Cuentos de amor - 13

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enfermo grave. ¡Tenía el Rey una cara tan severa, un gesto tan
desalentado é indiferente para los áulicos, hasta para los que antaño
eran sus amigos y favoritos! ¿A qué luchar? ¡La Princesa se moría de
languidez... Nadie acertaba á salvarla, y la ciencia declaraba agotados
sus recursos!
Una mañana llegó á la puerta del palacio cierto viejo de luenga barba y
raida hopalanda color avellana seca, precedido de un borriquillo cuyos
lomos agobiaba enorme caja de madera ennegrecida. Intentaron los
guardias desviar con aspereza al viejo y á su borriquillo, pero
titubearon al oir decir que en aquella caja tosca venían la salud y la
vida de la Princesa Rosamor. Y mientras se consultaban, irresolutos,
dominados á pesar suyo por el aplomo y seguridad con que hablaba el
viejo, un gallardo caballero desconocido, mozo y de buen talante, cuya
toca de plumas rizaba el viento, cuya melena obscura caía densa y sedosa
sobre un cuello moreno y erguido, se acercó á los guardias, y, con la
superioridad que prestan el rico traje y la bizarra apostura, les ordenó
que dejasen pasar al anciano, si no querían ser responsables ante el Rey
de la muerte de su hija; y los guardias, aterrados, se hicieron atrás,
el anciano pasó, y el jumentillo hirió con sus cascos las sonoras losas
de mármol del gran patio donde esperaban en fila las carrozas de los
poderosos. En pos del viejo y el borriquillo, entró el mozo también.
Avisado el Rey de que abajo esperaba un hombre que aseguraba traer en un
cajón la salud de la Princesa, mandó que subiese al punto; porque los
desesperados de un clavo ardiendo se agarran, y no se sabe nunca de qué
lado lloverá la Providencia. Hubo entre los cortesanos cuchicheos y
alguna sonrisa reprimida pronto, al ver subir á dos porteros abrumados
bajo el peso de la enorme caja de madera, y detrás de ellos al viejo de
la hopalanda avellana y al lindo hidalgo de suntuoso traje á quien nadie
conocía; pero la curiosidad, más aguda que el sarcasmo, les devoraba el
alma con sus dientecillos de ratón, y no tuvieron reposo hasta que el
primer Ministro, también algo alarmado por la novedad, les enteró de que
la famosa caja del viejo sólo contenía un panorama, y que con enseñarle
las vistas á la Princesa aquel singular curandero respondía de su
alivio. En cuanto al mozo, era el ayudante encargado de colocarse detrás
de una cortina sin ser visto, y hacer desfilar los cuadros por medio de
un mecanismo original. Inútil me parece añadir que al saber en qué
consistía el remedio, los cortesanos, sin perder el compás de la
veneración monárquica, se burlaron suavemente y soltaron muy donosas
pullas.
Entre tanto, instalábase el panorama en la cámara de la Princesa, la
cual, desde el mismo sillón donde yacía recostada sobre pilas de
almohadones, podía recrearse en aquellas vistas que, según el viejo
continuaba afirmando terminantemente, habían de sanarla. Oculto é
invisible, el galán hizo girar un manubrio, y empezaron á aparecer,
sobre el fondo del inmenso paño extendido que cubría todo un lado de la
cámara, y al través de amplio cristal, cuadros interesantísimos. Con
una verdad y un relieve sorprendentes, desfilaron ante los ojos de la
Princesa las ciudades más magníficas, los monumentos más grandiosos y
los paisajes más admirables de todo el mundo. En voz cascada, pero con
suma elocuencia, explicaba el viejo los esplendores, verbigracia, de
Roma, el Coliseo, las Termas, el Vaticano, el Foro; y tan pronto
mostraba á la Princesa una naumaquia, con sus luchas de monstruos
marinos y sus combates navales entre galeras incrustadas de marfil, como
la hacía descender á las sombrías Catacumbas y presenciar el entierro de
un mártir, depuesto en paz con su ampolla llena de sangre al lado. Desde
los famosos pensiles de Semíramis y las colosales construcciones de
Nabucodonosor, hasta los risueños valles de la Arcadia, donde en el
fondo de un sagrado bosque centenario danzan las blancas ninfas en corro
alrededor de un busto de Pan que enrama frondosa mata de hiedra; desde
las nevadas cumbres de los Alpes hasta las voluptuosas ensenadas del
golfo partenópeo, cuyas aguas penetran vueltas líquido zafiro bajo las
bóvedas celestes de la gruta de Azur, no hubo aspecto sublime de la
historia, asombro de la naturaleza ni obra estupenda de la actividad
humana que no se presentase ante los ojos de la Princesa
Rosamor--aquellos ojos grandes y soñadores, cercados de una mancha de
livor sombrío, que delataba los estragos de la enfermedad.--Pero los
ojos no se reanimaban; las mejillas no perdían su palidez de
transparente cera; los labios seguían contraídos, olvidados de las
sonrisas; las encías marchitas y blanquecinas hacían parecer amarilla la
dentadura, y las manos afiladas continuaban ardiendo de fiebre ó
congeladas por el hielo mortal. Y el Rey, furioso al ver defraudada una
última esperanza, más viva cuanto más quimérica, juró enojadísimo que
ahorcaría de muy alto al impostor del viejo, y ordenó que subiese el
verdugo, provisto de ensebada soga, á la torre más eminente del palacio,
para colgar de una almena, á vista de todos, al que le había engañado.
