Doctor Sutilis (Cuentos) - 05

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dimitió: ¡qué había de dimitir, si estos burócratas de Madrid no saben
lo que es dignidad! Pero dirás tú, y con razón: ¿por qué tu Juan había
de necesitar que nadie mendigara billetes para su mujer? Es verdad, y
en eso hablas como una Santa Teresa; pero Juan, nada, en su cama, queja
que te quejarás, preparándose á bien morir y sin pensar en billetes, ni
en caballeros en plaza, ni en ascensos, ni en todo eso que me trajo á
la corte en mal hora. En fin, Visita, no hemos visto nada, á no ser las
iluminaciones, que valientes iluminaciones estaban; y se dió el caso
de andar la familia de Covachuelón sin cabeza (porque la cabeza tenía
malo el pulmón), de andar por aquellas plazuelas y calles de Dios,
como unas cualesquiera, como unos papanatas, codeándose con la plebe
y teniendo que dejar la acera á los que la llevasen, aunque fueran
hijos del verdugo. Aquí no se respetan las clases, ni el abolengo,
y no le conocen á una en la cara los pergaminos ni la categoría. No
creas que el bullicio fué tan grande como dicen, y de mí te puedo
asegurar que no grité viva nada, porque esto no es modo de tratar á
la gente. ¿Te acuerdas de aquel don Casimiro á quien sacamos diputado
por los pelos, y gracias á estanquillos y chorizos de los decomisados?
Pues ¡asómbrate! don Casimiro, que tenía un paquete de entradas para
todas partes, pasó junto á nosotros sin saludarnos, en un coche muy
elegante, que no sé de dónde lo habrá sacado ese pelagatos. Y dicen
que la conciliación se arraiga y que esto va á durar; ¡mira tú qué
postura de conciliación es ésta, ni si lleva trazas de arraigarse un
Ministerio tan destartalado y montado al aire! Después de ver tanta
farsa y tanto descaro, no me quedaba más que ver, y quise volverme á
mi tierra; el mismo día en que la enfermedad de Juan hacía crisis,
según dijo el médico, cogí á Juan por los pies, le vestí, y lo tapé, y
escondí entre cinco mantas: _hice la crisis_ yo, y nos metimos en el
tren correo. Juan, dócil por la primera vez de su vida, se puso bueno
en el camino, ó por lo menos disimuló el mal; y aquí nos tienes con
la nieve al cuello, en un lugarón que no tiene nombre en el mapa; yo
furiosa, Purita desesperanzada de coger una proporción, y Juan dando
pataditas en el suelo, soplándose los nudillos y murmurando á cada
paso: “¡Maldita sea mi suerte!”
Si algún día llego á mi casita, y desempeño los cubiertos, y junto
algunos cuartos procedentes de las manos de Juan, que él llama
groseramente puercas, y pongo esos cuartos á réditos y saco una renta
regular para ir tirando... te juro, Visita (tanto es lo que aborrezco
la conciliación), te juro que presento la renuncia del destino de Juan
y me declaro _ilegala_.
_Purificación._


EL DIABLO EN SEMANA SANTA

Como un león en su jaula, bostezaba el diablo en su trono; y he
observado que todas las potestades, así en la tierra como en el cielo
y en el infierno, tienen gran afición al aparato majestuoso y solemne
de sus prerrogativas, sin duda porque la vanidad es flaqueza natural y
sobrenatural que llena los mundos con sus vientos, y acaso los mueve
y rige. Bostezaba el diablo del hambre que tenía de picardías que por
aquellos días le faltaban, y eran los de Semana Santa.
Tal como se muere de inanición el cómico en esta época del año, así
el diablo expiraba de aburrido; y no bastaban las invenciones de sus
palaciegos para divertirle el ánimo, alicaído y triste con la ausencia
de bellaquerías, infamias y demás proezas de su gusto.
Según bostezaba y se aburría, ocurriósele de pronto una idea, como
suya, diabólica en extremo; y como no peca S. M. _in inferis_ de
irresoluta, dando un brinco como los que dan los monos, pero mucho más
grande, saltó fuera de sus reales, y se quedó en el aire muy cerca de
la tierra, donde es huésped agasajado y bienquisto por sus frecuentes
visitas.
