Dulce Dueño - 03

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de la fe, venía más ricamente ataviada que nunca, surcada por ríos de
perlas, que se derramaban por su túnica blanca con realces argentinos,
como espumas de un agua pálida. Su velo también era blanco, y coronaba
su frente ancho aro todo cuajado de inestimables _barekets_ ó esmeraldas
orientales, traídas del alto Egipto, cerca del Mar Rojo, donde, según
la leyenda, las habían extraído los Arimaspes pigmeos, luchando con los
feroces grifos que las custodiaban en las entrañas de la tierra. Lucía
en su garganta la perla de la reina de Egipto, y al pecho, la Cruz. Los
ojos imperiosos y serenos de Catalina, más lumbrosos y glaucos que las
esmeraldas, recorrían el concurso, queriendo adivinar quién de aquellos,
herido por el dardo de la gracia, iba á seguirla hacia Jesús. Y su
mirada de agua profunda parecía elegir, señalando para el martirio y la
gloria.
Antes de empezar la disputa, se esperaba la orden del emperador.
Maximino alzó la mano. Y salió primero á la palestra aquel envidioso
Gnetes, el denunciador de Catalina.
Habló con la malicia del que conoce el pasado del adversario, y lo
aprovecha. Recordó á Catalina su culto de la Hermosura, y alegó que la
forma es superior á todo. Insinuó que la princesa, idólatra de la forma,
buscaba en las líneas de los esclavos las semejanzas de los Dioses. Esta
fué una untura de calumnia que preparó el terreno para que la hija de
Costo resbalase. Un murmullo picaresco zigzagueó al través de la
concurrencia; varios cristianos, que entre ella habían tomado puesto,
fruncieron las cejas, indignados. Gnetes, en un período brillante,
increpó á Catalina por haberse apartado del culto de Apolo Kaleocrator,
árbitro inmortal de la estética, padre del arte, que sobrevive á las
generaciones y las hechiza eternamente. Y en arranque oratorio, señaló á
la blanca estatua del Numen, un mancebo desnudo, coronado de rayos.
Catalina se levantó á refutar brevemente. Ella, que siempre había
profesado la adoración de la Belleza, ahora la conocía en su esencia
suprasensible. No desdeñaba al simulacro apolínico, pero sabía que Apolo
Helios era el Sol, mero luminar de la tierra, criatura de Dios,
perecedero y corruptible como toda criatura. Si el mito solar tenía
otras infames representaciones en las procesiones itifálicas, al menos
la de Apolo era artística, era lo noble, lo sublime de la estructura
humana. En este sentido, Catalina no estaba á mal con el Numen.
Los sabios cuchichearon. No podían, bastantes de ellos, desconocer ni
negar la doctrina platónica. En la conciencia filosófica el paganismo
oficial era cosa muerta. Pero en el gentío, los paganos gruñían con
terror maquinal:--¡Ha blasfemado del divino Arquero!
Gnetes, sin embargo, no acertaba á replicar. En el fondo de su alma él
tampoco creía en el numen de Apolo, aunque sí en su apariencia seductora
y en la energía de sus rayos. Y la verdad, subiéndosele á la garganta,
le atascaba la voz en la nuez para discutir. Empavorecido,
reflexionaba:--¿Acaso pienso yo enteramente como Catalina?--Y se propuso
disimularlo, fingiendo indignación ante la blasfemia.
Salía ya á contender el egipcio Necepso, empapado en Filón y Plotino, y
cuya fama emulaba á la de Porfirio, el que había publicado los
_Tratados_ del maestro. Ocurrió entonces algo singular: Catalina
solicitó permiso para adelantarse á los razonamientos de Necepso, y
tomando la ofensiva expuso las mismas teorías del filósofo, encontrando
en ellas plena confirmación del cristianismo. Limitándose á atenerse á
las enseñanzas de Plotino, mostró á este insigne pensador desenvolviendo
la idea de la Trinidad, de la divina hipóstasis, en que el Hijo es el
Verbo; y expuso su doctrina de que el alma humana retorna á su foco
celestial por medio del éxtasis y de la contemplación.
--Tú, como yo, Necepso--urgía Catalina--; tú, discípulo de Plotino, has
sido cristiano ignorando que lo eras. Por la medula con que te nutriste
vendrás á Cristo, pues el entendimiento que ve la luz ya no puede dejar
de bañarse en ella.
