Doctor Sutilis (Cuentos) - 03

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personalidad en la Naturaleza, quedan también; son tuyas, ya lo sabes,
pero dame agua.
Mónica vaciló, y ablandándose al cabo, cuanto un pedernal puede
ablandarse, acercó á los labios de su amo no sé qué jarabe, cuya sola
virtud era trastornar el juicio del moribundo más y más cada vez.
--Gracias, Mónica, gracias, y adiós; es decir, hasta luego. Queda la
especie; tú también desaparecerás, pero no te importe, quedarán la
especie y los majuelos, que heredará tu sobrino, ó mejor dicho, nuestro
hijo, porque ésta es la hora de las grandes verdades.
Mónica sonrió, y después, mirando al techo, vió en la obscuridad de
arriba la imagen reluciente de un tambor mayor, de grandes bigotes y de
gallarda apostura.
--¡No sería mala especie la que saliera de tu cuerpo enclenque y de tu
meollo consumido por las herejías!
Esto pensó la vieja al tiempo mismo que Pértinax entregaba los despojos
de su organismo gastado al acervo común de la especie, laboratorio
magno de la Naturaleza.
Amanecía.

II
Era la hora de las burras de leche: San Pedro frotaba con un paño el
aldabón de la puerta del cielo y lo dejaba reluciente como un sol.
¡Claro! Como que era el aldabón que limpiaba San Pedro el mismísimo sol
que nosotros vemos aparecer todas las mañanas por el Oriente.
El santo portero, de mejor humor que sus colegas de Madrid, cantaba no
sé qué aire, muy parecido al _ça irá_ de los franceses.
--¡Hola! Parece que se madruga--dijo inclinando la cabeza y mirando de
hito en hito á un personaje que se le había puesto delante en el umbral
de la puerta.
El desconocido no contestó, pero se mordió los labios, que eran
delgados, pálidos y secos.
--Sin duda, prosiguió San Pedro--, ¿usted es el sabio que se estaba
muriendo esta noche?... ¡Vaya una noche que me ha hecho usted pasar,
compadre!... ¡No he pegado ojo en toda ella, esperando que á usted se
le antojase llamar; y como tenía órdenes terminantes de no hacerle á
usted aguardar ni un momento!... ¡Poquito respeto que se les tiene
á ustedes aquí en el cielo! En fin, bienvenido, y y pase usted; yo
no puedo moverme de aquí, pero no tiene pérdida. Suba usted... todo
derecho... No hay entresuelo.
El forastero no se movió del umbral, y clavó los ojos pequeños y azules
en la venerable calva de San Pedro, que había vuelto la espalda para
seguir limpiando el sol.
Era el recién venido, delgado, bajo, de color cetrino, algo afeminado
en los movimientos, pulcro en el trato de su persona y sin pelo de
barba en todo su rostro. Llevaba la mortaja con elegancia y compostura,
y medía los ademanes y gestos con académico rigor.
Después de mirar una buena pieza la obra de San Pedro, dió media vuelta
y quiso desandar el camino que sin saber cómo había andado, pero vió
que estaba sobre un abismo de obscuridad en que había tinieblas como
palpables, ruidos de tempestad horrísona, y á intervalos ráfagas de una
luz cárdena, á la manera de la que tienen los relámpagos. No había allí
traza de escalera, y la máquina con que medio recordaba que le habían
subido, tampoco estaba á la vista.
--Caballero--exclamó con voz vibrante y agrio tono:--¿se puede saber
qué es esto? ¿dónde estoy? ¿por qué se me ha traído aquí?
--¡Ah! ¿Todavía no se ha movido usted? Me alegro, porque se me había
olvidado un pequeño requisito. Y sacando un libro de memorias del
bolsillo, mientras mojaba la punta de un lápiz en los labios, preguntó:
--¿Su gracia de usted?
--Yo soy el doctor Pértinax, autor del libro estereotipado en su
vigésima edición, que se intitula _Filosofía última_...
San Pedro, que no era listo de mano, sólo había escrito á todo esto
Pértinax...
--Bien: ¿Pértinax de qué?
--¿Cómo de qué? ¡Ah! sí; querrá usted decir ¿de dónde? así como se
dice: Tales de Mileto, Parménides de Elea... Michelet de Berlín...
--Justo, Quijote de la Mancha...