Fué la idea que se le ocurrió al demonio, que por entonces comenzaba
la tierra madre á hincharse con la comenzón de dar frutos, yéndosele
los antojos en flores, que lo llenaban todo de aromas y de alegres
pinturas, ora echadas al aire, y eran las alas de las mariposas, ora
sujetas al misterioso capullo, y eran los pétalos.
Bien entiende el diablo lo que es la primavera, que antes de ser
diablo fué ángel y se llamó luz bella, que es la luz de la aurora, ó
la luz triste de la tarde, que es la luz de la melancolía y de las
aspiraciones sin nombre que buscan lo infinito. Lo que sabe el diablo
de argucias, díganlo San Antonio y otros varones benditos, que lucharon
con fatiga y sudor entre las tentaciones del enemigo malo y las
inefables y austeras delicias de la gracia. Claro es que al atractivo
celestial, nada hay comparable, ni de lejos, y que soñar con tales
comparaciones es pecar mortalmente; pero también es cierto que, aparte
de Dios, nada hay tan poderoso y amable, á su manera, como el diablo;
siendo todo lo que queda por el medio, insulso, tibio y de menos
precio, sea bueno ó malo. Para todo corazón grande, el bien, como no
sea el supremo, que es Dios mismo, vale menos que el mal cuando es el
supremo, que es el demonio.
Al ver que brotaba la primavera en los botones de las plantas y en la
sangre bulliciosa de los animales jóvenes, se dijo “ésta es la mía”, el
diablo, gran conocedor de las inclinaciones naturales. Aunque le teme y
huye, no quiere el diablo mal á Dios, y mucho menos desconoce su fuerza
omnipotente, su sabiduría y amor infinito, que á él no le alcanza,
por misterioso motivo, cuyo secreto el mismísimo demonio respeta, más
reverente que algunos apologistas cristianos. Y así, mirando al cielo,
que estaba todo azul al Oriente y al Poniente se engalanaba con ligeras
nubecillas de amaranto, decía el diablo con acento plañidero, pero
no rencoroso, digan lo que quieran las beatas, que hasta del diablo
murmuran y le calumnian; digo que decía el diablo: “Señor, de tu propia
obra me valgo y aprovecho: tú fuiste, y sólo tú, quien produjo esta
maravilla de las primaveras en los mundos, en una divina inspiración
de amor dulcísimo y expansivo, que jamás comprenderán los hombres que
son religiosos por manera ascética; ¿y qué es la primavera, Señor? Un
beso caliente y muy largo que se dan el sol y la tierra, de frente,
cara á cara, sin miedo. ¡Pobres mortales! Los malos, los que saben
algo de la verdad del buen vivir, están en mi poder, y los buenos, los
que vuelven á Ti los ojos, Dios Eterno, quiérente de soslayo, no con
el alma entera; no entienden lo que es besar de frente y cara á cara,
como besa el sol á la tierra, y tiemblan, vacilan y gozan de tibias
delicias, más ideadas que sentidas; y acaso es mayor el placer que les
causa la tentación con que yo les mojo los labios, que el alabado gozo
del deliquio místico, mitad enfermedad, mitad buen deseo...”
Comprendió el diablo que se iba embrollando en su discurso, y calló
de repente, prefiriendo las obras á las palabras, como suelen hacer
los malvados, que son más activos y menos habladores que la gente
bonachona y aficionada al _verbo_.
Sonrió S. M. infernal con una sonrisa que hubiera hecho temblar de
pavor á cualquier hombre que le hubiese visto: y varios ángeles que de
vuelta del mundo pasaban volando cerca de aquellas nubes pardas donde
Satanás estaba escondido, cambiaron por instinto la dirección del
vuelo, como bandada de palomas que vuelan atolondradas con distinto
rumbo al oir el estrépito que hace un disparo cuando retumba por los
aires. Mira el diablo á los ángeles con desprecio, y volviendo en
seguida los ojos á la tierra, que á sus pies se iba deslizando como el
agua de un arroyo, dejó que pasara el Mediterráneo, que era el que á
la sazón corría hacia Oriente por debajo, y cuando tuvo debajo de sí
á España, dejóse caer sobre la llanura, y como si fuera por resorte,
redújose con el choque de la caída, la estatura del diablo, que era de
leguas, á un escaso kilómetro.