Pero el viejo, tranquilo y hasta desdeñoso, pidió al Rey un plazo breve:
faltábale por enseñar á la Princesa una vista, una sola, de su panorama,
y si después de contemplarla no se sentía mejor, que le ahorcasen
enhorabuena, por torpe é ignorante. Condescendió el Rey, no queriendo
espantar aún la vana esperanza postrera, y se salió de la cámara, por no
asistir al desengaño. Al cuarto de hora, no pudiendo contener la
impaciencia, entró, y notó con transporte una singular variación en el
aspecto de la enferma; sus ojos relucían; un ligero sonrosado teñía sus
mejillas flacas; sus labios palpitaban enrojecidos y su talle se
enderezaba airoso como un junco. Parecía aquello un milagro, y el Rey,
en su enajenación, se arrancó del cuello una cadena de oro y la alargó
al viejo, que rehusó el presente. La única recompensa que pedía era que
le dejasen continuar la cura de la Princesa, sin condiciones ni
obstáculos, ofreciendo terminarla en un mes. Y, loco de gozo, el Rey se
avino á todo, hasta á respetar el misterio de aquella vista prodigiosa
que había empezado á devolver á su hija la salud.
No obstante--transcurrida una semana y confirmada la mejoría de la
enferma, mejoría tan acentuada que ya la Princesa había dejado su
sillón, y, esbelta como un lirio, se paseaba por el aposento y las
galerías próximas, ansiosa de respirar el aire, animada y
sonriente,--anheló el Rey saber qué octava maravilla del orbe, qué
portentoso cuadro era aquel cuya contemplación había resucitado á
Rosamor moribunda. Y como la Princesa, cubierta de rubor, se arrojase á
sus pies suplicándole que no indagara su secreto, el Rey, cada vez más
lleno de curiosidad, mandó que sin dilación se le hiciese contemplar la
milagrosa última vista del panorama. ¡Oh sorpresa inaudita! Lo que se
apareció sobre el fondo del inmenso paño negro, al través del claro
cristal, no fué ni más ni menos que el rostro de un hombre, joven y
guapo, eso sí, pero que nada tenía de extraordinario ni de portentoso.
El rostro sonreía con dulzura y pasión á la Princesa, y ella pagaba la
sonrisa con otra no menos tierna y extática... El Rey reconoció al
supuesto ayudante del médico, aquel mozo gallardo, y comprendió que, en
vez de enseñar las vistas de su panorama, se enseñaba á sí propio, y
sólo con este remedio había sanado el enfermo corazón y el espíritu
contristado y abatido de la niña; y si alguna duda le quedase acerca de
este punto, se la quitaría la misma Rosamor, al decirle confusa,
temblorosa y en voz baja, como quien pide anticipadamente perdón y
aquiescencia:
--Padre, todos los monumentos y todas las bellezas del mundo no
equivalen á la vista de un rostro amado...


