Doctor Sutilis (Cuentos) - 02

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--Usted es quien ha de dispensar--dije al fin, saludando cortésmente--:
yo ignoraba que hubiese en el mundo dípteros capaces de expresarse con
tanta claridad y de aprender de memoria poemas que no han leído muchos
literatos primates.
Yo soy políglota, caballero; si usted quiere, le recito en griego la
_Batracomiomaquia_, lo mismo que le recitaría toda la _Mosquea_. Éstos
son mis poemas favoritos; para usted son poemas burlescos, para mí
son epopeyas grandiosas, porque un ratón y una rana son á mis ojos
verdaderos gigantes cuyas batallas asombran y no pueden tomarse á risa.
Yo leo la _Batracomiomaquia_ como Alejandro leía _La Ilíada_...
_Arjómenos proton Mouson yoron ex Heliconos..._
¡Ay! Ahora me consagro á esta amena literatura, que refresca la
imaginación, porque harto he cultivado las ciencias exactas y
naturales, que secan toda fuente de poesía; harto he vivido entre el
polvo de los pergaminos, descifrando caracteres rúnicos, cuneiformes,
signos hieráticos, jeroglíficos, etc.; harto he pensado y sufrido
con el desengaño que engendra siempre la filosofía; pasé mi juventud
buscando la verdad, y ahora, que lo mejor de la vida se acaba, busco
afanosa cualquier mentira agradable que me sirva de Leteo para olvidar
las verdades que sé.
Permítame usted, caballero, que siga hablando sin dejarle á usted meter
baza, porque ésta es la costumbre de todos los sabios del mundo, sean
moscas ó mosquitos. Yo nací en no sé qué rincón de esta biblioteca;
mis próximos ascendientes y otros de la tribu volaron muy lejos de
aquí, en cuanto llegó la amable primavera de las moscas y en cuanto
vieron una ventana abierta; yo no pude seguir á los míos, porque don
Eufrasio me cogió un día que, con otros mosquitos inexpertos, le estaba
yo sorbiendo el seso que por la espaciosa calva sudaba el pobre señor;
guardóme debajo de una copa de cristal, y allí viví días y días, los
mejores de mi infancia. Servíle en numerosos experimentos científicos;
pero como el resultado de ellos no fuera satisfactorio, porque
demostraba todo lo contrario de lo que Macrocéfalo quería probar, que
era la teoría cartesiana, que considera como máquinas á los animales,
el pobre sabio quiso matarme, cegado por el orgullo, tan mal herido en
aquella lucha con la realidad.
Pero en la misma filosofía que iba á ser causa de mi muerte hallé la
salvación, porque en el momento de prepararme el suplicio, que era un
alfiler que debía atravesarme las entrañas, don Eufrasio se rascó la
cabeza, señal de que dudaba, en efecto, si tenía ó no tenía derecho
para matarme. Ante todo, ¿es legítima á los ojos de la razón la pena
de muerte? Y dado que no lo sea, ¿los animales tienen derecho? Esto
le llevó á pensar lo que sería el derecho, y vió que era propiedad;
pero, ¿propiedad de qué? Y de cuestión en cuestión, don Eufrasio
llegó al _punto de partida_ necesario para dar un solo paso en firme.
Todo esto le ocupó muchos meses, que fueron dilatando el plazo de mi
muerte. Por fin, analíticamente, Macrocéfalo llegó á considerar que
era derecho suyo el quitarme de en medio; pero como le faltaba el
rabo por desollar, ó sea la sintética que hace falta para conocer el
fundamento, el porqué, don Eufrasio no se decidió á matarme por ahora,
y está esperando el día en que llegue al primer principio, y desde allí
descienda por todo el sistema real de la ciencia, para acabar conmigo
sin mengua del imperativo categórico. Entretanto fué, sin conocerlo,
tomándome cariño, y al fin me dió la libertad relativa de volar por
esta habitación; aquí el aire caliente me guarda de los furores del
invierno, y vivo, y vivo, mientras mis compañeras habrán muerto por
esos mundos, víctimas del frío que debe hacer por ahí fuera. ¡Mas, con
todo, yo envidio su suerte! Medir la vida por el tiempo, ¡qué necedad!
