Dulce Dueño - 09

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--Pué, niña, moro soy. Moro bautisado, pero moro, créeme, hata el alma.
Me guta lo que gutó á lo moro: flore, mujere, cabayos. Los que andan de
mácara son lo granadino como mi señó hermano Estebaniyo, que me gata uno
trahe á cuadro que parten el corasón, y se atisa á la sei un yerbajo
caliente porque lo hasen así en Londre á la sinco. ¡Por vía de Londre!
Ahora les ha entrao ese flato á lo andaluse... Nena, nosotro no hemo
nasío para eso. Yo me quise educá aquí, y no soy un sabio é Gresia, pero
lo señorito como Estebaniyo aún son má bruto. Aqueya tierra donde lo
novio van del braso y no se ven la cara por causa é la niebla... hasle
tú fú, como el gato al perro. La vía es corta, hechiso.... y el que
tiene á Graná... ¿pa qué quiere otra cosa?
Las palabras coincidian de tal modo con mi impresión, que mi cara lo
descubrió.
--Y á tí te pasa iguá. Si somo para en uno...
Desde aquel día, invariablemente, mi primo vino á cortejarme en el
palacio de las hadas. Y yo no resistía, no exigía que se respetase mi
soledad. No acertaba á sacudir mi entorpecimiento delicioso, ritmado por
el fluir del agua secular, que había visto caer imperios y reinos,
bañado blancos pies, tobillos con ajorcas, y que susurraba lo eterno de
la naturaleza y lo caduco del hombre. Reclinada, callaba largos ratos,
complaciéndome en el musical ¡risssch! de mi abanico al abrirse. Según
avanzaba la tarde, los arrayanes del patio de la Alberca, donde nos
instalábamos, exhalaban amargo aroma, y el gorgoriteo del agua era más
melodioso. José María ha llegado á conseguir--¡no es poco!--no echarme á
perder estas sensaciones. Le admito: él cree que le aguardo...
No niego la gentileza de su sentenciosidad, que no degenera nunca en
charla insípida, y, no obstante, hay á su lado el fantasma de un moro,
contemporáneo de Muley Hazem, á quien pido que me descifre los
versículos árabes, las suras del Korán inscritas en los frisos y en las
arquerías elegantes. Y el fantasma murmura, con la voz del agua llorosa,
lastimera: «Sólo Alá es vencedor. Lo dicen esas letras de oro, en el
alicatado. Soy Audalla; mi yegua alazana tiene el jaez verde obscuro,
color de esperanza muerta; una yegua impetuosa, toda salpicada de la
espuma del freno. Soy el amante de Daraja. No diga que sirve dama quien
no sirve dama zegrí. Y enójense norabuena las damas gomeles y las
almoradíes...»
--¿En qué piensa la sultaneja...?
--En Audalla pienso... ¿No has leído tú el Romancero?
--¡He leío tanta cosa tonta! Ahora quisiera leé en ti. Tú eres un libro
de letra menúa. Tú no ere como las demá mujere. Contigo estoy acortao,
palabra.
--¿Sabes que deseo ver la Alhambra á la luz de la luna? Y creo que no
permiten, por lo del incendio.
--¿No permití á este moso? Con una propina...
En efecto, los obstáculos se allanan. Llevamos una lamparita eléctrica
de mano para los sitios obscuros. El patio de los Leones, á esta hora,
sobrepuja á cuanto me hubiera forjado imaginándolo. Las filigranas son
aéreas. Todo parece irreal, porque, desapareciendo el color, queda la
fragilidad de la línea, lo inverosímil de las infinitas columnillas de
leve plata, la delicadeza y exquisitez de los arquitos, que, lo observo
con placer, tienen el buen gusto de no ser de herradura. Dijérase que
todo es luz aquí, pues las sombras parecen translúcidas, de zafiro
claro. Nos domina el encanto voluptuoso de este arte deleznable, breve
como el amor, milagrosamente conservado, siempre en vísperas de
desaparecer, dejando una leyenda inferior á sí mismo. No se siente la
pesadumbre de esta arquitectura de silfos, que acaso no existe; que es
el decorado en que nuestro capricho desenvuelve nuestra vida interior.
