Dulce Dueño - 02

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caras humanas, perdiendo la semejanza, adquirían expresión individual,
se asemejaban á personas. Catalina, atónita, reconocía en las Esfinges
tan pronto á sus pretendientes desairados, como á los sofistas y
ergotistas que discutían en su presencia. Allí estaban Mnesio, Teopompo,
Caricles, Gnetes, sus contertulios, erizados de argucias, duchos en la
controversia, discípulos del Peripato algunos, los más de Platón. De sus
labios fluían argumentos, demostraciones, objeciones, definiciones, un
murmurío intelectual que resonaba como el oleaje; marea confusa en que
flotan las nociones de lo creado y lo increado, lo sensible y lo
inteligible, las substancias inmutables y los accidentes perecederos; y
en conjunto, al fundirse tantos conceptos en un sonido único, lo que se
destacaba era una sola palabra: _Amor_.
Y las otras Esfinges, que tenían el semblante de los desairados procos,
murmuraban también con tenaz canturia: _Amor_; y sus ojos chispeaban, y
sus garras se encorvaban para iniciar el zarpazo, y gañían bajo y
lúgubre, como chacales en celo, y un aliento hediondo salía de sus
bocas, y su cuarto trasero de animales se enarcaba epilépticamente.
Catalina emprendía la fuga, y la hueste de fieras, á su vez, corría,
galopaba, hiriendo la arena y soliviantándola con sus patas golpeadoras.
La desatada carrera de los monstruos, su jadear anheloso tras la presa,
era como el desborde enfurecido de un torrente. No podía acelerar más su
huída la princesa: angustiada, apretaba contra el pecho sus vestiduras,
en las cuales ya dos veces había hecho presa la zarpa de las
Esfinges.--Me desnudarán--calculaba--, y cuando caiga avergonzada y
rendida, se cebarán en mí...--El horror activaba su paso. Los pies,
rotas las sandalias, se herían en los guijarros, se deshonraban con el
polvo; y, en medio de su espanto, aún deploraba Catalina:--¡Mis pies de
rosa, mis pies pulidos como ágatas, mis pies sin callosidad! ¡Se me
estropean! ¡Ay pies míos!
Paralizado de fatiga el corazón, iba á desplomarse, cuando se le ofreció
un asilo, la boca de una cueva... la ermita. Débil lucecilla ardía
dentro. Catalina se precipitó... y creyó en una pesadilla. Detrás no
había nadie; ni rastro de los monstruos. Sólo se veía, á lo lejos, la
blanca mole marmórea del Panoeum, y por dosel el cielo claveteado de
luminares, á guisa de manto triunfal.
Ancha inspiración dilató los pulmones de Catalina. Su sangre circuló
rápida, deliciosamente distribuída por los casi exánimes miembros. Una
luz difusa comenzó á flotar en el aire; la cueva se iluminó. La luz
crecía y era como de luna cuando al nacer asoma color de fuego,
reflejando aún los arreboles solares. Y en el foco más luminoso,
abriéndose paso, surgieron dos figuras: una mujer y un hombre. Ella
parecía de más edad, pálida, marchitos y entumecidos los párpados por el
sufrimiento; él era garzón, y á su juventud radiante acompañaba belleza
portentosa. Catalina, juntando las manos, le miró con enajenamiento. Ni
había visto un sér semejante, ni creía que pudiese existir. Curiosa en
estética, solía ordenar que le presentasen esclavos hermosos, no con
fines de impureza, sino para admirar lo perfecto de la forma en las
diversas razas del mundo. Los comparaba á las creaciones de Fidias, á
los sacros bultos de las divinidades, y comprendía que por modelos así
se forjan las obras maestras. Pero el aparecido era cien veces más
sublime. Á la perfección apolínica de la forma reunía una expresión
superior á lo bello humano. Desde sus ojos miraba lo insondable. Emitían
claridad sus cabellos partidos por una raya, irradiando en bucles color
de dátil maduro, y la majestad de su faz delicadísima era algo
misterioso, que se imprimía en las entrañas y salteaba la voluntad. El
mozo debía de ser un alto personaje, como había dicho Trifón; más alto
que el César. Sus pies desnudos se curvaban, mejor delineados que los
del Arquero. Sus manos eran marfil vivo. Y Catalina, postrada, sintió
que al fin el Amor, como un vino muy añejo cuya ánfora se quiebra,
inundaba su alma y la sumergía. Tendió los brazos suplicante. El mozo se
volvió hacia la mujer que le acompañaba.