El sol se escondía en los lejanos términos, y sus encendidos colores
reflejábanse en el diablo de medio cuerpo arriba, dándole ese tinte
mefistofélico con que solemos verle en las óperas, merced á la lámpara
Drumont ó á las luces de bengala. Puso el Señor de los Abismos la
mano derecha sobre los ojos y miró en torno, y no vió nada á la
investigación primera, mas luego distinguió de la otra parte del sol
como la punta de una lanza enrojecida al fuego. Era la veleta de una
torre muy lejana. En unos doce pasos que anduvo, vióse el diablo muy
cerca de aquella torre, que era la de la catedral de una ciudad muy
antigua, triste y vieja, pero no exenta de aires señoriales y de
elegancia majestuosa. Tendióse cuan largo era por la ribera de un río
que al pie de la ciudad corría (como contando con las quejas de su
murmullo la historia de su tierra), y estirando un tanto el cuello, con
postura violenta, pudo Satanás mirar por las ventanas de la catedral lo
que pasaba dentro. Es de advertir que los habitantes de aquella ciudad
no veían al diablo tal como era, sino parte en forma de niebla que se
arrastraba al lado del río perezosa, y parte como nubarrón negro y
bajo que amenaza tormenta y que iba en dirección de la catedral desde
las afueras. Verdad es que el nubarrón tenía la figura de un avechucho
raro, así como cigüeña con gorro de dormir; pero esto no lo veían
todos, y los niños, que eran los que mejor determinaban el parecido de
la nube, no merecían el crédito de nadie. Un acólito de muy tiernos
años, que había subido en compañía del campanero á tocar las oraciones,
le decía:--Señor Paco, mire usted este nubarrajo que está tan cerca,
parece un aguilucho que vuelve á la torre, pero trae una alcuza en
el pico; vendrá por aceite para las brujas. Pero el campanero, sin
contestar palabra ni mirar al cielo, daba la primer campanada, que
despertaba á muchos vencejos y lechuzas dormidos en la torre. Sonaba
la segunda campanada solemne y melancólica, y los pajarracos revolaban
cerca de las veletas de la catedral; el chico, el acólito, continuaba
mirando al nubarrón, que era el diablo; y á la campanada tercera
seguía un repique lento, acompasado y grave, mientras que los otros
campanarios de la ciudad vetusta comenzaban á despertarse y á su vez
bostezaban con las tres campanadas primeras de las oraciones.
Cerró la noche, el nubarrón se puso negro del todo, y nadie vió las
ascuas con que el diablo miraba al interior de la catedral por unos
vidrios rotos de una ventana que caía sobre el altar mayor, muy
alumbrado con lámparas que colgaban de la alta bóveda y con velas de
cera que chisporroteaban allá abajo.
El aliento del diablo, entrando por la ventana de los vidrios rotos,
bajaba hasta el altar mayor en remolinos, y movía el pesado lienzo
negro que tapaba por aquellos días el retablo de nogal labrado. Á los
lados del altar, dos canónigos, apoyados en sendos reclinatorios,
sumidos los pliegues del manteo en ampuloso almohadón carmesí,
meditaban á ratos, y á ratos leían la pasión de Cristo. En el recinto
del altar mayor, hasta la altísima verja de metal dorado con que se
cerraba, nadie más había que los dos canónigos; detrás de la verja,
el pueblo devoto, sumido en la sombra, oía con religiosa atención las
voces que cantaban las _Lamentaciones_, los inmortales _trenos_ de
Jeremías. Cuando el monótono cántico de los clérigos cesaba, tras breve
pausa, los violines volvían á quejarse, acompañando á los _niños de
coro_, tiples y contraltos, que parecían llegar á las nubes con los
ayes del _Miserere_. Diríase que cantaban en el aire, que se cernían
las notas aladas en la bóveda, y que de pronto, volando, volando,
subían hasta desvanecerse en el espacio. Después las voces del violín
y las voces del colegial tiple emprendían juntas el vuelo, jugaban,
como las mariposas, alrededor de las flores ó de la luz, y ora bajaban
las unas en pos de las otras hasta tocarse cerca del suelo, ora,
persiguiéndose también, salían en rápida fuga por los altos florones de
las ventanas, á través de las cortinas cenicientas y de los vidrios de
colores. Nuevo silencio; cerca del altar mayor se extinguía una luz,
de varias colocadas en alto, sobre un triángulo de madera sostenido
por un mástil de nogal pintado. Entonces como risas contenidas, pero
risas lanzadas por bocas de madera, se oían algunos chasquidos; á
veces los chasquidos formaban serie, las risas eran carcajadas; eran
las carcajadas de las carracas que los niños ocultaban, como si fueran
armas prohibidas preparadas para el crimen. El incipiente motín de las
carracas se desvanecía al resonar otra vez por la anchurosa nave el
cántico pesado, estrepitoso y lúgubre de los clérigos del coro.
