Doctor Sutilis (Cuentos) - 15

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todavía y redactaba periódicos, tenía don Elías gusto más difícil; le
asustaba la idea de tragarlas como puños, de admirar lo malo por bueno:
pero ahora, el bienestar y los años le habían hecho más benévolo y
estragado en parte el paladar. Ya tenía por grandes escritores á los
que no pasaban de medianos, y aun á algunos que, apurada la cuenta,
serían malos probablemente. Él, que no necesitaba de nadie, por tal
de ser amigo de _notabilidades_, adulaba á los mismos á quienes solía
dar de comer; y á más de un parásito suyo le hizo la corte con una
humildad indigna de su carácter, altivo en los demás negocios. Á los
académicos les alababa el diccionario y el purismo, y la parsimonia
de su vida literaria, y con ellos hablaba de líneas griegas, de
_castidad clásica_, y de los modelos. Con los autores revolucionarios
se explicaba de otro modo, y decía pestes de los ratones de biblioteca
y de las “frías convenciones del pseudo clasicismo”. Á los jóvenes
les concedía que había que reemplazar á los ídolos caducos; á los
viejos, que con ellos se moriría el arte. Y esto lo hacía el pobre don
Elías por estar bien con todos, por ser amigo de todos, y porque la
experiencia le había enseñado que el manjar de esta clase de dioses es
la murmuración, y que en sus altares, más que el incienso, se estima la
sangre de literato degollado vivo sobre el ara.
Todo ello se le podía perdonar al antiguo librero, porque el fin
que se proponía no era bajo, ni siquiera interesado. Pero lo que no
tenía perdón era su empeño de casar á Rita con un literato ilustre,
ó por lo menos que estuviese en camino de serlo. Merecía Rita por
su hermosura de rubia esbelta, de rubia con un _matiz_ de andaluza,
suave, mezclado con otros de ángel y de mujer seria; por su educación
completa, discreta y oportuna, por su candor, por su talento un poco
avergonzado de sí mismo, y por los tesoros de virtud casera que todo
lo suyo anunciaba, desde el modo de besar á un niño hasta la manera de
doblar la mantilla, merecía por todo eso, y por su fortuna sana, aunque
no fabulosa, un novio á pedir de boca, una gran proporción, algo así
como un ministro, ó un banquero, ó un hombre honrado y guapo por lo
menos. Pero don Elías exigía á todo pretendiente posible la condición
de literato, y bastante conocido.

II
Augusto Rejoncillo, hijo legítimo de legítimo matrimonio de don Roque,
magistrado del Supremo, y de doña Olegaria Martín y Martín, difunta, se
hizo doctor en ambos derechos á los veinte años, doctor en ciencias
físicas y matemáticas á los veintidós, y doctor en filosofía y letras á
los veintitrés. Pero desde que tomó la primera borla empezó á figurar
y á ser secretario de todo, y á pedir la palabra en la Academia de
Jurisprudencia, y á decir: “Entiendo yo, señores”, y “tengo para mí”.
Y no era que tuviese para sí, sino que quería tener y retener y guardar
para la vejez, por lo cual él y su papá bebían los vientos; y apenas
se formaba un nuevo partido político, allí estaba Rejoncillo de los
primeros, muy limpio, muy guapo (porque era buen mozo, vistoso), de
levita ceñida, sombrero reluciente y guantes de pespuntes colorados
y gordos. No lo había como él para alborotar ni para manipulaciones
electorales. Había él hecho más mesas que el más acreditado ebanista,
y el que quisiera ser presidente de alguna cosa, no tenía más que
encargárselo.
Era colaborador de varios periódicos, pero confesaba que le cargaba
la prensa; él prefería la tribuna. Á las redacciones iba de parte del
jefe de semana (es decir, el jefe del partido ó de la partida en que
_militaba_ aquella semana Augusto); llevaba _bombos_ escritos por el
mismo jefe ó por Rejoncillo, pero inspirados en todo caso por el jefe.
Para esto y para pedir las butacas del Real ó los billetes de un baile,
solía presentarse en las oficinas de los periódicos, de las que salía
pronto, porque le cargaban los periodistas humildes, y sobre todo los
que presumían de literatos.
