Doctor Sutilis (Cuentos) - 14

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en el que presidía Medianez, es decir, presidir también presidía el de
Arqueta, por lo visto... pero, en fin, se quiere decir que, rechazando
el primer impulso de echarlo todo á rodar, se decidió á sacrificarse
en aras de la patria. Pensó primero en desgarrar el uniforme que le
quemaba, ó debía quemarle el cuerpo, como la túnica de... no recordaba
quién; pero, no desgarró nada... y cinco minutos después llegaba en el
coche de Medianez á casa de éste, donde aguardaban otros ministros y
muchos políticos importantes. Allí estaba el _protector_ de la nueva
situación, el del epigrama, que iba á gozar de su triunfo subrepticio.
Arqueta reparó que le miraba y le saludaba aquel prócer con sonrisa
burlona, tal vez despreciativa. Hubo más. Notó que en un grupo que
rodeaba al ilustre jefe de la minoría, se celebraba con grandes
carcajadas chistes que el señor del epigrama decía en voz baja... Y á
él, á Mariano Arqueta, le miraban los del grupo con el rabillo del ojo.
Sólo pudo oir esto que dijo el protector del ministerio en voz alta y
solemne:
--_¡Sic itur ad astra!_
Carcajada general.
--“Sí, pensó Arqueta, eso va conmigo; el que sube _así_ á las
estrellas... soy yo!”
Y se puso como un tomate.
--Arqueta--gritó en aquel instante el cáustico jefe de la minoría,
dirigiéndose al nuevo ministro de Fomento:--Arqueta, la calumnia ya se
ceba en usted.
--¡Cómo! ¿Qué dicen?
--Que no va usted á jurar... sino á prometer por su honor. Absurdo,
¿verdad? ¡Calumnia!...


EL VIEJO Y LA NIÑA

Viejo precisamente... no. Pero comparado con ella, sí; podía ser su
padre. Eso bastaba para que los dos se vieran separados por un abismo
de tiempo; y lo mismo que ellos, la madre de ella y el mundo, que los
dejaba andar juntos y solos por teatros y paseos, sin desconfianza ni
sospechas de ningún género. Era él primo de la madre, y ésta pensando
en que, de chicos, habían sido algo novios, sacaba en consecuencia que
dejar á su hija confiada á aquel contemporáneo suyo no ofrecía ningún
peligro, ni podía dar que decir á la malicia.
Años y años vivieron así.
Si queréis figuraros cómo era él, recordad á Sagasta, no como está
ahora, naturalmente, sino como estaba allá, por los días en que dijo
que iba “á caer del lado de la libertad”... sin romperse ningún
peroné, por entonces. Tenía don Diego facciones más correctas que don
Práxedes, pero el mismo no sé qué de melancolía elegante, simpática.
Tenía el pelo negro todavía, con algo gris nada más en un bucle, sobre
la sien derecha. En aquel rizo disimulado había una singular tristeza
graciosa, que armonizaba misteriosamente con la mirada entre burlona y
amorosa, algo cansada, y triste, con resignación que dan la piedad y
la experiencia. Vestía con gusto según la elegancia propia de su edad.
Ella... era todo lo bonita que ustedes quieran figurarse. Morena ó
rubia, no importa. Dulce, serena, de humores equilibrados, eso sí.
Volvían del Retiro en una tarde de Septiembre, al morir el día.
Habían estado en una tertulia al aire libre, rodeados, mientras
ocupaban sillas del paseo, de una media docena de adoradores que á
Paquita no le faltaban nunca. Eran todos jóvenes de pocos años; muy
escogidos gomosos, como entonces se decía, de la más fina sociedad.
No eran Sénecas, ni habían asado la manteca. Uno á uno, aislados,
no empalagaban. Todos juntos, parecían ecos repetidos de la misma
insustancialidad. Costaba trabajo distinguirlos, á pesar de las
diferencias físicas.
Paquita, al llegar á la Puerta de Alcalá, se cogió del brazo de su
inofensivo amigo, que venía un poco preocupado, algo conmovido, pero no
con pensamientos tristes.
--¿Pero, ves, que he de estar condenada á bebé perpetuo?
--¿Cómo bebés? Eduardo ya tiene lo menos veinte años y Alfredo sus diez
y nueve.
--¡Ya ves qué gallos!
--¿Y para qué quieres tu gallos?
