Dulce Dueño - 11

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¡Sucede así con tantas cosas! Usted, Lina, podría pasar quince días en
París--las señoras en París tienen siempre mucho que hacer.--Antes debe
usted detenerse en Biarritz y San Sebastián... Escribiré á la Duquesa
de Ambas Castillas, que está allí y es muy buena amiga mía, para que la
vea á usted y la acompañe. Este período que usted entretenga
agradablemente, yo lo consagraré á imponerme bien de sus asuntos y á
dejar jaloneada la defensa de su patrimonio. ¡No faltaba más! El bueno
de D. Juan Clímaco Mascareñas y yo nos conocemos; he intervenido
bastante en las cuestiones de su senaduría vitalicia; á mi padre se la
debe. Voy á enterarme como Dios manda; el Sr. Farnesio me ilustrará. Y
ya se andará con tiento el gitano. Tengo armas, si él las tiene. De eso
respondo. No se preocupe usted. Desde París puede usted seguir á Suiza.
Yo suelo dirigirme hacia ese lado. Allí tendría la honra de presentarla
mis respetos... De Zaragoza regreso el día 15. ¿Cree usted haberse
puesto en viaje para entonces?
--No es probable. Espero á una doncella inglesa que me envían, y sin la
cual...
--¡En efecto! Pues siendo así, el 15... ¿Insiste usted en invitarme á
almorzar?
Cuando, de regreso, se presenta el proco, ya tengo á Maggie, la
doncella, no inglesa, sino escocesa, pero vezada y amaestrada en
Londres, nada menos que en la casa de Lady Mounteagle, lo más
superfirolítico.--Esta mujer, á juzgar por las señales, es una perla.
Chata, cuarentona, de pelo castaño con reflejo cobrizo, de tez rojiza,
de ojos incoloros, posee en el servir un _chic_ especial. Se siente uno
persona elevada, al disponer de tal servidora. Indirectamente, con un
gesto, rectifica mis faltas de buen gusto, cuanto desdice de mi posición
y de mi estado; y, sin embargo, Maggie no se sale de sus atribuciones, y
me demuestra un respecto inverosímil. Jamás familiaridades, jamás
entrometimientos, jamás descuidos. Me recomienda á un criado inglés
bastante joven, y que, en el viaje, nos será utilísimo. Pagará cuentas,
facturará, pensará en el bienestar de Daisy, el _lulú_, se ocupará de
detalles enojosos. Maggie chapurrea medianamente el francés; el criado,
Dick, lo parla con suma facilidad. Con los dos, espero un viaje cómodo.
Almonte opina lo mismo; sin embargo, y conviniendo en que Maggie es una
adquisición, me aconseja cuidado.
--Crea usted que los ingleses también tienen sus macas. Yo he sido
cándido, y he creído en la superioridad de los anglosajones; niñerías...
Una de las cosas que la civilización tiene á la vez más perfeccionadas y
más corrompidas, es el servicio doméstico. Hoy se sirve á maravilla,
pero el odio es el fondo de esas relaciones. Les exigimos tanto, en
nuestro egoismo, que á su vez la idea de interés es la única que
cultivan. ¿Me perdona usted, Lina, estas advertencias? Con relación á
usted soy viejo... es decir, lo soy interiormente; usted, en lo moral,
es una niña, llena de candor.
Me ofendo como si me hubiese insultado. Se sonríe, tomando á
cucharaditas el helado _praliné_.
--¿No le gusta á usted ser candorosa? ¡Pero si el candor, en ciertas
épocas de la vida, es el signo de la inteligencia!
Siempre evitando esa personalización á que propenden los que asedian á
una mujer, Agustín refiere historias de la corte, los anales de una
sociedad que yo no conozco sino por los diarios,--peor que no
conocerla.--De estas pláticas parece desprenderse que el amor no existe.
Dijérase que es un terrible mito antiguo, fabuloso. Agustín presenta las
acciones de los hombres desde el punto de vista de la conveniencia, la
utilidad, la razón. Sin duda la atracción de los sexos ejerce influjo,
pero la clave secreta suele ser el interés, la vanidad, la ambición, mil
resortes que actúan, no sólo en la edad pasional, sino en todas las de
la existencia. La palabra de Agustín, nutrida, segura, se vierte sobre
mi espíritu dolorido, magullado de la caída, como un bálsamo calmante.
