Doctor Sutilis (Cuentos) - 11

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FAUSTO
Esa carcajada... Yo la he oído otras veces... Sí... ¿Dónde?...

MEFISTÓFELES
En la ópera, en la serenata de Mefistófeles... Á ver, acaba. ¿Es verdad
que estoy yo aquí, ó no?

FAUSTO
No sé... No sé...

MEFISTÓFELES
Pregunta á Kant...

FAUSTO
No sabe...

MEFISTÓFELES
Pregunta á Spencer...

FAUSTO
¡Psche!... Ése sabe demasiado. Dice que está seguro de que una realidad
está ante él...

MEFISTÓFELES
¿Y no es ésa la última moda?

FAUSTO
Mira, estos metafísicos novísimos
Señalando una revista.
le prueban á Spencer que de lo que está seguro es de que ve la realidad
como cosa segura... pero de que lo sea, no.

MEFISTÓFELES
De modo, que no podemos entendernos; ¿no puedes responder de que yo te
hablo en efecto?

FAUSTO
No sé si puedo ó no puedo responder.

MEFISTÓFELES
Ni eso. ¡Oh, ciencia humana!

FAUSTO
No hay otra, y á lo menos es leal.

MEFISTÓFELES
Oye, deja los metafísicos; toma esa otra revista, lee ese artículo
científico, no filosófico; su autor sabe las cosas como el diablo,
relativamente. Mira lo que dice: que “la vigilia se distingue del sueño
en que durante el sueño no tenemos conciencia, soslayada del resto
del universo, y en la vigilia acompaña á la conciencia del objeto
particular de la atención la de sus relaciones con los demás”...
Reflexiona... ¿Qué ves?

FAUSTO
¡Oh, sí! Me acompaña la conciencia de los demás en relación discreta,
no continua; veo en mí fenómenos de conciencia concomitantes... Pero la
prueba no me parece segura.

MEFISTÓFELES
Otra cosa. ¿Quién soy yo?

FAUSTO
El diablo.

MEFISTÓFELES
¿Crees en el diablo?

FAUSTO
No.

MEFISTÓFELES
Pues cree... _quia absurdum_.

FAUSTO
Supongamos que está ahí...

MEFISTÓFELES
Ésa es la fija. Todo para ahí. Querer es reconocer; ya lo dicen
nuestros filósofos de ahora...

FAUSTO
Pero como pueden equivocarse...

MEFISTÓFELES
¿Vuelta á empezar? No le des vueltas; cree, mientras nos entendemos.
Primero es vivir, después, filosofar. Vengo á un negocio; cuestión de
derecho; un contrato; y estas cosas serias necesitan una metafísica
positiva; sin _fas_ no hay _jus_. Aunque me esté mal el decirlo, sin
Dios no hay justicia. Ten fe hasta que firmes.

FAUSTO
¿De qué se trata, de venderte el alma? ¡Pero entonces esto es una idea
fija! Deliro...

MEFISTÓFELES
No, no te asustes. Ahora no es eso. ¡Infeliz, qué más quisieras tú
que poder vender el alma! Señal de que creías en ella. Pero como eres
honrado... por herencia, por evolución ¿á que no te atreves á vender lo
que no sabes si tienes ó no tienes?

FAUSTO
¿Qué quieres entonces?

MEFISTÓFELES
Otra cosa, Fausto ¿qué preferirías, saber ó gozar?

FAUSTO
Saber. Ahora saber. Verdad ó sueño, lo que nos pasó la otra vez me
tiene escarmentado. Estoy convencido de ello; en el fondo de lo que
soy, que no sé lo que es, sé que hay orgullo. Mi orgullo rechaza
el gozar empírico, la vida de fenómeno en fenómeno, carrera eterna;
sensación sin fin, á través de lo inagotable... ¡Infierno de cansancio
y de hastío y de humillación! ¡Lo infinito paso á paso! Oh, no; tanto
vale lo mucho como lo poco: sólo vale el todo. Quiero lo absoluto. Lo
absoluto ó nada. No quiero sentir, sin saber por qué, ni para qué.
Quiero ver si el gozar es una puerilidad indigna de mí. La verdad me
dirá lo que me conviene. Antes de tener la absoluta verdad no puedo
racionalmente saber lo que es preferible. Luego es preferible, para
escoger la verdad. ¿Por qué te ríes, Mefistófeles?

