probable que no llegue usted á persuadirme; pero si
cierro los oídos, se pudiera inferir miedo. Espláyese usted y
persuádame, si es capaz.
Se tegió este diálogo en el castillo de Chillón, que siguiendo al
rebaño, tuvimos la ocurrencia de visitar en nuestra excursión á Vevey,
comprendida en la vuelta que dimos al lago. El sitio es, sin duda,
pintoresco, entre salvaje y sosegado; la torre y los calabozos sólo
recuerdan episodios políticos; Almonte me hace notar cómo ha cambiado
este aspecto de la vida: por cuestiones políticas ya á nadie se suele
echar grillos; y los judíos, á quienes estos pacíficos suizos y
saboyanos sacaron de la fortaleza para quemarlos vivos, como hubiesen
hecho unos terribles inquisidores españoles, hoy son partidarios de la
libertad de conciencia...
--Los recuerdos de Chillón no le serán á usted molestos. Por aquí no
revolotea el cupidillo...
--Sí que revolotea. Por aquí situa Rousseau escenas de su _Nueva
Heloisa_, que es un libro pestífero, y, después de pensar quien lo ha
escrito, muy empalagosamente asqueador.
Combatiente diestro, aprovechándose de la ventaja que se le concedía,
Almonte supo disertar. En nuestro periplo alrededor del misterioso lago,
desplegó los recursos de su arte. A su voz no le había yo prohibido el
contacto material. Su voz hermosa, llena, de gran orador, tenía por
auxiliares los ojos, algo salientes; pero de un negror y blancor
expresivos. Poco á poco la voz va entrando en mi alma. Experimento un
goce sutil en oirla, diga lo que diga; solamente al llamar al camarero.
Me place que desenvuelva sus planes, haciendo lo contrario de
Mefistófeles con Fausto; presentándome, como remate del vivir, en vez de
la perspectiva amorosa, la del triunfo de una ambición intensa. Escucho
interesada las inauditas y dramáticas historias que me refiere de gente
conocidísima, y él, para justificarse, alega:
--La política es cada día más una cuestión de personas. No hay nadie que
no tenga en su vida un interés, un resorte secreto. El que los conoce es
dueño de mucha gente, si creen que puede realizar esos anhelos que no se
exhiben, generalmente, ante el público, y aunque se exhiban...
La sociedad altanera, frívola y disoluta que he visto de refilón en
Biárritz la diseca Agustín con instrumento de oro, entre gestos seguros,
de hombre de ciencia... de esa ciencia.
--¿Fulano? Hacia la senaduría. ¿Mengano? La rehabilitación de un título
con Grandeza. ¿Perengano? Cosa más sólida; un célebre asunto en lo
contencioso... Millones. ¿Perencejo? Toda la vida ha querido
ministrar... y no siendo más inepto que otros, no lo ha logrado.
¿Ciclanito? Eso es serio; pica alto, alto...
Y, comentario:
--A lo alto llegaremos nosotros. ¡Sabe Dios á qué altura! Por mucha que
sea, ni usted ni yo somos de los que sufren vértigo... Aquí no nos
armamos de _alpenstock_, porque no nos divierte. Desde abajo vemos los
juegos de la luz... En fin, yo quiero que usted sea la segunda mujer de
España... á no ser que para entonces los sucesos hayan tomado tal giro,
que pueda ser la primera. ¡Así, la primera! No tomarán ese giro; yo, por
lo menos, no lo creo; pero ello es que hay muchos modos de ocupar
primeros lugares... Si yo soy el dueño, la dueña usted... Siendo yo
Cayo, tú serás Caya... como decían los romanos en las ceremonias
nupciales. ¡Ah! Perdón, Lina... la he tuteado...
--Era un tuteo histórico.
--No importa; me va á fastidiar ahora mucho volver á... Lina, yo te creo
una mujer superior. ¿No se tutean los amigos?...
--En realidad...