Libres estamos aquí de la piedra agobiadora, como en los jardines del
palacio lo estamos de la tierra, y no vemos sino agua y plantas
seculares. Y siempre la impresión de irrealidad. ¿Existieron las
sultanas que dejaban sus babuchas microscópicas en los babucheros de
oro, azul y púrpura? Seguramente son un poético mito. ¿Brotaron y se
difundieron alguna vez perfumes de estos pebeteros incrustados en el
suelo? ¿Se bañó alguien en estas cámaras de cuyo techo llovían, sobre el
agua, estrellas luminosas? No, jamás... Se lo aseguro á José María, que
se ríe, acercando cuanto puede su rostro al mío.
--Todo ensueño y mentira, primo... Un ensueño viejo, oriental, de
arrayanes, laureles y miradores, bajo la caperuza de nieve de una
sierra... ¿Por qué me gusta Granada? Porque estoy segura de que no
existe.
--Niña, tú debe de ser poetisa. La verdá. ¿No te has ganao algún
premiesiyo, vamo, en los Juego florale? Sigue, sigue, que yo, cuando te
oiho, me parese que esa cosa ya se me había ocurrío á mí. Y no crea: he
leío hase año los verso de Sorriya.
--¡No soy poetisa, á Dios sean dadas gracias! Conste, primo. La Alhambra
no existe. En cambio, esos leones, esos monstruos están vivos. Les tengo
miedo. Me recuerdan unas esfinges de Alejandría que persiguieron á una
santa... Los versos entallados al borde de la fontana dicen que están de
guarda, y que el no tener vida les hace no ejecutar su furia... Vida,
yo creo que la tienen esas fieras.
--¡Qué me gusta tó lo que dises!--balbucea, en tono de adoración, el
moro bautizado.--Sigue, sigue, Saida...
--Calla, calla... Miremos sin hablar...
--Miremo--responde, y me toma una mano, iniciándome en las lentas,
semi-castas delicias de la presión...
Es algo sutil, insidioso, que no basta para absorberme, pero me hace ver
la fontana de los terribles monstruos al través de un velo de gasa
argentina con ráfagas de cielo, como rayado chal de bayadera. La
Alhambra, al través del amor... de una gasa tenue de amor, flotando,
disuelta en el rayo lunar... Y los versos que para entallar en el pilón
compuso el desconocido poeta musulmán, se destacan entre el ligero
zumbido de mis oídos. El agua se me aparece como él la describe, hecha
de danzarín aljófar y resplandeciente luz, y que, al derretirse en
profluvios sobre la albura del mármol, dijérase que también lo
liquida...
¡Y el silencio! ¡Un silencio sobresaturado de vida ideal, de suspiros
que se exhalaron, de ciertas lágrimas de que habla la inscripción,
lágrimas celosas, que no rodaron fuera de los lagrimales; un silencio
morisco, avalorado por el susurro sedoso de los álamos y por el soplo
del aire fresco de la Nevada, que desgarró sus alas en los nopales!
¡Y el perfume! ¡Perfume seco de los laureles asoleados, resto de los
pebeteros que se agotaron, brisa ajazminada, y tal vez, vaho ardiente
de sangre vertida por trágicos lances amorosos!
Cuando existen sitios como la Alhambra, tiene que existir el amor. ¿Por
qué no viene más aprisa? ¿Por qué no me devora?

III
En casa de mi tío no saben qué pensar de mí. ¿Soy una maniática; soy una
casquivana; soy una hembra «de cuidado», con la cual hay que mirar donde
se pisa? Gugú no me entiende. Se afana en obsequiarme, insegura del
resultado. Estebanillo, el mocetón anglófilo, de labio rasurado, aunque
afecte frialdad y superioridad, me teme un poco. José María, que no es
ningún patán, pero cuyo pensamiento no va más allá del sensualismo de su
raza, está desconcertado: con otra mujer hubiese él pisado firme...