MEFISTÓFELES
Lo sabrás cuando sepas la verdad absoluta. He aquí el contrato: aunque
la psicología moderna no admite esos símbolos clásicos é inocentes que
ponen el sentimiento en el corazón y la inteligencia en el cerebro,
tú y yo, como hacen los juristas, usaremos un lenguaje metafórico y
atrasado.

FAUSTO
Explícate.

MEFISTÓFELES
Por arte del diablo, mía, tendrás en la cabeza la ciencia y en el
corazón el sentir, si prefieres gozar, amar, tu cerebro irá perdiendo
vigor, y pasará toda la vida al corazón... Si prefieres, como dices,
ante todo, saber la verdad, la absoluta verdad, en tu cerebro irá
entrando la clarividencia, la conciencia te dirá el último íntimo
secreto de la realidad..., pero el corazón, que irá dando jugo al
cerebro para que vea claro, se te irá secando; se pondrá como una
piedra. Al fin, no sentirás, no amarás. Escoge.

FAUSTO
Ya lo he dicho.

MEFISTÓFELES
Pues dicho... y hecho. Comienza el encanto. Perdona si el aparato de
la brujería es el de siempre: decoraciones gastadas de comedia de
magia muy repetida. El infierno es viejo, antiguo régimen; seguimos
empleando el aceite hirviendo, sapos y culebras, murciélagos, ratas,
vestiglos... Por eso las pesadillas siguen siendo como en la Edad
Media. Ya no me oye... medita... sueña... ¡Demontre, qué olvido! No le
he obligado á firmar antes... ¿Firmará después?... ¡Ja, ja, ja! ¡Vaya
una equivocación! ¿Pues no he creído que era yo el Mefistófeles de la
Ópera?
Firmar ¿para qué? El contrato lo perfeccionará la fuerza de las
cosas... Con hacer lo que quiso, ya ha hecho lo que en vano querrá
después deshacer...

FAUSTO
Volviendo en sí.
¡Oh luz! ¡Oh luz! Todo claro... Todo evidente... ¡Qué de mundos da la
idea! ¡Qué procesión, qué sacra teoría de sistemas... los sistemas
filosóficos de miles de millones de sistemas solares... Y todo sin
fatiga, sin hastío; todo preparado por todo... ni un pensamiento
inútil. ¡Santa Armonía! Y por fin... la verdad, el principio, la regla
absoluta... ¡Ya lo sé todo! Y en el todo ¡qué sencillez! ¡Sacrosanta
cenidad sencilla, humilde! ¿Cuál será el secreto del universo? ¿Una
novedad? ¡No! Hasta los cursis lo habían dicho. Mefistófeles, ¿no lo
sabes? No; tú, por alambicado y retorcido y relativista no lo sabrás.
El secreto de la realidad, el fondo del ser, el primer móvil es el
amor. Amar, sentir, eso es todo. La ciencia absoluta nos dice eso
nada más: sentid, amad... Á ver, el corazón, Mefistófeles, ¡venga el
corazón! ¡Me lo has robado, venga; no ha habido pacto; yo no he firmado
nada! ¡Mi corazón!...

MEFISTÓFELES
Ahí lo tienes, entre pecho y espalda.

FAUSTO
¡Ah, sí, aquí está! ¡Una piedra!

MEFISTÓFELES
¿Qué importa? Ya lo sabes todo; hasta sabes por qué antes yo me reía.