Callaron los dos. Demasiado sabía don Diego que á Paquita no le
gustaban los pocos años. De esto habían hablado mil veces, con gran
complacencia del muy socarrón amigo, y, como tutor callejero de la
niña.
Varios novios le había conocido don Diego á Paquita; como que él era su
confidente en casos tales. Pero duraban siempre los amores inocentes de
aquella niña, poco, y ahondaban casi nada en su espíritu. Por vanidad,
por curiosidad, por agradar á la madre, que quería _relaciones_ que
fueran _formales_ y procurasen una posición segura á la hija, admitía
aquellos escarceos amorosos Paquita; pero, en rigor nunca había estado
todavía “lo que se llama enamorada”. También esto lo sabía don Diego;
y ella se lo repetía á menudo, casi orgullosa de aquel modo de sentir
suyo, y se lo decía una vez y otra vez á su amigo y Mentor, como quien
insiste en una obra de caridad.
En tantos años de vida íntima, de familiaridad constante, jamás de
los labios de don Diego había salido una palabra que pudiese tomar
Paquita por atrevimiento de galán con pretensiones. En cambio, su vida
común estaba llena de elocuentísimos silencios; y en los contactos
indispensables en paseos, teatros, iglesias, bailes, etc., etc., ni
nunca había habido deshonestos ademanes, ni siquiera insinuaciones que
la joven hubiese podido llevar á mala parte, había tenido por uno y
otro lado no confesada delicia.
Paquita se fijaba en que los novios cambiaban y el _amigo viejo_
siempre era el mismo. Sin decírselo, los dos sabían que el _otro_
pensaba esto; que era mucho más _serio_ aquel contrato _innominado_ de
su amistad extraña, que los amoríos pasajeros, casi infantiles, de la
niña.
Otra cosa sabían los dos: que Paquita estimaba en todo lo que valía
la pulquérrima conducta de don Diego, que jamás, ni con disculpa
del grandísimo deseo ni con disculpa de la insidiosa ocasión, había
sucumbido á las tentaciones que el íntimo y continuo trato le hacía
padecer. Jamás el más pequeño desmán... y eso que la frialdad y apatía
ni el más ciego podía señalarlas como causa de aquella prudencia
sublime. Él y ella se acordaban de los besos que cuando Paquita era
niña, niña del todo, regalaba al buen señor, y aquello había concluido
para no volver; y don Diego había sido el primero á renunciar, sin que
mediaran explicaciones, es claro, á tamaña regalía.
--¿Por qué has reñido con Periquillo?--le preguntaba en una ocasión el
viejo á la niña.
--Porque se empeñaba en que me estuviera al balcón las horas muertas,
viéndole pasear la calle, y yo no quise... porque me aburría.
Y los dos reían á carcajadas, pensando en aquel modo tan singular de
querer á sus novios que tenía Paquita.
* * * * *
Aquella tarde volvía muy contento, para sus adentros, don Diego,
porque en la tertulia, al aire libre, en el Retiro, él había lucido su
ingenio, con gran naturalidad y modestia, á costa de aquellos pobres
sietemesinos. Paquita le había admirado, echando chispas de entusiasmo
contenido por los ojos; bien lo había reparado él. Por eso volvía
tan satisfecho... y con una tentación diabólica, que mil veces había
tenido, pero á que siempre había resistido... y que ahora no creía
poder resistir.
Llegaron al Prado y á Paquita se le ocurrió sentarse allí otra vez. La
tarde, ya cerca del obscurecer, estaba deliciosa; y declaró la niña
que le daba pena meterse en casa tan pronto, perder aquel crepúsculo,
aquella brisa tan dulce...
Se sentaron, muy solos, sin alma viviente que reparase en ellos.
Hablaron con gran calor, muy alegres los dos, sin saber por qué, los
ojos en los ojos.
--¿En qué piensas?--preguntó Paquita al ver de pronto ensimismado á don
Diego.
--Oye, Paca... ¿Quién es en el mundo la persona, sin contar á tu madre,
de tu mayor confianza?
--¿Quién ha de ser? Tú.
--Bueno, pues...--y don Diego empezó á decir unas cosas que dejaba
atónita á la niña. Él habló mucho, con mucha pasión y muchos
circunloquios. Nosotros tenemos más prisa y menos reparos, y tenemos
que decirlo todo en pocas palabras.