Me consuela pensar que hay más que ese amor que anhelé con loco anhelo.
Me rehabilita ante mí misma convenir con mi proco en que tan insensato
afán no es sino un accidente, una crisis febril, y que la vida se llena
con otras muchas cosas que le prestan atractivo y hasta sabor de drama.
--¡La conquista del poder!--sugiere Agustín.--¡Eso, no sabe lo que es
quien nunca lo ha probado! Como se funda en la realidad, no en fluidas
_revêries_ de venturas místicas--porque usted es una mística, Lina; la
han llevado á usted al misticismo y al romanticismo sus años de soledad
y de injusto aislamiento;--digo que, como se funda en la realidad, en
las realidades más concretas, y al mismo tiempo en las honduras de la
psicología positiva... tiene el encanto de la guerra, el sabor violento
de la conquista. ¡Ah, si usted lo probase!
--No sé cómo lo había de probar.
--Yo sí lo sé--responde él, sin la menor intencionalidad picaresca.--De
esto hemos de hablar mucho. Me precio de que la convenceré. No hay cosa
más fácil que convencer á la gente de talento... y de una sensibilidad
despierta para sentir los horizontes bellos, prescindiendo, como usted
sabe prescindir, de madrigales y de romanzas cursis.
Le miro con risueña benignidad. ¡Le agradezco tanto que, aunque sea con
artificios, me escamotee el horripilante recuerdo, del cual estoy
enferma aún! Tiene el arte de tratarme como yo deseo ahora ser tratada;
de engañar mi melancolía de convaleciente con perspectivas que, sin
arrebatarme, me distraen.
--Amiga Lina, hay cosas que, antes de conocerlas, parecen encerrar el
secreto de la felicidad, y cuando se conocen, son más amargosas que la
muerte. De esas cosas es preciso huir. Todos hemos tenido veinticinco
años, y sufrido vértigos y rendido tributo á la engañifa, á las farsas,
á los faroles de papel con una cerilla dentro... Ya vemos más claro.
Otra lucha, ardiente, nos llama. Otro _sport_, como ahora dicen...
¿Usted supone que la mujer no puede jugar á ese juego? Vaya si puede.
Detrás de cada combatiente suele haber una amazona; detrás de cada
poderoso, una reina social. Consiéntame usted que, por lo menos, la
inicie. Después, si no se pica usted al juego, nuestra amistad
persistirá: siempre tendré igual empeño en que no se salga con sus malos
propósitos Mascareñas. Le ajustaré las cuentas, no lo dude usted...
Al despedirme al día siguiente en la estación, me deslizó al oído,
entregándome una primorosa caja de chocolates:
--Una postalcita... Deseo saber qué impresión la causa París.
¡Ah, Carranza! Reconozco tu mano eclesiástica, diplomática, de futuro
cardenal, en la manera de haber adoctrinado á este proco. Le has
revelado mi herida y la precaución que se ha menester para no irritar la
viva llaga... Le has descubierto mi espiritu crispado de horror, mis
nervios encalabrinados, mi mente nublada por sombras y caricaturas
goyescas, por visiones peores que las macabras,--¡oh, la muerte es menos
nauseabunda!--Y, tal vez así...

III
Una magia es Biarritz, con su aire salobre, vivaz, su agua marina
encolerizada, la alegría de sus edificaciones modernas, y el apetito que
he recobrado, y el humor juvenil de moverme, de hacer ejercicio, de
bañarme en el mar, sin necesidad probablemente. Por otra parte, en
Biarritz empiezo á entrever esa actividad intensa, sin lirismo, esos
resortes y esos fines que no evocan lo infinito, sino lo que está al
alcance, no de todas las manos--despreciable sería entonces--sino de
pocas y sabias y hábiles...
Entreveo ese juego atrayente, de que es imagen muy burda el otro juego,
del cual se habla aquí y en que salen desplumados los «puntos». Así se
lo escribo á Agustín, no en la postalcita que humildemente pidió, sino
en una carta amistosa, en que apunta el compañerismo. El pretexto para
convencerme de que debo escribirle pronto y largo, es que parece natural
enterarle de la acogida que me dispensa la Ambas Castillas, mediante la
esquela de presentación, redactada en términos de apremiante interés. La
duquesa, á quien envío la esquela por Dick, contesta por el mismo,
anunciando inmediata visita; y á la media hora se presenta, ágil y
airosa y envelada la cara de tules, á fin de disimular y suavizar el
estrago que los años han ejercitado, impíos, en su belleza célebre. Los
rasgos permanecen aún, bajo el estuco; el pie es curvo, la mano elegante
al través de la Suecia; el busto, atrevido, obedece á la obra maestra
del corsé; y en su maceramiento de sesentona, persiste una gracia
arrogante que yo desearía imitar. Envidio los gestos delicados, de
coquetería y de hermosura triunfante, de gentil aplomo y gentil recato
altanero; envidio este aire que sólo presta cierto ambiente... al
ambiente que debe llegar á ser mío.