--Escriba usted: Pértinax de Torrelodones. Y ahora, ¿podré saber qué
farsa es ésta?
--¿Cómo farsa?
--Sí, señor; yo soy víctima de una burla; esto es una comedia; mis
enemigos, los de mi oficio, ayudados con los recursos de la industria,
con efectos de teatro, exaltando mi imaginación con algún brebaje, han
preparado todo esto, sin duda; pero no les valdrá el engaño: sobre
todas estas apariencias está mi razón; mi razón, que protesta con voz
potente contra y sobre toda esta farándula; pero no valen carátulas ni
relumbrones; que á mí no se me vence con tan grosero ardid, y digo lo
que siempre dije y tengo consignado en la página 315 de la _Filosofía
última_..., nota b de la subnota _alfa_, á saber: que después de la
muerte no debe subsistir el engaño del aparecer, y es hora de que cese
el concupiscente querer vivir, _Nolite vivere_, que es sólo cadena de
sombras engarzada en deseos, etc., etc. Conque así, una de dos: ó yo
me he muerto, ó no me he muerto; si me he muerto, no es posible que
yo sea yo, como hace media hora, que vivía; y todo esto que delante
tengo, como sólo puede ser ante mí, en la representación no es, porque
yo no soy; pero si no me he muerto, y sigo siendo yo, éste que fuí y
soy, es claro que esto que tengo delante, aunque existe en mí como
representación, no es lo que mis enemigos quieren que yo crea, sino
una farsa indigna tramada para asustarme, pero en vano, porque ¡vive
Dios!...
Y juró el filósofo como un carretero. Y no fué lo peor que jurase, sino
que ponía el grito en el cielo, y los que en él estaban comenzaron á
despertarse al estrépito, y ya bajaban algunos bienaventurados por las
escalonadas nubes, teñidas, cuál de gualda, cuál otra de azul marino.
Entretanto San Pedro se apretaba los ijares con entrambas manos, por no
descoyuntarse con la risa, que le sofocaba. Más se irritaba Pértinax
con la risa del Santo, y éste hubo de suspenderla para aplacarle, si
podía, con tales palabras:
--Señor mío, ni aquí hay farsa que valga, ni se trata de engañar á
usted, sino de darle el cielo, que, por lo visto, ha merecido por
buenas obras, que yo ignoro; como quiera que sea, tranquilícese y suba,
que ya la gente de casa bulle por allá dentro y habrá quien le conduzca
donde todo se lo expliquen á su gusto, para que no le quede sombra de
duda, que todas se acaban en esta región, donde lo que menos brilla es
este sol que estoy limpiando.
--No digo yo que usted quiera engañarme, pues me parece hombre de bien;
otros serán los farsantes, y usted sólo un instrumento sin conciencia
de lo que hace.
--Yo soy San Pedro...
--Á usted le habrán persuadido de que lo es; pero eso no prueba que
usted lo sea.
--Caballero, llevo más de 1.800 años en la portería...
--Aprensión, prejuicio...
--¡Qué prejuicio ni qué calabaza!--grita el Santo ya incomodado un
tantico--; San Pedro soy, y usted un sabio como todos los que de allá
nos vienen, tonto de capirote y con muchos humos en la cabeza... La
culpa la tiene quien yo me sé, que no se va más despacio en el admitir
gente de pluma donde bendita la falta que hace. Y bien dice San
Ignacio...
Á la sazón aparecióse en el portal la majestuosa figura de un venerable
anciano, vestido de amplia y blanquísima túnica, el cual, mirando con
dulces ojos al _filósofo colérico_, le dijo, mientras cogía sus flacas
manos, con las que él tenía de luz, ó, por lo menos, de algo muy tenue
y esplendoroso:
--Pértinax, yo soy el solitario de Patmos; ven conmigo á la presencia
del Señor, tus pecados te han sido perdonados y tus méritos te
levantaron, como alas, de la tierra triste y llegaste al cielo, y verás
al Hijo á la diestra del Padre... El Verbo que se hizo carne.
--Habitó entre nosotros, ya sé la historia; pero señor San Juan,
digo y repito que esto es indigno, que reconozco la habilidad de los
escenógrafos; pero la farsa, buena para alucinar á un espíritu vulgar,
no sirve contra el autor de la _Filosofía última_.--Y el pobre filósofo
escupía espuma de puro rabiado.