El diablo seguía allá arriba alentando con mucha fuerza, y llenaba
el templo de un calor pegajoso y sofocante: cuando oyó el preludio
inseguro y contenido de las carracas, no pudo contener la risa, y movió
las fauces y la lengua de un modo que los fieles se dijeron unos á
otros:--¿Será el carracón de la torre? ¿Pero por qué le tocan ahora?
Un canónigo, mientras se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo
de hierbas, decía para sí:--¡Ese Perico es el diablo, el mismo diablo!
¡Pues no se ha puesto á tocar el carracón del campanario! Y todo era
que el diablo, no Perico, sino el diablo de veras, se había reído. El
canónigo, que sudaba, miró hacia el retablo y vió el lienzo negro que
se movía; volvió los ojos á su compañero, sumido en la meditación, y
le dijo en voz muy baja y sin moverse: --¿Qué será? ¿No ve usted cómo
se menea eso?
El otro canónigo era muy pálido. No sudaba ni con el calor que hacía
allí dentro. Era joven; tenía las facciones hermosas y de un atrevido
relieve; la nariz era acaso demasiado larga, demasiado inclinada sobre
los labios y demasiado carnosa; aunque aguda, tenía las ventanas muy
anchas, y por ellas alentaba el canónigo fuertemente, como el diablo de
allá arriba.--No es nada--contestó sin apartar los ojos del libro que
tenía delante; “es el viento que penetra por los cristales rotos”. En
aquel momento todos los fieles pensaban en lo mismo y miraban al mismo
sitio; miraban al altar y al lienzo que se movía, y pensaban: “¿qué
será esto?” Las luces del triángulo puesto en alto se movían también,
inclinándose de un lado á otro alrededor del pábilo, y brillaban cada
vez más rojas, pero como envueltas en una atmósfera que hiciera difícil
la combustión. El canónigo viejo se fué quedando aletargado ó dormido;
la misma torpeza de los sentidos pareció invadir á los fieles, que
oían como en sueños á los que en el coro cantaban con perezoso compás
y enronquecidas voces. El diablo seguía alentando por la ventana de
los vidrios rotos. El canónigo joven estaba muy despierto y sentía una
comezón que no pudo dominar al cabo; pasó una mano por los ojos, anduvo
en los registros del libro, compuso los pliegues del manteo, hizo
mil movimientos para entretener el ansia de no sabía qué, que le iba
entrando por el corazón y los sentidos; respiró con fuerza inusitada,
levantando mucho la cabeza... y en aquel momento volvió á cantar el
colegial que subía á las nubes con su voz de tiple. Era aquella voz
para los oídos del canónigo inquieto de una extraña naturaleza, que él
se figuraba así, en aquel mismo instante en que estaba luchando con sus
angustias; era aquella voz de una pasta muy suave, tenue y blanquecina;
vagaba en el aire, y al chocar con sus ondas, que la labraban como
si fueran finísimos cinceles, iba adquiriendo graciosas curvas que
parecían, más que líneas, sutiles y vagarosas ideas, que suspiraban
entusiasmo y amor; al cabo, la fina labor de las ondas del aire sobre
la masa de aquella voz, que era, aunque muy delicada, materia, daba
por maravilloso producto los contornos de una mujer que no acababan de
modelarse con precisa forma; pero que, semejando todo lo curvilíneo
de Venus, no paraban en ser nada, sino que lo iban siendo todo por
momentos. Y según eran las notas, agudas ó graves, así el canónigo veía
aquellas líneas que son símbolo en la mujer de la idealidad más alta,
ó aquellas otras que toman sus encantos del ser ellas incentivo de más
corpóreos apetitos.