Corta es la visita. Por la tarde, en su automóvil, me lleva á recorrer
caminos pintorescos, hasta San Sebastián. Nos cruzamos con otros autos,
con mucha gente, mujeres maduras, niños de silueta modernista, hombres
que saludan con respeto galante; dos autos se detienen, el nuestro lo
mismo; la Ambas Castillas hace presentación; me flechan agudas
curiosidades; oigo nombres, cuyo run run había percibido desde lejos.
Con nosotros viene una hermana de la Ambas Castillas, insignificante,
callada y al parecer devota, pues se persigna al cruzar por delante de
las iglesias. La duquesa me envuelve en preguntas. ¿Desde cuándo conozco
á Agustín Almonte y á D. Federico?
--A D. Federico no le conozco. D. Agustín va á ocuparse en asuntos míos
que revisten importancia.
--¿Es su abogado de usted?
--Sí, duquesa.
Después, salen á plaza los trajes. Mi atavío gris, de alivio, mi
sombrero, sobre el cual vuela un ave de alas atrevidas, ave imposible,
construída con plumas de finísima batista, enrizada no sé cómo y
salpicada de rocío diamantesco, mis hilos de perlas magníficas,
redondas; los detalles de mi adorno fijan la experta atención de la
duquesa. Me encuentra á la altura; lo que llevo es impecable.
--¿Quién la viste?
Pronuncio negligentemente el nombre del modisto.
--¡Ah...!--La exclamación es un poema.--Claro, ese habrá de ser... Pero
el bocado es carito...
Las preguntas, delicadamente engarzadas, continúan. ¿Tengo hermanos?
¿Vivo sola en Madrid? ¿Sigo á París? ¿A dónde iré á terminar el verano?
Los proyectos de Suiza determinan una sonrisa discreta.
--Nuestro amigo Almonte también creo que suele ir por ese lado á
descansar de sus fatigas políticas, parlamentarias y profesionales...
¡Qué porvenir tan brillante el de Almonte! Llegará á donde quiera. Su
padre (en confianza), no ha alcanzado la talla de otros grandes
políticos de su época: Cánovas, Sagasta, y aquel Silvela tan simpático,
tan hombre de mundo... Pero como ahora unos se han muerto y otros están
más viejos que un palmar, ¡pobres señores!--añadió la dama con juvenil,
casi infantil alarde, que á pesar de todo no la sentaba mal--crea usted
que Almonte... Yo no entiendo de eso; lo que pasa es que oigo; mi marido
es muy aficionado, va al Congreso mucho... El sol que nace, es Almonte.
Completé el elogio. La duquesa me hizo coro. La hermana insignificante
suspiró.
--Es lástima que sus ideas...
--¡Hija, sus ideas!--se apresuró la duquesa--Manolo, mi marido, asegura
que Agustín, cuando mande, respetará lo que debe respetar!
Y variando de tono:
--Es seguro que al formarse Almonte una familia, eso también ejercerá en
su modo de ser provechoso influjo. ¡Oh, la familia! Si encuentra una
mujer de talento y buena.... Y la encontrará. ¿No opina usted lo mismo,
Lina?...
La familiaridad del nombre propio era un halago en la elegante señora,
árbitra sin duda de la sociedad, aunque ya su sol declina. Puesto del
todo este sol, que fué esplendoroso, aún quedará un reflejo de su
irradiar. El propósito de halagarme, por si soy para Almonte algo más
que una cliente rica, se revela en el empeño de acompañarme y pilotearme
en el Casino--sin oficiosidad inoportuna--de inventarme excursiones
entretenidas, de relacionarme. Debieron de correr voces, un santo y
seña, porque hubo atenciones, encontré facilidades, me ví rodeada,
mosconeada, invitada á diestro y síniestro, á almuerzos y _lunches_.