--¿Es esta la esposa, madre mía?
--Esta es--afirmó una voz musical, inefable.
--No puedo recibirla. No es hermosa. No la amo...
Y volvió la espalda. La luz lunar y ardiente se amortiguaba, se
extinguía. Los dos personajes se diluyeron en la sombra.
Catalina cayó al suelo, con la caída pesada del que recibe herida honda
de puñal. Poco á poco recobró el conocimiento. Se levantó; al pronto no
recordaba. La memoria reanudó su cadena. Fué una explosión de dolor, de
bochorno. ¡Ella, Catalina, la sabia, la deseada, la poderosa, la
ilustre, no era bella, no podía inspirar amor!
* * * * *
Salió de la ermita y caminó paso á paso, ya bajo la verdadera luz de
Selene: había anochecido por completo. Las Esfinges, inmóviles sobre sus
zócalos de negro basalto, no la hostilizaron; sólo la impusieron la
majestad de su simetría grandiosa. Costeando el muelle, donde cantaban
roncas coplas los marineros beodos, se deslizó hasta el palacio. Las
esclavas acudieron, disimulando la extrañeza y la malicia con servil
solicitud. Aprestaron el baño tibio, presentaron los altos espejos de
bruñida plata. Y la princesa, arrancándose el plebeyo disfraz, se
contempló prolijamente. ¿No era hermosa? Si no lo era, debía morir. Lo
que no es bello no tiene derecho á la vida. Y, además, ella no podía
vivir sin aquel príncipe desconocido que la desdeñaba. Pero los espejos
la enviaron su lisonja sincera, devolviendo la imagen encantadora de una
beldad que evocaba las de las Deas antiguas. Á su torso escultural
faltaba solo el cinturón de Afrodita, y á su cabeza noble, que el oro
calcinado con reflejos de miel del largo cabello diademaba, el casco de
Palas Atenea. Aquella frente pensadora y aquellos ojos verdes,
lumínicos, no los desdeñaría la que nació de la mente del Aguileño. ¿No
ser hermosa? El príncipe suyo no la había visto... ¡Acaso el disfraz de
la plebe encubría el brillo de la hermosura! Era preciso buscar al
aparecido, obligarle á que la mirase mejor; y para descubrir dónde se
ocultaba, hablar á Trifón, el Solitario.
Con fuerte escolta, en su litera mullida de almohadones, al amanecer del
siguiente día, la hija de Costo emprendió la expedición al desierto. Su
cuerpo vertía fragancia de nardo espique; su ropaje era de púrpura,
franjeado de plumaje de aves raras, por el cual, á la luz, corrían
temblores de esmeralda y cobalto; sus pies calzaban coturnillos traídos
de Oriente, hechos de un cuero aromoso; y de su cuello se desprendían
cascadas de perlas y sartas de cuentas de vidrios azul, mezcladas con
amuletos. Ante la litera, un carro tirado por fuertes asnos conducía
provisiones, bebidas frías y tapices para extender. En pocas horas
llegaron á la región árida y requemada, guarida de los cenobitas. Cuando
descubrieron á Trifón, le tomaron al pronto por un tronco seco. Un
pájaro estaba posado en sus hombros, y voló al acercarse la comitiva.
Catalina ordenó distanciarse á su séquito; descendió y se acercó,
implorante, al asceta.
--Vengo--impetró--á que me devuelvas lo que me has quitado. ¡Dame mi
serenidad, mi razón! ¡El dardo me ha herido, y no sé arrancármelo! Dime
dónde está él, é iré á encontrarle entre áspides y dragones. Si no le
parezco hermosa, haz por tus artes de magia y tu sabiduría que se lo
parezca. Ó hazme morir, pues con la vida no puedo vivir ya...»
Se interrumpió á sí mismo el narrador, advirtiendo:
--Esta frase que atribuyo á Santa Catalina, es la madre Santa Teresa de
Jesús quien se la atribuye primero en unos versos que la dedica y donde
se declara su rival «pretendiente á gozar de su gozo».
--Pues yo recuerdo--asintió Lina--otra poesía de Lope de Vega, si no me
engaño, dedicada á la misma Catalina Alejandrina... ¡No es nada lo que
pondera el Fénix á la hija de Costo!