Al hablar así, bajo el reflejo del velario purpúreo, se dijera que
envolvía á la princesa un fluido luminoso, que una hoguera clara ardía
detrás de sus albas vestiduras. Maximino la miraba, fascinado. ¡No, no
era fría ni severa como la ciencia la virgen alejandrina! ¡Cómo
expresaría el amor! ¡Cómo lo sentiría! ¿Qué pretendían de ella los
impertinentes de los filósofos? Lo único acertado sería llevársela
consigo á las cámaras secretas, frescas, solitarias del palacio
imperial, donde pieles densas de salvajinas mullen los tálamos anchos de
maderas bien olientes.
Necepso, entretanto, se rendía.--Si el cristianismo es lo que enseñó
Plotino, cristiano soy--confesaba--. Catalina se acercó á él,
sonriente, fraternal.
--Cristo te coge la palabra... Acuérdate de que le perteneces... Ora por
mí cuando llegues á su lado...
Ya un centurión ponía la mano dura y atezada sobre el hombro del egipcio
y le arrastraba hacia el altar de Apolo, ante el cual un viejo de barbas
venerables, coronado de laurel, columpiaba el incensario y se lo
brindaba á Necepso. A la señal negativa de éste, dos soldados le
amarraron y le llevaron fuera, á la prisión. Terminada la disputa
pública, se cumpliría el edicto. Necepso sería azotado en la plaza hasta
que se descubriese al vivo la blancura de sus huesos.
Proseguía el certamen, pero el caso de Necepso había difundido cierta
alarma entre los sabios. Unos temían ponerse en ridículo si eran
vencidos por una mujer; otros temblaban por su pellejo si no acertaban á
rebatir y pulverizar á la docta Catalina, ducha en la gimnasia de la
palabra y recia en el raciocinio. Algunos, al contemplarla, olvidaban
los argumentos que tenían preparados. Ninguno deseaba entrar en turno de
pelea. Lo que hicieron varios fué--sin atacar á la princesa ni al
cristianismo--desarrollar sus teorías y exponer la doctrina de sus
maestros. Y desfilaron los tanteos de la razón humana para descubrir la
ley de la creación y la que rige el mundo moral. Amasis, que venía de
Persia impregnado de doctrinas induas, encomió la piedad con todos los
seres, pues en todos hay algo de Dios; y Catalina le demostró que la
caridad cristiana amansa al alacrán y le hace hermano menor nuestro. Un
partidario de Zoroastro habló de Arimanes y Ormuz, principios del mal y
del bien, y de su eterna lucha; y la princesa describió á Cristo, sobre
la montaña del ayuno, venciendo al demonio. Un filósofo que se había
internado más allá de las cordilleras del Tibet, en busca de sabiduría
ignorada, puso en las nubes á cierto varón venerable llamado Kungsee ó
Confucio, muy anterior á Cristo, que profesó altas doctrinas de justicia
y moralidad, y ordenó que se ayudasen mutuamente los hombres; y la
virgen, que conocía bien á Confucio, recordó sus máximas, probando que
su sistema no pasaba de ser un materialismo limitado y secatón. Y un
hebreo, procedente de Palestina, de la secta de los Esenios, en arranque
invencible de sinceridad, gritó volviéndose hacia el concurso:--Rabí
Jesuá-ben-Yusuf, que era santo, se ha reducido á completar la admirable
doctrina humanitaria de nuestro gran Hillel. No hagas á otros lo que no
quieras que te hagan á ti. He aquí la verdad, y esto no tiene refutación
posible.--Catalina asintió con la cabeza.
La concurrencia espumarajeaba y hervía como mar revuelto. El triunfo de
la hija de Costo era visible. Los cristianos, entre el hervidero, se
estrechaban la mano á hurtadillas. Los serapistas, patrióticamente, se
regocijaban del revuelco á los númenes extranjeros. Aún faltaban los
sofistas griegos, muy numerosos; pero hallaban el terreno mal preparado.
Expuestas en aquella solemne ocasión, sus ideas sobrado simplistas, ó
rebuscadas y retorcidas, insólitas, sin ambiente en Alejandría, parecían
bichos deformes que salen de su guarida á calentarse en la solanera.