FEMINISMO

Jesús Murias de Paredes era natural del pueblo de su apellido; pero
aquel horizonte era estrecho para él, según dijo en una elegía, sin
tener en cuenta que el horizonte de Murias, á pesar de lo de Paredes,
es bastante ancho. Quería él decir que en Murias no se podía ser vate
sin ponerse en ridículo y despertar sospechas de las autoridades
civiles, eclesiásticas y militares. El cura le tenía por hereje, el
alcalde por vago, y el cabo de la Guardia civil por _avanzado_. No le
querían bien. Además, en su pueblo natal se moría de hambre. No tenía
oficio ni beneficio; no tenía más que lira, y ésa rota; por lo menos,
así lo rezaban mil y mil pasajes de las poesías inéditas de Murias.
Azares de la suerte, que no es del caso recordar, le llevaron á
Valladolid. Allí el horizonte era más ancho, pero el hambre la misma.
En un periódico, cuya principal misión era llevar la cuenta del mercado
de cereales, le admitieron los versos, que se publicaban entre cebada y
centeno, como quien dice. Vamos, que la sección que había de quedar en
barbecho, porque el periódico se escribía _á tres hojas_, se la dejaban
á él. Lo que no hacían era pagarle. No faltaba más.
Lo que sí consiguió, que un impresor de la calle de Cantarranas
(parecía alusión) le publicara algunas de aquellas poesías en una
colección que parecía el _Fleury_, por fuera. Mal papel, y cubierta de
cartulina áspera, amarilla, como la del _Astete_. El libro se llamaba
_Ecos del Pisuerga_.
Pues como si hubiera tirado al Pisuerga los ecos.
Nadie se enteró. Él no se dió por vencido, y cogió otra porción de
inspiraciones y las imprimió en otro _libro de doctrina_ con este
título: _Ecos de la Esgueva_. Dirán ustedes: ¡eso es inverosímil! Si él
no pagaba la impresión, porque no tenía con qué, ¿cómo iba á encontrar
impresor que le pagara la _segunda salida_? En Valladolid hay gente
así. Como Zorrilla era de la provincia, en cuanto ven por allí un
poeta, sea ó no de la tierra, se dicen algunos: ¡otra te pego! ¡Otro
don José! Y le protegen. El de Cantarranas veía en la figura de Murias
y hasta en su dulce nombre--el dulce nombre de Jesús--_una garantía de
éxito_, según la frase favorita del impresor. Jesús tenía aspecto de
tísico, el valor de su melena, desaliñada y de un castaño sucio (sucios
tenía todos los colores de su cuerpo y traje); usaba barba corrida...
de la vergüenza de sus pocos pelos; pocos y mal avenidos. En fin, así
eran los poetas, ó no debían ser, según el librero impresor, y estaba
seguro de que el chico le había de hacer ganar dinero, en cuanto le
diera la mano algún crítico de Madrid, uno de aquellos _sacerdotes_
á quienes don Nicomedes Niceno--el impresor editor--tenía por más
Merlines cuantos más _palos_ pegaban.
Decirle á Niceno que tal crítico “no se casaba con nadie”, era
nombrarle un fetiche á quien él adoraría en adelante. Decidió mandar
á Madrid--que tiene la exclusiva de los _sacerdotes_ críticos--á su
protegido; no para que los críticos se casaran con él, sino para que
no le _repudiaran_ antes de _conocerle_. Empezaba entonces á llamar
algo la atención un abogadillo sin pleitos, chiquitín, bilioso, miope,
que escribía de crítica y de cuanto Dios crió en prosa y en verso, en
un papel satírico. ¡La sátira! la sátira le atraía como el abismo al
impresor de Cantarranas; él, que era un hombre optimista, no se sentía
capaz de tener hígados satíricos en su vida; pero, aun con cierto
horror nativo al género, se sentía seducido, como en un vértigo de
humorismo, por los escritores que empleaban la ironía, aunque fuera
la de menos grados; y si llegaban al sarcasmo, como Aquiles ante el
cadáver de Héctor, don Nicomedes gozaba de una voluptuosidad que él
confesaba ser diabólica. Á pesar de que era incapaz de querer mal á