La vida no tiene otra medida que el placer, la pasión desenfrenada, los
accidentes infinitos que vienen sin que se sepa ni cómo ni por qué,
la incertidumbre de todas las horas, el peligro de cada momento, la
variedad de las impresiones siempre intensas. ¡Ésa es la vida verdadera!
Calló la mosca para lanzar profundo suspiro, y yo aproveché la ocasión,
y dije:
--Todo eso está muy bien; pero todavía no me ha dicho usted cómo se las
compone para hablar mejor que algunos literatos...
--Un día, continuó la mosca, leyó don Eufrasio en la _Revista de
Westminster_ que dentro de mil años, acaso, los perros hablarían,
y, preocupado con esta idea, se empeñó en demostrar lo contrario;
compró un perro, un podenco, y aquí, en mi presencia, comenzó á darle
lecciones de lenguaje hablado; el perro, quizá porque era podenco, no
pudo aprender; pero yo, en cambio, fuí recogiendo todas las enseñanzas
que él perdía, y una noche, posándome en la calva de don Eufrasio, le
dije:
--Buenas noches, maestro, no sea usted animal; los animales sí pueden
hablar, siempre que tengan regular disposición; los que no hablan son
los podencos y los hombres que lo parecen.
Don Eufrasio se puso furioso conmigo. Otra vez había echado por tierra
sus teorías; pero yo no tenía la culpa. Procuré tranquilizarle, y al
fin creí que me perdonaba el delito de contradecir todas sus doctrinas,
cumpliendo las leyes de mi naturaleza. Perdido por uno, perdido por
ciento uno, se dijo don Eufrasio, y accedió á mi deseo de que me
enseñara lenguas sabias y á leer y escribir. En poco tiempo supe yo
tanto chino y sánscrito como cualquier sabio español; leí todos los
libros de la biblioteca, pues para leer me bastaba pasearme por encima
de las letras, y en punto á escribir, seguí el sistema nuevo de hacerlo
con los pies; ya escribo regulares patas de mosca.
Yo creía al principio, ¡incauta!, que Macrocéfalo había olvidado sus
rencores; mas hoy comprendo que me hizo sabia para mi martirio. ¡Bien
supo lo que hacía!
Ni él ni yo somos felices. Tarde los dos echamos de menos el placer, y
daríamos todo lo que sabemos por una aventurilla, de un estudiante él;
yo, de un mosquito.
¡Ay! Una tarde--prosiguió la mosca--me dijo el tirano: Ea, hoy sales á
paseo.
Y me llevó consigo.
Yo iba loca de contenta. ¡El aire libre! ¡El espacio sin fin! Toda
aquella inmensidad azul me parecía poco trecho para volar. “No vayas
lejos”, me advirtió el sabio cuando me vió apartarme de su lado. ¡Yo
tenía el propósito de huir, de huir por siempre! Llegamos al campo. Don
Eufrasio se tendió sobre el césped, sacó un pastel y otras golosinas,
y se puso á merendar como un ignorante. Después se quedó dormido. Yo,
con un poco de miedo á aquella soledad, me planté sobre la nariz del
sabio, como en una atalaya, dispuesta á meterme en la boca entreabierta
á la menor señal de peligro. Había vuelto el verano, y el calor era
sofocante. Los restos del festín estaban por el suelo, y al olor
apetitoso acudieron bien pronto numerosos insectos de muchos géneros,
que yo teóricamente conocía por la zoología que había estudiado.