Habituados bastantes de los que escuchaban á elevadas metafísicas,
fruncían el entrecejo y castañeteaban los dedos en señal de menosprecio
al oir que un discípulo de Tales salía con la antigualla de que la
substancia universal es análoga al agua, y uno de Anaxímenes se
desgañitaba afirmando que era idéntica al aire, y otro de Heráclito
sostenía que cada cosa es y no es, y el de Anaxágoras repetía que todo
está en todo. Algo hastiados ya de la prolongación de la disputa,
hirieron impacientes el pavimento de mármol con los pies, cuando un
pitagórico adelantó que los números son la única realidad, y un eleático
sostuvo que el todo está inmóvil; que el movimiento no existe. Un secuaz
de Gorgias llegó más allá, aseverando que no existe cosa ninguna. Y sólo
se escuchó con señales de aprobación á un mancebo ateniense, el único
mozo entre los mantenedores del certamen. Su habla era grave y dulce;
sus facciones poseían la regularidad de las testas heroicas, en los
camafeos. Seguro de sí mismo, con labio untado de ática melosidad, habló
de Sócrates, del excelso mártir, y encareció su enseñanza y su vida.
Recordó que Sócrates había demostrado la existencia de Dios y su
providencia; y que, después de proclamar la ley moral, por no renegar
de ella había muerto. Trazó el cuadro de aquella muerte ejemplarísima, y
describió al justo, tranquilo, entreteniendo en conversaciones sublimes
los treinta días que tardó en regresar la fatal galera, nuncio de su
última hora, y la calma augusta con que bebió la verde papilla
ponzoñosa, seguro de legar la energía de su vida interior al género
humano. Catalina escuchaba estremecida de inspiración, radiante de
ardorosa simpatía. Por primera vez, durante todo el certamen, el
escalofrío de la belleza moral la estremecía de entusiasmo. ¡Sócrates!
Uno de sus antiguos cultos... Sin embargo, su espíritu de análisis
agudo, penetrador, surgió en la réplica. Rehaciendo la biografía del
amigo de Aspasia, la comparó á la de Cristo. Sócrates, en su mocedad,
había sido escultor, y nunca perdió la afición á la perecedera belleza
de la forma. Al extravío del mundo pagano, á lo nefario que clama por
fuego del cielo, no había sido tal vez ajeno Sócrates. Su noble alma no
había sabido elevarse sobre el sentido naturalista de lo que le rodeaba.
¡Oh, si Sócrates hubiese podido conocer á Cristo, llorar con él, seguir
sus pies evangelizantes! Y, transportada, exclamaba la princesa:--¡Habrá
muerto Sócrates como un justo; pero Cristo, mi Señor y el tuyo y el de
cuantos quieren tener alas, murió cual sólo los Dioses pueden morir!
El ateniense bebía las palabras de la filósofa. Sin analizar lo que
hubiese de verdad en sus afirmaciones, las sentía hincarse en su
espíritu como cortantes cuchillos de oro. Atraído, salió del lugar que
le correspondía y se aproximó, juntando y alzando las manos lo mismo que
si implorase á las Divinidades implacables y terribles. Catalina le
enviaba la irradiación de mar misterioso y de hondas aguas de sus
pupilas, y adelantaba hacia él, murmurando:
--¡Cristo es tu Dios, amado hermano; Cristo te ha sellado con su sangre
de fuego!
Maximino, colérico, dió una orden. El mancebo, con sencilla firmeza,
hizo señales negativas al requerimiento de incensar. No estaba aún del
todo seguro de adorar á Cristo, pero ansiaba, ante la princesa, realizar
también él algo bello, con desprecio de las miserias de la carne. Le
ataron como á Necepso, y le sacaron fuera. Mientras pudo, volvió la
cabeza para mirar á su vencedora.
No extinguido aún el rumoreo intenso, el abejorreo de emoción en el
auditorio, salieron á plaza los moralistas prácticos y los ironistas,
que atacaron á los cristianos burlándose de sus ritos, costumbres y
creencias. Mal informados, ó con podrida intención, propalaban especies
absurdas. Uno emitió que en las Asambleas de los galileos se adoraba una
cabeza de jumento, y otro relataba, lo propio que si los hubiese visto,
ciertos conciliábulos de galileos y galileas, donde, apagadas las luces,
se cometían torpezas indescriptibles. No faltó quien fustigase la
cobardía de los cristianos, que se negaban á formar parte del ejército;
y un bufón, con chanzoneteo burdo, juró que sólo los esclavos podían
profesar una religión que manda besar el suelo y postrarnos ante quien
nos apalea. El concurso, ya perdido el respeto á la presencia del César,
se alborotó, descontento del giro bajuno y soez que tomaba la discusión.
