Doctor Sutilis (Cuentos) - 16

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ciencias morales y políticas de la _cuestión social en conjunto_, y
se discutía si la habría ó no la habría. Los señores _de enfrente_,
los de la derecha (Reyes se sentaba á la izquierda, cerca de un
balcón escondido en las tinieblas), acababan por asegurar que siempre
_habría pobres entre vosotros_, y con otros cinco ó seis textos del
Evangelio daban por resuelta la cuestión. Los de la izquierda, con
motivo de estas citas, negaban la divinidad de Jesucristo; y con
gran escándalo de algunos socios muy amigos del orden y de asistir á
todas las sesiones, «se pasaba de una sección á otra indebidamente»;
pero no importaba, ya se sabía que siempre se iba á dar allí, y el
presidente, experto y tolerante, no ponía veto á las citas de un
krausista de tendencias demagógicas, que “con todo el respeto debido
al Nazareno”, ponía al cristianismo como chupa de dómine, negando que
él, Fernando Chispas, le debiera cosa alguna (á quien él debía era á
la patrona), pues lo que el cristianismo tenía de bueno, lo debía á
la filosofía platónica, á los sabios de Egipto, de Persia, y en fin,
de cualquier parte, pero no á su propio esfuerzo. De una en otra se
llegaba á discutir todo el dogma, toda la moral y toda la disciplina.
Un caballero que hablaba todos los años tres ó cuatro veces en todas
las secciones, se levantaba á echarle en cara á la religión de Jesús,
según venía haciendo desde ocho años á aquella parte, á echarle en cara
que colocase á los ladrones en los altares, y perdonase á los grandes
criminales por un solo rasgo de contrición, estando á los últimos. Y
citaba _La Devoción de la Cruz_, escandalizándose de la moral relajada
de Calderón y de la Iglesia.
Entonces surgía en la derecha un hegeliano católico, casi siempre
consejero de Estado, gran maestro en el manejo del difumino filosófico.
“Se levantaba, decía, á encauzar el debate, á elevarlo á la región pura
de las ideas”; y la emprendía con _Emmanuel_ Kant (así le llamaba),
Fichte, Schelling y Hegel, que eran los cuatro filósofos que citaba
en esta época todo el mundo, exponiendo sus respectivas doctrinas en
cuatro palabras. Los krausistas de escalera abajo replicaban, llenos
de una unción filosófico-teológica, como pudiera tenerla un _bulldog_
amaestrado; y con estudiada preterición citaban al mundo entero, menos
á Krause, el maestro, encontrando la causa de tantos y tantos errores
como, en efecto, deslucen la historia del pensamiento humano, en la
falta de método, y sobre todo en no comenzar ó discurrir cada cual
desde el primer día que se le ocurrió discurrir, por el yo, no como
mero pensamiento, sino en todo lo que en la realidad es...
Todo esto era hacía años, antes de irse él, Reyes, á París. Ahora,
recordando semejantes escaramuzas, y contemplando lo presente, sentía
cierta tristeza, que era producida por la romántica perspectiva de los
recuerdos.
En aquellas famosas discusiones, en que Cristo lo pagaba todo, había á
lo menos cierta libertad de la fantasía; á veces eran aquellas locuras
ideales morales en el fondo, no extrañas por completo á las sugestiones
naturales de la moral práctica; en fin, él les reconocía cierta bondad
y cierta poesía, que tal vez se debía á no ser posible que aquello
volviese; tal vez no tenían más poesía que la que ve la memoria en todo
lo muerto. Ahora el _positivismo_ era el rey de las discusiones. Los
oradores de derecha é izquierda se atenían á los hechos, agarrados á
ellos como las lapas á las peñas. Aquello no era una filosofía; era un
_artículo de París_, la cuestión de los quince, ó el acertijo gráfico
que se llama “¿dónde está la pastora?” Caballeros que nunca habían
visto un cadáver hablaban de anatomía y de fisiología, y cualquiera
podría pensar que pasaban la vida en el anfiteatro rompiendo huesos,
metidos en entrañas humanas, calientes y sangrando, hasta las rodillas.
Había allí una carnicería teórica. Las mismas palabras del tecnicismo
fisiológico iban y venían mil veces, sin que las comprendiera casi
nadie; el individuo era el protoplasma, la familia la célula, y la
sociedad un tejido..., un tejido de disparates.
Antonio, muy satisfecho en el fondo de su alma, porque penetraba
todo lo que había de ridículo en aquella bacanal de la necedad
libre-pensadora, se levantó de su butaca azul y salió á los pasillos,
dejando con la palabra en la boca á un medicucho, que había aprendido
en los manuales de Letourneau toda aquella masa incoherente de datos
problemáticos y casi siempre insignificantes.