nadie, y de que á él todos los versos y toda prosa que tuviese la
ortografía académica le parecían bien, en cuanto veía maltratado á
un literato por un crítico satírico, declaraba fuera de la ley al
imbécil intruso, y sin compasión alguna le veía en las garras del ogro
sardónico, sarcástico y cáustico, ó estanquero, como diría _El vecino
de enfrente_, de Blasco.
No vaciló don Nicomedes. Pagó el viaje á Jesús Murias, que tenía un
catarro crónico que no le dejaba respirar, cuanto más inspirarse; le
regaló unos cuartos para la posada; le cargó las alforjas de ejemplares
de los _Ecos de ambos ríos_, y le dió una carta de recomendación para
el Sr. Sencillo, que así se llamaba el crítico corrosivo. ¿Que de quién
era la carta? De Niceno en persona. Decía así: Ilustre Aristarco: no le
conozco á usted. No lo necesito. No pido favor. Pido justicia... Y por
ahí adelante, todo en estilo cortado, manía que había cogido Niceno,
como una peste, corrigiendo pruebas de una obra de Henao y Muñoz.
* * * * *
Jesús se presentó á Herodes, es decir, Murias se presentó á Sencillo
en la redacción de _El Erizo_. Saludó al Minos que tenía delante con
uno de aquellos saludos que Fígaro llamaba, en casos semejantes,
sordos; y precisamente saludó pensando en Fígaro y en aquel adjetivo, y
procurando evitar toda _gauchería_ (como él se dijo para sus adentros,
porque usaba los galicismos voluntarios hasta en sueños). Ya se
verá después que la especialidad de Murias era el francés... y sus
consecuencias.
Sencillo contestó al saludo de Murias sin mirarle, y siguió escribiendo
en la mesa que tenía para él sólo. Por de pronto, no abrió la carta.
Murias no se ofendió. Él pensaba hacer lo mismo cuando fuese célebre:
pensaba darse tono no viendo siquiera los principiantes que se le
pusiesen delante.
Pasaron cinco minutos y tosió Murias, sin querer.
Levantó los ojos Sencillo y dijo:--Soy con usted. No puedo interrumpir
ahora esto...
Vamos, pensó Jesús, tiene á algún poeta en el asador y temerá que se le
queme.
El director del periódico, que observaba la escena desde su despacho,
pues estaba la puerta abierta, se levantó, no sin vencer la prosa y
se acercó á la mesa de Sencillo. Conocía al crítico, sabía cómo las
gastaba y le quitaba todas las púas que podía. Allí _El Erizo_ era
Sencillo; el director, D. Autónomo Eufemio de Pérezbueno, era lo menos
áspero que cabía. Era una mantequilla de Soria de mucho bulto y muy
ilustrado. Usaba bata de las talares y babuchas de Tánger. Flemático,
hombre de mucho mundo... corrido con buena correa, no creía en los
malos escritores, á fuerza de creerlos inofensivos... No digo que no
los haya, decía, sino que es lo mismo que si no los hubiera.
Abreviando: Murias salió de allí con muchas ilusiones, gracias á las
buenas palabras de Pérezbueno. Á Sencillo apenas le oyó el metal de su
voz, pero don Autónomo le había dado palabra de que Sencillo--_Bisturí_
en el claustro... crítico--hablaría de los _Ecos_ de todos los ríos y
canales de Castilla y Aragón que se pusieran por delante.
Pasaron años; por lo menos así le parecieron á Murias, aunque no eran
más que días, y Sencillo nada dijo ni de _Ecos_ ni de resonancias.
Murias se atrevió á ponérsele otra vez delante de la mesa. No estaba
el director. Tosió Jesús, sin querer, de puro tísico; le miró Bisturí,
le reparó bien y le mandó sentarse. Asado el poeta del día, Bisturí se
volvió á Jesús y le preguntó, sin echar veneno, qué se le ofrecía...
Murias, balbuciente, aludió á los _Ecos_ que estaban en el cajón de la
derecha... si no recordaba mal. Buscó Bisturí y echó de menos... un
cartucho de dulces que había metido allí. Bronca entre la crítica y la
portería. El portero culpaba á un redactor.