Después llegó el bando zumbón de los moscones y de las moscas, mis
hermanas. ¡Ay! En vez de la alegría que yo esperaba tener al verlas,
sentí pavor y envidia; los moscones me asustaban con sus gigantescos
corpanchones y sus zumbidos rimbombantes; las moscas me encantaban
con la gracia de sus movimientos, con el brillo de sus alas; pero al
comprender que mi figura raquítica era objeto de sus burlas, al ver que
me miraban con desprecio, yo, mosca macho, sentí la mayor amargura de
la vida.
El sabio es el más capaz de amar á la mujer, pero la mujer es incapaz
de estimar al sabio. Lo que digo de la mujer es también aplicable á
las moscas. ¡Qué envidia, qué envidia sentí al contemplar los fecundos
juegos aéreos de aquellas coquetas enlutadas, todas con mantilla, que
huían de sus respectivos amantes, todos más gallardos que yo, para
tener el placer, y darlo, de encontrarse á lo mejor en el aire y caer
juntos á la tierra en apretado abrazo!
Volvió á callar la mosca infeliz; temblaron sus alas rotas; y continuó
tras larga pausa:
_--Nessun maggior dolore
Che ricordasi del témpo felice
Nella miseria..._
Mientras yo devoraba la envidia y la vergüenza de tenerla y sentir
miedo, una mosca, un ángel diré mejor, abatió el vuelo y se posó á mi
lado, sobre la nariz aguileña del sabio. Era hermosa como la Venus
negra, y en sus alas tenía todos los colores de iris; verde y dorado
era su cuerpo airoso; las extremidades eran robustas, bien modeladas,
y de movimientos tan seductores, que equivalían á los seis pies de
las Gracias aquellas patas de la mosca gentil. Sobre la nariz de don
Eufrasio, la hermosa aparecida se me antojaba Safo en el salto de
Léucade. Yo, inmóvil, la contemplé sin decir nada. ¿Con qué lenguaje
se hablaría á aquella diosa? Yo lo ignoraba. ¡Saber tantos idiomas, de
qué me servía, no sabiendo el del amor! La mosca dorada se acercó á
mí, anduvo alrededor, por fin se detuvo enfrente, casi tocando en mi
cabeza con su cabeza. ¡Ya no vi más que sus ojos! Allí estaba todo el
universo. _Kalé_, dije en griego, creyendo que era aquella lengua la
más digna de la diosa de las alas de verde y oro. La mosca me entendió,
no porque entendiera el griego, sino porque leyó el amor en mis ojos.
--Ven--me respondió hablando en el lenguaje de mi madre--: ven al
festín de las migajas, serás tú mi pareja; yo soy la más hermosa y á
ti te escojo, porque el amor para mí es capricho; no sé amar, sólo sé
agradecer que me amen: ven y volaremos juntos; yo fingiré que huyo de
ti...--Sí, como Galatea, ya sé, dije neciamente.--Yo no entiendo de
Galateos, pero te advierto que no hables en latín; vuela en pos de
mis alas, y en los aires encontrarás mis besos... Como las velas de
púrpura se extendían sobre las aguas jónicas de color de vino tinto,
que dijo Homero, así extendió sus alas aquella hechicera, y se fué por
el aire zumbando: _¡Ven, ven!_... Quise seguirla, mas no pude. El amor
me había hecho vivir siglos en un minuto; no tuve fuerzas, y en vez
de volar, caí en la sima, en las fauces de don Eufrasio, que despertó
despavorido, me sacó como pudo de la boca, y no me dió muerte porque
aún no había llegado á la metafísica sintética.

II
La mosca de mi cuento
Tras nueva pausa prosiguió llorando:
¡Cuánta afrenta y dolor el alma mía
halló dentro de sí, la luz mirando
que brilló, como siempre, al otro día!
