Cuentos de amor - 08

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se adivina, inmediatamente adivinaron de qué habían muerto y la
semejanza de sus destinos durante la vida terrenal. Y así como
comprendieron claramente que los dos habían muerto de plétora de pasión
no satisfecha ni entendida, advirtieron también con asombro que él era
el alma nacida para ella, y ella el corazón capaz de encerrar aquel amor
infinito de que él se sentía minado y consumido, como el árbol que todo
se derrite en gomas. Y lo mismo fué advertirlo, que juntarse
impetuosamente los dos espíritus, mezclándose la llama rojiza con el
fueguecillo azul tan estrechamente, que se hicieron una luz sola.
Y sucedió que, unidos ya, él no pudo entrar en el purgatorio por la
parte que llevaba de cielo, y ella tampoco pudo ingresar en el cielo por
la parte que llevaba de purgatorio. El, generoso, la propuso que se
apartasen, yéndose ella á disfrutar las dichas del Empíreo; mas ella
prefirió seguir unida á él, aun á costa de la eterna bienandanza; y
desde entonces la luz anda errante, y los dos espíritus no hallan otro
nido para sus amores póstumos, sino la extremidad del palo de algún
buque, donde los marinos los confunden con el fuego de San Telmo.


La culpable

Elisa fué una mujer desgraciadísima durante toda su vida conyugal, y
murió, joven aún, minada por las penas. Es verdad que había cometido una
falta muy grave, tan grave que para ella no hay perdón: escaparse con su
marido antes de que éste lo fuese y pasar en su compañía veinticuatro
horas de tren... Después, sucedió lo de costumbre: la recogió la
autoridad, la depositaron en un convento, y á los quince días se casó,
sin que sus padres asistiesen á la boda; actitud muy digna, en opinión
de las personas sensatas.
Ellos no se habían opuesto de frente á las relaciones de Elisa con
Adolfo: mas como quiera que no les agradaba pizca el aspirante, y creían
conocerle y presentían su condición moral, suscitaron mil dificultades
menudas y consiguieron dar largas al asunto y entretenerlo por espacio
de cinco años. Consintieron, eso sí, que Adolfo _entrase en casa_,
porque tenía poco de seductor y era hasta antipático, y esperaron que
Elisa perdiese toda ilusión al verle de cerca. Sucedió lo contrario; en
los interminables coloquios junto á la chimenea; en el diario tortoleo,
el amante corazón de Elisa se dejó cautivar para siempre, y Adolfo
aseguró la presa de la acaudalada muchacha. Después de meditadas y
estratégicas maniobras por parte del novio, llegó el instante de la
fuga, preliminar del casamiento.
La familia de Elisa tomó muy á pechos el escándalo, por lo mismo que
eran gente conocida, bien relacionada, preciada de correcta,
intransigente en cuestiones de moralidad exterior. Hubo en la casa uno
de esos períodos de disgusto, cerrados, serios, hondos, en que hasta los
criados andan mohinos; períodos que á las personas entradas en edad les
cavan una cuarta de sepultura. Las dos hermanas de la fugitiva se
avergonzaron y corrieron de suerte que en muchos meses no se atrevieron
á salir á la calle. Una, en especial, se afectó tanto, que fué preciso
sacarla de Madrid para que no se alterase su salud. La madre jamás
pronunció el nombre de Elisa sin suspirar, como cuando se nombra á los
que fallecieron. El padre extremó el procedimiento: cerróse á la banda y
no nombró á Elisa ya nunca. Si le preguntaban cuántas hijas tenía,
contestaba que dos. «La otra la perdí», añadía crispando los labios.