Y el tuteo no fué embarazoso, sobre esta base de la amistad franca. Al
contrario; estableció entre nosotros algo tan grato, que yo no recordaba
nunca un período en que tan gustoso me hubiese sido vivir. Los planes,
los proyectos, las esperanzas, todos saben cuánto superan en deliciosa
sugestión á la realidad, aun cuando salga conforme á esos mismos planes
ó los mejore. Un anhelo de interés me hacía desear locamente lo más loco
de cuanto se desea: el acercarse á la muerte: que los años hubiesen
volado, y que Agustín y yo fuésemos ya los amos, los árbitros, aquellos
ante quienes todo se inclinaría... El, sonriente, moderaba mi
impaciencia.
--Calma... calma... Y atesorar mucha fuerza y felicidad para que no nos
coja débiles el momento de la apoteosis... que es seguro.
--El caso es, Agustín, que yo tengo ideal, y que, si llega ese instante,
quisiera que, mañana, la historia...
--El ideal, en la política, se construye con realidades pequeñas. Nace
de los hechos, sin cultivo, como esos _edelweiss_ peludos sobre la
nieve... Entretanto, Lina, seamos egoístas, pensemos en nosotros...
Y noté, efectivamente, que mi amigo empezaba á prestar al «nosotros» un
sentido nuevo, diferente del que yo le había atribuído hasta entonces.
Como en las altas cumbres que el sol teñía de amatista pálida y de los
anaranjados del oro encendido por el fuego--al avanzar el verano, el
hielo se derretía--. Desde el tuteo, Agustín iba, poco á poco,
mostrándose enamorado, traspasado, rendido. Era una inconsecuencia, era
una transgresión, era faltar á lo tratado; y, sin embargo, yo fluctuaba.
Una indulgencia que me parecía criminal ante mí misma, me invadía como
un sopor. Lo que más contribuía á hacerme indulgente--reconozco que es
extraño el motivo--era que yo no compartía la turbación que iba
advirtiendo en Almonte. El enervamiento de la Alhambra y de Loja, no se
reproducía ante el Mont-Blanc. Y como no era _en los demás_, sino _en
mí_, donde encontraba especialmente repulsiva la suposición de ciertos
transportes,--no me alarmaba ni me sublevaba como me hubiese sublevado
al comprobar que yo los sentía.
--Que arda, bueno... La culpa no es mía... No soy cómplice...
Recuerdo que nuestra situación se precisó cuando, dirigiéndonos á
Chambery, nos detuvimos en Annecy, viejo y curioso pueblecillo, donde
fueron enterrados los restos de dos amigos de distinto sexo y muy puros,
el amable y ameno San Francisco de Sales y la nobilísima Madre Chantal.
¿Por qué--pensaba yo acordándome del Obispo de Ginebra y de su
colaboradora--no se ha de reproducir esta unión espiritual? ¿Sin duda no
es locura mía aspirar á ella, cuando ya se ha visto en la tierra algo
tan semejante á lo que yo sueño? Esta baronesa mística, que se grabó en
el seno, con hierro ardiente, el nombre de Jesús, ¿no enlazó castamente
toda su voluntad, toda su existencia, á la de un hombre, el elegante y
delicado autor de _Filotea_? ¿No tuvieron un fin, todo lo espiritual que
se quiera, pero humano? No abandonó la Chantal, por este enlace,
familia, hijos, sociedad, y no se consagró á fundar la orden de la
Visitación? He aquí los frutos de las amistades limpias, serenas...
Ibamos por las orillas frescas del diminuto lago de Annecy--al lado del
Léman, un juguete--y nos habíamos desviado algo del paseo público,
perdiéndonos en un sendero orillado de abetos, muy sombrío á aquella
hora de la tarde. Agustín me daba el brazo. De pronto, sentí una
especie de quejido ahogado, sordo, y le ví que se inclinaba, intentando
un abrazo de demencia... Balbuceaba, temblaba, palpitaba, jadeaba, y en
un hombre tan dueño de sí, tan avezado á conservar sangre fría en las
horas difíciles, la explosión era como volcánica.