¡Vaya! Su olfato sagaz en lo femenino le aconseja que conmigo no se
aventure, no se resbale... Y, sobre todo, el tío, el gitano-señor, anda
receloso: empieza á consagrarme un estudio excesivo, una atención
disimulada, de todos los momentos. ¿Por dónde saldré? Es sobrado ladino
para no conocer que José María y yo, á pesar de las apariencias, todavía
no... vamos, no... En el mismo acostumbrado tono, de galantería
chancera, picante, popular y señoril, el tío Clímaco me analiza, quiere
desentrañar mis aspiraciones, saber de qué pie cojea esta sobrina
millonaria y extravagante, que se va de noche á la Alhambra, con un
guapo mozo, á mirar realmente correr el agüilla... ¿Seré de mármol, como
los leones? ¿Seré una romanticona..? ¡Qué de hipótesis! La verdad, no es
dable que la interprete el de las grises patillas, el marrajo que me ha
señalado por suya, á fin de que no prevalezca la superchería y vuelva la
rama á la rama y el tronco al tronco...
Debe de correr por Granada una leyenda apropósito de mí. Lo noto en la
aguda curiosidad que me acoge, en los eufemismos con que se me habla.
¡Lo que más ha contribuído á dar cuerpo á la leyenda, es mi originalidad
de no querer ver, en la ciudad, absolutamente más que la Alhambra! El
primer día me llevaron al Laurel de la Reina. Después, me negué
rotundamente. Ni Catedral, ni Cartuja, ni sepulcro de los Católicos, ni
Albaicín, ni Sacro Monte... Nada que pudiese mezclar sus líneas y sus
colores y sus formas con las de la Alhambra.
--Se acabó, prenda: que la Jalambra te ha embrujao...
Para desembrujarme, el tío propone unos días en Loja. Tiene allí
asuntos; hay que ver aquellos rincones, donde posee dos palacios y un
cortijo, hacia la Sierra.
--Capás eres de que te gusten más aquellos caserones que este de aquí.
--Si son antiguos, de seguro.
--¡Pero qué afisioná á las antiguayas!--susurra el proco, dando á lo
inofensivo intención. Voy á pedí á la Virgen e la Victoria, de Loha,
que me haga encanesé...
Y, en efecto, el palacete de Loja me cautiva tanto como me deja fría la
cómoda vivienda de Granada, y su inglés «conforte». Es un edificio á la
italiana, con vestíbulo y ático de mármol serrano, y columnas de jaspe
rosa. No está en Loja misma: de la posesión al pueblo media un trayecto
corto, entre sembrados y alamedas. No tiene el palacio, de las clásicas
construcciones andaluzas, sino el gran patio central, pero sin arcadas.
En medio, la fuente, de amplio pilón, se rodea de tiestos de claveles, y
el surtidor canta su estrofa, compañera inseparable de la vida granadí.
Al entrar en la residencia, dueñas ceceosas y mozas de negros ojos me
dirigen cumplimientos. Mi habitación cae al jardín, donde toda la noche
cantan los ruiseñores. Jazmines y mosquetas enraman la reja de
retorcidos hierros. Al amanecer, salgo á tomar aire, y desde el parapeto
veo, en un fondo de cristal, el panorama de Loja, la mala de ganar, la
que dió que hacer al cristiano, por lo cual, los Reyes pusieron á su
Virgen la advocación de la _Victoria_. Diviso los dos arcos del puente
sobre el Genil, el blanco caserío, las densas frondas, las ruinas, las
montañas, las torres de las iglesias, descollando la redonda cúpula de
la mayor... Y José María se aparece, saliendo no sé de dónde.