«Una palma victoriosa
de tres coronas guarnece,
por sabia, mártir, y virgen,
cándida, purpúrea y verde...»
--Hay una glosa--advirtió Carranza--que la llama «segunda entre las
mujeres...» ¡Oh!, Santa Catalina de Alejandría es una fuente de
inspiración para el arte. Desde Memmling y Luini, hasta el Pinturiccio
que la retrató bajo los rasgos de Lucrecia Borgia, y el desconocido
autor de esta prodigiosa placa, los cuadros y los esmaltes y las tallas
célebres se cuentan por centenares.
--¡Claro, la imaginación desatada! ¡Una mujer guapa y que disputaba con
filósofos!--criticó Polilla--. En fin, siga usted, amigo Carranza, que
ahora viene lo inevitable en tales historias: la conversioncita, los
sayones, el cielo abierto, un angelico que desciende, á estilo Luis XV,
portador de una guirnalda con un lazo azul...
--Polilla, es usted un espíritu acerado é implacable--aseveró Lina--.
Sólo le ruego que nos deje seguir escuchando.
«Permanecía Catalina á los pies del solitario, arrastrando, entre el
polvo seco, su ropaje magnífico. Su seno, en la angustia de la
esperanza, se alzaba y deprimía jadeando. Tritón la contempló un
instante, y al fin, con penoso crujido de junturas, descendió del
asiento. Buscó entre sus harapos la ampollita de aceite, y ejecutando
movimiento familiar desvió el pedrusco, bajo el cual vió Catalina
rebullir, en espantable maraña, la nidada de alacranes. Alzando los ojos
al cielo metálico de puro azul, el penitente pronunció la fórmula
consagrada:
--Ven, hermanito...
Un horrible bicharraco se destacó del grupo y avanzó. Catalina le miró
fascinada, con grima que hacía retorcerse sus nervios. La forma de la
bestezuela era repulsiva, y la Princesa pensaba en la muerte que su
picadura produce, con fiebre, delirio y demencia. Veía al insecto
replegar sus palpos y erguir, furioso, su cauda emponzoñada, á cuyo
remate empezaba la eyaculación del veneno, una clara gotezuela. Ya creía
sentir la mordedura, cuando de súbito el escorpión, amansado, acudió á
la mano raigambrosa que Trifón le tendía, y el asceta, estrujándolo sin
ruido, lo mezcló y amasó con el óleo.
--Abre tus ropas, Catalina, y aplica esta mixtura sobre tu corazón
enfermo--mandó imperiosamente.
Catalina, sin vacilar, obedeció. Trifón se había vuelto de espaldas. Al
percibir el frío del extraño remedio sobre la turgente carnosidad, su
corazón saltó como cervatillo que ventea el arroyo cercano. Bienestar
delicioso, en vez de fiebre, notó la princesa, y como si se desenfilase
su luenga sarta de perlas índicas, lágrimas vehementes de amor fueron
manando á lo largo de sus mejillas juveniles. Por un instante aquel
entendimiento peregrino, adornado con tantas galas sapienciales, se
embotó y apagó, y sólo el corazón, liquidándose y derritiéndose,
funcionó activo.
--Soy cristiana--protestó sencillamente, comprendiendo.
Corrió Trifón al pozo donde colmaban sus odres los peregrinos que venían
á consultarle; hizo remontar el cangilón que se rezumaba, y tomando agua
en el hueco de la mano, la derramó sobre la cabeza inclinada de la
virgen, profiriendo las palabras:
--En el nombre...
Aún no había descruzado las palmas Catalina, cuando el solitario
anunció:
--Vuelve mañana á la misma hora á la ermita. Allí estará El.
--¿Y le pareceré hermosa?...
--Tan hermosa, que se desposará contigo.
Una corriente de beatitud recorrió las venas de Catalina. El misterio
empezaba á revelarse. Platón se lo había balbuceado al oído, y Cristo
se lo mostraba resplandeciente.
--¿Qué debo hacer para agradar á mi Esposo, Trifón?--interrogó sumisa.
--Hallar en él á la hermosura perfecta; en él y sólo en él. Y si llega
el caso, proclamarlo sin miedo. Ve en paz, Catalina Alejandrina. Cuando
vuelvas á ver á Trifón, será un día radiante para ti.
A paso tardo, la princesa regresó adonde aguardaba su séquito.
