Cuentos de amor - 14
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Cuando oyeron cantar «¡Avila! ¡Veinticinco minutos!...» saltaron del
tren, pero al sentar el pie en el andén, se quedaron indecisos,
aturrullados. La gente salía, se atropellaba hacia la fonda, y los
enamorados no sabían qué hacer. «¿Por dónde se va á Avila?»--preguntó
Currín á un _faquino_, que viendo á dos niños sin equipaje, se encogió
de hombros y se alejó. Por instinto se encaminaron á una puerta,
entregaron sus billetes, y asediados por un solícito mozo de fonda, se
metieron en el coche, que los llevó á la del Inglés...
Acababa de recibir el señor gobernador de Avila telegrama de Madrid,
«interesando la captura,» de la apasionada pareja. Era urgentísimo el
aviso, y delataba la situación moral de una familia sumida en la
angustia y la desesperación,--mejor dicho, dos familias debían de ser
las desesperadas.--La captura se verificó en toda regla, no sin risa por
un lado y declamaciones sobre lo que «cunde la inmoralidad», por otro.
Los fugitivos fueron llevados á Madrid, y, acto continuo, Finita quedó
internada en las _Dames anglaises_, y Currín en un colegio de donde no
se le permitió salir en un año, ni aun los domingos. Con motivo del
trágico suceso, el papá de Finita y la mamá de Currín se relacionaron, y
conferenciaron largo y tendido, quedando acordes en que era preciso
«echar tierra», «desorientar la opinión...» «hacer la conspiración del
silencio». Con tal motivo, el papá de Finita reparó en lo bien
conservada que estaba la mamá de Currín, y ésta notó en el banquero
excelentes condiciones de hombre práctico en los negocios y de caballero
galán con las damas. Su amistad se consolidó, y hay quien cree que se
visitan á menudo. No se presume, sin embargo, que jamás se hayan
escapado juntos... ¿Para qué?
Sí, señor
Lo que voy á contar no lo he inventado. Si lo hubiese inventado alguien,
si no fuese la exacta verdad, digo que bien inventado estaría; pero
también me corresponde declarar que lo he oído referir... Lo cual
disminuye muchísimo el mérito de este relato, y obliga á suponer que mi
fantasía no es tan fecunda como se ha solido suponer, en momentos de
benevolencia.
¿Eres tímido, oh tú que me lees? Porque la timidez es uno de los
martirios ridículos; nos pone en berlina, nos amarra á banco duro. La
timidez es un dogal á la garganta, una piedra al pescuezo, una camisa de
plomo sobre los hombros, una cadena á las muñecas, unos grillos á los
pies... Y el peor género de timidez no es el que procede de modestia, de
recelo por insuficiencia de facultades. Hay otro más terrible: la
timidez por exceso de emoción; la timidez del enamorado ante su amada,
del fanático ante su ídolo.
De un enamorado se trata en este cuento, y tan enamorado, que no sé si
nunca Romeo el veronés, Marsilla el turolense, ó Macías el galaico, lo
estuvieron con mayor vehemencia. No envidiéis nunca á esta clase de
locos. A los que mucho amaron se les podrá perdonar; pero envidiarles,
sería no conocer la vida. Son más desventurados que el mendigo que pide
limosna; más que el sentenciado que en su cárcel cuenta las horas que le
quedan de vida horrible... Son desventurados porque tienen dislocada el
alma, y les duele á cada movimiento... Doble su desdicha si la acompaña
el suplicio de la timidez. Y la timidez, en bastantes casos, se cura con
la confianza; pero la hay crónica é invencible; la hay en maridos que
llevan veinte años de unión conyugal y no se han acostumbrado á tener
franqueza con sus mujeres; en mujeres que, viviendo con un hombre en la
mayor intimidad, no se acercan á él sin temor y temblor... Generalmente,
sin embargo, se presenta el fenómeno durante ese período en que el amor,
sin fueros y sin gallardías se estremece ante un gesto ó una palabra...