Unida ya Elisa con el que había elegido, se propuso ser intachable y
perfecta en todo para rescatar la falta. No hubo esposa más tierna y
solícita que Elisa, ni casa mejor gobernada que la suya, ni señora que
con mayor abnegación prescindiese de sí propia y se eclipsase más
modestamente en la sombra del hogar. Como al fin tenía pocos años y á
veces la sangre hervía en sus venas con ímpetu juvenil, cuando veía á
otras casadas adornarse, cubrirse de joyas, ir á bailes y fiestas y
sonreir al espejo, y ella se quedaba recluída y en bata casera, decía
para sí: «Bueno; pero esas no se escaparon con su marido antes de la
boda.» Y aunque supiese que se escapaban después... ó cosa parecida...
con otros,--siempre persistía en tenerlas por de mejor condición.
Hasta tal punto se consideró obligada á prestar fianza de su conducta,
que nunca salió sola, ni consintió recibir una visita estando ausente su
marido. A los hombres, fuesen jóvenes ó viejos, les hablaba fría y
desabridamente, cortando en seguida la conversación. Su traje era
obscuro, subido hasta las orejas, y su peinado estudiadamente sencillo y
sin coquetería. Aficionada á las esencias y aguas de tocador, las
suprimió por completo desde que oyó decir que «la mujer de bien, ni ha
de oler mal, ni ha de oler bien». Ser tenida en concepto de mujer de
bien, fué su ambición y su sueño; pero desconfiaba de conseguirlo nunca,
por _aquello_ de la escapatoria...
Pasada la corta luna de miel, Adolfo comenzó á distraerse, y so color de
política, se acostumbró á retirarse tarde, á pasarse los días fuera,
sin venir ni á comer. Elisa lloró en silencio: lloró mucho, porque le
quería, le quería con toda su alma, y no podía vivir dichosa sino con él
y por él, á quien todo lo había sacrificado.
Un día, registrando el ropero de su marido para limpiar y arreglar la
ropa, encontró traspapelada en un chaqué de verano una carta
inequívoca... El dolor fue tan agudo, que Elisa se metió en la cama y
estuvo varios días sin querer comer y con gran deseo de morirse. Así que
cobró algún ánimo, se levantó y siguió viviendo. No profirió una queja:
¿con qué derecho? ¡La podían tapar la boca á las primeras palabras! ¡Y
si salía á relucir lo de la fuga!.
Vinieron hijos, un niño y una niña; pero Elisa, que sufrió todo el peso
de la crianza, no intervino en la educación, ni ejerció jamás esa
autoridad de la madre digna y altiva, que lleva la maternidad como una
corona. Sus hijos se habituaron á que «no mandaba mamá».
En cuanto á la hacienda, ya se infiere que la regía única y
exclusivamente Adolfo, y Elisa no se hubiese arrojado á gastar cincuenta
pesetas en nada extraordinario, sin la vénia necesaria. Muerto el padre
de Elisa y recogida la legítima, todavía pingüe, aunque mermada por el
enojo paternal, Adolfo se hizo cargo de todo y dedicó la mayor parte á
sus goces, no sin que muchas veces oyese Elisa reconvenciones duras y
alusiones amargas, fundadas en que su padre la había desheredado ó punto
menos.
La salud de Elisa se resintió: los médicos hablaron de lesiones al
corazón, que degeneraban en hidropesía. Como la enferma se agravase,
pidió confesor, y por centésima vez se acusó de su delito, la
escapatoria fatal. El confesor la mandó que se acusase de pecados de la
vida presente, porque Dios no acostumbra recontar los ya perdonados y
absueltos. Mas la absolución del cielo no bastaba á Elisa: ya se sabe
que Dios es muy bueno; pero, en cambio, los hombres jamás olvidan
ciertas cosas, y la mancha de vergüenza allí está sobre la frente hasta
la última hora de vivir!
Con los ojos vidriados de lágrimas, Elisa pidió que viniese Adolfo, y
así que le vió á su cabecera, echándole los brazos al cuello, murmuró á
su oído: «Alma mía, mi bien, ya sé que no tengo derecho ninguno á
pedirte que... que no te vuelvas á casar... ¡pero al menos... mira, en
esta hora solemne... perdóname de veras _aquello_... y no me olvides
así... tan pronto... tan pronto!»