Extendidos los tapices, el refresco esperaba. Frutos sazonados y
golosinas con miel y especias tentaban el apetito. Ella picó un gajo de
uvas, sin sed.
--Refrescad vosotros... Todo es para vosotros...
Al balanceo de la litera se durmió con sueño de niña, sin pesadillas ni
calenturas. Aletargada, la trasladaron á su lecho de cedro incrustado de
preciosos metales. Al despertar, reconstituída por tan gustoso dormir,
su primera idea fué de inquietud. ¿Sería cierto que iba á ver al Esposo?
¿La juzgaría hermosa _ahora_? ¿No proferiría, con igual desdén que la
vez primera, en aquella voz que rasgaba las telillas del alma: no es
hermosa, no la amo?
Por la tarde, vuelta á disfrazar, siguió la conocida ruta. Las Esfinges,
impenetrables, no crisparon sus uñas graníticas. Su enigmática quietud
no estremeció, cual otras veces, á la princesa, que las suponía
sabedoras y guardadoras del gran misterio. Ascendió ágilmente por la
espiral del Panoeum. Las rosas de Hathor se deshojaban, lánguidas del
calor del día, y en el centro de un círculo de mirtos, especie de
glorieta, el dios lascivo se erguía en forma de hermes obsceno, por el
cual trepaba una hiedra. La leche y la miel de las ofrendas tributadas
por los devotos en libación goteaban aún á lo largo del cipo. Catalina,
que nunca había dado culto á los capripedes, ni á la Afrodita
libidinosa, sintió con violencia la náusea de aquel santuario, y se
encontró llena de menosprecio hacia los dioses carnales, y hasta
superior á sus antiguos númenes.
Apretó el paso para salir del Panoeum y refugiarse en la ermita. Estaba
desierta...
¡El penitente la había engañado! ¡Su Esposo no venía!
Con la faz contra el suelo, en tono de arrullo y de gemido, le llamó
tiernamente.--Ven, ven, amado, que no sé resistir. Quien te ha visto y
no te tiene, no puede resignarse. Herida estoy, y no sé cómo. Se sale de
mí el alma para irse á tí...--Así se dolió Catalina, hasta que el sol se
puso. Cuando la rodeó la obscuridad, se desoló más. No se oía sino el
cantarcillo de una fuente cercana, donde solían bautizar ocultamente los
cristianos á sus neófitos. Al ser completas las tinieblas, alzó un
momento los ojos; fulguró una claridad dorada, y vió á la Mujer. Pero no
la acompañaba el garzón divino de los bucles color de dátil: traía de la
mano á un pequeñuelo que, impetuosamente, se arrojó á los brazos de la
princesa, acariciándola. El niño, eso sí, era un portento. En su cabeza
se ensortijaba oro hilado y cardado. Su boquita de capullo gorjeaba esas
ternezas que cautivan, y sus labios frescos corrían por las mejillas de
Catalina, humedeciéndolas con una saliva aljofarada. Ella, trémula, no
se atrevía á responder á los halagos del infante. Entonces la Mujer
avanzó, se interpuso, y teniendo al niño en su regazo, cogió la mano
derecha de Catalina y la unió á la de él, en señal de desposorio. El
niño, que asía un anillo refulgente, miraba á su madre con inocente,
encantadora indecisión. La madre guió la hoyosa manita, y el anillo pasó
al dedo de la novia. Terminada la ceremonia, el infante volvió á
colgarse del cuello de la princesa, á besarla halagüeño. Un deliquio se
apoderó de las potencias de Catalina y las dejó embargadas. El rapto
duró un segundo. La hija de Costo se encontraba sola otra vez.
Sin saber por qué, se alzó, echó á andar hacia la ciudad. Palpitaban
miriadas de estrellas en el firmamento terciopeloso y sombrío; soplos
cálidos ascendían de la tierra recocida por el asoleo. Y ni en el
Panoeum, donde otras noches parejas impuras surgían de entre los
arbustos; ni en la prolongada avenida, con su doble inquietadora fila de
monstruos, cuyas enormes sombras se prolongaban; ni en los muelles,
cercanos á lupanares y tabernas vinarias, encontró Catalina persona
viviente. Caminaba como al través de una ciudad abandonada por sus
moradores.
En su lecho, la princesa concilió un sueño aun más reparador y total
que el de la noche anterior. Uno de esos sueños, después de los cuales
creemos haber nacido nuevamente. La vida pasada se borra, el porvenir
viene traído por la alegría mañanera. Un rayo solar, dando á Catalina en
los ojos, hizo centellear en su dedo el anillo de las místicas nupcias.