Toda nota grave era, en fin, algo turgente, y entonces el canónigo
cerraba los ojos, hundía en el pecho la cabeza y sentía pasar fuego
por las hinchadas venas del robusto cuello; cuando sonaban las notas
agudas, el joven magistral (que ésta era su dignidad) erguía su cabeza
apolina, abría los ojos, miraba á lo alto y respiraba aquel aire de
fuego con que se estaba envenenando, gozoso, anhelante, mientras
rodaban lágrimas lentas de sus azules ojos, llenos de luz y de vida.
Aunque la voz del colegial cantaba en latín los dolores del Profeta,
el magistral creía oir palabras de tentación que en claro español le
decían:
“Mientras lloras y gimes por los dolores de edades enterradas después
de muchos siglos, las golondrinas preparan sus nidos para albergar el
fruto del amor.
“Mientras cantas en el coro tristezas que no sientes, corre loca la
savia por las entrañas de las plantas y se amontona en los pétalos
colorados de la flor como la sangre se transparenta en las mejillas de
la virgen hermosa.
“El olor del incienso te enerva el espíritu; en el campo huele á
tomillo, y la espinera y el laurel real embalsaman el ambiente libre.
“Tus ayes y los míos son la voz del deseo encadenado; rompamos estos
lazos, y volemos juntos; la primavera nos convida; cada hoja que nace
es una lengua que dice: ‘ven: el misterio dionisíaco te espera’.
“Soy la voz del amor, soy la ilusión que acaricias en sueños; tú me
arrojas de ti, pero yo vuelo en la callada noche, y muchas veces, al
huir en la obscuridad, enredo entre tus manos mis cabellos; yo te besé
los ojos, que estaban llenos de lágrimas que durmiendo vertías.
“Yo soy la bien amada, que te llama por última vez: ahora ó nunca. Mira
hacia atrás: ¿no oyes que me acerco? ¿Quieres ver mis ojos y morir de
amor? ¡Mira hacia atrás, mírame, mírame!...”
Por supuesto, que todo esto era el diablo quien lo decía, y no el niño
del coro, como el magistral pensaba. La voz, al cantar lo de “¡mírame,
mírame!”, se había acercado tanto, que el canónigo creyó sentir en la
nuca el aliento de una mujer (según él se figuraba que eran esta clase
de alientos).
No pudo menos de volver los ojos, y vió con espanto detrás de la verja,
tocando casi con la frente en las rejas doradas, un rostro de mujer,
del cual partía una mirada dividida en dos rayos que venían derechos á
herirle en sitios del corazón deshabitados. Púsose en pie el magistral
sin poder contenerse, y por instinto anduvo en dirección de la verja
cerrada. Á nadie extrañó el caso, porque en aquel momento otro canónigo
vino de relevo y se arrodilló ante el reclinatorio.
Aquella imagen que asomaba entre las rejas era de la jueza (que así
llamaban á doña Fe, por ser esposa del magistrado de mayor categoría
del pueblo).
Bien la conocía el magistral, y aun sabía no pocos de sus pecados, pues
ella se los había referido; pero jamás hasta entonces había notado
la acabadísima hermosura de aquel rostro moreno. Claro es que al
magistral, sin las artes del diablo, jamás se le hubiera ocurrido mirar
á aquella devota dama, famosa por sus virtudes y acendrada piedad.
Cuando el canónigo, sin saber lo que hacía, se iba acercando á ella,
un caballero de elegante porte, vestido con esmerada riqueza y gusto,
y ni más ni menos hermoso que el magistral mismo, pues se le parecía
como una gota á otra gota, se acercó á la jueza, se arrodilló á su
lado, y acercando la cabeza al oído de un niño que la señora tenía
también arrodillado en su falda, le dijo algo que oyó el niño sólo, y
que le hizo sonreir con suma picardía. Miró la madre al caballero, y no
pudo menos de sonreir á su vez cuando le vió posar los labios sobre la
melena abundosa y crespa de su hijo, diciendo: “¡hermoso arcángel!”--El
niño, con cautela y á espaldas de la madre, sacó de entre los pliegues
de su vestido una carraca de tamaño descomunal, en cuanto carraca, y
sin más miramientos, en cuanto vió que otra luz de las del triángulo
se apagaba, trazó en el viento un círculo con la estrepitosa máquina
y dió horrísono comienzo á la revolución de las carracas. No había
llegado, ni con mucho, el momento señalado por el rito para el barullo
infantil, pero ya era imposible contener el torrente; estalló la furia
acorralada, y de todos los ángulos del templo, como gritos de las
euménides, salieron de las fauces de madera los discordantes ruidos,
sofocados antes, rompiendo al fin la cárcel estrecha y llenando los
aires, en desesperada lucha unos con otros, y todos contra los tímpanos
de los escandalizados fieles.