Remordimiento

Conocí en su vejez á un famoso calaverón que vivía solitario, y al
parecer tranquilo, en una soberbia casa, cuidándose mucho y con un
criado para cada dedo, porque la fortuna--caprichosa á fuer de mujer,
diría algún escritor de esos que están tan seguros del sexo de la
fortuna como yo del mosquito que me crucificó esta noche--había
dispuesto (sigo refiriéndome á la fortuna) que aquel perdulario
derrochase primero su legítima, después las de sus hermanos, que
murieron jóvenes, luego la de una tía solterona, y al cabo la de un
tutor opulento y chocho por su pupilo. Y, por último, volvieron á
ponerle á flote el juego ú otras granjerías que se ignoran, cuando ya
había penetrado en su cabeza la noción de que es bueno conservar algo
para los años tristes. Desde que mi calvatrueno (llamábase el vizconde
de Tresmes) llegó á persuadirse de que interesaba á su felicidad no
morirse en el hospital, cuidó de su hacienda con la perseverancia del
egoismo, y no hubo capital mejor regido y conservado. Por eso, al tiempo
que yo conocí al vizconde--poco antes de que un reuma al corazón le
llevase al otro barrio--era un viejo rico, y su casa--desmintiendo la
opinión del vulgo respecto á las viviendas de los solteros--modelo de
pulcritud y orden elegante.
Miraba yo al vizconde con interés curioso, buscando en su fisonomía la
historia íntima del terrible traga-corazones, por quien habitaba un
manicomio una duquesa, y una infanta de España había estado á punto de
echar á rodar el infantazgo y cuanto echar á rodar se puede.--Si no
supiese que veía al más refinado epicúreo, creería estar mirando los
restos de un poeta, de un artista, de uno de esos hombres que fascinan
porque su acción dominadora no se limita á la materia, sino que subyuga
la imaginación. Las nobles facciones de su rostro recordaban las de
Volfango Goethe, no en su gloriosa ancianidad, sino más bien en la época
del famoso viaje á Italia; es decir, lo que serían si Goethe, al
envejecer, conservase las líneas de la juventud. Aquella finura de
trazo; aquella boca un tanto carnosa; aquella nariz de vara delgada, de
griega pureza en su hechura; aquellas cejas negrísimas, sutiles, de arco
gentil, que acentúan la expresión de los vivos y profundos ojos;
aquellas mejillas pálidas, duras, de grandes planos, como talladas en
mármol, mejillas viriles--pues las redondas son de mujer ó niño;--aquel
cuello largo, que destaca de los bien derribados hombros la altiva
cabeza... todo esto, aunque en ruinas ya, subsistía aún, y á la vez el
cuerpo delataba en sus proporciones justas, en su musculosa esbeltez,
algo recogida, como de gimnasta, la robustez de acero del hombre á quien
los excesos ni rinden ni consumen. Verdad que estas singulares
condiciones del vizconde las adivinaba yo por la aptitud que tengo para
restar los estragos de la vejez y reconstruir á las personas tal cual
fueron en sus mejores años.
Gustaba el vizconde de charlar conmigo, y á veces me refería lances de
su azarosa vida, que no serían para contados, si él no supiese salvar
los detalles escabrosos con exquisito aticismo, y cubrir la inverecundia
del fondo con lo escogido de la forma. No obstante, en las narraciones
del vizconde había algo que me sublevaba, y era la absoluta carencia de
sentido moral, el cinismo frío, visible bajo la delicada corteza del
lenguaje. Punzábame una curiosidad, y pensaba entre mí: «¿Será posible
que este hombre, que para sus semejantes ha sido no sólo inútil, sino
dañino; que ha libado el jugo de todas las flores sacando miel para
embriagarse de ella, aunque la destilase con sangre y lágrimas; este
corsario, este negrero del amor, repito, será posible que no haya
conservado nada vivo y sano bajo los tejidos marchitos por el
libertinaje? ¿No tendrá un remordimiento, no habrá realizado un acto de
abnegación, una obra de caridad?»
Un día me resolví á preguntárselo directamente.
--Porque al fin--le dije--en las batallas que usted solía ganar hay
muertos y heridos; sólo que, como en las heridas de florete, la
hemorragia es interna, pues el honor manda callar y sucumbir en
silencio. ¡Cuántos maridos, cuántos hermanos, cuántos padres (sin hablar
de las propias víctimas) habrán ardido por culpa de usted en un infierno
de vergüenza!
--¡Bah! No lo crea usted--respondía el don Juan sin alterarse en lo más
mínimo.--En estas cuestiones, los expertos somos un poquillo fatalistas.