Adolfo no contestó; no obstante, le pareció natural inclinarse y
besarla. Y la culpable, dejando caer la cabeza sobre la almohada, espiró
contenta.


La novia fiel

Fué sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen las
relaciones entre Germán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separación de un
matrimonio da margen á tantos comentarios. La gente se había
acostumbrado á creer que Germán y Amelia no podían menos de casarse.
Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Sólo el confesor
de Amelia tuvo la clave del enigma.
Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que
casi habían ascendido á institución. Diez años de noviazgo no son grano
de anís. Amelia era novia de Germán desde el primer baile á que asistió
cuando la pusieron de largo.
¡Qué linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada
apenas, lo suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros
y del seno que latía de emoción y placer, empolvado el rubio pelo,
donde se marchitaban capullos de rosa, Amelia era, según se decía en
algún grupo de señoras, ya machuchas, «un cromo», «un grabado de _La
Ilustración_». Germán la sacó á bailar, y cuando estrechó aquel talle
que se cimbreaba, y sintió la frescura de aquel hálito infantil, perdió
la chaveta, y en voz temblorosa, trastornado, sin elegir frases, hizo
una declaración sincerísima, y recogió un _sí_ espontáneo, medio
involuntario, doblemente delicioso. Se escribieron desde el día
siguiente, y vino esa época de ventaneo y seguimiento en la calle, que
es como la alborada de semejantes amoríos. Ni los padres de Amelia,
modestos propietarios, ni los de Germán, comerciantes de regular caudal,
pero de numerosa prole, se opusieron á la inclinación de los muchachos,
dando por supuesto desde el primer instante que aquello pararía en
justas nupcias, así que Germán acabase la carrera de Derecho y pudiese
sostener la carga de una familia.
Los seis primeros años fueron encantadores. Germán pasaba los inviernos
en Compostela, cursando en la Universidad y escribiendo largas y tiernas
epístolas; entre leerlas, releerlas, contestarlas y ansiar que llegasen
las vacaciones, el tiempo se deslizaba insensible para Amelia. Las
vacaciones eran grato paréntesis, y todo el tiempo que durasen ya sabía
Amelia que se lo dedicaría íntegro su novio. Este no entraba aún en la
casa, pero acompañaba á Amelia en el paseo, y de noche se hablaban, á la
luz de la luna, por una galería con vistas al mar. La ausencia,
interrumpida por frecuentes regresos, era casi un aliciente, un encanto
más, un interés continuo, algo que llenaba la existencia de Amelia, sin
dejar cabida á la tristeza ni al tedio.
Así que Germán tuvo en el bolsillo su título de licenciado en Derecho,
resolvió pasar á Madrid á cursar las asignaturas del doctorado. ¡Año de
prueba para la novia! Germán apenas escribía: billetes garrapateados al
vuelo, quizás sobre la mesa de un café, concisos, insulsos, sin jugo de
ternura. Y las amiguitas caritativas, que veían á Amelia ojerosa,
preocupada, alejada de las distracciones, la decían con perfidia
burlona:--Anda, tonta, diviértete... ¡Sabe Dios lo que él estará
haciendo por allá! ¡Bien inocente serías si creyeses que no te la
pega...! A mí me escribe mi primo Lorenzo que vió á Germán muy animado
en el teatro con _unas_....
El gozo de la vuelta de Germán compensó estos sinsabores. A los dos días
ya no se acordaba Amelia de lo sufrido, de sus dudas, de sus sospechas.
Autorizado para frecuentar la casa de su novia, Germán asistía todas las
noches á la tertulia familiar, y en la penumbra del rincón del piano,
lejos del quinqué velado por sedosa pantalla, los novios sostenían
interminable diálogo, buscándose de tiempo en tiempo las manos para
trocar una furtiva presión, y siempre los ojos para beberse la mirada
hasta el fondo de las pupilas.