Los alejandrinos, hechos á la controversia, golosos de buen decir y de
sutilezas brillantes, protestaban. Así es que cuando Catalina--también
irónica, cubriendo la espada de su indignación bajo su bordado velo
virginal--les acribilló con burlas elegantes, con centelleos de ingenio,
con sátiras que tenían la gracia juguetona del acero de Apolo al
desollar al sátiro hediondo y chotuno--ya no se contuvieron los oyentes,
y sus aclamaciones sancionaron la victoria de la princesa.--¡Salud,
salud á Catalina!--se oía repetir--. Y los cristianos, envalentonados,
enloquecidos--añadían:--¡Salve, doctora, maestra, confesora! ¡La Santa
Trinidad sea contigo!--Algunos de los procos, que en primera fila
esperaban la derrota de su orgullosa pretendida, acababan por
contagiarse, y pugnaban contra la valla de bronce, ansiando sacar en
triunfo á Catalina, en hombros, entre vítores.
El emperador, de quien nadie se acordaba, alzó el pesado cetro. Era la
señal de que la prueba había terminado, y la orden para que la guardia
despejase el recinto. Descendió Maximino los peldaños del estrado, tomó
de la mano á la princesa, y por la puerta del fondo la hizo entrar en el
palacio, llevándola hasta una sala interior. El séquito, respetuoso, se
había quedado atrás. El César convidó á Catalina á sentarse en el
sillón leonino, á cuyo alrededor despojos de pantera y tapices de plumas
emblandecían el pisar. Dió luego una palmada, y esclavos silenciosos
trajeron hielo, frutas, cráteras de vinos viejos y una composición de
anís, azafrán y zumos de plantas fortalecedoras, especie de cordial que
Maximino usaba cuando se sentía exhausto.
--Bebe, princesa--dijo rendidamente, permaneciendo en pie ante la hija
de Costo--. Las fuerzas humanas tienen un límite. Yo te veía, y me
parecías cervatilla blanca resistiendo á las dentelladas de los canes.
Te he admirado, y reconozco que derrotaste á los sabios del mundo
entero. Eres fuerte, eres docta, y, sin embargo, no desconoces la virtud
del donaire, por la cual se esparce el alma. Catalina, el emperador se
inclina ante tu entendimiento portentoso y tu encanto que trastorna como
este vino de la Mareótida que te ofrezco.
Por hacer mesura, Catalina humedeció en la copa sus labios.
--No estoy cansada, César. Estoy alegre y mis pies se despegan del
suelo. He vencido.
--Has vencido--replicó él con embeleso, libando á su vez en la copa por
ella empezada--. No cabe negarlo.
--Tres conquistas, por lo menos, he hecho para Cristo. Necepso, el
socrático ateniense, y... y tú. Porque no habrás olvidado nuestro
convenio. Y ante todo, que Necepso y el discípulo de Sócrates no sean
llevados al suplicio.
--Oye, Catalina...--Maximino acercó un escaño y se llegó al velador de
ágata, que soportaba el refresco--. Escúchame, que en ello nos va mucho
á los dos.
Catalina apoyó el codo en la mesilla y en la palma de la mano la cabeza,
aureolada de esmeraldas. Maximino comprendió que le atendían
religiosamente.
--Tú, princesa, puedes prestar servicio incalculable á ese Numen que
adoras. Un servicio que todas las generaciones recordarían, hasta el
último día de la especie humana. Para que confíes en mí, he de abrirte
mi pecho. Descreo de nuestros Dioses. Acaso en algún tiempo tendrían
fuerza y virtud; pero ahora noto en ellos signos de caducidad. Los
oráculos chochean. Yo he consultado las entrañas de las víctimas, y ó
mienten ó inducen á error. Los del Galileo sois muchos ya, Catalina;
sois más de los que creéis vosotros; advenís. El que se apoye en
vosotros, podrá afianzar el poder imperial completo, como en los tiempos
gloriosos de Roma.
La virgen escuchaba, con todas sus facultades, interesadísima.