Y era lo que más sonaba y más horrísono estrépito movía la carcajada
del diablo, que tenía en sus brazos al hijo de la jueza y le decía
entre la risa: --¡Bien, bravo, ja, ja, ja, toca; eso, ra, ra, ra, ra!...
El niño, orgulloso de la revolución que había iniciado, manejaba la
carraca como una honda, y gritaba frenético: “¡Mamá, mamá, he sido
yo el primero! ¡Qué gusto, qué gusto! ¡Ra, ra, ra!” La jueza bien
quisiera ponerse seria, á fuer de severa madre; pero no podía, y
callaba y miraba al _hermoso arcángel_ y al caballero que le sostenía
en sus brazos; y oía el estrépito de las carracas como el ruido de
la lluvia de primavera, que refresca el ambiente y el alma. Porque
precisamente en aquel día había esta señora sentido grandes antojos
de algo extraordinario, sin saber qué; algo, en fin, que no fuera el
juez del distrito; algo que estuviera fuera del orden; algo que hiciese
mucho ruido, como los besos que ella daba al arcángel de la melena;
más todavía, como los latidos de su corazón, que se le saltaba del
pecho pidiendo alegría, locuras, libertad, aire, amores... carracas.
El magistral, que había acudido con sus compañeros de capítulo á poner
dique á la inundación del estrépito, pero en vano, fingía, también en
balde, tomar á mal la diablura irreverente de los muchachos, porque
su conciencia le decía que aquella revolución le había ensanchado el
ánimo, le había abierto no sabía qué válvulas que debía de tener en el
pecho, que al fin respiraba libre, gozoso. Ni el magistral volvió á
pensar en la jueza, ni la jueza miró sino con agradecimiento de madre
al caballero que se parecía al magistral, á quien había mirado la
espalda aquella noche antes de que entrase el caballero.
Los demás devotos, que al principio se habían indignado, dejaron al
cabo que los _diablejos_ se despacharan á su gusto; en todas las caras
había frescura, alegría; parecíales á todos que despertaban de un
letargo; que un peso se les había quitado de encima, que la atmósfera
estaba antes llena de plomo, azufre y fuego, y que ahora con el ruido,
se llenaba el aire de brisas, de fresco aliento que rejuvenecía y
alegraba las almas.--Y ¡ra, ra, ra! ¡ra! los chicos tocaban como
desesperados. Perico hacía sonar el carracón de la torre, y el diablo
reía, reía como cien mil carracas.
* * * * *
Lo cierto es que el demonio tenía un plan como suyo; que la jueza y el
magistral estuvieron á punto de perderse, allá en lo recóndito de la
intención por lo menos; pero, como al diablo lo que más le agrada son
las diabluras, en cuanto le infundió al chico de la jueza la tentación
de tocar la carraca á deshora, todo lo demás se le olvidó por completo,
y dejando en paz, por aquella noche, las almas de los justos, gozó como
un niño con la tentación de los inocentes.
Cuando Satanás, á la hora del alba, envuelto por obscuras nubes, volvía
á sus reales, encontró en el camino del aire á los ángeles de la
víspera. Oyeron que iba hablando solo, frotándose las manos y riendo á
carcajadas todavía.
--¡Es un pobre diablo!--dijo uno de los ángeles.
--¡Y ríe!--exclamó otro.--Y ríe en la condenación eterna...
Y callaron todos, y siguieron cabizbajos su camino.


DOCTOR ANGELICUS

I
¿Pánfilo había sido niño alguna vez? ¿Era posible que aquellos ojos
hundidos, yo no sé si hundidos ó profundos, llenos de bondad, pero
tristes y apagados, hubieran reverberado algún día los sueños alegres
de la infancia?
Aquella boca de labios pálidos y delgados, que jamás sonreía para el
placer, sino para la resignación y la amargura, ¿habría tenido risas
francas, sonoras, estrepitosas?