El portal estaba lleno de ángeles y querubines, tronos y dominaciones,
santos y santas, beatas y beatos y bienaventurados rasos. Hacían
coro alrededor del extranjero y escuchaban con sonrisa... de
bienaventurados, la sabrosa plática que tenían ya entablada el autor
del _Apocalipsis_ y el de la _Filosofía última_. Como San Juan se
explicara en términos un tanto metafísicos, fué apaciguándose poco
á poco el furioso pensador, y con el interés de la polémica llegó á
olvidar la que él llamaba farsa indigna.
Entre los del coro había dos que se miraban de reojo, como animándose
mutuamente á echar su cuarto á espadas. Eran Santo Tomás y Hegel,
que por distintas razones veían con disgusto en el cielo al autor de
la _Filosofía última_, obra detestable en su dictamen, esta vez de
acuerdo. Por fin, Santo Tomás, terciando el manteo, interrumpió al
filósofo intruso, gritando sin poder contenerse:
_¡Nego suppositum!_
Volvióse el doctor Pértinax con altiva dignidad para contestar como
se merecía al Doctor Angélico, el cual, después de haberle negado
el supuesto, se preparaba á anonadarle bajo la fuerza de la _Summa
teológica_ que al efecto hizo traer de la biblioteca celestial.
Diógenes el Cínico, que andaba por allí, puesto que se había salvado
por los buenos chascarrillos que supo contar en vida, no por otra
cosa, Diógenes opinó que la mejor manera de sacar de sus errores al
doctor Pértinax era enseñarle todo el cielo, desde la bodega hasta el
desván. Á esto, Santo Tomás apóstol, dijo:--Perfectamente; eso es, ver
y creer. Pero su tocayo, el de Aquino, no se dió á partido; insistió
en demostrar que la mejor manera de vencer los paralogismos de aquel
filósofo era recurrir á la _Summa_. Y dicho y hecho; ya llegaba con
cuatro tomos como casas sobre las robustas espaldas una especie de
mozo de cordel muy guapo que llamaban por allí Alejandrito, y era
efectivamente Alejandro Pidal y Mon, tomista de tomo y lomo que estaba
en el cielo de temporada y en calidad de corresponsal. Abrió Santo
Tomás la _Summa_ con mucha prosopopeya, y la primer _q_ con que topó
vínole como pedrada en ojo de boticario. Ya el Santo había juntado el
dedo índice con el pulgar en forma de anteojo, y comenzaba á balbucir
latines cuando Pértinax gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
--¡Callen todas las Escolásticas del mundo donde esté mi _Filosofía
última_! En ella queda demostrado...
--Oiga usted, señor filósofo, interrumpió Santa Escolástica, que era
una señora muy sabida; yo no quiero callar, ni es usted quién para
venir aquí con esos aires de taco, y lo que yo digo es que ya no hay
clases, y que aquí entra todo el mundo.
--Señora, exclamó el Santo Job, haciendo una reverencia con una teja
que llevaba en la mano y usaba á guisa de cepillo--; señora, sea todo
por Dios, y dejemos que entre el que lo merezca, que todos cabemos.
Yo creo que mi amigo Diógenes dice bien; este caballero se convencerá
de que ha vivido en un error si se le hace ver el Universo y la corte
celestial tal como son efectivamente; esto no es desairar á Santo
Tomás, mi buen amigo, Dios me libre de ello; pero en fin, por mucho que
valga la _Summa_, más vale el gran libro de la Naturaleza, como dicen
en la tierra; más vale la suma de maravillas que el Señor ha creado,
y así, salvo mejor parecer, propongo que se nombre una comisión de
nuestro seno que acompañe al doctor Pértinax y le vaya haciendo ver la
fábrica de la inmensa arquitectura, como dijo Lope de Vega, á quien
siento no ver entre nosotros.
Grandísimo era el respeto que á todos los santos y santas merecía el
Santo Job, y así, aunque otra le quedaba, el de Aquino tuvo que dar
su brazo á torcer, y Pidal volvió con la _Summa_ á la biblioteca.
Procedióse á votación nominal, en la que se empleó mucho tiempo, por
haber acudido al portalón del cielo más de medio martirologio, y
resultaron elegidos de la comisión los señores siguientes: el Santo
Job, por aclamación; Diógenes, por mayoría, y Santo Tomás apóstol, por
mayoría. Tuvieron votos: Santo Tomás de Aquino, Scoto y Espartero.