--Catalina, cuando te miraba ayer, pensaba en tu forma, en las apretadas
nieves de tu busto, en el aroma de tu cabellera. Hoy pienso en que eres
fuerte y sabia y en que el hombre á quien recibas puede descansar en ti
para la voluntad y el consejo. Yo tengo momentos en que me siento capaz
de adueñarme del mundo; pero, según Helios avanza en su carrera,
desfallezco y anego mis ansias de engrandecerme en el vicio y en la
sensualidad. Necesito un sostén, una mano amada que me guíe. Mi socio
Constantino está fortalecido por el apoyo de su madre. Yo no tengo á
nadie; á mi alrededor hierven los traidores, que si les conviene me
apuñalarán ó me ahogarán en el baño. Desconfío de todos, porque conozco
sus vicios, iguales á los míos. Tú eres incapaz de felonía. Unido á ti
seré otro; recobraré la totalidad del poder que hoy reparto con Licinio,
el árbitro de Oriente, y Constantino, el hijo de la ventera, á quien
aborrezco. ¡Y, ejerciendo ya el poder sumo, extinguiré la persecución,
toleraré vuestros ritos, como hace él, que es ladino y ve á distancia!
Hasta tomaré la iniciativa de que se le erija al Profeta de Judea un
templo tan esplendoroso como el Serapión. Tú pondrás la primera piedra
con tus marfileñas manos. Y si quieres más, más todavía. Dicen que para
ser de los vuestros hay que recibir un chorro de agua pura en la cabeza.
No quedará por eso. ¿Ves adónde llego, Catalina? ¿Ves cuál servicio se
te ofrece ocasión de rendir á tu Numen y á los que como tú siguen su
ley? ¿No es esto mejor que sufrir por él la centésima vez, sin eficacia,
garfios y potro?»
--En Dios y en mi ánima juro--no pudo reprimirse más Polilla, que no se
desahogaba lo bastante con garatusas y balanceos de cabeza--que su
Majestad don Maximino era en el fondo buena persona, y hablaba como un
libro de los que hablan bien. Ya verán ustedes cómo su Alteza doña
Catalina va á salir por alguna bobaliconería, porque estas mártires no
oyen razones...
»Catalina, un momento, suspendió la respuesta. Se recogía, luchaba con
la tentación poderosa, ardiente. Su ancha inteligencia comprendía la
importancia de la proposición. Más de tres siglos heroicos habían
madurado y sazonado al cristianismo para la victoria, y acaso era el
momento de que se atajase la sangre y cesasen las torturas. La lucha
continuaría, pero en otras condiciones, y Catalina se veía á sí misma en
una cátedra, en la abierta plaza pública, enseñando la verdad,
confundiendo herejías, errores, supersticiones y torpezas; ó en el
solio, cobijando bajo su manto de Augusta á los pobres, á los humildes,
á los creyentes, á los antiguos mártires que saldrían del desierto ó de
la ergástula á fin de que sus heridas por Cristo fuesen veneradas por la
nueva generación de cristianos ya victoriosos y felices... En el ensueño
íntimo de Catalina surgía el templo á Jesús Salvador, doblemente
magnífico que el Serapion,--del cual se decía que estaba colgado en el
aire, y en cuya sala fúnebre subterránea yacían los restos del blanco
buey idolatrado.--Acaso fuese posible purificar el mismo Serapion,
expulsar de allí al numen bovino y elevar en su cima la Cruz. Una
palabra de Catalina conseguiría todo eso. Por ella, el César
cristianizaría al Imperio inmenso, y, realizándose las profecías,
confesaría al Señor toda lengua y le rendiría culto toda gente, desde
las frígidas comarcas de Scitia hasta los arenales líbicos. ¿Quién
impedía?...
Lo impedía un anillo, que un niño había ceñido á su dedo, y una especie
de latido musical, que allá dentro, más adentro del mismo corazón,
repetía, lento, suave, como una caricia celeste:
--Eres hermosa... Te amo... Eres mía, mía...
--Maximino...--articuló pausadamente--, me avengo gustosa á lo que me
ofreces: seré tu consejera, tu amiga, tu hermana, tu socia. Pero... en
cuanto á ser tu mujer... tengo dueño, y dueño tan dulce y tan terrible,
que no me permitirá la infidelidad. Tengo Esposo...--Y, moviendo el
dedo, hizo fulgir el anillo.
--¿Te burlas, princesa? Haces mal, porque Maximino te ha hablado como
nunca volverá á hablar á nadie. ¿Acaso no eres virgen?
--Virgen soy y seré.