¡Lo escrito se cumple! Y lo que yo, por escrúpulos más ó menos
justificados, desperdiciase, otro lo recogería, quizá con menos arte,
tino y miramiento que yo. La pavía madura cuelga de la rama y va por
instantes á desprenderse del tallo. El que pasa y la coge suavemente, le
ahorra el sonrojo de caer al suelo, de mancharse, de ser pisada...
Al ver que su extraño razonamiento me dejaba algo perplejo, el vizconde
añadió:
--A pesar de todo, confieso que hice un acto de abnegación y que tengo
un remordimiento...
Esperé, y el viejo, apoyando la barba en dos dedos de la mano izquierda,
habló con lentitud y en tono menos irónico que de costumbre:
--Ha de saber usted que tuve una hermana que se casó y se murió casi en
seguida (en mi casa todos murieron jóvenes y tísicos, excepto yo, que
absorbí la fuerza que debía repartirse entre los demás). Mi cuñado, poco
después, se cayó de un caballo y no sobrevivió á la caída. Quedó una
niña, bonita como un serafín. Yo era su tutor, y aunque cuidé bien de su
educación y de sus intereses, la veía poco, porque no me gustan los
chiquillos. Vino la pubertad, y entonces la criatura tomó formas menos
seráficas y más apetecibles para los humanos. Y, cosa rara, si de
chiquilla, al verme, se deshacía en fiestas y se volvía loca de gozo, ya
de mujercita no parecía sino que la afligía mi presencia, y me acuerdo
que hasta sufrió un síncope porque la dí un beso paternal... Paternal
(se lo afirmo á usted bajo palabra de honor), porque tenemos la tontería
de figurarnos que los que conocimos niños no llegan nunca á personas
mayores...
Con todo, ciertos errores pronto se disipan, y como los síntomas iban
acentuándose, no tardé en conocer la índole de la enfermedad... La
muchacha repito que era una hermosura. Le enseñaré á usted su retrato, y
me dirá si exagero. Aparte de esto de la belleza, nunca ví mujer que más
traspasada se mostrase. Rendida ya, vencida por fuerza superior á su
albedrío, lejos de huirme, me seguía y buscaba incesantemente, y se leía
en sus ojos, en su voz y en sus menores acciones, que era tan mía, tan
mía que podía yo marcarla en la frente la S y el clavo. Mi edad era
entonces la de las pasiones violentas: tenía treinta y ocho años... pero
¡así y todo!...
--¿No se resolvió usted á coger la pavía?
--No era pavía, como usted verá--respondió el calaverón frunciendo las
cejas.--Lo que puedo decir á usted es que al comprender la realidad, huí
de mi sobrina, viajé, estuve ausente más de un año, y al ver á mi
regreso á la niña enferma de pasión y amartelada como nunca, la hablé lo
mismo que un padre, la pinté mi vida y mi condición y hasta mis
vicios...
--Leña al fuego--interrumpí.
--¡Leña al fuego, sí, tal vez!... En fin, la dije redondamente que
estaba resuelto á no casarme nunca; que no me casaría ni con Eugenia de
Montijo, emperatriz de Francia...
--¿Y ella?...
--Ella... Ella... después de llorar y de ponerse más pálida y más roja y
más temblorosa que una sentenciada... acabó por decirme que... soltero ó
casado, malo ó bueno, rico ó pobre...
--¡Comprendo!...
--Bien, pues yo... no sólo rehusé, desvié, contuve, sino que busqué
marido, joven, guapo, bueno... y con todo mi ascendiente, con mi
mandato, lo hice aceptar...
--¡Ya me parecía!--exclamé entusiasmada.--¡Una acción generosa, bonita!
¡Si no podía menos!
--Una acción detestable--repuso el vizconde, cuyos labios temblaron
ligeramente.--Así que se casó mi sobrina, se me cayeron á mí las escamas
de los ojos, y me hice cargo de que me estaba muriendo por ella... Y la
busqué, y la perseguí, y la asedié, y agoté los recursos, y sólo
encontré repulsa, glacial desdén, rigor tan sistemático y tan
perseverante, que me dí por vencido, y me salieron las primeras canas...
--Vamos, la sobrinita se encontraba bien con el marido que usted
eligió...
