Dulce Dueño - 13

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alborota, Lina; es preciso que yo dé un objeto concreto á tu grande
alma, para que no sea un alma enfermiza, torturada y con histérico.
Piensa en tí misma, Lina. Piensa en nuestro amor...
¿Por qué habló de amor y jugó con la palabra sacra? Sería que su
destino lo quiso así. Recuerdo haberle respondido:
--Nos iremos pronto... Antes quiero despedirme del Léman, al cual
conozco que profesaré siempre una fanática devoción. ¿No te gusta á ti
el lago?
--Me gusta lo que te guste--fué su aquiescencia, demasiado pronta,
demasiado análoga á la que se manifiesta á los antojos de las criaturas.
Entonces, obedeciendo á un estímulo ignorado, reservadamente, llamé al
barquero que solía servirnos, un mocetón rubio, atlético, y le
interrogué con habilidad refinada y discreta, para averiguar cuándo
existen contingencias de tormenta en el Oceano en miniatura.
--Ahora es el momento--respondióme el mozo helvético, con cara cerrada é
insensible, de hombre acostumbrado á seguir las manías arriesgadas de
los ingleses.--Estos días hay _lardeyre_, y cuando lo hay...
--_¿Lardeyre?_--repetí.
--El flujo y reflujo del lago, que es señal de tempestad.
--Quinientos francos si me avisas cuando esté más próxima y nos
previenes la barca.
Cuarenta y ocho horas después vino el aviso. Me acuerdo de que por la
mañana Agustín me propuso pasar la jornada en Coppet, para ver la
residencia y el retrato de madama de Staël. Vivamente, sin razonar, me
había negado. Bien engaritados en nuestros gruesos abrigos de paño,
caladas las gorrillas de visera, de cuarterones, que habíamos comprado
iguales, tomamos asiento en la barca. Soplaba cierzo de nieve. El agua,
siniestramente azulosa, palpitaba irregularmente, como un corazón
consternado. Sentía la proximidad de la convulsión que iba á sufrir, y
se crispaba, turbada hasta el fondo.
Bogábamos en silencio, como los amantes inmortalizados por Lamartine,
aunque el líquido ensueño del agua que duerme no nos envolvía. Agustín
parecía preocupado. Aprovechándome de que el barquero no sabía español,
entablé la conversación, advirtiéndole que, en efecto, no faltaría algún
motivo de aprensión á quien no tuviese el alma muy bien puesta. El
latigazo hizo su efecto. Las mejillas pálidas de frío se colorearon y
las cejas se juntaron, irritadas.
--Yo no soy de los que eligen un porvenir sin lucha ni riesgo, Lina...
En cada profesión hay su peculiar heroísmo... Buscar peligros por
buscarlos, es otra cosa, y creo que debiéramos volver á tierra, porque
el lago presenta mal cariz... A no ser que halles placer. Entonces... es
distinto.
--Hallo placer.
Calló de nuevo. Insistí.
--¿Qué puede suceder?
--Que venga la crecida y se nos ponga el bote por montera.
--En ese caso, ¿me salvarías?
--¡Qué pregunta, mi bien! Agotaría, por lo menos, los medios para
lograrlo.
--¿Es cierto que me quieres?
Suspirante, caricioso, llegó su cuerpo al mío, y efusionó:
--¡Tanto, tanto!
De seguro le miré con un infinito en la delicuescencia de mis pupilas.
Era que _creía_. ¡Qué bueno es creer! Es como una onda de licor
ardiente, eficaz, en labios, garganta y venas... Tuve ya en la boca la
orden de volver al muelle, del cual nos habíamos distanciado hasta
perderlo de vista... La lengua no formó el sonido. Muda, me dejé llevar.
Una voluptuosidad salvaje empezaba á invadirme; percibía con claridad
que era el momento decisivo...