* * * * *
No había transcurrido mucho tiempo desde la expedición de Catalina al
desierto, cuando el César asociado Maximino el Dacio,--residente en
Alejandría porque en el reparto del Imperio entre Licinio, Constantino y
él, había correspondido Egipto á su jurisdicción--, celebró una fiesta
orgiástica. Asistieron á la cena altos personajes de la ciudad, tribunos
militares, poetas, sofistas, mozos alocados de la buena sociedad de
entonces, cortesanas y sacerdotisas de Hathor.
Después de las primeras libaciones, mientras servían en copas de ágata
el néctar de la Tenaida, ese vino de Coptos que produce una exaltación
entusiasta de los sentidos, preguntó el César qué se contaba de nuevo en
su capital; y el sofista Gnetes, cretense de nacimiento, exclamó que era
mala vergüenza que dejasen al divino Emperador tan atrasado de noticias,
sin saber que la princesa Catalina pertenecía ya á la inmunda secta de
los galileos.
--¿Catalina, hija de Costo? ¿La hermosa, la orgullosa?--se sorprendió
Maximino.
--La misma. No conozco apostasía tan indigna, ¡oh, César! Porque, en su
culto á la belleza y á la ciencia, Catalina estaba consagrada á la
Atenea y al Kaleocrator. No ha renegado de ningún pequeño numen
campestre y familiar, sino de los grandes Dioses. Tú, divo--añadió
afectando rudeza--, que tanto entiendes de hermosura, pues nos enseñas
hasta á los estudiosos, estás obligado á informarte de lo que haya de
cierto en este rumor. Las divinidades altas te tienen encomendada su
defensa.
Intrigaba así Gnetes, porque más de una vez había envidiado
amarillamente la sabiduría de la princesa, y aunque feo y medio
corcovado, la suposición de lo que sería la posesión de Catalina le
había desvelado en su sórdido cubículo. Por otra parte, todos los
conmilitones de Maximino le pinchaban y excitaban contra los galileos,
pues habiendo llegado á ser uno de los placeres y deportes imperiales el
presenciar suplicios, si no se utilizaba á los nazarenos para este fin,
podría darle á César el antojo de ensayar con algún amigo y convidado.
Los martirios eran más divertidos que las luchas de la arena, y cuando
se trata de una altiva beldad, hay la contingencia de poder verla,
arrancadas sus ropas á girones por el verdugo...
Maximino quedaba silencioso, reflexionando. Pensaba en Catalina; no
tanto en su belleza, como en su fama de ciencia y de exquisitez en la
vida, y en su energía y resolución, dotes que la hacían curiosa y
deseable. Acordábase de la historia de la perla que fué de Cleopatra, y
de las probables aspiraciones de Catalina á encarnar el sentimiento
patriótico de los egipcios. Y acudían á su mente las noticias de los
tesoros de Costo, de sus simpatías entre los serapistas, de sus
continuos viajes á provincias lejanas, donde tal vez conspirase contra
los emperadores asociados. Todo esto lo confirió consigo mismo, sin
dignarse contestar al chismoso pinchazo del sofista. Habían hecho
irrupción en la sala del festín las bailarinas con sus crótalos y sus
túnicas sutiles de gasa, y se escanciaban ya otros vinos: el de
Mareotis, aromoso; los de Grecia, sazonados con pez; los de Italia,
alegres y espumantes. Una hora después, el César, en voz incierta,
llamaba á su confidente Hipermio, y le daba una orden. Hipermio se
encogía de hombros. Tenía establecido el propio Maximino que no se
obedeciesen las disposiciones que pudiese adoptar en la mesa, mientras
el espíritu de la vid corría por sus venas y tupía con vapores su
cerebro.
A la mañana siguiente, el César repitió la orden. Tenía ya despejada la
cabeza, aunque dolorido el cuero cabelludo y revuelto el estómago. Un
tedio entumecedor le abrumaba, y, como sufría, no le era desagradable la
perspectiva de hacer sufrir. Sin embargo, bajo el instinto cruel latía
un designio político, dictado por el continuo recelo que le infundía la
ambición firme y consciente del temible Constantino, su socio.