--Tan bien--añadió el don Juan sombríamente--que a los seis meses mi
sobrina enfermó de pasión de ánimo; y á los diez, en la agonía, me llamó
para despedirse de mí y decirme al oído que... ¡como siempre!
Tresmes bajó la cabeza y me pareció ver que una nube cruzaba por su
frente olímpica.
--Ahí tiene usted--murmuró después de una pausa,--mi remordimiento.
Nadie debe salirse de su vocación, y la mía no era conducir á nadie al
sendero del deber y la virtud.


Temprano y con sol...

EL empleado que despachaba los billetes en la taquilla de la estación
del Norte no pudo reprimir un movimiento de sorpresa cuando la infantil
vocecica pronunció, en tono imperativo:
--¡Dos de primera... á Paris!...
Acercando la cabeza cuanto lo permite el agujero del ventano, miró á su
interlocutora, y vió que era una morena de once á doce años, de ojos
como tinteros, de tupida melena negra, vestida con rico y bien cortado
ropón de franela inglesa roja, y luciendo un sombrerillo jockey de
terciopelo granate que la sentaba a las mil maravillas. Agarrado de la
mano traía la señorita á un caballerete que representaba la misma edad
sobre poco más ó menos, y también tenía trazas en su semblante y atavío
de pertenecer á muy distinguida clase y á muy acomodada familia. El
chico parecía azorado: la niña, alegre, con nerviosa alegría. El
empleado sonrió á la gentil pareja, y murmuró como quien da algún
paternal aviso:
--¿Directo ó á la frontera? A la frontera... son ciento cincuenta
pesetas, y...
--Ahí va dinero--contestó la intrépida señorita, alargando un abierto
portamonedas. El empleado volvió á sonreir, ya con marcada extrañeza y
compasión, y advirtió:
--Aquí no tenemos bastante...
--¡Hay quince duros y tres pesetas!--exclamó la viajerilla.
--Pues no alcanza... Y para convencerse, pregunten ustedes á sus papas.
Al decir esto el empleado, vivo carmín tiñó hasta las orejas del galán,
cuya mano no había soltado la damisela, y ésta, dando impaciente patada
en el suelo, gritó:
--¡Bien... pues entonces... un billete más barato!
--¿Cómo más barato? ¿De segunda? ¿De tercera? ¿A una estación más
próxima? ¿Escorial, Avila...?
--¡Avila, sí... Avila... justamente, Avila...!--respondió con energía la
del rojo balandrán. Dudó el empleado un momento; al fin se encogió de
hombros como el que dice: «¿A mí qué? ya se desenredará este lío;» y
tendió los dos billetes, devolviendo muy aligerado el portamonedas...
Sonó la campana de aviso; salieron los chicos disparados al andén;
metiéronse en el primer vagón que vieron, sin pensar en buscar un
departamento donde fuesen solos; y con gran asombro del turista
británico que acomodaba en un rincón de la red su balija de cuero, al
verse dentro del coche se agarraron de la cintura y rompieron á
brincar...
* * * * *
¿Cómo principió aquella pasión devoradora, frenética, incendiaria? ¡Ah!
Los orígenes primeros de lo grave y trascendental en nuestra vida, son
insignificantes menudencias, pequeñeces míseras, átomos morales que se
asocian en un torbellinito molecular, y á fuerza de dar vueltas y más
vueltas sobre sí mismo, el torbellino se redondea, se solidifica,
adquiere forma, toma la consistencia del diamante... No desconfiéis
nunca en la vida de las cosas grandes, que se presentan con imponente
aparato; esas ya avisan, y hay medio de precaverse: temed á las
tentaciones menudas, á los peligros sutiles é insidiosos. Toda la teoría
de los microbios, hoy admitida, ¿qué es sino demostración de la
importancia capital de lo infinitamente pequeño?
La pasión empezó, pues, del modo más sencillo, más inocente y más
bobo... Empezó por una manía... Ambos eran coleccionistas.--¿De qué? Ya
lo podéis presumir, vosotros los que frisais en la edad de mis héroes.
La afición á coleccionar suele desarrollarse entre los cuarenta y los
sesenta: apenas he visto un bibliómano joven, y las tiendas de los
chamarileros son más frecuentadas por señores respetables que por
alegres mozos. Hay, sin embargo, una excepción á esta regla general, y
es la chifladura por reunir sellos de correos. Sin que yo niegue que
pueden padecerla muy graves personajes, la verdad es que el período en
que suele hacer estragos es la etapa comprendida entre los diez y los
quince. Y en ese lustro auroral que separa la edad del trompo y la
cuerda de la edad del pavo, vivían mis dos enamorados fugitivos del
tren.