“Él también escribía”, pero no letras de molde, en papel de muchas
pesetas; escribía pedimentos y demás lucubraciones de litigio. Era
pasante en casa de un abogado famoso, que era también jefe de grupo en
el Congreso, y presidente de dos consejos administrativos de empresas
ferrocarrileras.
Tanto como despreciaba la literatura, respetaba y admiraba el foro
Rejoncillo; pero no como fin “último”, según decía él, sino como
preparación para la política y ayuda de gastos.
Él pensaba hacerse famoso como político, y de este modo ganar clientes
en cuanto abogado; y una vez abogado con pleitos, sacar partido de esto
para ganar en categoría política. Era lo corriente, y Rejoncillo nunca
hacía más que lo corriente, que era lo mejor. Sólo que lo hacía con
mucho empuje.
Eso sí: los empujones de Rejoncillo eran formidables; si para ocupar un
puesto que le convenía tenía que acometer á un pobre prójimo colocado
al borde del abismo, por ejemplo, al borde del viaducto de la calle de
Segovia, Rejoncillo no vacilaba un momento, y daba un codazo, ó aunque
fuera una patada, en el vientre del estorbo, y se quedaba tan fresco
como Segismundo en _La vida es sueño_, diciendo para su capote: “¡Vive
Dios, que pudo ser!” Para que la conciencia no le remordiera, se había
hecho á su tiempo debido escéptico de los disimulados, que son los que
tienen más gracia; escéptico que guardaba su opinión y profesaba la
corriente y defendía todo lo estable, todo lo viejo, todo lo que “podía
llegar á ser gobierno, en suma”.
En un té político-literario conoció Augusto á Cofiño y á su hija.
Rita había ido á semejante fiesta porque el ama de la casa era tan
política como su esposo, ó más, y había convidado á las amigas. Cofiño
había aceptado la invitación, porque el político era además literato.
Hubo brindis, y Rejoncillo, pulcro, estirado, serio, con unos puños
de camisa que daban gloria y despedían rayos de blancura, habló como
un sacamuelas ilustrado, imitando el estilo y criterio del amo de la
casa. _Hizo furor._ Fué el suyo el discurso de la noche. ¡Qué bien
había sabido tratar las áridas materias políticas y administrativas
con imágenes pintorescas y otros recursos retóricos, á fin de que no
se aburrieran las señoras! Habló del calor del hogar con motivo de
insultar al ministro de Hacienda; demostró que el impuesto equivalente
al de la sal conspiraba contra esa piedra angular del edificio social
que se llama la familia; y una vez dentro de la familia, hizo prodigios
de elocuencia. ¿Por qué se perdió Francia? Por la disolución de la
familia. ¿Por qué España se conservaba? Por la vida de familia. Hizo el
panegírico de la madre, el elogio de la abuela, la apoteosis del padre
y del hijo, y hasta tuvo arranques patéticos en pro de los criados
fieles y antiguos. Pues bien: todo aquello quería destruirlo en _un
hora_ (un hora dijo) el ministro de Hacienda. Síntesis: que el único
ministerio viable sería el que formase el amo de la casa. De cuya
esposa era amante Rejoncillo, según malas lenguas.
El triunfo de Augusto fué solemne. Al día siguiente hablaron de él los
periódicos. El amo de la casa del té le hizo secretario suyo. Y él,
enterado de que una joven, Rita, que le había aplaudido mucho aquella
noche, era rica, se propuso tomar aquella plaza y se hizo presentar en
casa de Cofiño.

III
Antonio Reyes era un joven rubio, de lentes, delgado y alto; tosía
mucho, pero con gracia; con una especie de modestia de enfermo crónico
cansado de molestar al mundo entero. Este modo de toser y la barba de
oro fina, aguda y recortada, había llamado la atención de Rita Cofiño
en la tertulia de cierto marqués literato, adonde la llevaba de tarde
en tarde don Elías.
“El de la tos” le llamaba ella para sus adentros. Mientras multitud de
poetas recitaban versos y el concurso aplaudía, y se hablaba alto, y se
reía y gritaba, entre el bullicio Rita percibía la tos de Reyes, y cada
vez sentía más simpatía por aquel muchacho, y más deseo de cuidarle
aquel catarro en que él parecía no pensar. No sabía por qué, la hija
de Cofiño encontraba en aquel ruido seco de la tos algo familiar, algo
digno de atención, una cosa mucho más interesante que todas aquellas
quejas rimadas con que los poetas se lamentaban entre dos candelabros,
como si la tertulia pudiera mejorar su suerte y arreglar el pícaro
mundo.