¿En qué lo conocí? No sé, pero algo de físico hubo en ello. Una
electricidad pesada y punzadora serpeaba por mis nervios. Densos
nubarrones se amontonaban. La barca gemía; miré al barquero; en su
rostro demudado, las mordeduras del cierzo eran marcas violáceas. Me
hizo una especie de guiño, que interpreté así: «¡Valor!» Y en el mismo
punto, sucedió lo espantable: una hinchazón repentina, furiosa, alzó en
vilo el lago entero; era la impetuosa crecida, súbita, inexplicable,
como el hervor de la leche que se desborda. El barco pegó un brinco á su
vez y medio se volcó. Caí.
Desde entonces, mis impresiones son difíciles de detallar. Conservé, sin
embargo, bastante lucidez, y como en pesadilla ví escenas y hasta
escuché voces, á pesar de que el agua se introducía en mis oídos, en mi
boca. Mecánicamente, yo braceaba, pugnaba por volver á la superficie. A
mi lado pasó un bulto, luchando, casi á flor de agua.
--¡Agustín!--escupí con bufaradas de líquido.--¡Sálvame, Agustín!
Una cara que expresaba horrible terror flotó un momento, tan cercana,
que volví á dirigirme á ella, y sin darme cuenta, me así al cuello del
otro desventurado que se ahogaba. Dos brazos rígidos, crispados, me
rechazaron; un puño hirió mi faz, un esguince me desprendió; la
expresión del instinto supremo, el ansia de conservar la vida, la vida á
todo trance, la vida mortal, pisoteando el ideal heroico del amor...
Antes de advertir en mi cabeza la sensación de un mar de púrpura, de un
agua roja y hormigueante, como puntilleada de obscuro, tuve tiempo de
soñar que gritaba (claro es que no podría):
--¡Cobarde! ¡Embustero!
Y lo demás, por el barquero lo supe. El forzudo suizo, despedido también
en aquel brinco furioso de dos metros de agua, pero maestro en natación,
trató de pescar á alguno de los dos turistas locos, que con los abrigos,
densos como chapas de plomo, se hundían en el lago. Pudo cojerme de un
pie, dislocándomelo por el tobillo. La barca, felizmente, no estaba
quilla arriba. Me depositó en ella y trató de maniobrar para descubrir á
mi compañero. Pero Agustín derivaba ya hacia los lagos negros, límbicos,
en que nadan las sombras dolientes de los que mueren sin realizarse...
Y cuando después de mi larga, nueva fiebre nerviosa, mucho más grave
que la de Madrid, volví á coordinar especies, encontré á mi cabecera á
Farnesio, envejecido, tétrico. De la catástrofe había hablado la prensa
mundial en emocionantes telegramas de agencias; éramos «los dos amantes
españoles» víctimas de una romántica imprudencia en el lago. En España,
mi ignorado nombre se popularizó; mi figura interesaba, mi enfermedad no
menos, y el revuelo en el mundo político por la desaparición de Almonte
fué desusado. ¡Aquel muchacho de tanto porvenir, de tantas promesas! El
desolado padre, llamado á Ginebra por el atroz suceso, se llevó un frío
despojo al panteón de familia, en la Rioja... Toda la ambición se
encerró en un nicho de ladrillo y cal, en esperanza de un mausoleo
costeado por amigos, gente del distrito, núcleo de partidarios fieles...
Y don Genaro, gozoso al verme abrir los ojos, repite:
--No morirás... No morirás... ¡Estabas aquí tan sola! ¿No sabes,
criatura? Tu Maggie y tu Dick, cuando te trajeron expirante,
aprovecharon la ocasión y desaparecieron con tu dinero y tus joyas...
Creo que se entendían, á pesar de la diferencia de años... Ella se
emborrachaba... ¡Qué pécora! En América estarán...
--Dejarles--respondo; y tomando la mano de Farnesio, la llevo á los
labios y articulo:
--Perdóname... Perdóname...