--Redacta--ordenó á su secretario--un edicto para que sean ofrecidos
sacrificios públicos á los Dioses. Es preciso que vayan extinguiéndose
las viejas supersticiones egipcias, y atarles corto á los adoradores del
Galileo, que andan envalentonados y nos desafían. Que sepan que
Alejandría pertenece á Maximino.
--¡A quien Jove otorgue el imperio entero!--deseó Hipermio, que estaba
presente y conocía lo que soñaba César.
--¿No te di anoche esta orden misma?
--Sí, Augusto; pero ya sabes...
Maximino frunció el ceño, y, secamente, pronunció la fórmula:
--¡Cúmplase!
En todas las esquinas de las calles, en medio de las plazas, se elevaron
altares enramados de hiedra y flores, donde se degollaban con aparato
becerras, cabras, novillos y hasta cerdos. Los sacrificadores y los
hierofantes andaban atareadísimos. Parte del pueblo se regocijaba,
porque, además de la perspectiva de los cristianos que se negarían á
sacrificar y serían torturados, se celebraban ya todas las noches, en el
Panoeum, priápeas sacras, y las sacerdotisas, representando ninfas, y
los sacerdotes, envueltos en pieles de chivo, daban el ejemplo de
torpezas que divertían á la gentuza. Sin embargo, no pocos fieles á
Serapis y á la gran Isis veían con reprobación estas mascaradas
repugnantes, y los cristianos, horrorizados, anunciaban fuego del cielo
sobre la ciudad. Muchos, sin miedo, resistían el sacrificio, ó pasaban
erguidos sin dar señal de respeto á los númenes; y las cárceles
empezaron á abarrotarse de presos. El César sentía la falta de unidad:
tres Alejandrías, en vez de una Roma, le preocupaban. ¿Irían á
sublevársele? Ordenó que se soltase á la mayor parte de los
encarcelados, y preguntó ansiosamente:
--¿Y la princesa Catalina? ¿Cumple el decreto?
--No, Augusto--satisfizo Hipermio--. Delante de su palacio no hay altar,
á pesar de que se le ordenó que lo construyese, con la riqueza que tan
espléndida morada exige.
--Es preciso que hoy mismo se me presenten aquí ella y su padre.
--César..., en cuanto á su padre, no creo que pueda ser acatado tan
pronto tu mandato, porque se ha ausentado, nadie sabe adónde, después de
decir que, aun cuando sus creencias son las del antiguo Egipto, gustoso
sacrificaría á Apolo, porque le considera igual á Osiris, y, como él,
representa el principio fecundador. La que se ha negado resueltamente es
la princesa.
--¿Se ha negado, eh? Pues que sea conducida aquí. Deseo hablar con ella
y cerciorarme de que su alto ingenio no la ha librado de caer en las
supersticiones del populacho judío.
Cuando entró Catalina en la magnífica sala peristila donde el César daba
sus audiencias, él la contempló, como se mira la joya que se codicia,
sin atreverse á echarle mano aún. Venía la hija de Costo regiamente
ataviada: su túnica sérica, del azul de las plumas del pavo real,
estaba recamada de gruesos peridotos verdes y diamantes labrados, como
entonces se labraban, en la forma llamada _tabla_. Sus pliegues
majestuosos realzaban la figura dianesca, lanzal y erguida, que, lejos
de inclinarse humilde y bajar los ojos como la mayoría de las
cristianas, se enhiestaba con la altiva nobleza del que se siente
superior, no sólo á la vida común, sino al común destino. La
inteligencia destellaba en la blanca y espaciosa frente, en los verdes
dominadores ojos, en la boca grave, pronta á dejar efluir la sabiduría.
Sobre el reducido escote, pendiente de la garganta torneada, la célebre
perla de Cleopatra Lagida tiembla, pinjante, sostenida por un hilo
delgado de oro. Una diadema sin florones, toda incrustada de pedrería,
semejante á las que más tarde lucieron las emperatrices de Bizancio,
recuerda la alta categoría de la princesa. Un velo de gasa violeta pende
del atributo regio y cae hasta el borde del ropaje. Su calzado, de cuero
árabe con hebillaje de plata, cruje armoniosamente á la euritmia del
andar.
--César, aquí estoy. Deseo saber por qué me llamas.
Maximino, indeciso, señaló á un escaño. Catalina recogió su velo, se
envolvió en él y se sentó tranquila.
--Me han dicho, princesa, que te has hecho galilea hace poco tiempo.