Agapito Milfuegos leía poemas caóticos, de los que resultaba que el
universo era una broma de mala ley inventada por Dios para mortificarle
á él, al mísero Agapito. Restituto Mata se quejaba en _sonetos
esculturales_ de una novia de Tierra de Campos, que le había dejado
por un cosechero; Roque Sarga lamentaba en romances heroicos (no tan
heroicos como los oyentes) la pérdida de la fe, y Pepe Tudela cantaba
la electricidad, el descubrimiento del microscopio y la materia
radiante. Antonio Reyes tosía.
Rita no habló nunca con Antonio en aquella tertulia. Pocos meses
después de haberse fijado ella en él, dejó de sonar allí la tos
interesante.
--¿Y Reyes?--dijo cualquiera una noche.
--Se ha ido á París--respondieron.
--¿Quién es ese Reyes?--preguntó Rita á su padre al volver á casa.
--¿Antonio Reyes?--Un excéntrico, un holgazán, un muchacho que vale
mucho, pero que no quiere trabajar. Es decir..., lee..., sabe...,
entiende...; pero nadie le conoce. Ahora se ha ido á París de
corresponsal de un periódico, de corresponsal político..., cualquier
cosa..., á ganar los garbanzos...; es decir, los garbanzos no, porque
allí no los comerá... Es lástima; vale, vale...; entiende, lee mucho,
conoce todo lo moderno...; pero no trabaja, no escribe. Es muy
orgulloso. Además, está malo; ¿no le oías toser? Un catarro crónico...,
y la solitaria; además de eso, una tenia... Creo que es gastrónomo... y
que come mucho... Es un escéptico, un estómago que piensa.
Rita no volvió á ver á Reyes, ni á oir hablar de él, en mucho tiempo.

IV
--De cuatro á cinco, no lo olvide usted; el viernes...--dijo una voz
de mujer, vibrante, dulcemente imperiosa; y una mano corta y fina,
cubierta de guante blanco, que subía brazo arriba, sacudió con fuerza
otra mano delgada y larga.
Regina Theil de Fajardo se despedía de Antonio Reyes, recordándole la
promesa de asistir á su tertulia vespertina del viernes. Montó ella en
su coche, que desapareció en la sombra; y Reyes, que había ratificado
su promesa inclinando la cabeza y sonriendo, quedóse á pie entre los
rails del tranvía sobre el lodo. La sonrisa continuaba en su rostro,
pero tenía otro _color_; ahora expresaba una complacencia entre
melancólica y maliciosa.
El silbido de un tranvía que se acercaba de frente con un ojo de
fuego rojo en medio de su mancha negra, obligó á Reyes á salir de su
abstracción. En dos saltos se puso en la acera, y subió por la calle de
Alcalá hacia el Suizo.
Era una noche de Mayo. Había llovido toda la tarde entre relámpagos y
truenos, y la tempestad se despedía murmurando á lo lejos, como perro
gruñón que de mal grado obedece á la voz que le impone silencio. El
Madrid que goza se echaba á la calle á pie ó en coche, con el afán de
saborear sus ordinarios placeres nocturnos. Después de una tarde larga,
aburrida, pasada entre paredes, se aspiraba con redoblada delicia
el aire libre, y se buscaba con prisa y afán pueril el espectáculo
esperado y querido, el rincón del café, que es casi una propiedad, la
tertulia, en fin, la costumbre deliciosa y cara.
Antonio Reyes entró en el Suizo Nuevo, y se acercó á una mesa de las
más próximas á la calle.
--Se han ido todos--dijo al verle don Elías Cofiño, que le esperaba
leyendo _La Correspondencia_.--¿Cómo ha tardado usted tanto? ¿Sabe
usted lo de Augusto?
--¿Qué Augusto?--preguntó Reyes, mientras se quitaba un guante,
distraído, y sonriendo todavía á sus ideas.
--¿Qué Augusto ha de ser? Rejoncillo.
--¿Qué le pasa?--dijo Antonio con gesto de mal humor, como quien elude
una conversación inoportuna.
--¡Que al fin le han hecho subsecretario!
--¡Bah!
--¡Es un escándalo!