VII
_Dulce dueño._

I
Al llegar á Madrid, en Enero, todavía muy floja y decaída, me ven
sucesivamente dos ó tres doctores de fama. Hablan de nervios, de
depresión, de agotamiento por sacudimiento tremendo; en suma,
Perogrullo. Hacen un plan, basado principalmente en la alimentación. El
uno me prescribe leche y huevos, el otro, nuez de kola y vegetales,
puches y gachas á pasto, aquél me receta baños tibios, purés, jamón
fresco, carnes blancas... y, sobre todo, ¡calma! ¡descanso! ¡sedación!
Mi sistema nervioso puede hacerme una jugarreta... En suma, trasluzco
que temen si mi razón... ¡La razón! ¡Qué saben ellos de mi arcano!
Por egoísmo--no por atender á la salud--he cerrado la puerta á los
curiosos, á los noticieros, á los impresionistas. Así que empiezo á
reponerme algo, recobrando, gracias á la proximidad de la primavera, una
apariencia de fuerza, no puedo negarme á la entrevista trágica con el
padre y la madre de Agustín Almonte. Cuando el padre recogió el cuerpo
del hijo, en Suiza, yo deliraba y me abrasaba de calentura en el hotel.
Ellos creen que mi larga enfermedad, mi estado de abatimiento, de
«neurastenia», dicen los médicos en su jerga especial, no reconocen otra
causa que la impresión de la desgraciada muerte de su hijo, mi futuro.
La leyenda ha rodado: es original notar cómo, bajo su varita de bruja,
se ha transformado la esencia los hechos, sin alterarse en lo más mínimo
lo apariencial. Los dos enamorados «bogábamos en silencio»--recuérdese á
Lamartine--sin otra preocupación que la de soñar que el amor, según nos
enseña el poeta, no es eterno, que tan deliciosas horas huyen, y deben
aprovecharse con avidez. Eramos una pareja á la cual «todo sonreía», á
la cual estaban preparados destinos triunfales. De súbito, el Léman
hinchó su seno pérfido, pegó el horrible salto de dos metros cincuenta,
y nuestra barca nos volcó. Agustín, aterrado, gritó al barquero la
consigna de salvarme, y quiso intentarlo él, á su vez; el grueso abrigo,
empapado, le arrastró al fondo, mientras á mí el suizo me libraba de una
muerte cierta. Al recobrar el conocimiento y saber la tremenda verdad,
el dolor estuvo á punto de acabar también con mi vida. Aquella tristeza
honda, aquella postración, eran tributo pagado por mi alma al
sufrimiento de tal pérdida. Se había tronchado la flor preciosa de mis
cándidas ilusiones. Cosa muy tierna, muy interesante. Los párrafos que
nos consagraban los periódicos, al publicar nuestros retratos (obtenido
el mío con estratagemas de pieles rojas cazadores, pues yo me resistía
horripilada á la «información gráfica»), eran de una sensibilidad
vehemente, elegiaca. Recibí entonces, de desconocidos, cartas febriles,
en que se traslucía un amor reprimido, pronto á crecer y estallar.
Y fué preciso fijar hora y día para recibir á los padres sin consuelo,
que vinieron, acompañados de Carranza, involuntario autor de la
tragedia; el que, ceñida la mitra, empuñado el báculo, había de bendecir
nuestros desposorios...
Al asomar en el quicio de la puerta las dos figuras enlutadas, me
levanto, me adelanto; y, sin dar tiempo á mi saludo, unos brazos
débiles, de mujer enferma y atropellada por los años, se ciñen á mi
garganta; y en mi rostro siento el contacto de una piel rugosa, seca,
calenturienta, y escucho un balbuceo truncado: «¡Mi hij... mi hij... mío
del al... mío!..» y lágrimas de brasa empiezan á difluir por mis propias
mejillas, á calentarlas, á quemar mi piel como un cáustico, á llegar
hasta mi boca, que la sofocación entreabre, y en la cual un sabor
salado, terrible, me introduce la amargura de nuestra vida, la nada de
nuestro existir... Y este abrazo, que me mata, dura un cuarto de hora,
eterno, sin que cese la congoja de la madre, sin que se interrumpa su
mal articulada queja, el correr de su llanto, el jadear de su flaco
pecho...