Sí, volvimos á casa, porque yo no tenía fuerzas para volar ni deseo
ya de escaparme. ¿Cómo? ¿Para qué? Mi primera visita al mundo de
las moscas me había traído, “con el primer placer, el desengaño”
(dispense usted si se me escapan muchos versos en medio de la prosa:
es una costumbre que me ha quedado de cuando yo dedicaba suspirillos
germánicos á la mosca de mis sueños). Como el _joven enfermo_ de
Chénier, yo volví herida de amor á esta cárcel lúgubre y sin más anhelo
que ocultarme y saborear á solas aquella pasión que era imposible
satisfacer; porque primero me moriría de vergüenza que ver otra vez á
la mosca verde y dorada que me convidó al festín de las migajas y á los
juegos locos del aire. Un enamorado que se ve en ridículo á los ojos
de la mosca amada, es el más desgraciado mortal, y daría de fijo la
salvación por ser en aquel momento, ó grande como Dios, ó pequeño como
un infusorio. De vuelta á nuestra biblioteca, don Eufrasio me preguntó
con sorna: “¿Qué tal, te has divertido?” Yo le contesté mordiéndole en
un párpado: se puso colérico. “¡Máteme usted!” le dije.--“¡Oh! ¡Así
pudiera! pero no puedo; el sistema no está completo; _subjetivamente_
podría matarte; pero falta el fundamento, falta la síntesis”.
¡Qué ridículo me pareció desde aquel día Macrocéfalo! ¡Esperar la
síntesis para matar, cuando yo hubiera matado á todas las moscas
machos y á todos los moscones del mundo que me hubiesen disputado el
amor, á que yo no aspiraba, de la mosca de oro! Más que el deseo de
verla, pudo en mí el terror que me causaba el ridículo, y no quise
volver á la calle ni al campo. Quise apagar el sentimiento y dejar
el amor en la fantasía. Desde entonces fueron mis lecturas favoritas
las leyendas y poemas en que se cuentan hazañas de héroes hermosos y
valientes: la Batracomiomaquia, la Gatomaquia, y sobre todo, la Mosquea,
me hacían llorar de entusiasmo. ¡Oh, quién hubiera sido Marramaquiz,
aquel gato romano que, atropellando por todo, calderas de fregar
inclusive, buscaba á Zapaquilda por tejados, guardillas y desvanes! Y
aquel rey de la Mosquea, Salomón en amores, ¡qué envidia me daba! ¡Qué
de aventuras no fraguaría yo en la mente loca, en la exaltación del
amor comprimido! Dime á pensar que era un Reinaldos ó un Sigfrido ó
cualquier otro personaje de leyenda, y discurrí la traza de recorrer el
mundo entero del siguiente modo: pedirle á don Eufrasio que pusiera á
mi disposición los magníficos atlas que tenía, donde la tierra, pintada
de brillantísimos colores en mapas de gran tamaño, se extendía á mis
ojos en dilatados horizontes. Con el fingimiento de aprender geografía
pude á mis anchas pasearme por todo el mundo, mosca andante en busca
de aventuras. Híceme una armadura de una pluma de acero rota, un yelmo
dorado con restos de una tapa de un tintero; fué mi lanza un alfiler,
y así recorrí tierras y mares, atravesando ríos, cordilleras, y sin
detenerme al dar con el océano, como el musulmán se detuvo.
Los nombres de la geografía moderna parecíanme prosaicos, y preferí
para mis viajes las cartas de la geografía antigua, mitad fantástica,
mitad verdadera: era el mundo para mí según lo concebía Homero, y por
el mapa que esta creencia representaba, era por donde yo de ordinario
paseaba mis aventuras: iba con los dioses á celebrar las bodas de Tetis
al océano, un río que daba vuelta á la tierra; subía á las regiones
hiperbóreas, donde yo tenía al cuidado de honradísima dueña, en un
castillo encerrada, á mi mosca de oro. Cazaba los insectos menudos que
solían recorrer las hojas del atlas y se los llevaba prisioneros de
guerra á mi mosca adorada, allá á las regiones fabulosas.