Nunca había sido tan feliz Amelia. ¿Qué podía desear? Germán estaba
allí, y la boda era asunto concertado, resuelto, aplazado sólo por la
necesidad de que Germán encontrase una posicioncita, una base para
establecerse; una fiscalía, por ejemplo. Como transcurriese un año más y
la posición no se hubiese encontrado aún, Germán decidió abrir bufete y
mezclarse en la politiquilla local, á ver si así iba adquiriendo favor y
conseguía el ansiado puesto. Los nuevos quehaceres le obligaron á no ver
á Amelia ni tanto tiempo ni tan á menudo. Cuando la muchacha se
lamentaba de esto, Germán se vindicaba plenamente; había que pensar en
el porvenir; ya sabía Amelia que un día ú otro se casarían, y no debía
fijarse en menudencias, en remilgos propios de los que empiezan á
quererse. En efecto, Germán continuaba con el firme propósito de casarse
así que se lo permitiesen las circunstancias.
Al noveno año de relaciones notaron los padres de Amelia (y acabó por
notarlo todo el mundo), que el carácter de la muchacha parecía
completamente variado. En vez de la sana alegría y la igualdad de humor
que la adornaban, mostrábase llena de rarezas y caprichos, ya riendo á
carcajadas, ya encerrada en hosco silencio. Su salud se alteró también:
advertía desgana invencible, insomnios crueles, que la obligaban á
pasarse las noches levantada, porque decía que la cama, con el desvelo,
le parecía su sepulcro; además, sufría aflicciones al corazón y ataques
nerviosos. Cuando la preguntaban en qué consistía su mal, contestaba
lacónicamente: «No lo sé.» Y era cierto; pero al fin lo supo, y el
saberlo la hizo mayor daño.
¿Qué mínimos indicios; qué insensibles pero eslabonados hechos; qué
inexplicables revelaciones emanadas de cuanto nos rodea, hacen que sin
averiguar nada nuevo ni concreto, sin que nadie la entere con precisión
impúdica, la ayer ignorante doncella entienda de pronto y se rasgue ante
sus ojos el velo de Isis? Amelia, súbitamente, comprendió. Su mal no era
sino deseo, ansia, prisa, necesidad de casarse. ¡Qué vergüenza, qué
sonrojo, qué dolor y qué desilusión si Germán llegaba á sospecharlo
siquiera! ¡Ah! Primero morir. ¡Disimular, disimular á toda costa, y que
ni el novio, ni los padres, ni la tierra, lo supiesen!
Al ver á Germán tan pacífico, tan aplomado, tan armado de paciencia;
engruesando, mientras ella se consumía; chancero mientras ella empapaba
la almohada en lágrimas, Amelia se acusaba á sí propia, admirando la
serenidad, la cordura, la virtud de su novio. Y para contenerse y no
echarse sollozando en sus brazos; para no cometer la locura indigna de
salir una tarde sola é irse á casa de Germán, necesitó Amelia todo su
valor, todo su recato, todo el freno de las nociones de honor y
honestidad que la inculcaron desde la niñez.
Un día... sin saber cómo: sin que ningún suceso extraordinario, ninguna
conversación sorprendida la ilustrase, acabaron de rasgarse los últimos
cendales del velo... Amelia veía la luz; en su alma relampagueaba la
terrible noción de la realidad; y al acordarse de que poco antes
admiraba la resignación de Germán y envidiaba su paciencia, y al
explicarse ahora la verdadera causa de esa paciencia y esa resignación
incomparable, una carcajada sardónica crispó sus labios, mientras en su
garganta creía sentir un nudo corredizo, que se apretaba poco á poco y
la extrangulaba. La convulsión fué horrible, larga, tenaz; y aún no bien
Amelia, destrozada, pudo formar frases, rogó á sus consternados padres
que advirtiesen á Germán que las relaciones quedaban rotas. Cartas del
novio, súplicas, paternales consejos, todo fué en vano: Amelia se aferró
á su resolución, y en ella persistió, sin dar razones ni excusas.