--¡Tontos, todos tontos!--pensaba: y una ola de agua rosada le bañaba
el espíritu. Ya no se acordaba de Rejoncillo, ni de Reseco; la
sensación de una superioridad casi tangible le llenaba el ánimo; sí,
sí, era evidente; aquellos hombres que quedaban allí dentro dando voces
ó escuchando con atención seria, algunos de los cuales tenían fama de
talentudos, eran inferiores á él con mucho, incapaces de ver el aspecto
cómico de semejantes disputas, la necedad hereditaria que asomaba en
tamaño apasionamiento por ideas insustanciales, falsas, sin aplicación
posible, sin relación con el mundo serio, digno y noble de la realidad
misteriosa.
En los pasillos también se disputaba. Eran algunos jóvenes que, sin
sospecharlo siquiera Reyes, despreciaban las disputas de la sección.
Hablaban también de filosofía, pero no tenía nada que ver su discusión
con la de allá dentro: éstos habían venido á parar á la cuestión de
si había ó no metafísica, á partir de la última novela publicada en
Francia. Antonio se acercó al grupo, y no estuvo contento mientras notó
alguna originalidad y fuerza en la argumentación. Un joven moreno,
pálido, de ojos azules claros y muy redondos, soñadores, ó por lo
menos distraídos, hablaba con descuido, sin atar las frases, pero con
buen sentido y con entusiasmo contenido.
--¿Quién duda, señores, que, en efecto, el positivismo ha de ir... no
digo que sea en este siglo, ¿eh? pero ha de ir poco á poco..., vamos,
modificándose, cambiando, para acabar por ser una nueva metafísica?...
--Esa tendencia ya aparece en algunos escritores--, dijo otro, pequeño,
rubio, vivaracho, de lentes, que gesticulaba mucho, y al cual el
moreno, el distraído, oía con atención cariñosa. Siguió hablando
el chiquitín de escritores alemanes modernísimos que repasaban la
filosofía de Kant, y la de Fichte, y la de Hegel para ver de encontrar
en ella bases nuevas de una metafísica que había que construir á todo
trance.
Entonces Reyes sonrió con disimulado desprecio, satisfecho, y se apartó
también de aquel grupo. Al fin había encontrado lo que quería. “También
aquéllos disparataban; creían en resurrecciones metafísicas; ¡bah!,
tontos como los otros, como los positivistas de café, como los pobres
diablos de allá dentro, aunque no lo fueran tanto.”
Salió del Ateneo. El cielo se había despejado; los últimos nubarrones
se amontonaban huyendo hacia el Norte; las estrellas brillaban como si
las acabaran de lavar; una poesía sensual bajaba del infinito oscuro.
Reyes comparó al Ateneo con el cielo estrellado y salió perdiendo el
Ateneo. Debía estar prohibido discutir los grandes problemas de la vida
universal, sobre todo cuando se era un _cretino_. Las estrellas, que
de fijo sabían más de esas cosas sublimes que los hombres, callaban
eternamente; callaban y brillaban. Reyes, en el fondo de su alma, se
sintió digno de ser estrella.
Bajó la calle de la Montera. El reloj del Principal dió las diez. Una
mujer triste se acercó á Antonio rebozada en un mantón gris, con una
mano envuelta en el mantón y aplicada á la boca. Él la miró sin verla,
y no oyó lo que ella dijo; pero una asociación de ideas, de que él
mismo no se dió cuenta, le hizo acordarse de repente de su aventura
iniciada. Regina Theil estaba en Rivas. ¡Oh! ¡el amor, el galanteo!
Un temblor dulce le sacudió el cuerpo. Á dos pasos tenía un coche de
punto. El cochero dormía; le despertó dándole con el bastón en un
hombro, montó y dijo al cerrar la portezuela:
--¡Á Rivas, corre!

VII
La berlina, destartalada, vieja y sucia, subió al galope del triste
caballo blanco, flaco y de pelo fino, por la cuesta de la calle de
Alcalá. Antonio, en cuanto el traqueo de las ruedas desvencijadas
le sacudió el cuerpo, sintió una reacción del espíritu, que le hizo
saltar desde el deleite casi místico de la vanidad halagada en su
contemplación solitaria, á una ternura sin nombre, que buscaba alimento
en recuerdos muy lejanos y vagos. Era una voluptuosidad entre dulce
y amarga esforzarse en estar triste, melancólico por lo menos, en
aquellos momentos en que el orgullo satisfecho le gritaba en los oídos
que el mundo era hermoso, dramática la vida, grande él, el hijo de su
padre. El run, run de los vidrios saltando sobre la madera, el ruido
continuo y sordo de las ruedas, le iban sonando á canción de nodriza;
gotas de la reciente tormenta, que aún resbalan en zig-zag por los
cristales, tomaban de las luces de la calle fantásticos reflejos, y con
refracciones caprichosas mostraban los objetos en formas disparatadas.