El padre, más sereno,--al fin han corrido meses--, convenientemente
triste, ahogado por el asma, interviene y desanuda el lazo, cooperando
Carranza á la obra.
--Basta, María, un poco de resignación... ¡No ves que la pobre todavía
está enferma! La nuestra es una pena misma... Señorita, ¿me permite
usted que la dé un beso en la frente?
Y no me lo da, sino que pide ¡socorro! porque parece que, al soltarme la
señora de Almonte, sufro un síncope...
Al volver en mí, ya un poco más sosegados todos, en un instante de
respiro, entre el olor del éter, se habla largamente, con interrupción
de sollozos, suspiros y cabezas inclinadas. Carranza, grave, cejijunto,
pero sin perder su continente diplomático, de sagacidad y sensatez,
dirige la cruel conferencia. Los padres se despiden al fin. Me mirarán
siempre como á una hija. Vendrán á verme algunas veces; soy para ellos
algo querido, «lo que les queda» de su pobre Agustín... ¡Si yo supiese
lo que Agustín valía! ¡Si yo me penetrase de lo que «habíamos perdido»!
Y no sólo nosotros. Porque Agustín era para su patria algo más que una
esperanza: iba siendo una realidad, ¡tan extraordinaria, tan superior á
todo! Acaso--insistía el padre--el genio maléfico que parece dedicado á
encaminar los sucesos de la manera más funesta para España, fuese el que
había dispuesto la extraña peripecia del lago Léman. Porque él, después
de meditar bastante en la catástrofe, veía en drama tan impensado algo
de fatídico, que va más allá de la natural combinación de los
sucesos...
--¡No lo sabe usted bien!--respondí sinceramente, como si pensara en
alta voz, entre las últimas y largas presiones de manos temblorosas y
frías.
Al marcharse los dos viejos, Carranza se queda á mi lado, murmurando
frases consoladoras, sin convicción. Despaciosa, me arrodillo en la
alfombra, ante el canónigo.
--¿Eh? ¿Qué te pasa, hija mía?
--Me confesaría de buena gana.
--¿Confesarte?--La sorpresa cuajó sus facciones en seriedad berroqueña.
Era un medallón de piedra el rostro del Magistral.
--Sí, Carranza; confesarme. No puedo con el peso de lo que hay en mí.
Ayúdeme á descargar un poco el espíritu.
Las cejas se juntaron más. Un mundo de pensamientos y de recelos
indefinidos cabía en el pliegue.
--Mira, Lina, ya otra vez quisiste... Y entonces, como ahora, te
contesto: ¿de cuándo acá, entre nosotros, confesión? Tú has dicho
siempre que yo era demasiado amigo tuyo para hacer un confesor bueno.
Eso de confesión... es cosa seria.
--Serio también lo que he de decirle.
--No importa... Hazme el favor, Lina, de dispensarme. Para el caso de
desahogar tu corazón, es igual que me hables fuera del tribunal de la
penitencia. Para los fines espirituales, muy fácilmente encontrarás otro
mejor que yo...
--Y el amigo... ¿me guardará el mismo secreto?
--El mismo, exactamente el mismo. Si quieres, la conferencia se
verificará en el oratorio. Me consideraré tan obligado á callar como si
te confesase... Tengo mis razones...
Nos dirigimos al oratorio de doña Catalina Mascareñas, Yo me había
limitado á refrescarlo y arreglarlo un poco. En el altar campeaba, en un
buen lienzo italiano, la figura noble de la Alejandrina. Al lado de mi
reclinatorio, en marco de oro cincelado, de su estilo, brillaba la
famosa placa del XV, que llevé á Alcalá el día en que Carranza nos leyó
la historia. ¡Cuánto tiempo me parecía que hubiese transcurrido desde
aquella tarde lluviosa y primaveral! Evoqué la misteriosa sensación del
canto de las niñas:
«¡Levántate, Catalina,
levántate, Catalina,
que Jesucristo te llama!»