--Hija, en mi entender, hizo usted muy mal--la decía el Padre Incienso,
viéndola bañada en lágrimas al pie del confesionario.--Un chico formal,
laborioso, dispuesto á casarse, no se encuentra por ahí fácilmente.
Hasta el aguardar á tener posición para fundar familia, lo encuentro
loable en él. En cuanto á lo demás... á esas figuraciones de usted...
Los hombres... por desgracia... Mientras está soltero, habrá tenido esos
entretenimientos... Pero usted...
--¡Padre--exclamó la joven--créame usted, pues aquí hablo con Dios! ¡Le
quería... le quiero... y por lo mismo... por lo mismo, padre! ¡Si no le
dejo... le imito! ¡Yo tambien...!


Afra

La primera vez que asistí al teatro de Marineda--cuando me destinaron
con mi regimiento á la guarnición de esta bonita capital de
provincia--recuerdo que asesté los gemelos á la triple hilera de palcos,
para enterarme bien del mujerío y las esperanzas que en él podía cifrar
un muchacho de veinticinco años no cabales.
Gozan las marinedinas fama de hermosas, y vi que no usurpada. Observé
también que su belleza consiste principalmente en el color. Blancas (por
obra de naturaleza, no del perfumista), de bermejos labios, de floridas
mejillas y mórbidas carnes, las marinedinas me parecieron una guirnalda
de rosas tendida sobre un barandal de terciopelo obscuro. De pronto, en
el cristal de los anteojos que yo paseaba lentamente por la susodicha
guirnalda, se encuadró un rostro que me fijó los gemelos en la
dirección que entonces tenían. Y no es que aquel rostro sobrepujase en
hermosura á los demás, sino que se diferenciaba de todos por la
expresión y el carácter.
En vez de una fresca encarnadura y un plácido y picaresco gesto, vi un
rostro descolorido, de líneas enérgicas, de ojos verdes, coronados por
cejas negrísimas, casi juntas, que les prestaban una severidad singular;
de nariz delicada y bien diseñada, pero de alas movibles, reveladoras de
la pasión vehemente; una cara de corte severo, casi viril, que coronaba
un casco de trenzas de un negro de tinta; pesada cabellera que debía de
absorber los jugos vitales y causar daño á su poseedora... Aquella
fisonomía, sin dejar de atraer, alarmaba, pues era de las que dicen á
las claras desde el primer momento á quien las contempla: «Soy una
voluntad. Puedo torcerme, pero no quebrantarme. Debajo del elegante
maniquí femenino, escondo el acerado resorte de un alma.»
He dicho que mis gemelos se detuvieron, posándose ávidamente en la
señorita pálida del pelo abundoso. Aprovechando los movimientos que
hacía para conversar con unas señoras que la acompañaban, detallé su
perfil, su acentuada barbilla, su cuello delgado y largo, que parecía
doblarse al peso del voluminoso rodete, su oreja menuda y apretada, como
para no perder sonido. Cuando hube permanecido así un buen rato,
llamando sin duda la atención por mi insistencia en considerar á aquella
mujer, sentí que me daban un golpecito en el hombro, y oí que me decía
mi compañero de armas Alberto Castro:
--¡Cuidadito!
--Cuidadito ¿por qué?--respondí bajando los anteojos.
--Porque te veo en peligro de enamorarte de Afra Reyes, y si está de
Dios que ha de suceder, al menos no será sin que yo te avise y te entere
de su historia. Es un servicio que los hijos de Marineda debemos á los
forasteros.
--¿Pero tiene historia?--murmuré haciendo un movimiento de repugnancia;
porque, aún sin amar á una mujer, me gusta su pureza, como agrada el
aseo de casas donde no pensamos vivir nunca.