--Te engañaron, emperador...--Después de breve pausa.--Yo era cristiana
ya, desde hace años. Lo era por mis ideas platónicas, por mi desprecio
de la sensualidad y la brutalidad. Era cristiana porque amaba la
Belleza... En fin, Augusto, creo que te aburriría si te expusiese
teorías filosóficas. Espero tus órdenes para retirarme.
--No soy tan docto como tú, princesa--ironizó el César, mortificado--,
pero sé que, cuando se está bajo las leyes de un Imperio, hay que
acatarlas, porque de la obediencia á la ley nacen el orden y la fuerza
del Estado. Cuanto más elevadas sean las personas, más estrecho es el
deber para ellas. Y, con toda tu ciencia y tu erudición, hoy, delante de
mí, sacrificarás una primorosa becerra blanca.
--Maximino--se afianzó ella, arreglando los pliegues del velillo--, yo,
en principio, no me niego á nada que mi razón apruebe. Supongo que esto
te parecerá muy justo. Convénceme de que Apolo y la Demeter son
verdaderos Dioses y no símbolos del Sol, de la Tierra, de cosas
materiales... y sacrificaré.
--Catalina--insistió Maximino--, ya te he dicho que no soy un retórico
ni un sofista, y no he aprendido á retorcer argumentos. El combate sería
desigual.
--No se trata de ti ¡oh, Augusto! Te respeto, créelo, tal cual eres. Me
ofrezco á discutir, á presencia tuya, con cuantos filósofos te plazca.
Si les venzo, César..., ¡prométeme que adorarás á Cristo! Hazlo, ¡oh,
Dacio!, si quieres reinar largos años y morir en tu lecho.
--Convenido, Catalina. ¡Tú igualarás á Palas Atenea, pero algún sabio
habrá en el orbe que sepa más que tú!
--Sabe más que todos Aquel que llevo en el corazón.
--¡Dichoso él!--Y la sonrisa del César fué atrevida, mientras eran
galantes y rendidas sus palabras.
El amor propio envenenaba, en el alma de Maximino, la flecha repentina
del deseo humano. Hijo de un obscuro pastor de Tracia, siempre le había
molestado ser ignorante. Quisiera poseer la inspiración artística de
Nerón, la filosofía de Marco Aurelio, la destreza política de
Constantino. Despachó correos que avisaron en Roma, Grecia, Galilea y
otras apartadas regiones á los retóricos y ergotistas famosos. La
recompensa sería pingüe.
Y fueron llegando. Los más venían harapientos, cubiertos de mugre y
roña, y hubo que darles un baño y librarles de parásitos antes de que el
César los viese. En cambio, dos ó tres latinos drapeaban bien sus mantos
cortos y alzaban la limpia testa calva, perfumada con esencia de rosa.
Unos habían heredado el arte sutil de Gorgias y Protágoras, otros
guardaban celosos el culto del Peripato, la mayoría estaba empapada en
Platón y Filón, y no faltaban adeptos del antiguo cinismo, la doctrina
que pretende que de nada humano debe avergonzarse el hombre. Al saber
que se les convocaba para justar con una princesa virgen y encantadora,
alguno se enfurruñó temiendo burla, pero el mayor número se alborozó y
se dejó aromar la barba gris y ungir la rasposa piel. La opinión de
Alejandría empezaba á imponérseles, pues en la ciudad, por tradición, se
creía que la mujer es muy capaz de discurso.
El día señalado para el certamen, Maximino hizo elevar el solio en el
patio más amplio de su morada, y mandó tender velarios de púrpura y
traer copia de escaños. El sillón de Catalina estaba enflorecido, y
pebeteros de plata esparcían un humo suave. El César, galante, se
prometía una fiesta que distrajese su tedio, y una querida á quien sería
grato domeñar. Porqué, seguro de la derrota de la doncella, proyectaba
vengarse con venganza sabrosa.
Antes de que se presentase el Augusto, los sabios se alinearon á la
izquierda del trono; ocupó su puesto la guardia pretoriana; se dió
entrada al pueblo, contenido por una balaustrada de bronce, y por la
puerta central apareció el César, trayendo á Catalina de la mano. Se oyó
ese murmullo de admiración, que resonaba entonces como ahora. Catalina
no debía de ser de la secta galilea, cuando no había renunciado á su
fastuoso vestir. Quizás para dar mayor solemnidad á su pública confesión
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