--¿Te gusta el poblachón? Yo te llevaré á ver sitio... Esto lo
conosco... Aquí me crié...
Voy con él á recorrer los tales _sitios_. Gugú tiene que hacer en casa;
tío Clímaco se pasa la vida sentado en el patio, escuchando á los
lugareños, que vienen á hablarle de cosechas, arriendos y labores;
Estebanillo allá se ha quedado, en Granada, con unos amigos ingleses,
que acaso se lo lleven á dar una vuelta por Biarritz, en automóvil... Y
yo pertenezco á José María, pero le tengo á raya: sigue presintiendo en
mí enigmas psicológicos, no comprendidos en su ciencia femenina. Me
lleva á la Alfaguara ó fuente de la Mora, torrente que brota, al
parecer, de un inmenso paredón inundado de maleza, y mana límpido por
veinticinco caños. ¡El agua! Siempre el agua misteriosa, varias veces
centenaria, que habrán bebido los que murieron! Si subimos por los
abruptos flancos de la Sierra, hacia algún cortijo, á comer gachas y á
cortar albespinas silvestres, el agua rueda de las laderas, surte de los
pedruscos, retostados, candentes... Si seguimos la llanura, al revolver
de un sendero, nos sale al paso la extraña cascada de los Infiernos,
oculta en un repliegue, delatada por su fragor espantable, saltando
espumeante, retorcida y convulsa. Y si visitamos, en la falda de la
Nevada, la fábrica de aserrar mármoles, el agua es lo deleitoso.
Trepamos por las suaves vertientes, sembradas de fragmentos de mármol
amarillo, con vetas azules y blancas, y de un ágata roja, en la cual
serpentean venas de cuarzo. El cielo tiene esa pureza y esos tonos
anaranjados, que hicieron que Fortuny se quedase dos años donde había
pensado estar quince días, y que extasiaron á Regnault. No sin protestas
de José María--¡estropear las manitas de sea!--alzo un trozo de piedra y
hallo impresa en él la huella fósil, las bellas volutas del anmonites
primitivo. Mi primo lo mira enarcando las cejas.
--¿No se te ha ocurrido subir á los picos de la Sierra?--le pregunté.
--No... ¿Pa qué? ¡Pero si é antoho, te acompaño! Se buscan mulo, y por
lo meno hata el picacho de Veleta... Porque despué, se pué, se pué...
pero sólo en aeroplano, hiha!
--¿Quién sabe, primo, si te cojo la palabra?
--Contigo, al Polo.
Bajamos á la serrería; nos enseñan los pulimentados tableros de mármol;
seguimos hasta un recodo que forma el riachuelo, donde en la corriente
remansada se mecen las plumeadas hojas de culantrillos y escolopendras.
Un zagal se acerca, tirando de la cuerda que sujeta á una hermosa cabra
fulva, de esas granadinas, cuya leche es deliciosa. A nuestra vista la
ordeña y mete la vasija dentro del remanso. De la serrería nos traen
pestiños, alfajores, miel sobre hojuelas, rosquillas de almendra,
muestras de la golosa confitería de Loja, donde se venden más yemas y
bollos que carne de matadero. Riendo, bebemos la leche: en el baño se ha
helado casi. Es una hora divina, un conjunto de sensaciones fluidas,
livianas como el agua, rosadas como el cielo, que vierte ráfagas
lumbrosas sobre las nieves de los picos.