Ello fué algo así: don Diego propuso que jugaran á un juego que era una
delicia, pero al cual sólo podían jugar dos personas de sexo diferente,
si el juego había de tener gracia, y que se fiaran en absoluto la una
de la otra. Era menester que se diera mutua palabra, seguro cada cual
de que el otro la cumpliría, de no sacar ninguna consecuencia práctica
del juego aquél; que por eso era juego. Consistía la cosa en confesarse
mutuamente, sin reserva de ningún género, lo que cada cual pensaba y
sentía y había pensado y sentido acerca del otro; lo malo, por malo
que fuere, lo bueno por bueno que fuera también. Y después, como si
nada se hubiera dicho. No debía ofenderse por lo desagradable, ni sacar
partido de lo agradable.
Paquita estaba como la grana; sentía calentura; había comprendido y
sentido la profunda y maliciosa voluptuosidad moral, es decir, inmoral,
del juego que el viejo la proponía. Había que decir todo, todo lo que
se había pensado, á cualquier hora, en cualquier parte, con motivo de
aquel amigo; cuantas escenas la imaginación había trazado haciéndole
figurar á él como personaje...
Paquita, después de parecer de púrpura, se quedó pálida, se puso en
pie, quiso hablar y no pudo. Dos lágrimas se le asomaron á los ojos. Y
sin mirar á don Diego, le volvió la espalda, y con paso lento echó á
andar camino de su casa.
El viejo asustado, horrorizado por lo que había hecho, siguió á la
pobre amiga; pero sin osar emparejarse con ella, detrás, como un criado.
No se atrevía á hablarle. Sólo, al llegar al portal de la casa de ella,
osó él decir:
--Paquita, Paquita, ¿qué tienes? Oye: ¿Qué tienes? ¿Yo, qué te he
hecho? ¿Qué dirá mamá?...
Ella, sin contestarle, ni mover la cabeza, la movió lentamente con
signo negativo.
No, no hablaría: su madre no sabría nada... Pero al llegar á la
escalera echó á correr, subió como huyendo, llamó á la puerta de su
casa apresurada, y cuando abrieron desapareció, y cerró con prisa,
dejando fuera al mísero don Diego.
El cual salió á la calle aturdido y avergonzado, y cuando vió á dos
del orden en una esquina, sintió tentaciones de decirles:
--Llévenme ustedes á la cárcel, soy un criminal; mi delito es de los
más feos, de ésos cuya vista tiene que celebrarse á puertas cerradas,
por respeto al pudor, á la honestidad...


JORGE
DIÁLOGO, PERO NO PLATÓNICO

--¿Qué hay de libros nuevos?--me preguntó Jorge, suspirando como
distraído, dejando de pensar en mí y en lo que me había preguntado.
Estaba pálido, ojeroso, con cara de sueño y de mal humor. Yo le miré
con atención y fijeza, y dando cierta intención maliciosa á mis
palabras, contesté:
--Acabo de ver que Carlos Groos, ya sabes, el docto alemán que publicó
en 1896 _Die Spiele der Tiere_ (_Los juegos de los animales_), publica
ahora _Die Spiele der Menschen_ (_Los juegos del hombre_).
--Sí; ya me acuerdo. _Los juegos de los animales_... No hay más juego
que ése. Porque... ¡valientes animales son todos los que juegan!
--Hombre, no _juegues_ tú con el vocablo...
--Ya sé que es feo jugar _de boca_... Y, en rigor, está prohibido...
Véase el artículo...
--No digo eso. Juegas con el vocablo; porque animales...
--Sí; ya te entiendo. Se trata de los animales... no humanos. Bueno,
pues el señor Groos los calumnia. Los animales no juegan. Sólo juega
el hombre, que es el único ser metafísico y jugador. Es un efecto de
la dichosa evolución. ¡Qué remedio! Yo quería corregirme, dejar el
vicio... pero... imposible... Es cosa de la herencia... de la raza. Lo
he leído en Ihering, en la _Historia de los indo-europeos antes de su
separación_. Aquello desconsuela. Nuestros patriarcales y bucólicos
ascendientes remotísimos... eran unos empedernidos jugadores. Mataban
el tiempo, el tiempo monótono de aquella vida lacia, sin variedad,
sin emociones nuevas, jugando y jugando... Y esto, generaciones y
generaciones... ¡Ya ves! ¿Quién puede más que el hábito incrustado en
la herencia?... Pastores... y jugadores...