Pregusté el sabor de los rendimientos que el poder inspira; sentí la
infatuación de la marcha ascendente por el florecido sendero. No tuve,
en pocos días, tiempo de profundizar la observación de lo que me salía
al paso. Mi goce se duplicó por el bienestar físico que me causaba la
tónica balneación, y por el femenil gusto de vestir galas y adquirir
superfluidades en las ricas tiendas. También sentí orgullo al convidar á
la duquesa, á su hermana, á algunos de los que me han obsequiado, á
almorzar en mi hotel. Se enteraron de Dick, de Maggie, y ví el gesto
admirativo de las caras cuando agregué:
--Bah, mi escocesa... Salió, para venir á servirme, de casa de lady
Mounteagle. En efecto, sabe su obligación...
¡Al cabo, Biarritz es un pueblecillo! En una semana, no había nadie que
no me conociese. De mi _yo_ verdadero nada sabían; en cambio, conocían
hasta el número de frasquitos de _vermeil_ cincelado que contenía mi
maleta de viaje, traída por Maggie de la casa _Mapping and Web_, reina
de las tiendas caras y primorosas, en que se expenden tan londonianos
artículos. No todo el mundo, sin embargo, me hizo igual acogida. Hubo
sus frialdades, sus distanciaciones, sus impertinencias, aristocráticas
y plutocráticas. Con mi fina epidermis, sentí algunos hielos, algunas
ironías, mal disimuladas por aquiescencias aparentes; hubo sus corrillos
que se aislaron de mí, sus saludos envarados, peores que una cabeza
vuelta para no ver. Y entonces si que empecé á «picarme al juego». A
vuelta de correo, Agustín me contestaba:
--Esa es la lucha. Eso es lo que le prepara á usted un deleite de
victoria. Apunte usted nombres. Verá usted qué delectación exquisita la
de recordarlos después... Cuando llegue la hora, amiga Lina... Y váyase
usted pronto á París. Conviene que haya usted pasado por ahí como un
meteoro...
Seguí el consejo.--No sufrí la fascinación de París. Es una capital en
que hay comodidades, diversión y recreo para la vista, pero no
sensaciones intensas y extrañas, como pretenden hacernos creer sus
artificiosos escritores. El caso es que yo traía la imaginación algo
alborotada á propósito de _Notre Dame_. Este monumento ha sido adobado,
escabechado, recocido en literatura romántica. Sin duda su arquitectura
ofrece un ejemplar típico, pero le falta la sugestión de las catedrales
españolas, con costra dorada y polvorienta, capillas misteriosas,
sepulcros goteroneados de cera y santos vestidos de tisú. _Notre
Dame_... Un salón. Limpio, barrido, enseñado con facilidad y con
_boniment_, por un sacristán industrial, de voz enfática y aceitosa.
Falta en _Notre Dame_ sentimiento. Yo rompería algunas figurillas del
pórtico, plantaría zarzas y jaramago en el atrio. Y, sin embargo, aquí
han sentido profundamente los del Cenáculo. Ellos sacaron de sí mismos á
_Notre Dame_. Yo, española, no puedo sentir hondo aquí, ni aun por
contraste con las calles infestadas de taxímetros, de _autobus_ y otras
cosas feas. Vale más, seguramente, que no sienta. El lirismo, como un
licor fuerte, me daña.
Patullo en la prosa parisiense. Manicuras, peluqueros, modistas, reyes
del trapo, maniquíes vivientes, desfilan en actitudes afectadas. Mis
uñas son conchitas que ha pulido el mar. Mi peinado se espiritualiza. Mi
calzado se refina. Dejo á arreglar en la calle de la Paz las pocas joyas
anticuadas de doña Catalina Mascareñas que no transformé en Madrid, para
que me hagan cuquerías estilo María Antonieta ó modernisterías
originales. Voy á los teatros, donde los intermedios me aburren. Me doy
en el Louvre una zambullida de arte y de curiosidad. ¡Cuánto se
divertiría aquí D. Antón de la Polilla! Pude hacerle feliz quince
días... Sólo que me aburriría á mí, porque lo admiraría todo en esta
ciudad y en este modo de ser de un pueblo aburguesado y jacobino. ¡Me
daría cada solo volteriano inocente! ¡Y si al menos él tuviese gracia!
Pero un Voltaire pesado, curado al humo en Alcalá...