Y éste era el caso de Agustín Oriol, perdidamente esclavo de la
coquetuela y encantadora Condesa viuda de Dolfos.
Dícese que una viuda es más fácil de galantear que una soltera; pero en
estas cuestiones tan peliagudas, yo digo que no hay reglas ni axiomas;
cada persona difiere ó por su carácter ó por el mismo exceso de su
apasionamiento. Agustín sentía, al acercarse á la Condesa, todos los
síntomas de la timidez enfermiza, y mientras á solas preparaba
declaraciones abrasadoras, discursos perfectamente hilados y tan
persuasivos que ablandarían las piedras, lo cierto es que en presencia
de su diosa no sabía despegar los labios; su garganta no formaba
sonidos, ni su pensamiento coordinaba ideas... Todos reconocerán que
este estado tiene poco de agradable, y que Agustín no era dichoso, ni
mucho menos.
Vanamente apelaba á su razón para vencer aquella timidez estúpida... Su
razón le decía que él, Agustín Oriol de Lopardo, caballero por los
cuatro costados, joven, con hacienda, inteligencia y aptitudes para
abrirse camino, era un excelente candidato á la mano de cualquiera
mujer, por bonita y encopetada que se la suponga... ¿Por qué no había de
quererle la Condesa? ¿Por qué, vamos á ver, por qué? El debía acercarse
á ella ufano, arrogante, seguro de su victoria. Y todas las noches, al
retirarse á su casa, se lo proponía...., y al día siguiente procedía lo
mismo que el anterior. Se insultaba a sí mismo; se trataba de menguado,
de necio, pero no podía vencerse... No podía, y no podía.
De modo que, al año próximamente de un enamoramiento tan intenso que le
ocasionaba trastornos cardíacos, violentos hasta el síncope, Agustín no
había cruzado aún palabra, lo que se dice palabra, con su idolatrada
viuda. Iba á todas partes donde podía encontrarse con ella, pasaba
muchas veces por debajo de sus balcones, se trasladaba á San Sebastián
el mismo día que ella y en el mismo tren..., y aun ignoraría el sonido
de su voz si no hubiese prestado ansioso oído á las conversaciones que
ella sostenía con otras personas...
Por fin, un día--precisamente en San Sebastián--presentóse rodada la
ocasión de romper el hielo. Fue en la terraza del Casino, á la hora en
que una muchedumbre elegantemente ataviada respira el aire y escucha, ó,
por mejor decir, no escucha la música, sino las infinitas charlas, que
hacen otro rumor más contenido y más suave, como de colmena. Agustín
estaba muy próximo á su amada, y devoraba con los ojos el perfil fino,
asomando bajo el sombrero todo empenachado de plumas. Ella le observaba
de reojo; y viéndole tan cerca, de pronto sintió impulsos de dirigirla
la palabra. No era correcto, no era serio, no era propio de una
señora... Bueno. Por encima de las fórmulas sociales están las
circunstancias, y hay de estas irregularidades que todo el mundo comete,
cuando á ello le empuja un fuerte estímulo... La viudita no podía menos
de haber notado aquella adoración profunda, continua, que la rodeaba
como el cuerpo astral al cuerpo visible, y sentía una curiosidad
femenil, ardorosa, el afán de saber qué diría aquel adorador mudo, que
la bebía y la respiraba. Resuelta, con sonriente afabilidad, con un
alarde infantil que disimulaba lo aturdido del procedimiento, exclamó:
--¡Qué noche tan hermosa! ¿Verdad que es una delicia?
Agustín sintió como si campanas doblasen en su cerebro, no sabía si á
muerte ó si á gloria; su sangre giró de súbito, sus oídos zumbaron..., y
con tartajosa lengua, con voz imposible de reconocer, con un acento
ronco y balbuciente, soltó esta frase:
--Sí... señor! ¡Sí... señor!
Fué como si otro hubiese hablado... Un individuo zumbón, dentro de
Agustín, se reía sardónico, se mofaba de la extravagante respuesta...