--Éste--le decía--fué por mí vencido, sobre el empinado Cáucaso, y aún
en sus cumbres corre en torrentes la sangre del mosquito que á tus pies
se postra, malferido por la poderosa lanza á que tú prestas fuerza, ¡oh
mosca mía! con dársela á mi brazo por conducto del alma que te adora y
vive de tu recuerdo.--Todas estas locuras, y aun infinitas más, hacía
yo y decía, mientras pensaba don Eufrasio que estudiaba á Estrabón y
Ptolomeo.--La novela en Grecia empezó por la geografía; fueron viajeros
los primeros novelistas, y yo también me consagré en cuerpo y alma á la
novela geográfica. Aunque el placer del fantasear no es intenso, tiene
una singular voluptuosidad, que en ningún otro placer se encuentra, y
puedo jurar á usted que aquellos meses que pasé entregado á mis viajes
imaginarios, paseándome por el atlas de don Eufrasio, son los que
guardo como dulces recuerdos, porque en ellos, el alivio que sentí á
mis dolores lo debí á mis propias facultades.
Poetizar la vida con elementos puramente interiores, propios, éste es
el único consuelo para las miserias del mundo: no es gran consuelo,
pero es el único.
Un día don Eufrasio puso encima de la mesa un libro de gran tamaño,
de lujo excepcional. Era un regalo de Año Nuevo, era un tratado de
Entomología, según decían las letras góticas doradas de la cubierta.
El canto del grueso volumen parecía un espejo de oro. Volé y anduve
hora tras hora alrededor de aquel magnífico monumento, historia de
nuestro pueblo en todos sus géneros y especies. El corazón me decía
que había allí algo maravilloso, regalo de la fantasía. Pero yo por
mis propias fuerzas no podía abrir el libro. Al fin don Eufrasio vino
en mi ayuda: levantó la pesada tapa y me dejó á mis anchas recorrer
aquel paraíso fantástico, museo de todos los portentos, iconoteca de
insectos, donde se ostentaban en tamaño natural, pintados con todos
los brillantes colores con que los pintó Naturaleza, la turbamulta
de flores aladas, que son para el hombre insectos, para mí ángeles,
ninfas, dríadas, genios de lagos y arroyos, fuentes y bosques. Recorrí
ansiosa, embriagada con tanta luz y tantos colores, aquellas soberbias
láminas, donde la fantasía veía á montones argumentos para mil poemas:
el corazón me decía “más allá”; esperaba ver algo que excediera á toda
aquella orgía de tintas vivas, dulces ó brillantes. ¡Llegué por fin al
tratado de las moscas! El autor les había consagrado toda la atención
y esmero que merecen: muchas páginas hablaban de su forma, vida y
costumbres; muchas láminas presentaban figuras de todas las clases y
familias.
Vi y admiré la hermosura de todas las especies, pero yo buscaba
ansiosa, sin confesármelo á mí misma, una imagen conocida: ¡al fin! en
medio de una lámina, reluciendo más que todas sus compañeras, estaba
ella, la mosca verde y dorada, tal como yo la vi un día sobre la nariz
de D. Eufrasio, y desde entonces á todas las horas del día y de la
noche dentro de mí. Estaba allí, saltando del papel, grave, inmóvil,
como muerta, pero con todos los reflejos que el sol tenía al besar con
sus rayos las alas de sutil encaje. El amante que haya robado alguna
vez un retrato de su amada desdeñosa, y que á solas haya saciado en él
su pasión comprimida, adivinará los excesos á que me arrojé, perdida
la razón, al ver en mi poder aquella imagen, fiel exactísima, de la
mosca de oro. Mas no crea usted, si no entiende de esto, que fué de
pronto el atreverme á acercarme á ella; no, al principio turbéme y
retrocedí como hubiera hecho á su presencia real. Un amante grosero