--¿Por qué?
--¿Cómo que por qué? Porque no tiene méritos suficientes... Yo no le
niego talento... Es orador... Es valiente, audaz... Sabe vivir...
Dígalo si no su _Historia del Parlamentarismo_, en que resulta que el
mejor orador del mundo es el marqués de los Cenojiles, el marido de su
querida...
Antonio, que tenía cara de vinagre desde que oyera la noticia que
escandalizaba á Cofiño, se mordió los labios y sintió que la sangre se
le caía del rostro hacia el pecho.
--No diga usted... absurdos--(murmuró entre airado y displicente).--No
son dignas de que usted las repita esas calumnias de idiotas y
envidiosos. Regina es incapaz de...
--¿De faltar al marqués?
--No..., no digo eso. De querer á Rejoncillo. Es una mujer de talento.
Don Elías encogió los hombros. No quería disputar. No creía á Regina
incapaz de querer á cualquiera. ¡Le había conocido él cada amante!
Pero no se trataba de eso. Lo que don Elías quería demostrar era que
Rejoncillo no merecía ser subsecretario de Ultramar, al menos por ahora.
--Pero, ¿usted cree que tiene suficiente talla política para
subsecretario?
Reyes contestó con un gesto de indiferencia. Quería dar á entender que
no le gustaba la conversación, por insignificante.
--¿Ha estado aquí Celestino?--preguntó, por hablar de otra cosa.
--¡Pobre! Sí.
--¿Se ha quejado del palo?
--Es un bendito. Él no dice nada; pero ese diablo de Enjuto sacó la
conversación; le preguntó si anoche le habían hecho salir al escenario
todavía..., y él se puso colorado y dijo que sí, entre dientes, como
si se avergonzara de los aplausos del público. La verdad es que el
artículo de Juanito no tiene vuelta de hoja; es implacable, pero no hay
quien las mueva, tiene razón; el drama es malo, perro, y no merece más
que el desprecio y la broma...
--Pues bien aplaudió usted la noche del estreno...
--Diré á usted: la impresión... así, la primera impresión... no es
mala; y como es amigo Celestino, y el público se entusiasmaba...; pero
Reseco ha puesto los puntos sobre las i i. ¡Ése sí que tiene talento!
Otra vez se le avinagró el gesto á Reyes. Sacudió un guante sobre la
mesa y se puso de pie. Aquella noche estaba inaguantable don Elías;
no decía más que necedades. “No había peor bicho que el aficionado de
la literatura”. Sin poder remediarlo, y después de un bostezo, dijo
Antonio:
--Reseco..., ¡ps!..., en tierra de ciegos... En París Reseco sería uno
de tantos muchachos de _sprit_; aquí es el terror de los tontos y de
los Celestinos.
Don Elías admiraba al tal Reseco, aunque no le era simpático; pero la
opinión de Reyes, que venía de París, de vivir entre los literatos
de moda, le parecía muy respetable. Sí; Antoñico, como él le llamaba
delante de gente para indicar la confianza con que le trataba; Antoñico
frecuentaba en París las _brasseries_, donde tomaban café, cerveza ó
chocolate ó ajenjo notables _parnasianos_, ilustres pseudónimos de la
_petite-presse_ y de algunos periódicos de los grandes; Antoñico había
sido corresponsal parisiense de un periódico de mucha circulación, y el
tono desdeñoso con que hablaba en sus cartas de ciertas celebridades
francesas y españolas, había sobrecogido á don Elías, y le había
hecho traspasar poco á poco su consideración de aquellas celebridades
maltratadas al que las zahería. Cofiño siempre había sido un poco
blando en materia de opiniones; pero los años le habían convertido en
cera puesta al fuego. Cualquier libro, comedia, discurso, artículo, ó
lo que fuese, le entusiasmaba fácilmente; pero una opinión contraria
expuesta con valentía, con desprecio franco y con dejos de superioridad
burlona y desdeñosa, le aterraba, le hacía ver un talento colosal en
el que de tal manera censuraba; dejaba de admirar el libro, comedia,
discurso ó lo que fuese para someterse al tirano, al crítico que
había subvertido sus ideas y consagrarle culto idolátrico, mientras
no hubiera mejor postor: otro crítico más fuerte, más burlón, más
desengañado y más desdeñoso.