Y lo que me asfixia en París, lo que me hace de plomo su ambiente, es la
continua exhibición de la miseria humana, la suciedad industrializada,
fingida, afeitada, cultivada lo mismo que una heredad de patatas ó
alcacer. Las desnudeces y crudezas de los teatros; las ilustraciones
iluminadas de los kioscos; los títulos de guindilla de los tomos que
sacan á la acera las librerías; los anuncios con mostaza y pimienta de
Cayena, me renuevan la náusea moral, el sufrimiento de la vergüenza
triste, de la repugnancia á tener cuerpo. Vuelven las horas de
aburrimiento, y al regresar al hotel me dejo caer en la meridiana,
mientras Maggie me dá consejos higiénicos, me recomienda la poción que
tomaba para sus vapores lady Mounteagle...
--¡Á Suiza!--ordeno lacónicamente.--Vamos directamente á Ginebra...
Prepare usted el equipaje.

IV
Noto en Suiza lo contrario que en Granada. Á Granada pude yo hacerla
para mí. Suiza está hecha: tan hecha, que nada nuevo íntimo descubro en
ella. La sedación de Suiza, su frígida pureza de horizontes, me hacen,
eso sí, un bien muy grande. Comprendo que aquí se busque reposo después
de una caída de las de quebrantahuesos. Reposo activo; no la disolvente
languidez de la Alhambra.
Como Agustín me escribe que todavía le detendrán una quincena los
quehaceres y que en Ginebra nos reuniremos, dedico este tiempo á
ciudades y lagos. De los Alpes, visito todo lo que no obliga á alardes
de alpinismo. ¡Soy de la meseta castellana! Subo, por dentro, á las
montañas inaccesibles; con los pies, no. He visitado Friburgo y Berna,
encontrando superiores los hoteles á las ciudades; Lucerna y Zurich, y,
por Schaaffhausen, me he dirigido al lago de Constanza, punto menos
infestado de turistas ingleses que el resto de Suiza. El Rin, que forma
estos dos lagos entre los cuales Constanza remeda el broche de una
clámide, es al menos un río cuya imagen he visto en mis deseos, un río
de leyenda. Constanza es poco más que un pueblecillo; sin embargo, los
hoteles no ceden á los de ninguna parte. Suiza ha llegado, en punto á
hoteles, á lo perfecto. Y es una sensación de calma y de goce físico,
reparadora, la que me causa, después del enervamiento del tren, esta
vida solitaria y magnífica, con Maggie que no me da tiempo á formular un
deseo, y pasándome el día entero al aire libre, el aire virgen,
purificado por las nieves eternas, en un balcón ó veranda sobre el lago,
que enraman las rosas trepadoras y los cabrifollos gráciles. A mi lado,
sentada perezosamente, una inglesita lee una novela; de vez en cuando
sus ojos flor de lino buscan, ansiosos, los ojos de un inglesón de
_terra cotta_, que sin ocuparse de su compañera, se mece al amparo de la
sábana de un periódico enorme. Pobre criatura, ¿sabrás lo que anhelas?
¡Qué fuerza tendrá el engaño para que tu cabecita de arcángel
prerrafaelista, nimbada de oro fluido, se vuelva con tal insistencia
hacia ese pedazo de rubicunda carne, amasada con lonchas de buey crudo,
é inflamada con mostaza desolladora y picores de rabiosa especiería!
De Constanza, me agrada también el que sus recuerdos no me producen
lirismo... Aquí no flotan más sombras que las de herejes recalcitrantes
asados en hogueras, y emperadores, condes y barones á quienes hubo que
embargar sus riquezas porque no pagaban el hospedaje á los burgueses de
la ciudad. Bien se echa de ver que los suizos están convencidos, al
través de las edades, de dos cosas: que hay que ser independiente y
cobrar á toca teja las cuentas del hotel.
El Rin me atrae; de buen grado pasaría la frontera y recorrería Baviera
y el Tirol, aunque me sospecho que pudieran parecerse exactamente á
Suiza; los mismos glaciares, los mismos precipicios, y esas montañas
donde los que logran alcanzar la cúspide, echan sangre por los oídos. No
realizo la excursión, porque experimento cierta inquietud de volver á
ver á Agustín; me agrada la perspectiva de su presencia. Ninguna
turbación, ninguna emoción desnaturaliza este deseo sencillo, amistoso.