--No puedo más... No puedo... Haz de mí lo que quieras... Recházame,
despídeme... Has vencido ó ha vencido el diablo; estoy perdido... Te has
apoderado de mí... Cuanto he prometido, los convenios hechos, eran
absurdos, necedades... Imposible que yo cumpliese tales condiciones... y
si hay un hombre en el mundo que lo haga, entonces me reconozco
miserable, me reconozco infame, lo que quieras! Lina, es igual: aquí no
discutimos, no hay argumentos. Lo que hay es la verdad, lo hondo de las
cosas. Prefiero romper el contrato. Sí, lo rompo. Se acabó. Y me voy, me
alejo esta misma noche, para siempre. Lo que combinábamos juntos, era un
contrasentido. Tú no lo comprendes; yo no sé qué ofuscación padeces,
para haber dislocado las nociones de la realidad y pedir la luna... Eres
de otra madera que el resto de los humanos. Bueno. Yo no. Despidámonos
aquí mismo, Lina; despidámonos... ó abracémonos, así, en delirio...
Los brazos eran tenazas. Entre ellos, yo permanecía cuajada, como el
magnífico hielo de los glaciares.
--Basta..., Agustín..., oye...
Hizo el gesto de locura de emprender carrera.
--No te reconozco... ¡Es increíble! ¿No decías...? ¿No opinabas...?
--Opinase ó dijese lo que quisiera. Es que yo no contaba con una
complicación inesperada, con un suceso ridículo y fatal. Me he
enamorado. Es una razón estúpida, convengo. No encuentro otra. Me he
enamorado. No creas que así de broma. Me he enamorado tanto, que
comprendo que, en bastante tiempo, no podré resignarme á la vida. ¡Tú
serás capaz de extrañarlo! No lo extrañes, Lina.--suspiró con pena
romántica.--¡Tú no te has dado cuenta de tu valer! Inteligencia,
cultura, alma, belleza... Todo, todo, reunido por mi mala suerte en una
mujer singular, que ha resuelto...
--Pero si yo...
--Tú, tú... Tú me permites... que me abrase... Ahí está lo que me
permites... Tu compañía, tu amistad, la perspectiva de un enlace...
Verte incesantemente, andar juntos y solos por estos sitios que convidan
á querer... Yo no soy un fenómeno, yo soy un hombre... ¡Cómo ha de ser!
Al separarme de tí, destruyo un gran porvenir, el porvenir de los dos;
era algo espléndido... Pero estoy en esa hora en que se arroja por la
ventana, no digo el interés, ¡la existencia! Comprendo que procedo en
desesperación. No es culpa mía.
Me detuve, y le hice señas de que se calmase y escuchase. El lago
rebrillaba bajo un sol tibio. Me senté en el parapeto. Hice señas á
Agustín de que se sentase también.
--¿Era una pasión, lo que se dice una pasión? ¿La pasión se manifestaba
así? ¿Se limitaba la pasión á estas llamaradas? ¿O sería él capaz, por
mí, de sacrificios, de abnegaciones?
--De todo... ¡Hasta qué punto! No lo dudarías si comprendieses cuán
diferente eres de _las demás_... Te rodea un ambiente especial, tuyo,
que ninguna otra mujer tiene... ¡Ah! ¿Sacrificios, dices? Lo repito en
serio: ¡La vida! ¡La herida está muy adentro!
--Siendo así... ¿Pero mira bien si es así?... ¡Cuidado, Agustín,
cuidado!
--¡Así es! Ojalá no fuese.

VI
Y dispusimos la boda. Se escribió para los papeles indispensables.
Permaneceríamos en Ginebra hasta mediados de Septiembre, mientras se
arreglaba todo. Nos casaríamos en París.
Al evocar aquel período, recuerdo que me sorprendió algún tanto la
placidez que demostró Agustín, después de sus arrebatos de Annecy,
revestidos de un carácter de violencia sombría y halagadora. Placidez
apasionada, galante, tierna, pero placidez. ¿Esperaba yo que me aplicase
antorchas encendidas? ¿Quería un martirio ferozmente amoroso? Hubo
monerías, hubo mil gentilezas. Brasas bien contenidas dentro de una
estufa correcta, con guardafuego de bronce.