--Basta de disculpas prehistóricas y darwinistas... No me has
entendido, ó no has querido entenderme... ó todo te sabe á lo que te
pica. El juego de que habla Groos no es ése; es el juego como diversión
ó recreación, según dice el Diccionario, en que no se persigue otro
propósito que la distracción misma...
--Á propósito del Diccionario. Los que hablan mal de ese libro
académico no conocen su gran mérito. Es un libro de moral... Á lo
menos á mí, casi me convirtió. Verás lo que pasó. Un día, viéndome
encenagado en el pícaro juego, sin poder remediarlo, convencido
de que eran inútiles los propósitos de enmienda, quise saber á lo
menos cómo se definía académicamente el vicio que me dominaba, y me
fuí al Diccionario oficial, y leí: “Juego, pasatiempo, recreación,
aquello que se hace por espíritu de alegría y sólo para divertirse y
entretenerse.” No era esto; _mi juego_ no era pasatiempo, ni alegría;
¡era infierno!... Seguí leyendo: “Ejercicio recreativo sometido á
reglas, y en el cual se gana ó se pierde.” Lo de ejercicio no me
_llenaba_, porque ¡se hace tan poco ejercicio pasando doce horas
arrimado al tapete verde! Y lo de “se gana ó se pierde” no es exacto,
porque muchas veces se queda... á juego, ni se pierde ni se gana. Si
el banquero _abate_ con nueve y yo también... ni pierdo ni gano. Y si
salgo del Casino con el mismo dinero con que entré... ni pierdo ni
gano. “Para darle mayor aliciente--continúa el Diccionario--aventúrase
en él con frecuencia algún dinero.” Los académicos deben de ser
_peseteros_ por esa manera de hablar. “Merece reprobación--sigue la
Academia--cuando la ganancia ó la pérdida puede ser importante; cuando
se juega por vicio ó _cuando el jugador no tiene por objeto divertirse
ó entretenerse, sino hacer suyo el dinero ajeno_.” Al leer esto, sentí
toda la sangre en el rostro; estaba muerto de vergüenza. ¡Qué lección
inesperada me daba el _léxico_ oficial! ¡Cuánto había yo leído contra
el juego! Pero nunca aquella bofetada de moralidad me había azotado el
rostro. Tolstoi con su moral de maníaco, combatiendo lo mismo que el
juego el vino, el tabaco... el servicio militar y el trabajo, no me
había hecho sonrojarme. Siempre que se atacaba el juego como _vicio_,
yo me disculpaba con la decencia que pueden tener los viciosos. El
juego me parecía diabólico, pero noble, jugando como caballero, es
claro. ¡Cuántos sofismas había inventado yo para disculpar mi vicio! Le
había encontrado analogías con mil cosas, malas, pero no bochornosas.
Así como el amor ilegal es pecado, pero no sórdido, no bajo, el
juego me parecía incompatible con la vida económica ordenada de la
sociedad... pero no infame, no vil, no mezquino; sin relación con la
codicia, con el robo. ¡Jesús, el robo! Y de repente el Diccionario
¡zás!, me daba aquella bofetada... ¡No me había fijado! Al juego se iba
para _hacer suyo el dinero ajeno_... Era verdad; á eso se iba. Lo mismo
que los usureros y que los ladrones... para hacer de uno el dinero
ajeno... contra la voluntad de su dueño también; porque nadie tiene
voluntad de perder. ¿Que se expone el dinero propio en cambio? También
el avaro expone la salud, la vida; el usurero se expone á quedarse sin
lo prestado, y el ladrón... á ir á presidio. Sí, no cabe duda; el juego
es eso: desear quedarse con el dinero ajeno. ¿Querrás creer que me dió
asco el juego? Vi en mí un pecado de la índole ruin de que siempre me
había creído libre; un pecado sórdido, de injusticia con el prójimo, de
repugnante _psiquis_... (_Pausa._)
--¿Y qué?
--Pues nada. Que estuve sin jugar... mucho tiempo.
--¿Mucho, eh?
--Sí; ¡varias semanas!
--Pero, ¿cómo volviste á lo sórdido, á lo ruin, á lo que... (perdona,
tú lo has dicho) se parecía al robo?...