Me senté en mi reclinatorio, y en un sillón el canónigo. Hablé como si
me dirigiese á mi propia conciencia. Carranza me escuchaba, demudado,
torvo, con los ojos entrecerrados, velando los relampagueos repentinos
de la mirada. Al llegar al punto culminante, á aquél en que se precisaba
mi responsabilidad, ya no acertó á reprimirse.
--¡Hola! ¡Vamos, si me lo daba el corazón! Te lo juro; yo lo sospechaba;
¡lo sospechaba! No eso mismo precisamente; cualquier atrocidad, en ese
género... ¡Ahí tienes por qué no he querido confesarte! ¡No llega á
tanto mi virtud! ¡Absolverte yo del... del asesinato...!
--¡Asesinato!
--¡Asesinato! Has asesinado á quien valía mil veces más que tú. ¡No
extrañes que me exprese así! Quería yo mucho á Agustín, y será eterno mi
remordimiento por haberle puesto en tus manos, conociéndote como te
conozco. Te conozco desde que me hiciste otras confidencias inauditas,
inconcebibles. ¡Tampoco quise ser confesor tuyo entonces! Mujeres como
tú, doblemente peligrosas son que las Dalilas y que las Mesalinas. Estas
eran naturales, al menos. Tú eres un caso de perversión horrible,
antinatural, que se disfraza de castidad y de pureza. ¡En mal hora
naciste!
Callé, y sujeté mi congoja, con férrea voluntad, palideciendo. Carranza
insistió.
--En tus degeneraciones modernistas, premeditaste un suicidio,
acompañado de un homicidio. Buscaste la catástrofe entre
desprendimientos de aludes y desgajes de montañas, y al ver que no la
encontrabas así, acudiste á las traiciones del lago. Si esto te falla,
habrías echado mano de la bomba de un dinamitero... ¡Ó del veneno! ¡Eres
para envenenar á tu padre!
--Como no estamos confesándonos, Carranza--declaro, sacudido el pecho
por el martilleo de la ansiedad--me será permitido defenderme. Algo
puedo alegar en mi defensa. Almonte fué menos noble que yo. Habíamos
celebrado un pacto; nos uníamos amistosamente para la dominación y el
poder, descartando lo amoroso. Y lo quiso todo, y representó la comedia
más indigna, la del amor apasionado, ardiente, incondicional... Y me
juró que por mi vida daría la suya... ¡Me juró esto!; por tal perjurio
murió él, y yo he caído en lo hondo...!
Mi ademán desesperado comentó la frase.
--¡Eres una desdichada! ¿Qué crimen es jurarle á una mujer... esas
tonterías? ¿Acaso tú querías á Agustín tanto, tanto, como en las
novelas?
--¡Si yo no le he querido jamás, ni á él, ni á ninguno! Y como no le
quería, no se lo he dicho. No mentí. ¡Mentir, qué bajeza! Agustín no era
caballero, no era ni aun valiente. Por miedo á morir, me dió con el codo
en el pecho, me golpeó, me rechazó. Y, la víspera, aseguraba...
Carranza, sin fijarse en el lugar, que merecía respeto, hirió con el
puño el brazo del sillón, y masculló algo fuerte que asomaba á sus
labios violáceos, astutos, rasurados, delineados con energía.
--¡Mira, Lina, yo no quiero insultarte; eres mujer... aunque más bien me
pareces la Melusina, que comienza en mujer y acaba en cola de sierpe!