Volvemos despacio, por las sendas olientes á mejorana y á menta
silvestre. José María me lleva del brazo. Su sentido de lo femenil le
dice que los momentos van siendo propicios. De súbito, manifiesta
entusiasmo por la expedición á la Alpujarra, y me cuenta maravillas del
pico de Mulhacén, de los aspectos pintorescos de los pueblos de la
sierra, que él jamás ha visto. Penetro su intención, y quién sabe si
late en mí una secreta complicidad. Después de la poesía moruna de la
Alhambra, la sierra es el complemento, la clave. Allí se había refugiado
la raza vencida... Las aguas seculares descendían de allí, de los riscos
donde, impensadamente, en oasis, el naranjo cuaja su azahar. José María,
para la excursión, se vestiría--y no sería disfraz, pues así suele andar
por el campo--de corto, airosamente, con marsellés, faja, sombrero ancho
y elegantes botines. Yo llevaría falda corta, y los cascabeles de las
mulas, tintineando sonoramente, despertarían un eco melancólico en las
gargantas broncas del paisaje serrano. Mientras la noche desciende,
clara y cálida, forjo mi novela alpujarreña. José María empieza á
producirme el mismo efecto que la Alhambra; disuelve, embarga mi
voluntad. Hay en él una atracción obscura, que poco á poco va
dominándome.
En eso pienso mientras Octavia me desnuda, escandalizada de los
accidentes de mi atavío en estas excursiones: de mi calzado arañado y
polvoriento; de mi pelo, en que se enredaron ramillas; de mis bajos, en
que hay jirones.
--_¡Si c’est Dieu possible! ¡Comment madame est faite!_
Ella, que trae revuelta y encandilada á la servidumbre y á los
campesinos que acuden á conferenciar con mi tío, y hasta sospecho que á
mi propio tío,
«que, aunque viejo, es de fuego,
corriente en una broma y mujeriego,»
está, en cambio, más emperifollada y crespa que nunca, y ha aprendido de
las andaluzas la incorrección del clavel prendido tras la oreja...
Pienso en esta marea que crece en mi interior, en este dominio arcano
que otro ser va ejerciendo sobre mí. No puedo dudar de que mi primo me
pretende porque soy la heredera universal de doña Catalina Mascareñas, y
así como el interés de una familia trató antaño de hacerme monja, el
interés de otra decide hogaño que me case... Pero asimismo se me figura
que produzco en mi primo el efecto máximo que produce una mujer en un
hombre. ¿Se llama esto amor? ¿Hay otra manera de sentirlo? ¿Qué es amor?
¿Dónde se oculta este talismán, que vaya yo á matar al dragón que lo
guarda?
He observado que mi primo, cuando me habla, exagera la tristeza;
dijérase un hombre muy desdichado, á dos dedos del suicidio por los
desdenes de una ingrata. Y cuando habla con los demás, su tono se hace
natural y humorístico. Lo gracioso es que las sentenciosas dueñas y las
mocitas con flores en el moño, que componen la servidumbre, hablan del
«zeñito José María» con acento de conmiseración, como si yo le estuviese
asesinando. Y un aperador ha llegado á decirme:
--Zeñita, peaso é sielo... pa cuando son los zíes?
Los lugares, el coro, conspiran en favor del proco rendido. Y, en medio
de este ambiente, trato de descomponer mis sensaciones por la reflexión.
No, el amor no puede ser _esto_. Sin embargo, ¡menos aún será la
comunicación intelectual! Este aturdimiento, esta flojedad nerviosa algo
significan... Quizás lo signifiquen todo.
La noche de un día en que no hemos salido á pasear largo, al través de
la tupida reja de mi salita, que está en la planta baja, oigo
guitarrear. José María me llama, me invita á asomarme á las ventanas del
comedor, que caen al patio, para ver el jaleo. Es él quien ha convocado
á las contadísimas bailarinas de fandango que quedan en Loja y su
contorno, ya todas viejas, cascadas, porque las mocitas ahora dan en
aprender otros bailes, de estos á la moderna, achulados, no moriscos.