--Verás. Eché mis cuentas. Según mis cálculos, yo, en conjunto, llevaba
perdido mucho más dinero que ganado. Todavía _me tenían por allá_
algunos miles de duros. Iba por el desquite. Iba por lo mío. Aquello
no era jugar, y no hacía mío el dinero ajeno... sino el mío.
--Vamos, sí; les habías hecho una señal á las monedas y á los billetes,
y cuando no eran los tuyos los que ganabas... los devolvías.
--Ya sabes que el dinero se considera como cosa _fungible_...
--¿Pues entonces?... Además, tus _deudores_(!), es decir, los que te
habían ganado á ti, ¿eran los mismos á quienes tú ganabas?
--Ese argumento tiene menos fuerza que el que empleó para anonadarme la
pícara realidad...
--¿Y fué?...
--Que aquellos señores, que no eran los que me habían ganado... me
ganaron también. (_Nueva pausa._)
Me daba lástima del pobre Jorge. No quise molestarle con nuevas
observaciones _virtuosas_ tan fáciles de encontrar. ¡Es tan fácil
lidiar _los vicios_ desde la barrera cuando no se tienen!
--¡El juego!--continuó el jugador.--Los filósofos no saben lo que es.
Montaigne, que ha hablado de tantas cosas, de tantos vicios, no tiene
ningún capítulo dedicado al juego. Montaigne hablaba de lo que sabía,
de lo que había experimentado. Renán se queja de que los filósofos no
han tomado el amor en serio del todo, y su verdadera filosofía está
sin hacer. Y es verdad. Y la causa será que los filósofos no suelen
enamorarse de veras. Lo mismo les pasa con el juego. ¡La estética del
juego! existe; pero no es ésa de que hablan esos libros nuevos...
Como que el juego... no es juego..., no tiene nada de juego, en ese
otro sentido de _finalidad sin fin_ de que ya Kant hablaba. No debiera
usarse la misma palabra para cosas tan diferentes. Una opinión muy
generalizada entre los estéticos, es que el arte... es juego. Schiller,
en sus célebres cartas sobre la ciencia de lo bello, siguiendo á Kant,
desenvuelve admirablemente la teoría...
--Sí; y ahora la estética de tendencia positivista, ó mejor acaso la
que estudia lo bello y el arte en su aspecto psico-fisiológico, sigue
el mismo criterio. Spencer, como es sabido, también admite la teoría
del arte juego...
--Y se ha dicho que el juego es un exceso, una sombra de la vida... lo
mismo que se ha dicho del amor. Renán le preguntaba un día á Claudio
Bernard por el misterio del amor, y el gran fisiólogo le decía: “No, no
hay cosa más sencilla que el amor; es la vida que sobra...” De modo que
amor y juego son plétora, lo que rebosa...
--El juego, según este Groos de que hablábamos, es un ejercicio natural
de los aparatos sensoriales y de los motores, de las facultades del
espíritu (inteligencia se entiende) y de los sentimientos, en atención
al placer... La actividad por el placer mismo de la actividad, eso es
el juego...
--¡Qué cosa tan diferente del otro _juego_, de _mi_ juego! El jugador
no busca el placer... y en eso se engañan muchos que ven las cosas
desde fuera... Busca la ganancia; sólo que la busca en la forma
picante, misteriosa, inexplicable... de la suerte. ¡La suerte! Estoy
por decir que el jugador es un metafísico apasionado que interroga de
cerca y con interés el misterio metafísico en cada jugada... ¿Hay ley?
¿No hay ley? ¿Es casualidad? ¿Qué es casualidad? ¿La Providencia se
mezcla en estas cosas? ¿El calculo de las probabilidades hasta dónde
sirve?... Y después... ¡una cosa terrible! Lo que á mí, al fin, me
ata al juego hasta por la filosofía... quiero decir, por el sofisma,
es... que la _vida es juego_. Sólo el que aspira al _nirvana_, á la
_abulia_, á la _apatía_, puede decir que no es jugador. Los demás,
todos juegan. La vida y la muerte son un modo de _copar_ la banca. Cada
latido del corazón es un golpe de fortuna, una carta que se juega;
cada vez que respiro puedo perder ó ganar la vida... La riqueza ó la
miseria... juego...; el mérito... juego. ¿De dónde me viene el talento
ó la estupidez? ¿De dónde vienen las _judías y las cristianas_, los
_nueves_ ó las _figuras_?... Del misterio, del horrible _cincuenta por
ciento_..., del abismo que se llama pares ó nones, cara ó cruz...