Ya se ha dicho que su galeoto, el libro de Lanzarote y Ginebra donde
bebieron la ponzoña amorosa, fué el coleccionismo, la manía de la
filatelia, común á entrambos. El papá de Serafina, vulgo Finita, y la
mamá de Francisco, vulgo Currín, se trataban poco; ni siquiera se
visitaban, á pesar de vivir en la misma opulenta casa del barrio de
Salamanca: en el principal el papá de Finita, y en el segundo la mamá de
Currín. Currín y Finita, en cambio, se encontraban muy á menudo en la
escalera, cuando él iba á clase y ella salía para su colegio; pero valga
la verdad: ni habrían reparado el uno en el otro, si no fuera porque
cierta mañana, al bajar las escaleras, Currín notó que Finita llevaba
bajo el brazo un objeto, un libro encuadernado en tafilete rojo...
¡libro tantas veces codiciado y soñado por él! «¡Me debía haber comprado
mamá uno así, carambita! En cuanto me examine y saque nota, ya me lo
está comprando. ¡No faltaba más! El mío es una porquería...» De esto á
rogar á Finita que le enseñase el magnífico album de sellos, mediaba un
paso. Finita, en el mismo descanso de la escalera, accedió á los ruegos
de Currín: pusieron el álbum sobre la repisa de la ventana, y se dieron
á hojearlo con vivacidad.--«Esta página es del Perú... Mira los de las
islas Hawai... Tengo la colección completa...»
Y desfilaban los minúsculos y artísticos grabaditos con que cada nación
marca y autoriza su correspondencia; los aristocráticos perfiles de las
dinastías sajonas, que se desdeñan de mirarnos á la cara, y las
burguesas y honradas fisonomías de los presidentes de Estados
americanos, siempre de frente; la república francesa, con sus dos
airosas figuras que se dan la mano, y el reyecillo español, con su
redonda cabeza de bebé; los sellos chinos y su dragón, los turcos y su
cimitarra; Don Carlos, recuerdo de nuestras vicisitudes políticas, y Don
Amadeo, efímera memoria de la misma agitada época; los preciosos sellos
de Terranova, con la testa entonces ideal del príncipe de Gales, y los
fastuosos sellos de las colonias británicas, en que la abuelita Victoria
aparece oficiando de emperatriz... Currín se embelesaba y chillaba de
vez en cuando dando brincos: «¡Ay! ¡Ay! ¡Caracoles, qué bonito! Este no
lo tengo yo...» Por fin, al llegar á uno muy raro, el de la república de
Liberia, no pudo contenerse: «¿Me lo das?»--«Toma»;--respondió con
expansión Finita.--«Gracias, hermosa»,--contestó el galán;--y como
Finita, al oir el requiebro, se pusiese del color de la cubierta de su
album, Currín reparó en que Finita era muy mona, sobre todo así,
colorada de placer y con los negros ojos brillantes, rebosando alegría.
«¿Sabes que te he de decir una cosa?»--murmuró el chico.--«Anda,
dímela.»--«Hoy no.»--La doncella francesa que acompañaba á Finita al
colegio, había mostrado hasta aquel instante risueña tolerancia con la
digresión filatélica; pero parecióle que se prolongaba mucho, y
pronunció un «Mademoiselle, s’il vous plaît», que significaba: «Hay que
ir al colegio rabiando ó cantando, conque... una buena resolución.»
Currín se quedó admirando su sello... y pensando en Finita. Era Currín
un chico dulce de carácter, no muy travieso, aficionado á los dramas
tristes, á las novelas de aventuras extraordinarias, y á leer versos y
aprendérselos de memoria. Siempre estaba pensando que le había de
suceder algo raro y maravilloso; de noche soñaba mucho, y con cosas del
otro mundo ó con algo procedente de sus lecturas. Desde que coleccionaba
sellos, soñaba también con viajes de circunnavegación y países
desconocidos, á lo cual contribuía mucho el ser decidido admirador de
Julio Verne... Aquella noche realizó dormido una excursioncita breve...