Una postal me avisa, y retorno por el lago de Como á Ginebra, donde al
venir no he querido detenerme. Me instalo, no en el mejor hotel, sino en
el que domina mejor vista sobre el lago Azul. No es una frase: en el
lago Léman, las aguas del Ródano, al remansarse, sedimentan su limo y
adquieren una limpidez y un color como de zafiro muy claro. Hay quien
cree que no basta esta explicación, y que algún mineral ó alguna tierra
de especial composición se ha disuelto en ellas, para que así semejen
girón de cielo.
Me acuerdo de aquellas aguas de Granada, seculares, donde el pasado hace
rodar sus voluptuosas lágrimas... y me parece que este lago es como mi
alma, donde el limo se ha sedimentado y sólo queda la pureza del reposo.
No me canso de mirarle y de comprenderle. Forma una media luna, y en uno
de sus cuernos se engarza Ginebra, como un diamante al extremo de una
joya. Ningún lago suizo, ni el de Constanza, donde desagua el Rin, le
vence en magnitud. Con razón le califican de Occéano en miniatura. El
barquero que me pasea por él en un botecito repintado de blanco,
graciosa cascarita de nuez, me informa, con sinceridad helvética, de que
el lago es peor que el mar: sus traiciones, más inesperadas. En días
tormentosos, el nivel del Léman, súbitamente, crece dos metros; de
pronto, se deshincha; media hora después, vuelve á hincharse. Y,
creyendo que me asusto, añade el pobre hombre:
--Pero hoy no hay cuidado. Nosotros sabemos cuando no hay cuidado.
Sonrío desdeñosa, porque el peligro eventual no me ha parecido nunca muy
digno de tenerse en cuenta, entre los mil que acosan á la vida humana,
sabiendo que, al cabo, es presa segura de la muerte. Estoy tan enterada
como el barquero del singular fenómeno, que se nota sobre todo en las
dos extremidades del lago, y, por consiguiente, cerca de Ginebra. Cuando
venga Agustín, le contagiaré: pasearemos por este mar diminuto y felino,
y haremos la excursión al rededor de él, por sus márgenes pintorescas.
Un telegrama... Llega esta tarde Almonte. Naturalmente, no le espero: él
es quien, atusado y limpio ya, solicita permiso para presentárseme.
Mando que le pongan cubierto en la mesa que ocupo, cerca de una ventana,
por la cual entra la azulina visión del lago. Y, familiarmente, comemos
juntos, como si fuésemos ya marido y mujer...
Vuelvo á probar la grata impresión de Madrid, que no tiene ninguno de
los signos característicos del amor, y por lo mismo no me renueva las
heridas aun mal cicatrizadas. Agustín es el _amigo_... Los dos tenemos
planteado el problema de la vida, con magnífica curva de desarrollo; los
dos necesitamos eliminar el veneno lírico, en las gimnasias y los juegos
de la ambición. Él me lo dice, refiriéndome añejas historias de
amarguras y desencantos, que se parecen á la mía...
--Todas las aventuras llamadas amorosas son muy semejantes, Lina. Uno de
los espejismos de esa calentura es suponer que hay en ella un fondo
variado de psicología. No hay más que la sencillez del instinto, del
cual dimana.
La comida es plácida, llena de encanto. Averiguamos nuestras
predilecciones, nos comunicamos secretos de paladar. Agustín apenas bebe
un par de copas de Burdeos; yo una de Rin, con el pescado, una de
Champagne, muy frío, con el asado. Nos gustan á los dos los exquisitos
peces de agua dulce, que en Constanza eran mejores, porque estábamos al
pie del Rin, y truchas y salmones y anguilas tenían especial sabor. Todo
esto reviste suma importancia: Agustín cree que, en las horas de
descanso apacible, se debe refinar, disfrutar de las delicias de tanto
bueno como hay en el mundo.
--Sí, Lina, ese es el sistema... Cuando se lucha, se acomete y se
resiste sin importársenos de los golpes, del dolor, del riesgo. Pero
cuando nos rehacemos con un paréntesis de bienestar y de olvido,
entonces ¡venga todo el epicureismo y el sibaritismo! ¡Tenemos en las
manos una dulce fruta: á no perder gota de su zumo!