no respeta la castidad de la materia, de la forma; para mí no sólo
el alma de la mosca era sagrada: también su figura, su sombra misma,
hasta su recuerdo. Para atreverme á besar el castísimo bulto tuve que
recurrir á mi eterno novelar; en mis diálogos imaginarios ya estaba yo
familiarizado con mi felicidad de amante correspondido; y así, como si
no fuese nuevo el encanto de tener aquella esplendorosa beldad dócil
y fiel al anhelante mirar de mis ojos, sin apartarse de ellos, como
quien sigue un deliquio de amor, acerquéme, tras una lucha tenaz con el
miedo, y dije á la mosca pintada: “Estoy, señora, tan acostumbrado á
que todo sea en mi amor desdichas, que al veros tan cerca de mí y que
no huís al verme, no avanzo de miedo de deshacer este encanto, que es
teneros tan cerca; tantas espinas me punzaron el corazón, señora, que
tengo miedo á las flores; si hay engaño, sépalo yo después del primer
beso, porque, al fin, ello ha de ser que todo acabe en daño mío”. No
contestó la mosca, ni yo lo necesitaba; mas yo, en vez de ella, díjeme
tantas ternuras, tan bien me convencí de que la mosca de oro sabía
despreciar el vano atavío de la hermosura aparente y conocer y sentir
la belleza del espíritu, que al cabo, con todo el valor y la fe que
el amante necesita para no ser desairado ó desabrido en sus caricias,
lancéme sobre la imagen de ricos colores y de líneas graciosas, y en
besos y abrazos consumí la mitad de mi vida en pocos minutos.
En medio de aquel vértigo de amor, en que yo estaba amando por dos á
un tiempo, vi que la mosca pintada me decía, á intervalos de besos
y entre el mismo besar, casi besándome con las palabras que decía:
“Tonto, tonto mío, ¿por qué dudas de mí, por qué creer que la hembra
no sabe sentir lo que tú sabes pensar? Tus alas rotas, tus movimientos
difíciles y sin gracia aparente, tu miedo á los moscones, tu rubor,
tu debilidad, tu silencio, todo lo que te abruma, porque juzgas que
te estorba para el amor, yo lo aprecio, yo lo comprendo, y lo siento
y lo amo. Ya sé yo que en tus brazos me espera oir hablar de lo que
jamás supieron de amor otros machos más hermosos que tú; sé que al
contarme tus soledades, tus luchas interiores, tus fantasías, has de
ser para mí como ser divinizado por el amor; no habrá voluptuosidad más
intensa que la que yo disfrute bebiendo por tus ojos todo el amor de un
alma grande, arrugada y oscurecida en la cárcel estrecha de tu cuerpo
flaco y empobrecido por la fiebre del pensar y del querer”. Y á este
tenor, seguía diciéndome la mosca dorada tan deliciosas frases, que
yo no hacía más que llorar y besarle los pies, aún más agradecido que
enamorado. ¡Bendita fuerza de la fantasía que me permitió gozar este
deliquio, momento sublime de la eternidad de un cielo! Al fin hablé yo
(por mi cuenta) y sólo dije con voz que parecía sonar en las mismas
entrañas:--¿Tu nombre? Mi nombre está en la leyenda que tengo al pie;
esto dijo mi razón fría y traidora tomando la voz que yo atribuía á mi
amada. Bajé los ojos y leí... _Musca vomitoria._
Al llegar aquí, la voz de la mosca sabia se debilitó, y siguió hablando
como se oye en la iglesia hablar á las mujeres que se confiesan. Yo,
como el confesor, acerqué tanto, tanto el oído, que á haber sido la
mosca hermosa penitente, hubiera sentido el perfume de su aliento (como
el confesor) acariciarme el rostro. Y dijo así:
--¡Mosca vomitoria! Éste era el nombre de mi amada. En el texto
encontré su historia. Era terrible. Bien dijo Shakespeare: “estos
jóvenes pálidos que no beben vino acaban por casarse con una meretriz”.