--Serás mi emperatriz. Ya te he dicho que por ti iré hacia tu Profeta
crucificado. Mil veces he sentido que los dioses de Roma no me
satisfacen. Quizás prefiero á Serapis. Preferiré, sin embargo, al tuyo.
Pero tráeme la fe entre tus labios. La suma verdad está en lo que
amamos, en lo que exalta en nosotros la felicidad. ¿Otro sorbo,
princesa?
--César...--insistió ella rechazando la copa--no sé si me creerás; yo,
aunque tengo dueño, te amo también á ti; amo á tu pobre alma obscura que
ha entrevisto un rayo de claridad y vuelve á cegar ahora. Líbrate de la
horrible suerte que te aguarda. Tu porvenir depende de tu resolución.
No pasará mucho tiempo sin que Cristo tenga altares y basílicas en el
Imperio y en toda la tierra. El emperador que realice esta
transformación vivirá y vencerá, y su nombre llenará los siglos. El que
se oponga, no morirá en su lecho, y acaso morirá de su propia mano.
¡Cuidado, Maximino! La suerte va á echarse. Conviértete, pide el agua--,
pero sin exigirme nada, sin disputarle á Jesús su prometida. He sido
tentada, pero resistiré.
Maximino palideció de cólera. Decadente hasta en la pasión, no tenía ni
el arranque brutal necesario para estrechar á la princesa con brazos
férreos, para estrujarla con ímpetu de fiera que clava las garras, hinca
los dientes y devora el resuello de su presa moribunda. Un vergonzoso
temblor, un desmayo de la voluntad lacia y sin nervio le incitaba á la
crueldad, á la venganza de los débiles y miserables.
--Basta, princesa; no te disputo ya al Esposo imaginario á quien llamas
é invocas. No soy un faenero del muelle, ni un soldado de la hueste
tracia, y no te amarraré con soga á un lecho de encina, para ultrajar tu
escultura maravillosa. A Maximino también se le alcanza algo de
exquisiteces, sobre todo cuando no ha sepultado su razón maldita en el
jugo de las vides y en el peligroso hondón de las ánforas. Has visto á
un Maximino Daya que sólo existió para ti. Respeto en ti, ¡oh,
Catalina!, el mismo respeto con que te hice proposiciones: respeto tu
zona virgínea, tu anillo milagroso de desposada. Pero respeto también
la ley, y he de cumplirla.
Palmoteó tres veces. Algunos hombres de su guardia se presentaron.
--Que vengan los sacerdotes de Apolo. La princesa tiene que incensar al
Numen. Si no obedece á la ley, que sufra su peso.
* * * * *
Catalina, penetrada de gozo repentino, segura ya de su ruta, se enderezó
y se envolvió, erguida y altanera, en el albo y argentado velo. El César
se retiraba poco á poco; en el incierto avance de sus piernas se
descubría la indecisión del ánimo. Una exclamación compasiva de la
virgen espoleó su vanidad. Encogióse de hombros; hizo con la siniestra
el ademán del que arroja algo lejos de sí y se alejó á paso activo,
desigual, airado. Minutos después dió órdenes. Aquella noche, festín. Y
los mejores vinos, y las saltatrices y meretrices más expertas.
Entre los sacerdotes, que todavía la trataban con sumisa cortesía,
Catalina volvió al extenso patio, en cuyo costado se erguía la imagen
del Dios. La organización estética de la naturaleza de Catalina se
reveló en su actitud ante el simulacro. Generalmente, los cristianos, al
encararse con las efigies de los Dioses de la gentilidad, hacían gestos
de repulsión y reprobación. Entonces como ahora, existían los
incomprensivos y los que comprenden con finura. La princesa no apartó
los ojos, antes al contrario, pareció admirar breves momentos la obra
maestra de Praxíteles, considerando que aquella escultura era nobilísima
representación del cuerpo humano, hecho á imagen y semejanza del Creador
y bajo cuya envoltura se ocultó y padeció la divinidad de Cristo.
El hijo de Latona, airoso, cercada la sien por la artística maraña de
sus rizos grandiosamente ensortijados; avanzando un pie de corte tan
elegante, curvado y prolongado, que se diría que hollaba nubes, en vez
del mármol rojo del pedestal, empuñaba con la diestra el Arco de plata,
y con la siniestra echaba atrás el manto de armoniosos pliegues, que una
fibula sujetaba al hombro. Profirió Catalina algunas frases de elogio y
aun de simpatía. ¿No era aquél el símbolo de la más perfecta y
maravillosa de las criaturas, del Sol que fecundiza los campos y sazona
la mies, que da el pan del cual viven los hombres, alabando al Señor y
disfrutando de los sabores sanos de la vida?