“Esto... _ó_ lo otro”. En esa _ó_, en esa disyuntiva está el símbolo
del juego... y de la existencia... Voy ahora á casa...; mis hijos,
mis entrañas, ¿estarán durmiendo... ó muertos?... ¡Quién sabe!...
Están durmiendo; ¡bien! ¡qué hermosos! ¡qué inocentes! Pero ¿mañana?
El porvenir, la _carta_ que les tocará... la vida que les espera...
¿Qué puedo yo para conseguir su dicha futura? Todos mis cálculos,
mis previsiones, mis cuidados, mis ahorros, ¡inútil _martingala_!
Mis esperanzas... ilusión como las supersticiones del jugador... En
el fondo de la magna cuestión del libre albedrío, de la libertad
y la gracia, de la libertad y el determinismo, de la filosofía de
la contingencia, que hoy da nombre á una escuela, lo que se ve es
el _quid_ del juego... No; el juego, el _mío_, no es diversión, no
es broma, no es desinterés, no es finalidad sin fin... Es todo lo
contrario; el interés, la ganancia, el egoísmo en la lucha con la
suerte...: lo mismo que la vida _non sancta_, que es la vida de casi
todos. Los grandes hombres, los _héroes_, decía Carlyle, toman la
realidad, el mundo, en serio. No son _dilettanti_. Lo mismo el jugador.
El azar para mí ó contra mí... Ésta es su idea, siempre seria, siempre
con _fin_, siempre interesada...
--Sin embargo, en el juego, no el _tuyo_, el otro, el juego por el
placer de la actividad, se llega, según _nuestro_ autor, á lo que él
llama _el placer del mal_, á jugar con el propio dolor. Además, hay la
_catarsis_ de Aristóteles, el placer de la calma tras la borrasca.
--No, no importa. Ni por ahí existe afinidad entre los _juegos_ y el
juego. El jugador no busca el dolor del juego, que es grande, por el
dolor, por el placer de saber que es un dolor buscado, querido: no,
porque él sabe bien que la pasión le domina y que aquel dolor no es
voluntario; y además, tolera el dolor por la esperanza de ganar, no por
el gusto de poder triunfar de él. En cuanto á la catarsis, no tiene
aplicación... Porque la calma para el jugador nunca llega. Todo es
borrasca. Después de ganar... quiere, _necesita_ ganar más. Es un judío
errante, no para nunca su ambición.
--Groos habla también de juegos _guerreros_, los del placer de luchar,
de vencer á un contrario...
--Tampoco en eso hay afinidad entre los _juegos_ y el juego. En _La
Traviata_, el tenor juega por ganar á un rival... Eso es música. El
jugador _de veras_ no quiere el dinero de Fulano, quiere el dinero;
en el juego hay disputas, pero no hay rivalidades, ni personalismos,
ni rencores: no hay más enemigo que la _contraria_. Suerte, ganancia,
pérdida. Ésas son las _categorías_.
--Pues Groos dice textualmente que las _apuestas_ son juegos
_guerreros_, y los juegos de azar apuestas intelectuales. El juego de
azar tiene para él tres elementos: el placer de ganar, que crece con la
importancia de lo que se arriesga, _sin que la ganancia por sí sea el
objeto del juego_; el placer de una excitación fuerte, y el placer de
la lucha...
--Sí, pistolas de salón, de viento. Ese juego lo hay..., la lotería
de las viejas... ¡y aún! No; en el juego _verdad_ no se sienten esas
emociones pueriles; se quiere dinero, ganancia, y se quiere por el
_único_ camino del jugador, la suerte. Que salga cara, si jugamos
cara; que sean pares, si jugamos pares... y no por acertar, sino por
ganar. Suerte, interés, eso es todo. ¡La excitación fuerte! Ésa no
es incentivo aunque el jugador crea que sí. Es un castigo, es una
maldición del juego, como el _remordimiento_, la _vergüenza_ de perder,
después. Desengáñate; el juego... no es broma. Es como la vida, es
como la metafísica... La vida racional quiere penetrar en el misterio
para saber de su destino, porque teme y quiere esperar, ser feliz...
El jugador, igual. _Ser ó no ser_, ésa es la cuestión... _Venir ó
no venir_... ésa es la cuestión. _Estar á la que salta_; eso hace
el jugador. Y eso hace el que no renuncia á las contingencias de la
realidad. _Ó ser santo_... _ó jugar_...