_Quel giorno più non..._
No se habló más de los Ecos aquel día. Al siguiente, sí. Estaba el
director. Pareció el libro... debajo de un pie de la mesa. Estaba
haciendo de _forro_. Ni por el forro lo había mirado Bisturí.
Murias empezó á observar al crítico mas en silencio. Pero cada vez más
humilde. Bisturí acabó por fijarse en aquel tipo que venía semanas y
semanas á pedir que lo pusieran en parrillas si lo merecía, pero que se
hablara de él, y que lo pedía poniendo el rostro á todos los desaires.
Todavía no había dicho nada del libro Sencillo, cuando ya era casi como
de la casa, á fuerza de trato y familiaridad, Jesús Murias.
Casi convencido de que no tendrían eco los Ecos, empezó á alimentar
otra esperanza... pensando en que necesitaba alimentarse él. Se habían
acabado los cuartos de Niceno. Jesús aspiraba á ser _meritorio_ en
_El Erizo_. Pérezbueno á los colaboradores regalados no les miraba el
diente. Pero no había plaza. No había dónde poner un alfiler ni un
galicismo en el periódico.
Cierto redactor _maleante_--que era el que se comía los caramelos
del _sacerdote_ con púas--propuso, con la mayor seriedad, que Murias
entrase á formar parte de la colaboración de _El Erizo_ en la
sección... de fajas.
“Podía escribirlas; no pegarlas, por supuesto.”
Murias no le tiró un tintero ni nada al redactor maleante.
No aceptó el empleo. Pero sí otro que le ofreció el director. Fué de
cronista á la tribuna del Senado.--¿Quiere usted que sea cáustico?--Sea
usted el pimiento del baturro zaragozano...
Al día siguiente aquel poeta llamaba animal al respetable presidente de
la Cámara alta; dudaba, con ironía, de la honradez de tres generales
victoriosos y dirigía alusiones pornográficas á lo más augusto. Presidio
seguro para toda la redacción si se publicaba aquello.
_El Erizo_ siguió sin clavarse en la ley de imprenta como hasta
entonces. Y las crónicas del Senado firmadas por Arquiloco salían todos
los días.
“Mis _yambos_ en prosa”, llamaba él á las crónicas, hablando con sus
amigos en Fornos.
--Pero, hombre, le preguntó uno á Pérezbueno, ¿cómo se las echa de
Arquiloco el pobre Jesús, si sus crónicas del Senado son anodinas,
inocentes?...
--¡Oh!--exclamó D. Autónomo--¡Qué han de ser anónimas! ¡Si ustedes las
vieran! Cantáridas, injurias, calumnias, _yambos_ á toca teja... Lo
que hay es que al corregirle las pruebas yo _le quito las ocurrencias_
(Histórico). No queda más que lo que él copia del extracto de una
agencia. Pero él ser, es una ventosa.
Y el pobre Murias aguantaba esto y aguantaba el hambre, porque sueldo
¡Dios lo diera!
Cuando ya Jesús era lo que se llama redactor de _El Erizo_, aunque á
prueba... de pruebas, y sin probar bocado, _por fin_ Bisturí se dignó
hablar de los _Ecos de Entrambasaguas_.
Y decía Bisturí en _El Erizo_: “Ahora se verá si soy ó no imparcial de
veras. El autor es un amigo, un compañero... pues bien, por lo mismo se
le debe la verdad entera...” Y la verdad era digna de los yangüeses que
apalearon á D. Quijote.--Murias se quedó en la cama unos días, porque
se sentía molido materialmente. No se reconocía hueso sano.
No volvió por _El Erizo_, y, en la cama, recibió una carta del Mecenas
de Cantarranas, don Nicomedes, que le decía entre otras cosas: “Nos
hemos equivocado. No es usted lírico. Bisturí ha puesto el filo en
la llaga. Acaso sea usted épico. Pero por si acaso, probemos otra
cosa. Cuente usted conmigo. ¿Quiere usted traducir un diccionario de
teología, en veinticinco tomos? Se trata de la lengua de Fenelón. Cinco
duros por tomo.”
--Bueno, seré _épico_--se dijo Jesús resignado.--Traduciré los
veinticinco tomos. Y ésta es la primera estación. Las que faltan se
recorrerán en el segundo y último capítulo de esta historia, _arrancada
á la realidad_.