--Acuérdate, Agustín, de que eres mi novio...
Cambiaba con estas palabras el giro de la conversación. Salían á relucir
por centésima vez mis cualidades, lo que me diferenciaba del resto de
las mujeres del mundo, lo que explicaba aquel sentimiento único, elevado
á la máxima potencia, inspirado por mí... Almonte sabía expresar á la
perfección los matices de su sentir. Hubo momentos en que se me impuso
la convicción. Sin duda, en realidad, yo le había caído muy hondo. No
usaba, para probármelo, de excesivas hipérboles, ni de imágenes
coloristas, á lo árabe; su modo de cortejar tenía algo de sencillo,
natural y fuerte.
--Lo eres todo para mí. Haz la prueba de dejarme. Allí se habrán
concluído la carrera y las ilusiones de Agustín Almonte. Unete conmigo,
y verás... Nadie abrirá huella como la que yo abra. Cada hombre
encuentra en su camino cientos de mujeres, y sólo una decide de su
existir. Hay una mujer para cada hombre. Esa eres tú, para mí. ¿Te
extraña que no te deshaga en mis brazos, sin esperar...? Es que te
respeto, ¡con un respeto supersticioso! Y es que, á fuerza de quererte,
sé quererte de todas maneras... La manera de amistad, la que primero
contratamos, persiste. Sólo que va más allá de la amistad, y es un
cariño... un cariño como el que se tiene á las madres y á las hermanas,
por quienes no habría peligro que no arrostrásemos... ¡Qué dicha,
arrostrar peligros por tí! ¡Salvarte, á costa de mi existencia!
He recordado después, en medio de otras orientaciones, esta frase del
proco. Las ondas del aire, agitadas por la voz, deciden del destino.
Parece que la palabra se disuelve, y, sin embargo, queda clavada,
hincada no se sabe dónde, traspasando y haciendo sangrar la conciencia.
En la mía, algo daba la voz de alarma. Por mucho que había querido yo
mantenerme más alta que las turbieces del amorío, era como si alguien,
envuelto en barro, pretendiese no mancharse con él. Ejemplo de esta
imposibilidad me la había dado un espectáculo natural, el de la junción
del Arve, que baja de los desfiladeros, con el Ródano. Es el Arve
furioso torrente que desciende de los glaciares del Mont Blanc,
engrosado por el derretimiento de las nieves, y cruza el valle de
Chamounix. Arrastra légamo disuelto; su color, de leche turbia y sucia,
y la espuma amarillenta que levanta, contrastan con el Ródano cerúleo,
zafireño, en cuyo seno va á derramar la impureza. Introducido ya el
torpe río, violando con ímpetu la celeste corriente, no quiere ésta
sufrir el brutal acceso, y no mezcla sus aguas, de turquesa líquida, con
las ondas de lodo. La línea de separación entre el agua virginal y el
agua contaminada, es visible largo tiempo. Al cabo, triunfa el
profanador, mézclanse las dos linfas, y la azul, ya manchada y
mancillada, no recobrará su divina transparencia, ni aun próxima á
perderse y disolverse en el mar inmenso...
--Tal va á ser mi suerte...--pensaba, releyendo estrofas de Lamartine,
ni más ni menos que si estuviésemos en la época de los bucles
encuadrando el óvalo de la cara y las mangas de jamón. ¡Bah! En secreto,
aún se puede leer á Lamartine... Mi desquite es leerlo á solas...
Agustín acaso me embromaría, si le cuento este ejercicio _rococó_.
Arrebujada en mis encajes antiguos avivados con lazos de colores nuevos,
de blanda y fofa cinta _liberty_; mientras Maggie, silenciosa, dispone
mi baño y coloca en orden la ropa que he de ponerme para bajar á
almorzar, mis atavíos de turista, mis faldas cortas de sarga ó franela
tennis, mis blusas «camisero» de picante airecillo masculino, mi calzado
á lo yankee, yo aprendo de memoria, puerilmente.