Yo, casta mosca, enamorada del ideal, tenía por objeto de mis sueños
á la enamorada de la podredumbre. Allí donde la vida se descompone,
donde la química celebra esas orgías de miasmas envenenados que hay en
los estercoleros, en las letrinas, en las sepulturas y en los campos
de batalla después de la carnicería, allí acudía mi mosca de las
alas de oro, de los metálicos cambiantes, Mesalina del cieno y de la
peste. ¡Yo amaba á la mosca vampiro, á la mosca del _Vomitorium_! Yo
había colocado en las regiones soñadas, en las regiones hiperbóreas,
su palacio de cristal, y en las Hespérides su jardín de recreo;
¡por ella había corrido yo las aventuras más pasmosas que forjó la
fantasía, estrangulando mosquitos y otras alimañas en miniatura,
sin remordimientos de conciencia! Pero lo más horroroso no fué el
desengaño, sino que el desengaño no me trajo el olvido ni el desdén.
Seguí amando ciega á la _mosca vomitoria_, seguí besando loca sus alas
de colores pintadas en el tremendo libro que me contó la vergonzosa
historia.
Procuré, si no olvidar, porque esto no era posible, distraer mi pena,
y como se vuelve al hogar abandonado por correr las locuras del mundo,
así volví á la ciencia, tranquilo albergue que me daría el consuelo de
la paz del alma, que es la mayor riqueza. ¡Ay! Volví á estudiar, pero
ya los problemas de la vida, los misterios de lo alto no tenían para
mí aquel interés de otros días; ya sólo veía en la ciencia la miseria
de lo que ignora, el pavor que inspiran sus arcanos; en fin, en vez de
la calma del justo, sólo me dió la calma del desesperado, engendradora
de las eternas tristezas. ¿Qué es el cielo? ¿Qué es la tierra? ¿Qué
nos importa? ¿Hay un más allá para las moscas que sufrieron en la vida
resignadas el tormento del amor? Ni yo sufro resignada, ni sé nada del
más allá. La ciencia ya sólo me da la duda anhelante, porque en ella ya
no busco la verdad, sino el consuelo; para mí no es un templo en que
se adora, es un lugar de asilo; por eso la ciencia me desdeña. Perdida
en el mar del pensamiento, cada vez que me engolfo en sus olas, las
olas me arrojan desdeñosas á la orilla como cáscara vacía. Y éste es mi
estado. Voy y vengo de los libros sabios á la poesía, y ni en la poesía
encuentro la frescura lozana de otros días, ni en los libros del saber
veo más verdades que las amargas y tristes. Ahora espero tan sólo, ya
que no tengo el valor material que necesito para darme la muerte, que
don Eufrasio llegue á la Sintética, y sepa, bajo principio, que puede
en derecho aplastarme. Mi único placer consiste en provocarle, picando
y chupando sin cesar en aquella calva mollera, de cuyos jugos venenosos
bebí, en mal hora, el afán de saber, que no trae aparejada la virtud
que para tanta abnegación se necesita.
Calló la mosca, y al oir el ruido de la puerta que se abría, voló hacia
un rincón de la biblioteca.

III
Don Eufrasio volvía de la Academia.
Venía muy colorado, sudaba mucho, hacía eses al andar, y sus ojillos,
medio cerrados, echaban chispas. Yo estaba en la sombra y no me vió. Ya
no recordaba que me había dejado en su _camarín_, perfumado con todos
los aromas bien olientes de la sabiduría.