El doctor Pértinax accedió á las súplicas de la comisión y consintió en
recorrer todas aquellas decoraciones de magia que le podrían meter por
los ojos, decía él, pero no por el espíritu.
--Hombre, no sea usted pesado--le decía Santo Tomás, mientras le cosía
unas alas en las clavículas para que pudiese acompañarles en el viaje
que iban á emprender. Aquí me tiene usted á mí, que me resistía á creer
en la Resurrección del Maestro; vi, toqué y creí; usted hará lo mismo...
--Caballero, replicó Pértinax--, usted vivía en tiempos muy diferentes;
estaban ustedes entonces en la edad teológica, como dice Comte, y yo he
pasado ya todas esas edades y he vivido del lado de acá de la _Crítica
de la razón pura y de la Filosofía última_, de modo que no creo nada,
ni en la madre que me parió; no creo más que en esto: en cuanto me sé
de saberme, soy conscio, pero sin caer en el prejuicio de confundir la
representación con la esencia, que es inasequible, esto es, fuera de,
como conscio, quedando todo lo que de mí (y conmigo todo), sé, en saber
que se representa todo (y yo como todo) en puro aparecer, cuya realidad
sólo se inquieta el sujeto por conocer por nueva representación
volitiva y afectiva, representación dañosa por irracional y pecado
original de la caída, pues deshecha esta apariencia del deseo, nada
queda que explorar, ya que ni la voluntad del saber queda.
Sólo el Santo Job oyó la última palabra del discurso, y rascándose con
la teja la pelada coronilla, respondió:
--La verdad es que son ustedes el diablo para discurrir disparates,
y no se ofenda usted, porque con esas cosas que tiene metidas en la
cabeza ó en la representación, como usted quiere, va á costar sudores
hacerle ver la realidad tal como es.
--¡Andando, andando!--gritó Diógenes en esto--á mí me negaban los
sofistas el movimiento, y ya saben ustedes cómo se lo demostré:
¡andando, andando!
Y emprendieron el vuelo por el espacio sin fin. ¿Sin fin? Así lo creía
Pértinax, que dijo:--¿Piensan ustedes hacerme ver todo el Universo?
--Sí, señor--respondió Santo Tomás apóstol (único Santo Tomás de que
hablaremos en adelante)--, eso pronto se ve.
--¡Pero hombre, si el Universo (en el aparecer, por supuesto) es
infinito! ¿Cómo conciben ustedes el límite del espacio?
--Lo que es concebirlo, mal; pero verlo, todos los días lo ve
Aristóteles, que se da unos paseos atroces con sus discípulos, y por
cierto que se queja de que primero se acaba el espacio para pasear que
las disputas de sus peripatéticos.
--Pero ¿cómo puede ser que el espacio tenga fin? Si hay límite, tiene
que ser la nada; pero la nada, como no es, nada puede limitar, porque
lo que limita es, y es algo distinto del ser limitado.
El santo Job, que ya se iba impacientando, le cortó la palabra con
éstas:
--¡Bueno, bueno, conversación! Más le vale á usted bajar la cabeza para
no tropezar con el techo, que hemos llegado á ese límite del espacio
que no se concibe, y si usted da un paso más, se rompe la cabeza contra
esa nada que niega.
Efectivamente; Pértinax notó que no había más allá; quiso seguir, y se
hizo un chichón en la cabeza.
--¡Pero esto no puede ser!--exclamó, mientras Santo Tomás aplicaba al
chichón una moneda de las que llevaban los paganos en su viaje al otro
mundo.
No hubo más remedio que volver pie atrás, porque el Universo se había
acabado. Pero finito y todo, ¡cuán hermoso brilla el firmamento con sus
millones de millones de estrellas!
--¿Qué es aquella claridad deslumbradora que brilla en lo alto, más
alta que todas las constelaciones? ¿Es alguna nebulosa desconocida de
los astrónomos de la tierra?
--¡Buena nebulosa te dé Dios!--contestó Santo Tomás--; aquélla es la
Jerusalén celestial, de donde bajamos nosotros precisamente; allí ha
disputado usted con mi tocayo, y eso que brilla son las murallas de
diamantes que rodean la ciudad de Dios.