Mas no lo entendió así el viejo pontífice de Helios, que tendió á la
princesa la cazoleta humeante. Ella la rechazó suavemente, sin
indignación ni menosprecio. El pontífice no podía elevarse á la
interpretación científica del mito solar: ¡era un sacerdote ritualista;
una fórmula, el incienso... y, si no, la muerte! Y tres veces hizo
Catalina con la mano el gesto que la sentenciaba; el gesto con el cual
se despedía de su mocedad en flor, de su existencia inimitable, de sus
estudios elevados que aristocratizan el pensamiento; del arte, de la
belleza visible y gaya y varia, presente en el arbusto odorífero y en la
cincelada copa...
--A tí voy, ¡oh hermosura incorruptible! ¡Dulce dueño, voy á ti!
La retiraron del patio y la encerraron, no en hórrida mazmorra, sino en
una estancia pequeña, sin ventanas, contigua al cuerpo de guardia, por
precaución de que los cristianos, alborotándose, intentasen darla
libertad. Y el pontífice convocó á los sacerdotes y á algunos
funcionarios y aun sabandijas del palacio, como aquel sofista Gnetes,
primer derrotado en la liza filosófica; y reunidos en conciliábulo,
deliberaron sobre la suerte de la nueva galilea. Á medias palabras
convinieron en que el César estaría ebrio aquella noche, y que si no
debían cumplirse, por advertencia de él mismo, las órdenes que diese en
su embriaguez, nada impedía ejecutar las proferidas antes. Catalina
pertenecía ya á los jueces y á los sacerdotes, á cuyo brazo vengador la
había relajado Maximino. Ó se retractaba ante el tormento y el suplicio,
ó se ejecutaría lo mandado. Y había entre los deliberantes un tácito
instinto de apresurar, porque temían que á la mañana siguiente, el
tantas veces irresoluto César cambiase de parecer, lo cual se
interpretaría como indicio del miedo á los cristianos y á los
serapistas, partidarios del tiranuelo Costo. La religión oficial
necesitaba herir, dar un golpe de fuerza, imponerse. Con nadie mejor que
con la orgullosa Catalina.--Y les quedaba la esperanza de una
retractación, ante un martirio que procurarían horrificar y encruelecer.
La victoria filosófica obtenida en el certamen por la mañana era de
deplorable efecto en Alejandría para las creencias del Imperio. Los
cristianos efervescían, al correr la voz de que se iba á atormentar á la
doncella. No se debía dar tiempo á que se conchabasen y tramasen un
complot; el hecho tenía que realizarse la misma noche... ¡Qué triunfo,
si en presencia de los instrumentos de tortura, la sábia renegase del
Galileo!
Y Gnetes, sacando su cabeza de tortuga del hondo de su corcova, opinó:
--El único modo de reducir á una hembra tan soberbia sería amenazarla
con una excursión forzosa al lupanar, ó con una fiesta del Panoeum, en
que ella hiciese de ninfa y nosotros de capripedes.
Varios sacerdotes jóvenes y cortesanos aprobaron, prometiéndose una
noche divertida; pero el pontífice, cauto, reprobó. No, era necesario
irse con pies de plomo: Costo tenía poder, muchos partidarios entre los
nacionalistas egipcios, y al regresar de su viaje, si se conformaba á
los rigores de la ley con su hija, podría no avenirse á tolerar el
escarnio. No estábamos en la augusta Roma, sino en una ciudad donde la
mayoría de los habitantes todavía barniza con nafta á sus muertos, y
donde los inmundos cristianos roen y socavan, como topos, el pavimento y
los cimientos del templo apolínico. La virgen es peligrosa. Cuanto
antes, y sin aventurarse á ninguna fantasía, desembarazarse de ella. Ó
reniega ó perece.
Fué llamado ante la junta el verdugo mayor, el etíope Taonés. Preciábase
de maestro en su género, y, recientemente, con artificio salvaje, había
inventado varios instrumentos para martirizar; ciertos peines de hierro
de púas cortas, con los cuales se procedía á un verdadero
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