Un olor punzante, indefinible, pero muy conocido (olor de coche de
alquiler lo llamaba él para sus adentros), le traía multitud de
recuerdos viejos; y se vió de repente sentado en la ceja de otro coche
como aquél, á los cinco años, entre las rodillas de un señor delgado,
que era su padre, su padre que le oprimía dulcemente el cuerpecito
menudo con los huesos de sus piernas flacas y nerviosas. ¡Qué lejos
estaba todo aquello! ¡Qué diferente era el mundo que veía entre sueños
de una conciencia que nace, aquel niño precoz, del mundo verdadero, el
de ahora!
Las rodillas del padre eran almohada dura, pero que al niño se le
antojaba muy blanda, suave, almohada de aquella cabeza rubia, un poco
grande, poblada de fantasmas antes de tiempo, siempre con tendencias á
inclinarse, apoyándose, para soñar.
Reyes atribuía á los recuerdos de su infancia un interés supremo;
conservábalos con vigorosa memoria y con una precisión plástica
que le encantaba; los repasaba muy á menudo como los cantos de un
poema querido. Como aquella poesía de sus primeras visiones no había
otra; desde los seis años su vida interior comenzaba á admirarle; su
precocidad extraordinaria había sido un secreto para el mundo; era un
niño taciturno, que miraba sin verlas apenas las cosas exteriores.
La realidad, tal como era desde que él tenía recuerdos, le había
parecido despreciable; sólo podía valer transformándola, viendo en ella
otras cosas; la actividad era lo peor de la realidad; era enojosa,
insustancial; los resultados que complacían á todos, le repugnaban;
el querer hacer bien algo, era una ambición de los demás, pequeña,
sin sentido. De todo esto había salido muy temprano una injusticia
constante del mundo para con él. Nadie le apreciaba en lo que valía;
nadie le conocía; sólo su padre le adivinaba, por amor. En la escuela,
donde había puesto los pies muy pocas veces, otros ganaban premios
con estrepitosos alardes de sabiduría infantil; él entraba, los pocos
días que entraba, llorando; érale imposible recordar las lecciones
aprendidas al pie de la letra; sabíalas mejor que los otros, estaba
seguro de comprenderlas y el maestro siempre torcía el gesto, porque
Antonio tartamudeaba y decía una cosa por otra. En las reuniones
de familia, donde se celebraban improvisados certámenes de gracias
infantiles, el chico de Reyes siempre quedaba oscurecido por sus
primitos, que saltaban mejor, declamaban escenas de Zorrilla y García
Gutiérrez, recitaban fábulas y tenían _salidas_ graciosas. Se acordaba
como si fueran de aquel instante, de los elogios fríos, de los besos
helados con que amigos y parientes le acariciaban por complacer á su
padre, que sonreía con tristeza y siempre acudía después de los otros á
calentarle el alma con un beso fuerte, apretado y con un estrujón entre
las rodillas temblonas y huesudas. Su padre comprendía que los demás no
encontraban ninguna gracia en su hijo. Á los dos se les olvidaba pronto
y la familia entera se consagraba á cantar las alabanzas del diablejo
de Alberto, del chistosísimo Justo, de Sebastián el sabio, que á los
siete años anunciaban seguras glorias de la familia de los Valcárcel.
Emma Valcárcel se llamaba su madre.
La imagen de aquella mujer flaca, enferma, de una hermosura arruinada,
que jamás había visto él en su esplendor de juventud sana y alegre,
llenó el cerebro de Antonio. Este recuerdo fué un dolor positivo; no
tenía la triste voluptuosidad alambicada de los otros.
“¡Mi madre!...” dijo en voz alta Reyes; y apoyó la cabeza en la fría y
resquebrajada gutapercha que guarnecía el coche miserable. Encogió los
hombros, cerró los ojos y sintió en ellos lágrimas. El ruido de los
cristales y de las ruedas, más fuerte ahora, le resonaba dentro del
cráneo; ya no era como canto de nodriza; tomó un ritmo extraño de coro
infernal, parecido al de los demonios en _El Roberto_.

NOTAS:
[2] La novela _Su único hijo_ ha sido ya publicada y forma el
tomo segundo de estas obras completas; de _Una medianía_, que iba
á ser continuación de la anterior, tan sólo ha escrito Clarín el
presente fragmento. No obstante hallarse incompleto (lo mismo que
el cuento _Feminismo_, del que no se publicó más que lo reproducido
anteriormente), creemos que debe figurar en este tomo, en la seguridad
de que el público lo encontrará interesante.
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