Estas ventanas no tienen reja y nos recostamos en el antepecho el primo
y yo. Don Juan Clímaco y Gugú han sacado sillas al patio. La música del
fandango es una especie de relincho árabe, una cadencia salvajemente
voluptuosa, monótona, enervante á la larga. La luna, colgada como
lámpara de plata en un mirrab pintado de azul, alumbra la danza, y el
movimiento presta á los cuerpos ya anquilosados de las danzarinas, un
poco de la esbeltez que perdieron con los años. Sus junturas
herrumbrosas dijérase que se aceitan, y entre jaleamientos irónicos y
risas sofocadas de la gente campesina que se ha reunido, bailan,
haciéndose rajas, las viejecitas. Baila con sus piernas el Pasado, la
leyenda del agua antigua, donde las moras disolvieron sus encendidas
lágrimas...
Siento la respiración vehemente, acelerada de José María; el respeto que
le contiene le hace para mí más peligroso. Noto su emoción y no puedo
reprender la osadía que anhela y no comete. Extiendo, como en sueños, la
mano, y él la aprisiona largamente, derritiéndome la palma entre las
suyas, y luego apretándola contra un corazón que salta y golpea. Al
retraer el brazo, nuestros cuerpos se aproximan, y él, bajándose un
poco, me devora las sienes, los oídos, con una boca que es llama. Allá
fuera siguen bailando, y las coplas roncas gimen amores encelados, penas
mahometanas, el llanto que se derramó en tiempo de Boabdil... El
balbuceo entrecortado de los labios que se apoderan de mí, repite, con
extravío, la palabra mora, la palabra honda y cruel:
--¡Sangre mía! ¡Sangre! Mi sangresita...
Me suelto, me recobro... Pero él ya sabe que del incidente hemos salido
novios, esposos prometidos--y cuando D. Juan Clímaco vuelve, habiendo
mandado que se obsequie con vino largo á los del jaleo--José María,
pasándose la mano bien cortada y pulida por el juvenil mostacho, dice á
su padre:
--Esta niña y yo no vamo á la Sierra el lune... Quiere eya vé eso pueblo
bonito... del tiempo el moro... Hasen falta mulo y guía.
A solas en mi cuarto, todavía aturdida, el temblor vuelve. ¿Es esto
amar? ¿Es esto dicha? Parece como si tuviera amargo poso el licor, que
ni aún me ha embriagado. Me acuesto agitada, insomne, y cuando apago la
luz, la obscuridad se me figura roja. Enciendo la palmatoria varias
veces, bebo agua, me revuelvo, creo tener calentura. Y, convencida ya de
que no podré dormir, al primer ténue reflejo del alba que entra por
resquicios de las ventanas, salto de la cama en desorden, me enhebro en
los encajes de mi bata, calzo mis chinelas de seda y salgo al pasillo
apagando el ruido de mis pasos para llamar á Octavia, que me haga en mi
maquinilla una taza de tila. El cuarto de la francesa está al extremo
del pasillo, frente á mi departamento, que comprende alcoba, tocador,
gabinete y salón bajo. No hay en este palacio, al cual sus dueños vienen
rara vez, timbres eléctricos. Recatadamente, sigo, entre la penumbra,
adelantando. Al llegar cerca, veo que la puerta de Octavia se abre, y un
bulto surge de su cuarto, titubea un momento y al cabo se cuela
furtivamente por la puerta del salón, el cual tiene salida, por el
comedor, al patio central. No importa que se haya dado tal prisa.
Conozco la silueta, conozco el andar. Es mi primo. El también me ha
visto, ¡me ha visto perfectamente! ¡Gracias, primo José María! Glacial,
serena, retrocedo, me despojo, me rebujo y medito, con bienestar, mi
resolución.
Cuando á las diez de la mañana salgo al patio en busca de la familia, él
no está. El tío me embroma. ¡Vamos, se conoce que también yo bailé el
fandango, quedé rendida y me levanté tarde!
--Puede que haya sido eso...
--Y ¿cómo andamos de ánimo? Joseliyo etará hasiendo milagro para yevarte
á la Sierra con má comodidá...
--Tío, no iré á la Sierra. Me siento un poco fatigada, y además, he
recibido aviso de que es necesaria mi presencia en Madrid para asuntos.