Hay en ti algo de monstruoso, y yo soy hombre castizo, de juicio recto,
de ideas claras, y no te entiendo, ni he de entenderte jamás. Te
resististe, en otro tiempo, á entrar monja. Bueno; preferías, sin duda,
casarte. Nada más lícito. Te regala la suerte una posición estupenda; ya
eres dueña de elegir marido, entre lo mejor. Tu posición se ha visto
luego amenazada, por las... circunstancias... que no ignoras: te busco
la persona única para salvarte del peor naufragio; esa persona es un
hombre joven, simpático, el hombre de mañana--¡pobre Agustín! ¡si esto
clama al cielo!--y tú no sosiegas, víbora...--¡Dios me tenga de su
mano!--hasta que le matas... ¡Y luego, hipócritamente, recibes á los
padres, te dejas besar por la madre, por esa Dolorosa! Tu castigo
vendrá, vendrá... En primer lugar, te quedarás pobre... porque ahora no
hay quien le meta el resuello en el cuerpo á D. Juan Clímaco... ¡Y, en
segundo... no sé si hallarás confesor que te absuelva! ¡Es que esto
subleva, Lina! ¡En mal hora, en mal hora te hice yo conocer á aquel
hombre, digno de una mujer que no fuese un fenómeno de maldad... y de
maldad inútil! ¡Porque ahí tienes lo que indigna, que no se sabe ni se
ve el objeto de tus delitos... de tus crímenes!
Sollozando histéricamente, caigo de rodillas, y repito la palabra que
está fija en mi pensamiento, la palabra de los vencidos:
--¡Perdón! ¡Perdón!
--¡Perdón! Yo no estoy aquí para eso--insiste Carranza, petrificado en
ira--. Estoy para protestar de un crimen que la justicia no castigará,
que el mundo desconoce, y que hasta tú eres capaz, con tu entendimiento
dañino, de presentar como un poético rasgo de superioridad, como algo
sublime... Porque tienes la soberbia infiltrada en el corazón, en ese
perverso corazón que no sabe amar, que no sabe querer, que no lo supo
nunca, y que no ha de aprenderlo!
Fulminaba ya Carranza en pie, excitándose con sus propias palabras,
tronante de indignación. Y amenazó:
--Lo primero que haré, será impedir que esos desdichados padres sigan
llamándote _hija_, lo cual es un escarnio... Y no te acuerdes más de tu
antiguo amigo Carranza. Me has sacado de quicio; la locura es
contagiosa. ¡No sé qué te haría! Se me pasan ganas de abofetearte... Es
mejor que me retire... Adios, Lina; siempre he desconfiado de las
hembras... Tú me enseñas que el abismo del mal sólo puede llenarlo la
malignidad femenil. Siento haberme descompuesto tanto... Parezco un
patán... ¡Agustín, pobre Agustín! ¡Quién me lo diría! ¡Y por mi culpa!

II
El portazo que pegó Carranza me retumbó en la cabeza, que un dardo agudo
de jaqueca nerviosa atarazaba. Quizás se me hubiese quitado con tomar
alimento, pero mi garganta, atascada, no permitía el paso ni aun á la
saliva pegajosa y ardiente que escandecía, en vez de humedecerlas, mis
fauces.
Salí del oratorio.--Me recogí á mis habitaciones. Un azogue no me
consentía sentarme, ni echarme sobre la meridiana, ni hacer nada que
aliviase mi desasosiego. Me contenía para no batir en las paredes la
cabeza, para no romper y hacer añicos porcelanas, vidrios, cuadros; para
no desgarrar mis propias ropas y el rostro con las uñas... Un reloj de
onix y bronce, con su tic-tac monótono, me exasperaba. De un manotón, lo
arrojé al suelo. El golpe paró el mecanismo. Al ruido, acudió mi
doncella, la antigua Eladia, triunfadora del extranjero con los dos
episodios desastrosos de Octavia y de Maggie...
--¡Jesús mil veces! Creí que era la señorita la que se había caído...
¿Recojo el reloj? ¡Qué lástima! Se ha roto por la esquina...
No contesté. Comprendía que no me hallaba en estado de responder de una
manera conveniente. Sólo ordené:
--Mi abrigo de paño, mi sombrero obscuro.
--¿Va á salir la señora? ¿Telefoneo que enganchen?
--¡Mi abrigo, mi sombrero! repito, con tal tono, que Eladia se
precipita.