Desde el primer momento establecemos y definimos nuestra situación. El
mundo es una cosa, nosotros otra. Somos dos aliados, dos fuerzas que han
de completarse. Da por supuesto que la dirección la imprime él. Y me
asombro de encontrarme tan propicia á una sumisión, de aceptar una
jefatura, y de aceptarla contenta. Me someto á este hombre á quien no
amo; me someto á él porque puede y sabe más de la ciencia profana que
eleva á sus maestros. Analizado y destruído mi antiguo ideal, él me
promete una vida colmada de altivas satisfacciones; una vida
«inimitable», como llamaron á la suya Marco Antonio y la hija de los
Lagidas, al unirse para dominar al mundo.
Y me induce también á admitirle por guía la presciencia ó el tacto que
revela al echar á un lado la cuestión amorosa, las flaquezas del sexo.
El penoso encogimiento de la vergüenza me lo ha suprimido así. Me ha
comprendido, ha penetrado en mi abismo. Como no es fatuo, admite la
hipótesis de no causarme cierto orden de impresiones. Y, como tiene la
viril paciencia de los ambiciosos, aguarda. Y, como se propone algo más
que el vulgarísimo episodio de unos sentidos en conmoción, me respeta, y
nos entendemos en la infinidad de terrenos en que el hombre y la mujer
pueden entenderse, cuando han acertado á pisotear la cabeza de la
sierpe, antes que destile en el corazón su ponzoña.
Se regulan las horas, se hace programa de la estancia en el oasis. Nos
vemos incesantemente. No sólo comemos y almorzamos juntos, sino que en
la veranda tomamos á la vez el mismo poético desayuno, el té rubio con
la aromosa y blonda miel, que aquí, como en Zurich, se sirve en
frasquitos de una limpieza seductora. Venden esta miel las aldeanas en
Zurich, llevando en uno de los capachos del borriquillo las flores
montesinas de donde la liban las abejas. La idea de una loma florida, de
un cuadro idílico, va unida á este té tan gustoso. Un día, riendo,
Agustín me hace observar que, al cabo, nos unimos para el cultivo de la
sensación; sólo que es una sensación gastronómica.
--Esas no abochornan--respondo.--Y él aprueba. ¡Ha aprobado!
Largas horas pasamos contemplando el panorama, las ingentes montañas
sobrepuestas, queriendo cada una acercarse más al firmamento; y,
coronándolo todo, el Mont Blanc, el coloso, que sugiere pensamientos
atrevidos, deseos de escalarlo... Nos confesamos, sin embargo, que no
tenemos vocación de alpinistas, ni hemos pensado parodiar á Tartarín.
--El frío... El cansancio... Las grietas, los aludes, el hielo en que se
resbala. A otro perro con ese hueso--declara él.--No crea usted, Lina,
que tengo un pelo de cobarde; pero, como sé que en mi carrera no faltan
peligros, y que si se les teme no se llega adonde se debe llegar, yo
evito los otros, los peligros de lujo.
--El peligro tiene su sabor...
--¡Ah, lírica, lírica! ¿Es que ha soñado usted que yo le traiga un
_edelweiss_ cogido por mí al borde de un precipicio espantoso? Vamos, no
está usted enteramente curada aún. Deje usted eso para los ingleses,
gente sin imaginación ninguna. Nosotros, cuando subimos, es más arriba
de las montañas; es á cimas de otro género. Esto no nos sirve sino de
telón de fondo. Y los ingleses suben, y suben, ¿y qué encuentran? Lo
mismo que dejaron abajo. Es decir, peor. Nieve y riscos inaccesibles.
Ahí tiene usted. El que trepa, debe trepar para llegar á algo. Si no, es
un tonto.
Nos reimos. Los ingleses son nuestros bufones. A toda hora nos ofrecen
alguna particularidad ultra-cómica. Sus mujeres son sencillamente
caricaturas enérgicas, á menos que sean ángeles vaporosos. Convenimos en
la fuerza física de la raza. En cuanto á su mentalidad, no estamos muy
persuadidos de que llegue á la mediana mentalidad ibérica.
--Me atrae su aseo--declaro.--No debe de oler una multitud inglesa como
una multitud de otros países. El vaho humano, en esa nación...
--Eso creía yo mientras no pasé una temporadita en Londres, y, sobre
todo, mientras no visité Escocia. El olor de la gente en Escocia es
punzador. Conviene que salgamos de casa para aprender lo que debemos
imitar y lo que debemos recordar, á fin de no ser demasiado pesimistas.
Lina, á mí se me ha puesto en la cabeza que he de dejar huella profunda
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