SINFONÍA DE DOS NOVELAS[2]
(SU ÚNICO HIJO.--UNA MEDIANÍA).

I
Don Elías Cofiño, natural de Vigo, había hecho una regular fortuna en
América con el comercio de libros. Había empezado fundando periódicos
políticos y literarios, que escribía con otros aficionados á lo que
llamaban ellos el cultivo de las musas. Cofiño se creyó poeta y
escritor político hasta los veinticinco años; pero varios desencantos
y un poco de hambre, con otros muchos apuros, le hicieron aguzar el
sentido íntimo y llegar á conocerse mejor. Se convenció de que en
literatura nunca sería más que un lector discreto, un entusiasta
de lo bueno, ó que tal le parecía, y un imitador de cuanto le
entusiasmaba. Y además, comprendió que á Buenos Aires no se iba á
ejercer de Espronceda ni de Pablo Luis Courier (que eran sus ídolos),
y que sus chistes é ironías recónditas, casi copiados de Courier y
de _Fígaro_, no los entendían bien aquellos pueblos nuevos. En fin,
se dejó de escribir periódicos, y descubrió con gran satisfacción su
aptitud latente para el comercio. Importó libros franceses, ingleses
y españoles; estudió el gusto del público americano, lo halagó al
principio, “procuró rectificarlo y encauzarlo” después; se puso en
correspondencia con las mejores casas editoriales de Londres, París y
Madrid, y en pocos años ganó lo que jamás literato alguno español pudo
ganar; y decidido á ser rico, continuó con ahínco en su empeño, y no
paró hasta millonario.
La muerte de su esposa, una linda americana, hija de inglesa y español,
poetisa en español y en inglés, le quitó al buen Cofiño el ánimo de
seguir trabajando; traspasó el comercio, y con sus millones y su hija
única, de siete años, se volvió á Europa, donde repartió el tiempo y
el dinero entre París y Madrid. La educación de Rita (así se llamaba
la niña, por recordar el nombre de la difunta madre de don Elías) era
la preocupación principal de Cofiño, que quería para su hija todas
las gracias de la Naturaleza y todos los encantos que á ella puede
añadir el arte de criar ángeles que han de ser señoritas. Ensayó varios
sistemas de educación el padre amoroso; nunca estaba satisfecho, ni en
parte alguna encontraba, aunque las pagaba á peso de oro, suficientes
garantías para la salud material y moral del idolillo que había
engendrado. Si pasaba un año entero en Madrid, al cabo renegaba de
la educación madrileña, y decía que no había en la capital de España
maestros dignos de su hija. Levantaba la casa, trasladábase á París,
y allí parecía más contento de la enseñanza; pero después de algunos
meses comenzaba á protestar el patriotismo, y temía que Rita se hiciera
más francesa que española, lo cual sería como ser menos hija de Cofiño.
En estas idas y venidas pasaron los años, y se gastó mucho dinero; y
cuando ya creyó completa la educación de su ángel vestido de largo, se
fijó en la corte de España, donde pasaban los inviernos. El verano y
algo del otoño los repartía entre Vigo y una quinta deliciosa que había
comprado el rico librero cerca de Pontevedra á orillas del poético
Lerez.
Don Elías, si no todos, conservaba algunos de sus millones, y si algo
de su capital perdió en una empresa periodística en que se metió, por
una especie de palingenesia de la vanidad, aún sacó, amén de las manos
en la cabeza, incólumes unos doscientos mil duros y el propósito de
no meterse en malos negocios, por halagüeños que fuesen para su amor
propio.
Más poderosa que él su afición á las letras, que se irritaba de nuevo
con la proximidad de la vejez, le obligaba á procurar el trato de
los escritores, y no siempre de balde. Su primera vanidad era Rita;
esbelta, blanca, discreta hasta en el modo de andar, elegante, que se
movía con una aprensión de alas en los hombros, que miraba á todo como
al cielo azul, seria y dulce, sin más que un poco de acíbar de ironía
en la punta de la lengua para el mal cuando era ridículo, y para la
ignorancia cuando recaía en varón constante obligado á saber lo que
pregonaba tener al dedillo. Pero la segunda vanidad de Cofiño, poco
menos fuerte, era la amistad de los grandes literatos. Cuando era pobre
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