Cinco minutos después, estoy en la calle. Yo misma no sé á dónde voy. La
especie de impulsión instintiva que á veces me ha guiado, me empuja
ahora. Voy hacia mí misma... Vago por las vías céntricas, en que
obscurece ya un poco. Salgo de la calle del Arenal, subo por la de la
Montera, mirando alrededor, como si quisiera orientarme. Penetro en una
calleja estrecha, que abre su boca fétida, sospechosa, asomándola á la
vía inundada de luz y bulliciosa de gente. A la derecha, hay un portal
de pésima traza. Una mujer, de pie, envuelta en un mantón, hace
centinela. Me acerco resueltamente á la venal sacerdotisa.
--¿Qué se la ofrece á usted, señora? ¿Eh, señora?
--¿Quiere usted hacerme un favor?
--¿Yo... á usté? Hija, eso, según... ¿Qué favor la puedo yo hacer? ¡Tié
gracia!
El vaho de patchulí me encalabrinaba el alma, me nauseaba el espíritu.
--El favor... ¡no le choque, no se asuste! Es... pisotearme.
--¿Qué está usté diciendo? ¿Señora, está usté buena, ó hay que
amarrarla? ¡Miusté que... Pa guasas estamos!
--Un billete de cincuenta pesetas, si me pisotea usted, pronto, y
fuerte.
Abrí el portamonedas, y mostré el billete, razón soberana. Titubeaba
aún. La desvié vivamente, y, ocultándome en lo sombrío del portal, me
eché en el suelo, infecto y duro, y aguardé. La prójima, turbada, se
encogió de hombros, y se decidió. Sus tacones magullaron mi brazo
derecho, sin vigor ni saña.
--Fuerte, fuerte he dicho...
--¡Andá! Si la gusta... Por mí...
Entonces bailó recio sobre mis caderas, sobre mis senos, sobre mis
hombros, respetando por instinto la faz, que blanqueaba entre la
penumbra. No exhalé un grito. Sólo exclamé sordamente.
--¡La cara, la cara también!
Cerré los ojos... Sentí el tacón, la suela, sobre la boca... Agudo
sufrimiento me hizo gemir.
La daifa me incorporaba, taponándome los labios con su pañuelo
pestífero.
--¿Lo vé? La hice á usté mucho daño. Aunque me dé mil duros no la piso
más. Si está usté guillada, yo no soy ninguna creminal, ¿se entera?
¡Andá! ¡En el pañuelo se ha quedao un diente!
El sabor peculiar de la sangre inundaba mi boca. Tenté la mella con los
dedos. El cuerpo me dolía por varias partes.
--Gracias--murmuré, escupiendo sanguinolento--. Es usted una buena
mujer. No piense que estoy loca. Es que he sido mala, peor que usted mil
veces, y quiero espiar. Ahora ¡soy feliz!
La mujerzuela me miró con una especie de respeto, asustada, sin cesar de
enjugarme la cara y la boca, á toquecitos suaves.
--¡Válgame Dios! ¡Qué cosas pasan en el mundo! ¡Pobre señora! ¡Vaya! Si
tuvo usted algún descuidillo... ¡Gran cosa! Pa eso somos mujeres. Miste,
ahora me arrancan á mí el alma primero que pegarla un sopapo... ¿Quiere
que vaya á buscar un poco de anisado? Está usté helá... ¿La traigo algo
de la farmacia? Dos pasos son...
La contuve. La remuneré, doblando la suma. La sonreí, con mis labios
destrozados. Y, renaciendo en mí el ser antiguo, la dije:
--¡Otra penitencia mayor!... Deme un abrazo... Un abrazo de amiga.
¿Entendía? Ello es que me estrechó, conmovida, vehemente, protectora.
Entré en la farmacia, donde lavaron con árnica diluída mi rostro,
vendándolo. Vi la curiosidad en sus agudas miradas, en sus preguntas
tercas. Tomé un coche de punto, di las señas de mi casa. Al llegar,
dolorida y quebrantada, pero calmada y satisfecha, me miré al espejo; ví
el hueco del diente roto... Al pronto, una pena...