Le ruego que me conduzca hoy á la estación en su coche...
La transformación de la cara del señor, fué algo que siento no haber
fotografiado. De la paternidad babosa y jovial dió un salto á la ira
tigresca. ¡Juraría que adivinó...! Su instinto, de hombre primitivo, que
ha tomado de la civilización lo necesario para asegurar la caza y la
presa, le guió con seguridad de brujería, excepto en lo psicológico, que
no era capaz de explicarse.
--¿Qué dises, niña? ¿Eh? ¿Mono tenemo? ¿Historia? ¿Seliyo? Mira tú
que... ¿Llevarte al tren? ¿Para que Joseliyo me pegase un tiro? Tú no te
vas. ¿Estás loca?
Bajo el tono que quería ser de chanza, había la indicación amenazadora.
Ocupábamos, bajo la marquesina, mecedoras, y el fresco del surtidor nos
halagaba. Adopté el estilo cortés, acerado, la mejor forma de
resistencia.
--Tío, supongo que usted no me querrá detener por fuerza. Lo siento en
el alma; agradezco la hospitalidad tan cariñosa, pero necesito irme.
--Y yo te digo que no te vas, hata haser las pase. ¿Si conoseré yo á los
niños? Sobrina, ¿piensas que el tío Clímaco es siego ó es tonto? Como
palomitos os arruyásteis anoche en el comedor. Cuanto más reñidos, más
queridos. Y esta boda, serrana, te parecerá á tí que no, pero es de
necesiá. No me hagas hablar más, que tú tampoco ere lerda, y me
entiendes á media habla, y se acabó, y no demos que reir al diablo.
--Ni hay boda, ni arrullos, tío. Al menos, por
ahora--transigí.--Dispénseme usted; no cambio yo nunca de resolución.
Menos aún cambiaría ante lo violento.
--Qué violento, ni... Si á tí se te ha metido en el corasón el muchacho.
Si le quieres. Suerte que sea así, porque te ahorras muchos disgustos
que te aguardaban... Yo soy un infeliz, pero eso de que quiten á uno lo
que debe ser suyo, no le hase tilín á nadie. Y hay modos y modos de
quitar. ¡Nada, que no suelto la lengua! Ni es preciso, porque, al cabo,
mi hijo y tú...--Y juntó las yemas de los pulgares.
Me levanté tranquila, hasta sonriente--aunque por dentro, un terremoto
de indignación me sacudía ante aquel gitano trabucaire, que me exigía la
bolsa ó la vida, apostado en un desfiladero de la Sierra. Todo el
britanismo de cascarilla se le caía á pedazos, y aparecía el verdadero
sér... el natural, acaso el más estético y pintoresco. Me propuse
burlarle; realicé un esfuerzo, me dominé, me incliné hacia él, y,
acariciando con el abanico sus patillas típicas, murmuré sonriendo:
--_¡Soniche!_
A su vez, se incorporó. Descompuestas las facciones, en sus ojos brilló
una chispa mala, venida de muy lejos. La mirada del que asesinaría, si
pudiese...
¿A mí por el terror? Resistí la mirada, y con cuajo frío, sentencié.
--Ahora le digo á usted que me voy, no por la tarde, sino
inmediatamente, á pie, á Loja. De allí, en un coche, á donde me plazca.
Ahí queda mi criada, que arreglará el equipaje. Y cuidado con que nadie
me siga, ni me estorbe. Adiós, tío Juan. Por si no volvemos á vernos, la
mano...
Estrujó iracundo la mía y la sacudió. Logré no gritar, no revelar el
dolor del magullamiento.
--¿No vernos? ¡Ya nos veremos! Eso te lo fío yo...--Y cuando rompí á
andar, puso el dedo en la frente, como diciendo que no me cree en mi
cabal juicio.


V
_Intermedio lírico._

Llego á Madrid de sorpresa, y la alarma de Farnesio es indecible.