--¿De manera que aquellas maravillas que cuenta Chateaubriand y que yo
juzgaba indignas de un hombre serio?...
--Son habas contadas, amigo mío. Ahora vamos á descansar en esta
estrella que pasa por debajo, que á fe de Diógenes, que estoy cansado
de tanto ir y venir.
--Señores, yo no estoy presentable--dijo Pértinax--; todavía no me he
quitado la mortaja, y los habitantes de esa estrella se van á reir de
este traje indecoroso...
Los tres _ciceroni_ del cielo soltaron la carcajada á un tiempo.
Diógenes fué el que exclamó:--Aunque yo le prestara á usted mi
linterna, no encontraría usted alma viviente ni en esa estrella, ni en
estrella alguna de cuantas Dios creó.
--¡Claro, hombre, claro!--añadió muy serio Job--; no hay habitantes más
que en la tierra: no diga usted locuras.
--¡Eso sí que no lo puedo creer!
--Pues vamos allá--replicó Santo Tomás, á quien ya se le iba subiendo
el humo á las narices. Y emprendieron el viaje de estrella en estrella,
y en pocos minutos habían recorrido toda la vía láctea y los sistemas
estelares más lejanos. Nada, no había asomo de vida. No encontraron ni
una pulga en tantos y tantos globos como recorrieron. Pértinax estaba
horrorizado.
--¡Esta es la creación!--exclamó--; ¡qué soledad!
Á ver, enséñeme usted la tierra; quiero ver esa región privilegiada:
por lo que barrunto, debe de ser mentira toda la cosmografía moderna,
la tierra estará quieta y será centro de toda la bóveda celeste; y á
su alrededor girarán soles y planetas y será la mayor de todas las
esferas...
--Nada de eso--repuso Santo Tomás--; la astronomía no se ha equivocado;
la tierra anda alrededor del sol, y ya verá usted qué insignificante
aparece. Vamos á ver si la encontramos entre todo este garbullo de
astros. Búsquela usted, santo Job, usted que es cachazudo.
--¡Allá voy!--exclamó el santo de la teja, dando un suspiro y
asegurando en las orejas unas gafas. ¡Es como buscar una aguja en un
pajar!... ¡Allí la veo! ¡allí va! ¡mírela usted, mírela usted qué
chiquitina! ¡parece un infusorio!
Pértinax vió la tierra, y suspiró pensando en Mónica y en el fruto de
sus filosóficos amores.
--¿Y no hay habitantes más que en esa mota de tierra?
--Nada más.
--¿Y el resto del Universo está vacío?
--Vacío.
--Y entonces, ¿para qué sirven tantos y tantos millones de estrellas?
--Para faroles. Son el alumbrado público de la tierra. Y sirven además
para cantar alabanzas al Señor. Y sirven de ripio á la poesía. Y no se
puede negar que son muy bonitas.
--¡Pero vacío todo!
--¡Vacío!
Pértinax permaneció en los aires un buen rato triste y meditabundo.
Se sentía mal. El edificio de la _Filosofía última_ amenazaba ruina.
Al ver que el Universo era tan distinto de como lo pedía la razón,
empezaba á creer en el Universo. Aquella lección brusca de la realidad
era el contacto áspero y frío de la materia que necesitaba su espíritu
para creer.--¡Está todo tan mal arreglado, que acaso sea verdad!--así
pensaba el filósofo. De repente se volvió hacia sus compañeros y les
preguntó:--¿Existe el infierno?
Los tres suspiraron, hicieron gestos de compasión, y respondieron:
--Sí; existe.
--Y la condenación, ¿es eterna?
--Eterna.
--¡Solemne injusticia!
--¡Terrible realidad!--respondieron los del cielo á coro.
Pértinax se pasó la mortaja por la frente. Sudaba filosofía. Iba
creyendo que estaba en el otro mundo. Aquella sinrazón de todo le
convencía.--¿Luego la cosmogonía y la teogonía de mi infancia eran la
verdad?
--Sí: la primera y última filosofía.
--¿Luego no sueño?
--No.
--¡Confesión! ¡confesión!--gritó llorando el filósofo; y cayó desmayado
en los brazos de Diógenes.