MANÍN DE PEPA JOSÉ

Manín de Pepa José, si hubiera nacido señorito y hubiera estudiado y
escrito en los periódicos, hubiera sido un _esteta_. Pero en Llantones,
parroquia rural cerca de Gijón, Manín no era más que un _folganzán_,
que no valía la _borona_ que comía... cuando la comía.
Su madre, Pepa José, es decir, una Josefa, mujer de un José, quedó
viuda ya en edad madura, y aunque la _casería_ que llevaba en
arrendamiento, en la escritura del contrato parecía cosa de Manín,
heredero de José, quien mandaba en todo era la madre; sólo con ella se
contaba. Enjuta, alta, de mucho hueso, mirada fiera, actividad febril,
gestos hombrunos, era un águila para el trabajo, para el cuidado de la
hacienda, y sus criados y jornaleros andaban en un pie. Sólo Manín, el
hijo único, gozaba el privilegio de la benevolencia de aquella mujer
que no daba un bocado de pan sin que se lo pagara algún servicio.
Pero Manín era otra cosa; por él y para él trabajaba ella tanto. No
era fuerte, no mostraba aptitud para las faenas del campo, y la madre
había soñado con hacerle sacerdote. Pero él, muy contento con trabajar
poco y cuando quería, no entraba por lo de cantar misa. El trabajo le
repugnaba... pero el ascetismo también. Le gustaba la alegría, el
ruido, el baile. Era gaitero de afición, y de habilidad notoria. Con la
gaita suavizaba el carácter de su madre, aquella fiera; la embelesaba
con aquellos gorgoritos estridentes del puntero y con las notas
asmáticas que salían de las profundas entrañas del fuelle.
Cuando Pepa aturdía á gritos á los vecinos en media legua á la redonda,
riñendo á un criado ó atosigando á un deudor, y las imprecaciones de
aquella Euménide de pan llevar retumbaban en el castañar que rodeaba
la _casería_, Manín, tocando el _Altísimo Señor_ ó la _Praviana_ en la
gaita desafinada y melancólica, aplacaba poco á poco á la furia, la
atraía y acababa por enternecerla.
* * * * *
Manín era de oficio, de verdadero oficio, soñador. Un soñador alegre,
que buscaba la soledad para saborear los recuerdos de las fiestas, de
las romerías, de los bailes alegres, llenos de _ijujús_ tempestuosos,
horrísonos, expresión de _histerismo_ de centauros. Manín no sabía que
el _ijujú_ era celta; él lo consideraba como una manera de _relinchar_
de los mozos de la aldea. Y él relinchaba también, sobre todo allá para
sus adentros.
¡Si el mundo fuera siempre cortejar, bailar la danza prima, disparar el
cachorrillo para solemnizar la procesión, tocar la gaita _al alzar_ en
la misa cantada el día de la fiesta! ¡Y después, á la luz de la luna,
por el _castañeo_ arriba, acompañar á una rapaza, y _echar la presona_
á la puerta de su casa hasta cerca del alba! ¡Y luego, á solas, en la
_llinda_, ó á la hora de la siesta, sentir la brisa llena de olores
queridos, familiares, reclinado el cuerpo sobre la rapada yerba, y
soñar despierto, rumiando recuerdos dulces; como las vacas, sentadas á
la sombra, rumiaban su alimento!
* * * * *
Pero la vida no era eso. En faltándole su madre ¿qué iba á ser de
Manín? Y Pepa envejecía, y tenía achaques, que le procuró el trabajo
excesivo. Se sentía herida de muerte y temblaba por el porvenir de
aquel hijo, incapaz de dirigir la hacienda. Ya se había susurrado por
la aldea que el _amo_, si moría Pepa, y Manín quedaba solo, no le
dejaría seguir con el arrendamiento, porque en poder de tal _casero_
los bienes perderían mucho.
Pepa vió la única salvación de su hijo en casarlo con una mujer que
fuera como ella, que se pusiera los pantalones, y trabajara y dirigiera
la casería. Rosa Francisca de Xunco fué la moza que ella deseaba. Era
como ella, hormiga con alas para la codicia. Era hija de un vecino que
siempre había envidiado la casería de Pepa José.
Rosa se casó con Manín sin mirarle siquiera, pensando nada más que en
mandar allí, donde tanto mandaba Pepa. Eran iguales ambas hembras; pero
por lo mismo eran incompatibles. Eran dos abejas reinas; una tenía
que sucumbir. Como una especie de pacto tácito, venía á ser condición
de la boda que Rosa no tuviera mucho tiempo que obedecer á nadie;
sobraba Pepa, si lo tratado era tratado. Pepa bien lo conocía. Admiraba
á Rosa, veía en ella el futuro amparo, y tirano también, de su Manín;
y aborrecía á Rosa necesitándola, y le envidiaba aquella sucesión que