Comprendió vagamente don Elías que á Reyes le disgustaba, por lo menos
aquella noche, hablar de Reseco y hablar de Rejoncillo; y como la
actualidad del día eran la subsecretaría del uno y el _palo_ que el
otro le había dado al pobre Celestino, y don Elías difícilmente hablaba
de cosa que no fuese la actualidad literaria, ó á lo menos política
de los cafés, teatros, ateneos y plazuelas, pensó que lo mejor era
callarse y levantar la sesión. Y se puso en pie también, preguntando:
--¿Viene usted á Rivas?
--¿Al estreno de Fernando? Antes la muerte. No, señor, tengo que hacer.
--Lo siento. Yo... tengo que ir... Me cargan las zarzuelas de
Fernandito...; pero tengo que ir...; es un compromiso... Además, tengo
que recoger á Rita, que está en el palco de... (don Elías se turbó un
poco, recordando lo que antes había dicho), en el palco de Cenojiles.
--¿Con Regina?
--Sí, con la marquesa... Conque, ¿no viene usted?
Antonio vaciló.
--No (dijo, después de pensarlo mucho); no...; tengo que hacer...;
acaso... allá... al final, á la hora del triunfo.
--Ó de la silba...
--¡Bah! Será triunfo... ¡Ya no hay más que triunfos! Hasta mañana ó
hasta luego...

V
Reyes anhelaba quedarse solo con sus pensamientos; reanudar las
visiones agradables que le habían acompañado desde la Cibeles al
Suizo; pero, ¡cosa rara!, en cuanto desapareció don Elías, se encontró
peor, menos libre, más disgustado. Recordó que cuando era niño y se
divertía cantando á solas ó declamando, si un importuno le interrumpía
un momento, al volver á sus gritos y canciones ya lo hacía sin gusto,
con desabrimiento y algo avergonzado, hasta dejar sus juegos y romper
á llorar. Una impresión análoga sentía ahora: aquel tonto de don Elías
le había hecho caer del quinto cielo; le había hecho derrumbarse desde
gratas ilusiones que halagaban la vanidad, los sentidos y tal vez algo
del corazón, á los cantos rodados de la crónica del día; había caído
de cabeza sobre la subsecretaría de Rejoncillo y sus presuntos amores
con la de Cenojiles; y después, de necedad en necedad, había rebotado
sobre el artículo de Reseco...; y... “¡que un majadero pudiera tener
tanta influencia en sus pensamientos!” Antonio emprendió la marcha
por la calle de Sevilla hacia la del Príncipe, decidido á olvidar
todo aquello y á volver á la idea dulcísima (sí, dulcísima, por más
que coqueteando consigo mismo quisiera negárselo), de sus relaciones
casi seguras, seguras, con Regina Theil. Pero, nada; los halagüeños
pensamientos no volvían; no se ataban aquellos hilos rotos de la novela
que ya él había comenzado á hilvanar, sin quererlo, mientras subía
por la calle de Alcalá. En vez de aventuras graciosas y picantes,
representábasele entre los ojos y las losas mojadas y relucientes á
trechos, la imagen abstracta de la subsecretaría de Rejoncillo; era
vaga, confusa, unas veces en figuras de letras de molde medio borradas,
tal como podrían leerse en _La Correspondencia_; otras veces en la
forma de un sillón lujoso, algo sobado, no se sabía si de raso, si de
piel, ni de qué estructura..., y á lo mejor, ¡zás! Rejoncillo vestido
de frac, con gran pechera reluciente, saltando de suelto en suelto por
los de _La Correspondencia_, hasta plantarse en el de su subsecretaría;
ó bien saludando á muchos señores en una sala, que era igual que el
vestíbulo del Principal, á pesar de ser una sala. “¡Quería decirse
que estaba soñando despierto, y que el sueño, á pesar de la voluntad
vigilante, se empeñaba en ser estúpido, disparatado!”