--En el sentido que se suele dar á la palabra historia, Afra no la
tiene... Al contrario, es de las muchachas más formales y menos coquetas
que se encuentran por ahí. Nadie se puede alabar de que Afra le devuelva
una miradita, ó le diga una palabra de esas que dan ánimos. Y si no, haz
la prueba: dedícate á ella; mírala más; ni siquiera se dignará volver la
cabeza. Te aseguro que he visto á muchos que anduvieron locos y no
pudieron conseguir ni una ojeada de Afra Reyes.
--Pues entonces... ¿qué?... ¿Tiene algo... en secreto? ¿Algo que manche
su honra?
--Su honra, ó si se quiere, su pureza... repito que ni tiene ni tuvo.
Afra, en cuanto á eso... como el cristal. Lo que hay te lo diré... pero
no aquí; cuando se acabe el teatro saldremos juntos, y allá por el
Espolón, donde nadie se entere... Porque se trata de cosas graves... de
mayor cuantía.
Esperé con la menor impaciencia posible á que terminasen de cantar _La
bruja_, y así que cayó el telón, Alberto y yo nos dirigimos de bracero
hacia los muelles. La soledad era completa, á pesar de que la noche
tibia convidaba á pasear, y la luna plateaba las aguas de la bahía,
tranquila á la sazón como una balsa de aceite, y misteriosamente blanca
á lo lejos.
--No creas--dijo Alberto--que te he traído aquí sólo para que no me
oyese nadie contarte la historia de Afra. También es que me pareció
bonito referirla en el mismo escenario del drama que esta historia
encierra. ¿Ves este mar tan apacible, tan dormido, que produce ese rumor
blando y sedoso contra la pared del malecón? ¡Pues sólo este mar... y
Dios, que lo ha hecho, pueden alabarse de conocer la verdad entera
respecto á la mujer que te ha llamado la atención en el teatro! Los
demás la juzgamos por meras conjeturas... ¡y tal vez calumniamos al
conjeturar! Pero hay tan fatales coincidencias; hay apariencias tan
acusadoras en el mundo... que no podría disiparlas sino la voz del mismo
Dios que ve los corazones y sabe distinguir al inocente del culpado.
«Afra Reyes es hija de un acaudalado comerciante; se educó algún tiempo
en un colegio inglés, pero su padre tuvo quiebras, y por disminuir
gastos recogió á la chica, interrumpiendo su educación. Con todo, el
barniz de Inglaterra se le conocía: traía ciertos gustos de
independencia y mucha afición á los ejercicios corporales. Cuando llegó
la época de los baños no se habló en el pueblo sino de su destreza y
vigor para nadar; una cosa sorprendente.
»Afra era amiga íntima, inseparable, de otra señorita de aquí, Flora
Castillo; la intimidad de las dos muchachas continuaba la de sus
familias. Se pasaban el día juntas; no salía la una si no la acompañaba
la otra; vestían igual y se enseñaban, riendo, las cartas amorosas que
las escribían. No tenían novio, ni siquiera demostraban predilección por
nadie. Vino del Departamento cierto marino muy simpático, de hermosa
presencia, primo de Flora, y empezó á decirse que el marino hacía la
corte á Afra, y que Afra le correspondía con entusiasmo. Y lo notamos
todos: los ojos de Afra no se apartaban del galán, y al hablarle, la
emoción profunda se conocía hasta en el anhelo de la respiración y en lo
velado de la voz. Cuando á los pocos meses se supo que el consabido
marino realmente venía á casarse con Flora, se armó un caramillo de
murmuraciones y chismes y se presumió que las dos amigas reñirían para
siempre. No fue así; aunque desmejorada y triste, Afra parecía
resignada, y acompañaba á Flora de tienda en tienda á escoger ropas y
galas para la boda. Esto sucedía en Agosto.
»En Septiembre, poco antes de la fecha señalada para el enlace, las dos
amigas fueron, como de costumbre, á bañarse juntas allí... ¿no ves? en
la playita de San Wintila, donde suele haber mar brava. Generalmente las
acompañaba el novio, pero aquel día sin duda tenía que hacer, pues no
las acompañó.