--La Belleza que busco--pensé--ni se rompe, ni se desgarra. La Belleza
ha empezado á venir á mí. El primer sacrificio, hecho está. Ahora, el
otro... ¡Cuanto antes!
Serían las diez, cuando Farnesio acudió á mi llamamiento, y se precipitó
á mí, viéndome tendida en la meridiana, vendada la mejilla, con los ojos
desmayados y la rendida actitud de los que han agotado sus fuerzas y
reposan.
--¿Qué tienes? ¿Dolor de muelas? ¿Llamo al médico? ¡Dí, niña!
--Nada... Un caldo... un poco de Jerez en él... Me siento débil.
Tráigame el caldo usted mismo...
Contento, afanoso, lo enfrió, dosificó el Jerez. Viéndomelo deglutir,
parecía él también reanimarse. Al desviar la venda, al abrir yo la boca,
una exclamación.
--¡Estás herida! ¡Pero si te falta un diente! ¡Jesús! ¡Qué ha sucedido,
Lina! ¡Pequeña! ¡Criatura! ¿Qué te ha pasado, qué?
--Nada, nada ha sucedido.., Permítame que no lo cuente. Un incidente sin
importancia...
--No me digas eso... ¡Herida! ¡Un diente roto!
--Por favor...
Le imploro con tal urgencia, que, aterrado por dentro, se calla. Mi
misterio, al fin, ha sido siempre impenetrable para él.
--Hágase como quieras... ¿Estás mejor? ¿A ver estas manecitas? ¿Este
pulso? Parece que no lo tienes.
--Tengo pulso; ya no se me caen de debilidad los párpados... Me
encuentro fuerte. Oigame, Farnesio, por su vida. Sin esperar más que al
correo de mañana, al primero, va usted á escribir á mi tío, el de
Granada: á D. Juan Clímaco.
--Pero...
--Sin pero. Va usted á escribirle, diciéndole--¡atención!--que estoy
dispuesta á restituirle lo que indebidamente heredé.
Se tambaleó aquel hombre, al peso y á la pujanza del martillo que hería
su cráneo. Sus ojos vagaron, alocados, por mi semblante. Su lengua se
heló sin duda, porque no formó sonidos: no hubo protesta verbal. La
protesta estuvo en la actitud, semejante á la del que llevan al
suplicio.
Me levanté, le eché los brazos al cuello, junté á la suya mi cara
dolorida. Las ternezas, las caricias, ablandaron su pena. Recobró el
habla. Me insultó.
--¿Pero qué estás diciendo, necia, loca, insensata...? Yo eso no lo
escribo. ¡No faltaba más!
--Venga usted aquí... Si usted no lo escribe, lo escribo yo, y es igual.
Fíjese bien. El testamento de... la tía Catalina, no es válido. En mi
nacimiento hay superchería. Lo sabe usted mejor que yo, y nada de esto
debe sorprenderle. Reflexione usted. De ahí puede salir algo muy serio;
corre usted peligro, lo corro yo. Afuera codicia, afuera riquezas
temporales. Me pesan sobre el corazón, como una losa. Crea usted que en
mi determinación hay prudencia, aunque no es la prudencia lo que me
mueve. No le quiero engañar: no es la prudencia. Es... otra cosa...
--Cavilaciones, disparates... ¡Delirios!
--¡No, amigo mío, mi amigo, mi protector, á quien no he agradecido bien
su cariño! Disparates fueron otros... ¡Tantos! Crea usted que he
despertado de mi pesadilla; que ahora es cuando veo, cuando entiendo,
cuando vivo de veras, en la verdad. Y deseo, con ansia sedienta, ser
pobre.
--¡Pobre! ¡Pobre tú!
--¿Pero ya no se acuerda usted de que lo he sido muchos años...? Y
aquella era una pobreza relativa. Hoy ansío salir por ahí, pidiendo ó
trabajo ó limosna. Limosna, mejor.
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