tenía que dejarle ella. Pero Pepa murió pronto. Rosa Francisca ocupó
su puesto y todo siguió como antes: los criados andaban en un pie, la
_casería_ prosperaba, y Manín tocaba la gaita, soñaba despierto en la
_llinda_, y echaba de menos, un poco, el cariño áspero, pero cierto, de
su madre. Rosa no le mimaba, ciertamente; le despreciaba; le tenía en
constante olvido; pero le dejaba comer sin trabajar apenas.
Manín sintió también, además de la ausencia de su madre, la ausencia de
las aventuras amorosas: ya se había acabado lo de _echar la presona_,
el _cortejar_ los sábados de noche, hasta la aurora del domingo. ¿Con
qué reemplazar aquella dulzura? ¿Con el juego de bolos? Probó... pero
aquello no le hizo gracia. Montaigne no encontraba ni en la gula ni en
placer alguno un sustituto digno del amor: comprendía á los viejos que
se consolaban con los buenos tragos, pero él no podía reemplazar con la
embriaguez el amor. Manín, si no cosa tan delicada como el _rebrincar_
y ergotizar con una buena moza, acabó por encontrar cierto encanto
en las copas de anís escarchado, de malvasía y de rosa. Los licores
dulzones fueron el sucedáneo de los galanteos para aquel epicurista de
montera. Iba á los mercados de Gijón y allí se despachaba á su gusto
bebiendo en un café, entre el _señorío_, aniseta, rosa, málaga y cosas
así. Mucha dulzura, y ver candelillas, y figurarse el mundo menos malo
de lo que positivamente era... Y á casa á dormir, oyendo frases de
desprecio de aquella Rosa, que era su tirano, pero también el amparo
que le había dejado su madre.
* * * * *
Tuvieron una hija. Buenos insultos le costó á Manín. Rosa hubiera
querido un hijo.
No lo hubo. El trabajo mata, por lo visto. Mientras Manín se conservaba
fresco, lozano, pese á los años, Rosa empezó á decaer; una vejez
prematura, precipitada, acabó con ella... y tuvo que pensar en lo mismo
en que había pensado Pepa José algún día. Si moría ella, ¿á quién iría
á parar la casería? El nuevo amo, hijo del otro, tampoco la dejaría
en poder de aquel trasto inútil de Manín... Y Rosa, con el mismo fin
con que Pepa había buscado una mujer para Manín, buscó un marido para
Ramona, la hija de Manín y de Rosa.
Ramona se parecía á su padre: era alegre, soñadora como él, poco
activa, débil de carácter; no servía ella, como su madre y su abuela,
para cuidar la hacienda. Pero Roque de Xuaca, el marido que escogió
Rosa, sin consultar á Ramona, la mujer de Roque, era el aldeano más
codicioso y tenaz para el trabajo de todo el concejo. En su juventud,
mientras fué soltero, nunca fué á las romerías por las mozas, sino por
los bolos. Ganar algunos céntimos en la bolera, á fuerza de sudores,
era todo su recreo. El resto de la semana, en vez de los bolos del
domingo, tenía la _fesoría_, la pala, la guadaña... los céntimos se
los sacaba á la tierra. Se casó sin amor, sin nada más que codicia;
dispuesto á ser el amo cuanto antes. Rosa murió pronto, y Roque empezó
á tratar á su suegro peor que al perro, que le servía más guardándole
la casa.
Manín temblaba ante el marido de su hija; no pensó en disputarle el
dominio: desde luego aceptó su papel de carga inútil. Trabajar de veras
no podía, no sabía; cada vez menos. Á pesar de las buenas apariencias,
Manín por dentro se sentía viejo, muy débil, cada día con más necesidad
de amparo, de que le cuidaran, de que le dejasen sus aficiones de pobre
diablo amigo de los tragos dulces, de la excitación alegre del licor...
Pero Roque no consentía ni siquiera lo que Rosa había tolerado por
desprecio. Roque de Xuaca era brutal, soez, cruel. Á Ramona la tenía
en un puño, y la pobre hija de Manín, siempre enferma, no se atrevía á
defender á su padre. Ni Manín se quejaba delante de Ramona, por miedo
de que el marido la maltratase si ella abogaba por su padre.
Roque ensayó lo imposible: obligar á Manín á trabajar de veras, con
provecho y constancia. Manín sólo tuvo fuerzas de voluntad... para
oponerse á tales ensayos, nuevos en su vida y de fracaso seguro. Lo
que es trabajar como los demás no trabajaría por mucho que mandara
Roque. Podía matarle de hambre, de un palo; pero hacerle pasar el día
encorvado rompiendo terrones, era imposible. Pero el de Xuaca no se
dió por vencido. Renunció á tener en Manín un esclavo que le ahorrase
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