«Ainsi, toujours poussés vers de nouveaux rivages, dans la nuit
éternelle emportés sans retour, ne pourrons nous jamais, sur
l’ócean des âges jeter l’ancre un seul jour...?»
* * * * *
«¿Un jour, t’en souvient il? nous voguions en silence...»
Parecía el poeta traducir la sorda inquietud de mi espíritu, que tantas
veces se preguntaba porqué todo es transitorio. Y si la idea de lo
inmundo no puede asociarse á la del amor, tampoco podrá la de lo
transitorio y efímero. ¡Un amor que se va de entre los dedos! La pena de
lo deleznable, aquí la situó Lamartine, en este lago Leman por él tan de
relieve pintado, al suplicarle que conserve, por lo menos, el recuerdo
de lo que pasó, de lo que creyó llenar el mundo.
«Q’uil soit dans ton repos, q’uil soit dans tes orages, beau lac,
et dans l’aspect de tes riants coteaux, et dans ces noirs sapins,
et dans ces rocs sauvages, qui pendent sur tes eaux!...»
¿Fué la lectura... la lectura, la melodía, el suspiro contenido,
nostálgico, de este sentir anticuado ya, lo que me hizo culpable de un
pecado tan grave, tan irreparable?... ¿Podrá serme perdonado nunca?
Yo no sé cómo nació en mí la inconcebible idea. Mejor dicho: no
considero que se pueda calificar de idea; á lo sumo, de impulsión. Y ni
aun de impulsión, si se entiende por tal una volición consciente. Fué
algo nubloso, indefinido; no me es posible recoger la memoria para
retroceder hasta el origen de la serie de hechos que produjo la
catástrofe. Ningún juez del mundo encontraría base para imputarme
responsabilidad. Todos me absolverían. Sólo yo, aunque no acierte á
precisar circunstancias, conozco que hubo en mí ese hervor que prepara
sucesos y que, en vaga visión, hasta los cuaja y esculpe de antemano.
Hay un extraño fenómeno psicológico, que consiste en que, al oir una
conversación ó presenciar el desarrollo de una escena, juraríamos que ya
antes habíamos escuchado las mismas palabras, asistido á los mismos
acontecimientos. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿En qué mundo? Eso no lo sabríamos
explicar; es uno de los enigmas de nuestra organización. Tal hubo de
sucederme con lo que pasó en el lago. No sólo no me sorprendió, sino que
me parecía poder repetir, antes de que hubiese sucedido, frases,
conceptos y detalles relacionados con un hecho tan extraordinario y, si
se mira como debe mirarse, tan imprevisto... Porque ¿quién afirmaría que
lo preví? ¿Que pude preverlo ni un solo instante? Y si no lo preví, si
no cooperé á que sucediese por una serie de flexiones y de movimientos
de la voluntad, ¿cómo pudo volver á mi conciencia en forma de estado
anterior de mi conocimiento? Repito que mis nociones se confunden y mi
parte de responsabilidad constituye para mí terrible problema...
Lo que sé decir es que, según avanzaba nuestro noviazgo y se acercaba la
fecha de que se convirtiese en tangible realidad; según mi futuro--ya no
debo llamarle _proco_,--extremaba sus demostraciones y apuraba sus
finezas; á medida que debiera yo ir penetrándome del convencimiento de
que en él existía amor, y amor impregnado de ese anhelo de sacrificio
que ostenta los caracteres del heroísmo moral, una zozobra, una
impulsión indefinible nacía en mí, que revestia la forma de un ansia de
vida activa y agitadamente peligrosa, en medio de una naturaleza que
cuenta al peligro entre sus elementos de atracción. En vez de gustarme
permanecer horas largas y perezosas en la veranda ó en el salón de
lectura, ataviada, adornada, perfumada, escuchando á Agustín, en
plática alegre y reflexiva, experimentaba continuo afán de conocer los
aspectos de la montaña, de recorrerla, de afrontar sus caprichos
aterradores.