Creía estar solo y habló en voz alta (al parecer era su costumbre),
diciendo así á las paredes sapientísimas que debían de conocer tantos
secretos:
--¡Miserables! ¡Me han vencido! Han demostrado que no hay razón para
que el animal no llegue á hablar, pero afortunadamente no se fundan en
ningún dato positivo, en ninguna experiencia. ¿Dónde está el animal que
comenzó á hablar? ¿Cuál fué? Esto no lo dicen, no hay prueba plena;
puedo, pues, contradecirlo. Escribiré una obra en diez tomos negando la
posibilidad del hecho; desacreditaré la hipótesis. Estas copitas que he
bebido en casa de Friné me han reanimado. ¡Diablos! Esto da vueltas:
¿si estaré borracho? ¿Si iré á ponerme malo? No importa; lo principal
es que les falte el hecho, el dato positivo. El animal no habla, no
puede hablar. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué hermosa es Friné! ¡Qué hermosa bestia!
¡Pues Friné habla! Bien, pero ésa no se cuenta: habla como una cotorra,
y no es ése el caso. Friné habla como ama, sin saber lo que hace;
aquello no es amar ni hablar. ¡Pero vaya si es hermosa!
Macrocéfalo sacó del bolsillo de la levita una petaca; en la petaca
había una miniatura: era el retrato de Friné. Le contempló con deleite
y volvió á decir:--No, no hablan, los animales no hablan. ¡Bueno
estaría que yo hubiese sostenido un error toda la vida!
En aquel momento la mosca sabia dejó oir su zumbido, voló, haciendo
un espiral en el aire, y acabó por dejarse caer sobre la miniatura de
Friné.
Macrocéfalo se puso pálido, miró á la mosca con ojos que ya no
arrojaban chispas, sino rayos, y dijo en voz ronca:
--¡Miserable! ¿Á qué vienes aquí? ¿Te ríes? ¿Te burlas de mí?
--¡Como usted decía que los animales no hablan!
--No hablarás mucho tiempo, bachillera--gritó el sabio, y quiso coger
entre los dedos á su enemiga. Pero la mosca voló lejos, y no paró hasta
meter las patas en el tintero. De allí volvió arrogante á posarse
en la petaca.--Oye--dijo á Macrocéfalo--los animales hablan... y
escriben...--Y diciendo y andando, sobre la piel de Rusia, al pie del
retrato de Friné, escribió con las patas mojadas en tinta roja: _Musca
vomitoria_. Don Eufrasio lanzó un bramido de fiera. La mosca había
volado al cráneo del sabio; allí mordió con furia... y yo vi caer sobre
su cuerpo débil y raquítico la mano descarnada de Macrocéfalo. La mosca
sabia murió antes de que llegase Don Eufrasio á la filosofía sintética.
Sobre la tersa y reluciente calva quedó una gota de sangre, que caló la
piel del cráneo, y filtrándose por el hueso llegó á ser una estalactita
en la conciencia de mi sabio amigo. Al fin había sido capaz de matar
una mosca.


EL DOCTOR PÉRTINAX

I
El sacerdote se retiraba mohíno. Mónica, la vieja impertinente y beata,
quedaba sola junto al lecho de muerte. Sus ojos de lechuza, en que
reverberaba la luz de la mortecina lamparilla, lanzaba miradas como
anatemas al rostro cadavérico del doctor Pértinax.
--¡Perro judío! ¡Si no fuera por la manda, ya iría yo aguantando el
olor de azufre que sale de tu cuerpo maldito!... ¡No confesarse ni á la
hora de la muerte!...
Este impío monólogo fué interrumpido por un ¡ay! del moribundo.
--¡Agua!--exclamaba el mísero filósofo.
--¡Vinagre!--contestó la vieja sin moverse de su sitio.
--Mónica, buena Mónica--prosiguió el doctor hablando como pudo--; tú
eres la única persona que en la tierra me ha sido fiel... tu conciencia
te lo premie... esto se acaba... llegó mi hora, pero no temas...
--No, señor; pierda usted cuidado...
--No temas: la muerte es una apariencia; sólo el egoísmo... individual
puede quejarse de la muerte... Yo expiro, es verdad, nada queda de
mí... pero la especie permanece... No es sólo eso: mi obra, el producto
de mi trabajo, los majuelos del pueblo, mi propiedad, extensión de mi
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