á Terranova, al país de los sellos hermosos. Mejor dicho, no era
excursión, sino instantánea traslación; y en una playa orlada de
monolitos de hielo, que alumbraba una aurora boreal, Finita y él se
paseaban muy serios, cogidos del brazo...
Al otro día, nuevo encuentro en la escalera. Currín llevaba duplicados
de sellos para obsequiar á Finita. En cuanto la dama vió al galán,
sonrió y se acercó con misterio. «Aquí te traigo esto...»--balbuceó
él...--Finita puso un dedo sobre los labios, como para indicar al chico
que se recatase de la francesa; pero constándole á Currín que no había
en el obsequio de los sellos malicia alguna, fué muy resuelto á
entregarlos. Finita se quedó, al parecer, algo chafada; sin duda
esperaba otra cosa; y llegándose vivamente á Currín, le dijo entre
dientes:
--¿Y... y aquello?
--¿Aquello..?
--Lo que me ibas á decir ayer...
Currín suspiró, se miró á las botas, y salió con esta pata de gallo:
--Si no era nada...
--¡Cómo nada!--articuló Finita furiosa.--¡Pareces memo de la cabeza!
Nada, ¿eh?
Y el muchacho, dando tormento al rey Leopoldo de Bélgica que apretaba
entre sus dedos, se puso muy cerquita del oído de la niña, y murmuró
suavemente: «Sí, era algo... Quería decirte que eres... ¡más guapita!» Y
espantado de su osadía, echó á correr escalera abajo, y del portal salió
en volandas á la calle.
Al otro día, Currín escribió unos versos (poseo el original) en que
decía á su tormento:
Nace el amor de la nada;
de una mirada tranquila;
al girar de una pupila
se halla un alma enamorada...
Endeblillos y todo, graves autores aseguran que Currín los sacó de un
libro que le prestó un compañero... Mas ¿qué importa? El caso es que
Currín se sentía como lo pintaban los versos: enamorado, atrozmente
enamorado... No pensaba más que en Finita; se sacaba la raya
esmeradamente, se compró una corbata nueva, y suspiraba á solas.
Al fin de la semana eran novios en regla. La doncella francesa cerraba
los ojos... ó no veía, creyendo buenamente que de sellos se hablaba
allí, y aprovechaba el ratito charlando también de lo que le parecía con
su compatriota el cocinero...
Cierta tarde creyó el portero que soñaba, y se frotó los ojos. ¿No era
aquella la señorita Serafina, que pasaba sola, con un saquillo de piel
al brazo? ¿Y no era aquel que iba detrás el señorito Currín? ¿Y no se
subían los dos á un coche de punto, que salía echando diablos? ¡Jesús,
María y José! ¡Pero cómo están los tiempos y las costumbres! ¿Y á dónde
irán? ¿Aviso ó no aviso á los padres? ¿Qué hace en este apuro un hombre
de bien? ¿Me recibirán con cajas destempladas... ó caerá una propinaza
de las gordas?
* * * * *
--Oye tú--decía Finita á Currín apenas el tren se puso en marcha--Avila,
¿cómo es? ¿Muy grande? ¿Bonita lo mismo que París?
--No...--respondió Currín con cierto escepticismo amargo.--Debe de ser
un pueblo de pesca.
--Pues entonces... no conviene quedarse allí. Hay que seguir á París. Yo
quiero ver París á todo trance; y también quiero ver las Pirámides de
Egipto.
--Sí...--murmuró Currín, por cuya boca hablaban el buen sentido y la
realidad--pero... ¿y los monises?
--¿Los monises?--contestó remedándole Finita--Eres más bobo que el que
asó la manteca. ¡Se pide prestado!
--¿Y á quién?
--¡A cualquiera!
--¿Y si no nos lo quieren dar?
--¿Y por qué, melón de arroba? Yo tengo reloj que empeñar. Tú también.
Empeño además el abrigo nuevo: me va asando de calor. No sirves para
nada... ¡Escribimos á papás que nos envíen... un.. un bono... no, una
letra! Papá las está mandando cada día á París y á todas partes.
--Tu papá estará echando chispas... Nos mandará un demontre!... Como mi
mamá... ¡La hicimos, Finita!... No sé qué será de nosotros.
--Pues se empeña el reloj, y en paz... ¡Ay! ¡Lo que nos divertiremos en
Avila! Me llevarás al café... y al teatro... y al paseo...
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