Cuando volvió en sí, estaba de rodillas, todo vestido de blanco, en
los estrados de Dios, á los pies de la Santísima Trinidad. Lo que más
le chocó fué ver efectivamente al Hijo sentado á la diestra de Dios
Padre. Como el Espíritu Santo estaba encima, entre cabeza y cabeza,
resultaba que el Padre estaba á la izquierda.--No sé si un Trono ó una
Dominación, se acercó á Pértinax y le dijo:
--Oye tu sentencia definitiva: y leyó la que sigue:
“Resultando que Pértinax, filósofo, es un pobre de espíritu incapaz de
matar un mosquito;
“Resultando que estuvo dando alimentos y carrera por espacio de muchos
años á un hijo natural habido por el tambor mayor Roque García en
Mónica González, ama de llaves del filósofo;
“Considerando que todas sus filosofías no han causado más daño que el
de abreviar su existencia, que no servía para bendita de Dios la cosa;
“Fallamos que debemos absolver, y absolvemos libremente al procesado,
condenando en costas al fiscal señor don Ramón Nocedal, y dando por los
méritos dichos al filósofo Pértinax la gloria eterna.”
Oída la sentencia, Pértinax volvió á desmayarse.
* * * * *
Cuando despertó, se encontró en su lecho. Mónica y un cura estaban á su
lado.
--Señor--dijo la bruja--, aquí está el confesor que usted ha pedido...
Pértinax se incorporó; pudo sentarse en la cama, y extendiendo ambas
manos, gritó, mirando al confesor con ojos espantados:
--Digo, y repito, que todo es pura representación, y que se ha jugado
conmigo una farsa indigna. Y en último caso, podrá ser cierto lo que
he visto; pero entonces juro y perjuro que si Dios hizo el mundo, debió
haberlo hecho de otro modo.--Y expiró de veras.
No le enterraron en sagrado.


DE LA COMISIÓN...

I
Él lo niega en absoluto; pero no por eso es menos cierto. Sí, allá por
los años de 1840 á 50 hizo versos, imitó á Zorrilla como un condenado
y puso mano á la obra temeraria (llevada á término feliz más tarde por
un Sr. Albornoz), de continuar y dar finiquito al _Diablo Mundo_ de
Espronceda.
Pero nada de esto deben saber los hijos de Pastrana y Rodríguez, que es
nuestro héroe. Fué poeta, es verdad; pero el mundo no lo sabe, no debe
saberlo.
Á los diez y siete años comienza en realidad su gloriosa carrera este
favorito de la suerte en su aspecto administrativo. En esa edad de las
ilusiones le nombraron escribiente temporero en el Ayuntamiento de su
valle natal, como dice _La Correspondencia_ cuando habla de los poetas
y del lugar de su nacimiento.
La vocación de Pastrana se reveló entonces como una profecía.
El primer trabajo serio que llevó á glorioso remate aquel funcionario
público, fué la redacción de un oficio en que el alcalde de
Villaconducho pedía al gobernador de la provincia una pareja de la
Guardia civil para ayudarle á hacer las elecciones. El oficio de
Pastrana anduvo en manos y en lenguas de todos los notables del
lugar. El maestro de la escuela nada tuvo que oponer á la gallarda
letra bastardilla que ostentaba el documento; el boticario fué quien
se atrevió á sostener que la filosofía gramatical exigía que ayer
se escribiera con _h_, pues con _h_ se escribe hoy; pero Pastrana
le derrotó, advirtiendo que, según esa filosofía, también debiera
escribirse mañana con _h_.
El boticario no volvió á levantar cabeza, y Perico Pastrana no tardó
un año en ser nombrado secretario del Ayuntamiento con sueldo. Con
tan plausible motivo se hizo una levita negra; pero se la hizo en la
capital. El Sr. Pespunte, sastre de la localidad y alguacil de la
alcaldía, no se dió por ofendido: comprendió que la levita del señor
secretario era una prenda que estaba muy por encima de sus tijeras;
cuando en la fiesta del Sacramento vió Pespunte á Pedro Pastrana lucir
la rutilante levita cerca del señor alcalde, que llevaba el farol, es
verdad, pero no llevaba levita, exclamó con tono profético:
--¡Ese muchacho subirá mucho!--Y señalaba á las nubes.
Pastrana pensaba lo mismo, pero su pensamiento iba mucho más allá de
lo que podía sospechar aquel alguacil que no sabía leer ni escribir é
ignoraba, por consiguiente, lo que enseñan libros y periódicos á la
ambición de un secretario de Ayuntamiento.