--¿Pero qué ha sucedido? ¿No te encontrabas bien? ¿Algún disgusto?
--Nada... Convénzase usted de que yo estoy donde me lo dicta mi antojo.
--Es que tu tío me escribió que te quedarías con ellos hasta el otoño, y
que ibais á dar una vuelta por Biarritz y París.
--Esos eran sus planes. Los míos fueron diferentes.
La cara de D. Genaro adquirió una expresión de ansiedad tal, como si
viese abrirse un abismo.
--¿De modo que... lo de José María...?
Hice con los dedos el castañeteo elocuente que indica «Frrrt... voló».
Violento en la mímica, por su origen italiano, Farnesio se cogió la
cabeza con ambas manos, tartamudeando:
--¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué va á pasar aquí!
--¡Nada!--respondo al tun tun, puesto que en sustancia desconozco lo que
puede pasar, aunque sospecho por donde van los terrores de mi...
intendente.
--¡Sea como tu quieras!--suspira desde lo hondo D. Genaro.
--Así ha de ser... Oiga usted: es preciso remitir hoy mismo á mi prima
Angustias, los pendientes y el broche de esmeraldas que fueron de mi...
de mi tía, doña Catalina, que en gloria... ¡Ah! Deseo preguntar por
teléfono al Conserje del Consulado inglés si pueden encargar para mí á
Inglaterra una buena doncella, lo que se dice superior, sin reparar en
precio. Lo mejor que se gaste. Propina fuerte para el intermediario...
--Ya me parecía á mí que la tal francesita... ¡Qué fresca! Bien me lo
avisó Eladia... Hasta á mí me hacía guiños... Tuve que tomar con ella un
aire... ¿Dónde se ha quedado semejante pécora?
Sonrío y me encojo de hombros.
--Llegará en el tren de la tarde con mis baules. Me hace usted el favor
de ajustarle la cuenta, gratificarla y despacharla. Es que deseo
practicar un poco el inglés.
A solas, repantigada en mi _serre_ diminuta, recuerdo el breve episodio
granadino. No para exaltar mi indignación contra lo demás, sino para
zampuzarme en mí misma. ¿Cómo me dejé arrastrar por el instinto? Al
rendirme--porque moralmente rendida estuve--á un quidam, pues José
María no es un infame, como diría una celosa, pero es el primero que
pasa por la acera de enfrente--yo también me conduje como cualquiera...
¿Fué malo ó bueno ese instinto que por poco me avasalla? Quizás sea
únicamente inferior; una baja curiosidad. ¿Y no hay más amor que ese?
Si eso fuese amor, yo me reiría de mí misma, y con tal desprecio me
vería que... Y si fuesen celos, la repugnancia que me infunde la
hipótesis de Octavia abrochándome mi collar de perlas, de su mano
rozando mi piel; si fuesen celos estos ascos físicos, me encontraría
caricaturesca. De todos modos, he descubierto en mí una bestezuela
brava..., á la cual me creía superior. Á la primer mordida casi entrego
mi vida, mi alma, mi porvenir, á cambio...
¿A cambio... de qué? ¿De qué, vamos á ver, Lina?
¡Es gracioso, es notable! Lo ignoro. Nada, que lo ignoro. ¿Será
ridículo? ¡Pues... lo ignoro, ea!
Soy una soltera que ha vivido libre y que no es enteramente una
chiquilla. He leído, he aprendido más que la mayoría de las mujeres, y
quizás de los hombres. Pero ¿qué enseñan de lo íntimo los libros? Mis
amigos de Alcalá han tenido la ocurrencia de llamarme sabia. ¡Sabia, y
no conozco la clave de la vida, su secreto, la ciencia del árbol y de la
serpiente!
¡De esas analfabetas que en este momento atravesarán la calle;
modistuelas, criadas de servir, con ropa interior sucia y manos
informes..., pocas serán las que, á mi lado, no puedan llamarse
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