--¿No habíamos quedado en que no éramos alpinistas? ¿Que no le haríamos
competencia á Tartarín?--preguntaba Almonte sin enojo.--¿Quieres que
justifique mi apellido? Hágase como tú desees... pero permíteme
lamentarlo, porque así pierdo algún tiempo de cháchara deliciosa.
Y, provistos de guías, realizamos expediciones alpestres. Me lisonjeaba
la esperanza de tropezar con cualquiera de las variadas formas del alud,
fuese el alud polvoriento, esa lluvia de nieve fina como harina, que
entierra tan rápidamente á los que alcanza, fuese el que precipita de
golpe un enorme témpano, fuese el lento desgaje casi insensible y
traidor, el alud resbalón que, con pérfida suavidad, se lleva los abetos
y las casas; fuese el más terrible de todos, el sordo, el que está
latente en el silencio y estalla fulminante, con espantosa impetuosidad,
al menor ruido, al tintinear de la esquila de una cabra. Como no
estábamos en primavera, no me tocó sino el alud teatral é inofensivo, el
_sommer-lauissen_, semejante á un río de plata rodeado de espuma de
nieve. Cuando le anunció un redoble hondo, parecido al del trueno, miré
á Agustín, por si palidecía. Lo que hizo fué fruncir las cejas
imperceptiblemente.
Sufrimos, eso sí, una borrasca de nieve, y regresamos al hotel perdidos,
excitando la respetuosa admiración de Maggie, para quien sólo merece ser
persona el que corre estos azares.
La borrasca de nieve no fué un peligro; fué una aventura tragicómica;
estábamos ridículos, mojados, tiritando, con la nariz roja, la ropa
ensopada, el pelo apegotado y lacio. En desquite, los Alpes nos
ofrecieron su magia, sus cimas iluminadas por el poniente, inflamadas y
regias. Al ocultarse el sol, el firmamento, á la parte del Oeste, en las
tardes despejadas, luce como cristal blanco, y en las nubosas, sobre el
mismo fondo hialino, se tiñe de cromo, de naranja, de rubí auroral,
transparente. Volviéndose hacia el Este, densa tiniebla cubre la
llanura, mientras las cúspides de las montañas resplandecen como faros,
y la zona distante de las cumbres intermedias adquiere una veladura de
púrpura sombría. Y la sombra asciende, asciende, no lenta, sino con
trágicos, rápidos pasos, y la lucería de la montaña muere, cediendo el
paso al tinte cadavérico de su extinción. Ya el sudario obscuro envuelve
la montaña, y el cielo, en vez de la blancura reluciente de antes,
ostenta un carmín sangriento; la cabellera negra de la sombra hace
resaltar los bermejos labios. Un azul de metal empavonado asoma después
en el horizonte, y por un momento la montaña resucita, resurge, vuelve á
ceñirse el casco de oro. ¡Misterioso fenómeno, sublime! Una noche en que
lo presenciábamos, mi pecho se hinchó, mi garganta se oprimió, mis ojos
se humedecieron, y tartamudeé, estrechando la mano de Agustín,
acercándome á su oído, con ojos delicuescentes:
--¡Dios!
--¿Quieres saber lo que te pasa, Lina mía? amonestó luego él, en la
veranda.--Que te estás embriagando de poesía, y se te va subiendo á la
cabeza. ¡Oh, lírica, lírica incorregible! Y el caso es que me parecía
haberte curado ó poco menos... Niña, en interés tuyo, dejemos los Alpes;
vámonos al muy prosaico y complaciente París. Así como así, tienes que
dar allí muchos barzoneos por casas de modistas intelectuales...
--¡No sigas, Agustín!--imploré.--No sigas...
--¿Qué te pasa?
--Que todo eso que me estás diciendo ya me lo habías dicho... no sé
cuándo... no sé dónde.--Y con voz ahogada, palpitando, reconocí:
--_¡Tengo miedo!_
--¡Miedo tú!--sonrió Agustín.
--Miedo á lo desconocido... ¿No comprendes que entramos en la región de
lo desconocido, de lo extraño?
--Lo que comprendo es que no te conviene Suiza. Este país pacífico te
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