En aquella frente rugosa y abatida, desierta de cabellos, ¿habrían
flotado alguna vez rizos blondos ó negros sobre una frente de matices
sonrosados?
Y el cuerpo mustio y encorvado, de pesados movimientos, sin gracia y
achacoso, ¿fué esbelto, ligero, flexible y sano en tiempo alguno?
Eufemia, considerando estos problemas, concluía por pensar que su noble
esposo, su sabio marido, su eruditísima cara mitad había nacido con
cincuenta años y cincuenta achaques, y que así sabía él lo que era
jugar al trompo y escribir billetes de amor, como ella entender las mil
sabidurías que su media naranja le decía con voz cariñosa y apasionada.
Pero de todas maneras, Eufemia quería á su marido entrañablemente.
Verdad es que en ocasiones se olvidaba de su amor, y tenía que
preguntarse: “¿Á quién quiero yo?--¡Ah, sí, á mi marido!”, le
contestaba la conciencia después de un lapso de tiempo más ó menos
largo.
Esto era porque Eufemia padecía distracciones. Pero en virtud de un
silogismo, en forma de entimema, para abreviar, Eufemia se convencía
cuantas veces era necesario, y era muy á menudo, de que Pánfilo era el
hombre más amado de la tierra, y de que ella, Eufemia, era la mujer
á quien el tal Pánfilo tenía sorbido el poco seso que Dios, en sus
inescrutables designios, le había concedido.
Para sesos, Pánfilo. Era el hombre más sesudo de España, y sobre esto
sí que no admitía discusión Eufemia.
No sabía ella todavía que, así como los terrenos carboníferos se
anuncian en la superficie por determinados vegetales, por ejemplo, el
helecho, los sesos son un subsuelo que suele señalarse en la superficie
con otro vegetal, que produce madera de tinteros, como dijo el autor de
la gatomaquia. No sabía nada de esto Eufemia, ni se le pasaba por las
mientes que pudiera llegar á parecerle su marido demasiado sesudo.
Preciso es confesarlo. Eufemia daba por hecho que su esposo sabía todo
lo que se puede saber, porque eso pronto se aprende; pero, ¿y qué? Ser
el primer sabio del mundo no es más que esto: ser el primer sabio del
mundo. Delante de gente, Eufemia se daba tono con su marido: veía
que todos tenían en mucho la sabiduría de Pánfilo, y usaba y abusaba
de aquella ventaja que Dios le había concedido, dándole por eterno
compañero á un hombre que ya no tenía nada que aprender.
Pero en su fuero interno, que también lo tenía Eufemia, veía que su
admiración incondicional no era más que _flatus vocis_ (no es que ella
lo pensara en latín, sino que lo que ella pensaba venía á ser esto):
porque desde la más tierna infancia la buena mujer había profesado
cariño á infinitas cosas; pero jamás había encontrado un mérito muy
grande en tener la habilidad de estar enterado de todo.

II
Una tarde de Mayo, el doctor don Pánfilo Saviaseca estaba más triste
que un saco de tristezas arrimado á una pared.
¡Ea! Se había cansado de estudiar aquella tarde. ¡Estaba tan hermoso el
sol, y la tierra, y todo!
Leía á Kant; estaba en aquello de si la percepción del yo es ó no
conocimiento analítico _a priori_.
Esto era en el Retiro, en lo más retirado del Retiro, si vale hablar
así. Pánfilo estaba sentado en un banco de musgo.
Conque... ¿en qué quedamos?... ¿es, ó no es conocimiento analítico el
que tenemos del yo? Así meditaba en el instante en que una galguita,
muy mona, vino á posar las extremidades torácicas sobre La Crítica de
la Razón Pura.
Era la realidad, la ciencia del porvenir en figura de perro, que se le
echaba encima al buen sabio y le llamaba al sentimiento positivo de las
cosas.
La galga no estaba sola. Se oyó una voz argentina que gritaba:
“¡Merlina, aquí! Merlina, eh, Merli... Usted dispense, caballero, estos
perros... no saben lo que hacen. Pero, Merlina, ¿qué es esto?”...,
etcétera, etc., etc.
Y, en fin, que Eufemia, su tía, que tenía muchas ganas de casarla, y
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