¡Acababa de llamar «señor» á la única mujer que para él existía en el
mundo! ¡No se le había ocurrido sino tal inepcia! Y ahora, con la lengua
seca y el corazón inundado de bochorno, tampoco se le ocurría más. ¡Qué
había de ocurrírsele! La terraza daba vueltas, el suelo huía bajo sus
pies... Exhaló un gemido ronco, se llevó las manos á la cabeza, y
levantándose, tambaleándose, huyó sin volver la vista atrás. Aquella
noche pensó varias veces en el suicidio.
A la mañana siguiente, sintiéndose incapaz de presentarse de nuevo ante
la que ya debía despreciarle, salió para Francia en el primer tren.
Estuvo ausente muchos años; en ellos no volvió á saber de su adorada. Un
día leyó en un periódico que se había casado. Todavía la noticia le
causó grave pena. Después, lentamente, fue olvidando, nunca del todo.
Habían corrido cerca de cuatro lustros; las canas rafagueaban el negro
cabello de Agustín, cuando en uno de sus viajes entró una señora, con
dos señoritas, en el mismo departamento. Agustín la reconoció..., y aun
su corazón, del cual padecía, le avisó de que era ella,--muy cambiada,
muy envejecida,--pero ella. ¿Fue reconocido Agustín? No se sabe. Lo
cierto es que se trabó conversación entre ambos viajeros, y que esta
vez, no habiendo el estorbo de un amor tan insensato, Agustín charló sin
recelo, y las horas corrieron sin sentir. La viajera habló de su
juventud, y murmuró confidencialmente:
--De cuantos homenajes han podido tributarme, el que más agradecí,
porque era el más sincero, consistió en que un joven que me seguía como
mi sombra, me contestase, al dirigirle yo por primera vez la palabra:
«Sí, señor...» ¿Comprende usted? Era tal su aturdimiento, que no acertó
á decir otra cosa... Los requiebros más entusiastas no pueden halagar
tanto á una mujer como una turbación, que parece señal de pasión
verdadera...
--¿De modo... que usted no se rió de aquel hombre?--preguntó Agustín.
--Al contrario...--respondió la señora, con acento en que parecía
temblar una lágrima.
tren, pero al sentar el pie en el andén, se quedaron indecisos,
aturrullados. La gente salía, se atropellaba hacia la fonda, y los
enamorados no sabían qué hacer. «¿Por dónde se va á Avila?»--preguntó
Currín á un _faquino_, que viendo á dos niños sin equipaje, se encogió
de hombros y se alejó. Por instinto se encaminaron á una puerta,
entregaron sus billetes, y asediados por un solícito mozo de fonda, se
metieron en el coche, que los llevó á la del Inglés...
Acababa de recibir el señor gobernador de Avila telegrama de Madrid,
«interesando la captura,» de la apasionada pareja. Era urgentísimo el
aviso, y delataba la situación moral de una familia sumida en la
angustia y la desesperación,--mejor dicho, dos familias debían de ser
las desesperadas.--La captura se verificó en toda regla, no sin risa por
un lado y declamaciones sobre lo que «cunde la inmoralidad», por otro.
Los fugitivos fueron llevados á Madrid, y, acto continuo, Finita quedó
internada en las _Dames anglaises_, y Currín en un colegio de donde no
se le permitió salir en un año, ni aun los domingos. Con motivo del
trágico suceso, el papá de Finita y la mamá de Currín se relacionaron, y
conferenciaron largo y tendido, quedando acordes en que era preciso
«echar tierra», «desorientar la opinión...» «hacer la conspiración del
silencio». Con tal motivo, el papá de Finita reparó en lo bien
conservada que estaba la mamá de Currín, y ésta notó en el banquero
excelentes condiciones de hombre práctico en los negocios y de caballero
galán con las damas. Su amistad se consolidó, y hay quien cree que se
visitan á menudo. No se presume, sin embargo, que jamás se hayan
escapado juntos... ¿Para qué?