Y Reyes se detuvo ante los resplandores de las cucharas junto al
escaparate de Meneses. Como si obedeciera á una sugestión, clavaba
los ojos sin poder remediarlo en aquellos reflejos de blancura. No
había motivo para dar un paso adelante ni para darlo hacia atrás, y
se estuvo quieto ante la luz. No sabía adónde ir: ahora se le ocurría
recordar que no tenía plan para aquella noche: un cuarto de hora antes
hubiera jurado que le faltaría tiempo para todo lo que debía hacer
antes de acostarse, para lo mucho que iba á divertirse..., y resultaba
que no había tal cosa; que no tenía plan, que no había pensado nada,
que no tenía dónde pasar el rato, para olvidar aquellas necedades que
se le clavaban en la cabeza. ¿Por qué no estaba ya contento? ¿Por qué
aquel optimismo, que casi como un zumbido agradable de oídos, ó mejor
como una sinfonía, le había acompañado por la calle de Alcalá arriba,
ahora se había convertido en _spleen_ mortal? “Hablemos claro: ¿le
tengo yo envidia á Rejoncillo?” Y Antonio sonrió de tal modo, que
cualquier transeúnte hubiera podido creer que se estaba burlando de
la plata Meneses. “¡Envidia á Rejoncillo!” El pensamiento le pareció
tan ridículo, la reacción del orgullo fué tan fuerte que, como si
todas aquellas pasiones que le tenían parado en la acera se hubiesen
convertido en descarga eléctrica, dió Antonio media vuelta automática,
echó á andar hacia la Carrera de San Jerónimo, descendió por ésta,
atravesó la Puerta del Sol, tomó por la calle de la Montera arriba y
entró en el Ateneo.
Se vió, sin saber cómo, en aquellos pasillos tristes y obscuros, llenos
de humo: allí el calor parecía una pasta pesada que flotaba en el aire,
y que se tragaba y se pegaba al estómago. Sin saber cómo tampoco,
sin darse cuenta de que la voluntad interviniese en sus movimientos,
llegó al salón de periódicos, se fué hacia el extremo de la mesa, y se
sentó decidido á no mirar más que papeles extranjeros, por lo menos
coloniales, que de fijo no hablarían de la subsecretaría de Rejoncillo.
Á él mismo le parecía mentira verse repasando las columnas de una
colección de _Diarios de la Marina_.
Después tomó _Le Journal de Petersbourg_..., que estaba cerca. Allí se
hablaba, en una correspondencia de París, de las últimas poesías de un
escritor francés á quien trataba él. Esta consideración fué un ligero
tónico. Reyes fué acercándose á los periódicos españoles; desde la
mitad de la mesa comenzaban á verse acá y allá ejemplares borrosos de
_La Correspondencia_; tenían algo de pastel de aceite apestoso acabado
de salir del horno. No pudo menos; hizo lo que todos los presentes:
cogió _La Correspondencia_. En la segunda plana, en medio de la tercera
columna, estaba la noticia, poco más ó menos como él la había visto
sobre las losas húmedas y brillantes de la calle de Sevilla. Allí
estaban Augusto Rejoncillo y su subsecretaría; era, efectivamente, la
de Ultramar. Era un hecho el nombramiento; nada de reclamo, no; un
hecho: se había firmado el decreto.
“¡Qué país!”--se puso á pensar Reyes, sin darse cuenta de ello; él, que
hacía alarde desde muy antiguo de despreciar el país absolutamente y no
acordarse de él para nada.--“¡Qué país!” “Todo está perdido; pero ¡esto
es demasiado! Esto da náuseas. ¿Quién quiere ya ser nada? Diputación,
cartera..., ¿qué sería todo eso para el amor propio? Nada..., peor,
un insulto... ¿Cómo me había de halagar á mí ser ministro... habiendo
sido antes Rejoncillo subsecretario? Por este lado no hay que buscar
ya nunca nada; la política ya no es carrera para un hombre como yo; es
una humillación, es una calleja inmunda; hay que tomar en serio esta
resolución estoica de no querer ser diputado ni ministro, ni nada de
eso, por dignidad, por decoro”. Y en el cerebro de Reyes estalló la
idea fugaz y brillante de ser jefe de un nuevo partido, que llamó en
francés, para sus adentros, el partido _zutista_, el de “no ha lugar á
deliberar, el de la anulación de la política, el partido _anarquista_
de la aristocracia del talento y de la distinción”. Sí, había que
matar la política, convertirla en oficio de menestrales, dársela á los
zapateros, á los que no saben leer ni escribir: un político era un
hombre grosero, de alma de madera, limitado en ambiciones y gustos,
un ser antipático: había que proclamar el _zutismo_ ó _chusismo_,
la abstención; las personas de gusto, de talento, de espíritu noble
y delicado no necesitaban gobernar ni ser gobernadas. “Iremos al
Congreso para cerrarlo y tirar la llave á un pozo”--pensaba decir en
el programa del partido. Por supuesto, que en Reyes estos conatos de
grandes resoluciones eran _relámpagos de calor_, menos, fuegos de
artificio á que él no daba ninguna importancia. Dejaba que la fantasía
construyera á su antojo aquellos palacios de humo, y después se quedaba
tan impasible, decidido á no meterse en nada. Sin embargo, la idea del
partido _zutista_ era hermosa, aunque irrealizable. Sobre todo, había
servido para elevarle á sus propios ojos, “sobre aquellas miserias
de subsecretarías y Rejoncillos”. “No, él no tenía envidia á aquel
mamarracho; de esto estaba... seguro”; pero el pensar en ello, el
irritarse ante la majadería del ministerio que hacía tal nombramiento,
ya era indigno de Antonio Reyes; el hombre que llevaba dentro de la
cabeza el plan de aquella novela, que no acababa de escribir por lo
mucho que despreciaba al público que la había de leer.