Toda la poesía que antes le llenaba el pecho y le hacía emborronar
tanto papel de barbas, se había convertido en una inextinguible sed de
mando y honores y honorarios. Pastrana amaba todo, como Espronceda;
pero lo amaba por su cuenta y razón, á beneficio de inventario. Como
era secretario del Ayuntamiento, conocía al dedillo toda la propiedad
territorial del Concejo y no se le escapaban las ocultaciones de
riqueza inmueble. Así como el divino Homero en el canto II de su
_Ilíada_ enumera y describe el contingente, procedencia y cualidades de
los ejércitos de griegos y troyanos, Pastrana hubiera podido cantar el
debe y haber de todos y cada uno de los vecinos de Villaconducho.
Era un catastro semoviente. Su fantasía estaba llena de foros y
subforos, de arrendamientos, y enfiteusis, de anotaciones preventivas,
embargos y céntimos adicionales. Era amigo del registrador de la
propiedad, á quien ayudaba en calidad de subalterno, y sabía de memoria
los libros del registro. Salía Perico á los campos á comulgar con la
madre Naturaleza. Pero verán mis lectores cómo comulgaba Pastrana con
la Naturaleza: él no veía la cinta de plata que partía en dos la vega
verde, fecunda, y orlada por fresca sombra de corpulentos castaños que
trepaban por las faldas de los montes vecinos; el río no era á sus ojos
palacio de cristal de ninfas y sílfides, sino finca que dejaba pingües
(pingüe era el adjetivo predilecto de Pastrana), pingües productos al
marqués de Pozos-hondos, que tenía el privilegio, que no pagaba, de
pescar á bragas enjutas las truchas y salmones que á la sombra de
aquellas peñas y enramadas buscaban mentida paz y engañoso albergue en
las cuevas y en los remansos. Al correr de las linfas cristalinas, fija
la mirada sobre las ondas, meditaba Pastrana, pensando, no que nuestras
vidas son los ríos que van á dar á la mar, que es el morir, sino en
el valor en venta de los salmones que en un año con otro pescaba el
marqués de Pozos-hondos. ¡Es un abuso!, exclamaba, dejando á las auras
un suspiro eminentemente municipal; y el aprendiz de edil maduraba un
maquiavélico proyecto que más tarde puso en práctica, como sabrá el que
leyere.
Las sendas y trochas que por montes y prados descendían en caprichosos
giros, no eran ante la fantasía de Pastrana sino servidumbres de paso:
los setos de zarzamora, madreselva y espino de olor, donde vivían
tribus numerosas de canoras aves, alegría de la aurora, y música triste
de la melancólica tarde á la hora del ocaso, teníalos Pastrana por
lindes de las respectivas fincas, y nada más; y sonreía maliciosamente
contemplando aquella sede de Paco Antúnez, que antaño estaba metida
en un puño lejos de los mansos del cura un buen trecho, y que hogaño,
desde que mandaban los liberales, andaba, andaba como si tuviera
pies, prado arriba, prado arriba, amenazando meterse en el campo de
la Iglesia y hasta en el huerto de la casa rectoral. Cada monte, cada
prado, cada huerta veíalos Perico, más que allí donde estaban, en el
plano ideal del catastro de sus sueños; y así, una casita rodeada de
jardín y huerta con pomarada, oculta allá en el fondo de la vega,
mirábala el secretario abrumada bajo el enorme peso de una hipoteca
y próxima á ser pasto de voraz concurso de acreedores; el soto del
Marqués (¡siempre el Marqués!) donde crecían en inmenso espacio
millares de gigantes de madera, entre cuyos pies corrían, no los gnomos
de la fábula, sino conejos muy bien criados, antojábasele á Pastrana
misterioso personaje que viajaba de incógnito: porque el tal soto no
tenía existencia civil, no sabían de él en las oficinas del Estado.
De esta suerte discurría nuestro hombre por aquellos cerros y
vericuetos, inspirado por el dios Término que adoraron los romanos,
midiéndolo todo, pesándolo todo y calculando el producto bruto y el
producto líquido de cuanto Dios crió. Otro aspecto de la Naturaleza que
también sabía considerar Pastrana, era el de la riqueza territorial
en cuanto materia imponible; él, que manejaba todos los papeles del
Ayuntamiento, sabía, en cierta topografía rentística que llevaba
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