Sí, señor
Lo que voy á contar no lo he inventado. Si lo hubiese inventado alguien,
si no fuese la exacta verdad, digo que bien inventado estaría; pero
también me corresponde declarar que lo he oído referir... Lo cual
disminuye muchísimo el mérito de este relato, y obliga á suponer que mi
fantasía no es tan fecunda como se ha solido suponer, en momentos de
benevolencia.
¿Eres tímido, oh tú que me lees? Porque la timidez es uno de los
martirios ridículos; nos pone en berlina, nos amarra á banco duro. La
timidez es un dogal á la garganta, una piedra al pescuezo, una camisa de
plomo sobre los hombros, una cadena á las muñecas, unos grillos á los
pies... Y el peor género de timidez no es el que procede de modestia, de
recelo por insuficiencia de facultades. Hay otro más terrible: la
timidez por exceso de emoción; la timidez del enamorado ante su amada,
del fanático ante su ídolo.
De un enamorado se trata en este cuento, y tan enamorado, que no sé si
nunca Romeo el veronés, Marsilla el turolense, ó Macías el galaico, lo
estuvieron con mayor vehemencia. No envidiéis nunca á esta clase de
locos. A los que mucho amaron se les podrá perdonar; pero envidiarles,
sería no conocer la vida. Son más desventurados que el mendigo que pide
limosna; más que el sentenciado que en su cárcel cuenta las horas que le
quedan de vida horrible... Son desventurados porque tienen dislocada el
alma, y les duele á cada movimiento... Doble su desdicha si la acompaña
el suplicio de la timidez. Y la timidez, en bastantes casos, se cura con
la confianza; pero la hay crónica é invencible; la hay en maridos que
llevan veinte años de unión conyugal y no se han acostumbrado á tener
franqueza con sus mujeres; en mujeres que, viviendo con un hombre en la
mayor intimidad, no se acercan á él sin temor y temblor... Generalmente,
sin embargo, se presenta el fenómeno durante ese período en que el amor,
sin fueros y sin gallardías se estremece ante un gesto ó una palabra...
Y éste era el caso de Agustín Oriol, perdidamente esclavo de la
coquetuela y encantadora Condesa viuda de Dolfos.
Dícese que una viuda es más fácil de galantear que una soltera; pero en
estas cuestiones tan peliagudas, yo digo que no hay reglas ni axiomas;
cada persona difiere ó por su carácter ó por el mismo exceso de su
apasionamiento. Agustín sentía, al acercarse á la Condesa, todos los
síntomas de la timidez enfermiza, y mientras á solas preparaba
declaraciones abrasadoras, discursos perfectamente hilados y tan
persuasivos que ablandarían las piedras, lo cierto es que en presencia
de su diosa no sabía despegar los labios; su garganta no formaba
sonidos, ni su pensamiento coordinaba ideas... Todos reconocerán que
este estado tiene poco de agradable, y que Agustín no era dichoso, ni
mucho menos.
Vanamente apelaba á su razón para vencer aquella timidez estúpida... Su
razón le decía que él, Agustín Oriol de Lopardo, caballero por los
cuatro costados, joven, con hacienda, inteligencia y aptitudes para
abrirse camino, era un excelente candidato á la mano de cualquiera
mujer, por bonita y encopetada que se la suponga... ¿Por qué no había de
quererle la Condesa? ¿Por qué, vamos á ver, por qué? El debía acercarse
á ella ufano, arrogante, seguro de su victoria. Y todas las noches, al
retirarse á su casa, se lo proponía...., y al día siguiente procedía lo
mismo que el anterior. Se insultaba a sí mismo; se trataba de menguado,
de necio, pero no podía vencerse... No podía, y no podía.
De modo que, al año próximamente de un enamoramiento tan intenso que le
ocasionaba trastornos cardíacos, violentos hasta el síncope, Agustín no
había cruzado aún palabra, lo que se dice palabra, con su idolatrada
viuda. Iba á todas partes donde podía encontrarse con ella, pasaba
muchas veces por debajo de sus balcones, se trasladaba á San Sebastián
el mismo día que ella y en el mismo tren..., y aun ignoraría el sonido
de su voz si no hubiese prestado ansioso oído á las conversaciones que
ella sostenía con otras personas...