En el salón de periódicos comenzó cierto movimiento de sillas y
murmullo de conversaciones en voz baja. Los socios pasaban á la cátedra
pública. Los gritos de un conserje sonaban á lo lejos, diciendo:
“¡Sección de ciencias morales y políticas! ¡Sección de ciencias morales
y políticas!...”

VI
La cabeza de Cervantes de yeso, cubierta de polvo, bostezaba sobre una
columna de madera, sumida en la sombra; y los ojos de Reyes, fijos en
ella, querían arrancarle el secreto de su hastío infinito en aquella
vida de perpetua discusión académica, donde los hijos enclenques de
un siglo echado á perder á lo mejor de sus años, gastaban la poca
y mala sangre que tenían en calentarse los cascos discurriendo y
vociferando por culpa de mil palabras y distingos inútiles, de que el
buen Cervantes no había oído jamás hablar en vida. Sobre todo, la
sección de ciencias morales y políticas (pensaba Reyes que debía de
pensar el busto pálido y sucio) era cosa para volver el estómago á una
estatua que ni siquiera lo tenía. Malo era oir á aquellos caballeros
reñir, con motivo de negarle á Cristo la divinidad ó concedérsela;
malo también aguantarlos cuando hablaban de _los ideales del arte_,
de que él, Cervantes, nada había sabido nunca; pero todo era menos
detestable que las discusiones políticas y sociológicas, donde cuanto
había en Madrid de necedad y majadería ilustrada se atrevía á pedir
la palabra y á vociferar sus sandeces, ya retrógradas, ya avanzadas
como un adelantado mayor. Aquellos socios, pensaba Reyes, se dividían
en derecha é izquierda, como si á todos ellos no los uniera su nativo
cretinismo en un gran partido, el partido del _bocio invisible_, del
nihilismo intelectual. Sí, todos eran unos, y ellos creían que no;
todos eran topos, empeñados en ver claro en las más arduas cuestiones
del mundo, las cuestiones prácticas de la vida común y solidaria,
que no podrán ser planteadas con alguna probabilidad de acierto
hasta que cientos y cientos de ciencias auxiliares y preparatorias
se hayan formado, desarrollado y perfeccionado. Entretanto, y hasta
que los hombres verdaderamente sabios, de un porvenir muy lejano,
muy lejano, tal vez de nunca, tomaran por su cuenta esta materia, la
ventilaban con fórmulas de vaciedades históricas ó filosóficas todos
aquellos anémicos de alma, más despreciables todavía que los políticos
prácticos, empíricos; porque éstos, al fin, iban detrás de un interés
real, por una pasión propia, cierta, la ambición, por baja que fuese.
El miserable que en nuestros tiempos de caos intelectual se dedica á
la política abstracta, á las ciencias sociales, le parecía á Reyes el
representante genuino de la estupidez humana, irremediable, en que él
creía como en un dogma. Y si Antonio despreciaba aún á los que pasaban
por sabios en estas materias, ¡qué sentiría ante aquellos buenos
señores y jóvenes imberbes, que repetían allí por milésima vez las
teorías más traídas y llevadas de unas y otras escuelas!
Años atrás, antes de irse él á París se hablaba en la sección de
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