Por fin, un día--precisamente en San Sebastián--presentóse rodada la
ocasión de romper el hielo. Fue en la terraza del Casino, á la hora en
que una muchedumbre elegantemente ataviada respira el aire y escucha, ó,
por mejor decir, no escucha la música, sino las infinitas charlas, que
hacen otro rumor más contenido y más suave, como de colmena. Agustín
estaba muy próximo á su amada, y devoraba con los ojos el perfil fino,
asomando bajo el sombrero todo empenachado de plumas. Ella le observaba
de reojo; y viéndole tan cerca, de pronto sintió impulsos de dirigirla
la palabra. No era correcto, no era serio, no era propio de una
señora... Bueno. Por encima de las fórmulas sociales están las
circunstancias, y hay de estas irregularidades que todo el mundo comete,
cuando á ello le empuja un fuerte estímulo... La viudita no podía menos
de haber notado aquella adoración profunda, continua, que la rodeaba
como el cuerpo astral al cuerpo visible, y sentía una curiosidad
femenil, ardorosa, el afán de saber qué diría aquel adorador mudo, que
la bebía y la respiraba. Resuelta, con sonriente afabilidad, con un
alarde infantil que disimulaba lo aturdido del procedimiento, exclamó:
--¡Qué noche tan hermosa! ¿Verdad que es una delicia?
Agustín sintió como si campanas doblasen en su cerebro, no sabía si á
muerte ó si á gloria; su sangre giró de súbito, sus oídos zumbaron..., y
con tartajosa lengua, con voz imposible de reconocer, con un acento
ronco y balbuciente, soltó esta frase:
--Sí... señor! ¡Sí... señor!
Fué como si otro hubiese hablado... Un individuo zumbón, dentro de
Agustín, se reía sardónico, se mofaba de la extravagante respuesta...
¡Acababa de llamar «señor» á la única mujer que para él existía en el
mundo! ¡No se le había ocurrido sino tal inepcia! Y ahora, con la lengua
seca y el corazón inundado de bochorno, tampoco se le ocurría más. ¡Qué
había de ocurrírsele! La terraza daba vueltas, el suelo huía bajo sus
pies... Exhaló un gemido ronco, se llevó las manos á la cabeza, y
levantándose, tambaleándose, huyó sin volver la vista atrás. Aquella
noche pensó varias veces en el suicidio.
A la mañana siguiente, sintiéndose incapaz de presentarse de nuevo ante
la que ya debía despreciarle, salió para Francia en el primer tren.
Estuvo ausente muchos años; en ellos no volvió á saber de su adorada. Un
día leyó en un periódico que se había casado. Todavía la noticia le
causó grave pena. Después, lentamente, fue olvidando, nunca del todo.
Habían corrido cerca de cuatro lustros; las canas rafagueaban el negro
cabello de Agustín, cuando en uno de sus viajes entró una señora, con
dos señoritas, en el mismo departamento. Agustín la reconoció..., y aun
su corazón, del cual padecía, le avisó de que era ella,--muy cambiada,
muy envejecida,--pero ella. ¿Fue reconocido Agustín? No se sabe. Lo
cierto es que se trabó conversación entre ambos viajeros, y que esta
vez, no habiendo el estorbo de un amor tan insensato, Agustín charló sin
recelo, y las horas corrieron sin sentir. La viajera habló de su
juventud, y murmuró confidencialmente:
--De cuantos homenajes han podido tributarme, el que más agradecí,
porque era el más sincero, consistió en que un joven que me seguía como
mi sombra, me contestase, al dirigirle yo por primera vez la palabra:
«Sí, señor...» ¿Comprende usted? Era tal su aturdimiento, que no acertó
á decir otra cosa... Los requiebros más entusiastas no pueden halagar
tanto á una mujer como una turbación, que parece señal de pasión
verdadera...
--¿De modo... que usted no se rió de aquel hombre?--preguntó Agustín.
--Al contrario...--respondió la señora, con acento en que parecía
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