»Amagaba tormenta; la mar estaba picadísima; las gaviotas chillaban
lúgubremente, y la criada que custodiaba las ropas y ayudaba á vestirse
á las señoritas, refirió después que Flora, la rubia y tímida Flora,
sintió miedo al ver el aspecto amenazador de las grandes olas verdes que
rompían contra el arenal. Pero Afra, intrépida, ceñido ya su traje
marinero, de sarga azul obscura, animó con chanzas á su amiga.
Metiéronse mar adentro cogidas de la mano, y pronto se las vió nadar,
agarradas también, envueltas en la espuma del oleaje.
»Poco más de un cuarto de hora después salió á la playa Afra sola,
desgreñada, ronca, lívida, gritando, pidiendo socorro, sollozando que á
Flora la había arrastrado el mar...
»Y tan de verdad la había arrastrado, que de la linda rubia sólo
reapareció, al otro día, un cadáver desfigurado, herido en la frente...
El relato que de la desgracia hizo Afra entre gemidos y desmayos, fué
que Flora, rendida de nadar y sin fuerzas, gritó «me ahogo»; que ella,
Afra, al oirlo, se lanzó á sostenerla y salvarla; que Flora, al
forcejear para no irse á fondo, se llevaba á Afra al abismo; pero que,
aun así, hubiesen logrado quizá salir á tierra, si la fatalidad no las
empuja hacia un trasatlántico fondeado en bahía desde por la mañana. Al
chocar con la quilla, Flora se hizo la herida horrible, y Afra recibió
también los arañazos y magulladuras que se notaban en sus manos y
rostro...
»¿Que si creo que Afra...?
»Sólo añadiré que al marino, novio de Flora, no volvió á versele por
aquí; y Afra, desde entonces, no ha sonreído nunca...
»Por lo demás, acuérdate de lo que dice la Sabiduría: el corazón del
hombre... selva obscura. ¡Figúrate el de la mujer!»


Cuento soñado

Había una princesa á quien su padre, un rey muy fosco, caviloso y
cejijunto, obligaba á vivir reclusa en sombría fortaleza, sin permitirla
salir del más alto torreón, á cuyo pie vigilaban noche y día centinelas
armados de punta en blanco y dispuestos á ensartar en sus lanzones ó
traspasar con sus venablos agudos á quien osase aproximarse. La princesa
era muy linda; tenía la tez color de luz de luna, el pelo de hebras de
oro, los ojos como las ondas del mar sereno, y su silueta prolongada y
grácil recordaba la de los lirios blancos cuando la frescura del agua
los enhiesta. En la comarca no se hablaba sino de la princesa cautiva y
de su rara beldad, y de lo muchísimo que se aburriría entre las cuatro
recias paredes de la torre, sin ver desde las ventanas alma viviente,
más que á los guardias inmóviles, semejantes á estatuas de hierro.
Los campesinos se santiguaban de terror si casualmente tenían que cruzar
ante la torre, aunque fuese á muy respetuosa distancia. En la centenaria
selva que rodeaba la fortaleza, ni los cazadores se resolvían á
internarse, temerosos de ser cazados. Silencio y soledad alrededor de la
torre, silencio y soledad dentro de ella: tal era la suerte de la pobre
doncellita, condenada á la eterna contemplación del cielo y del bosque,
y del río caudaloso que serpenteaba lamiendo los muros del recinto.
De pechos sobre el avance del angosto ventanil, la princesa solía
entregarse á vagos ensueños, aspirando á venturas que no conocía, de las
cuales formaba idea por referencias de sus damas y por conversaciones
entreoídas, sorprendidas--pues estaba vedado tratar delante de la
princesa del mundo y sus goces.--Así y todo, reuniendo datos dispersos y
concordándolos con ayuda de la fantasía, la secuestrada suponía fiestas
magníficas, iluminaciones mágicas suspendidas entre el follaje de
arbustos cuajados de flor y que exhalaban embriagadores aromas; oía los
acordes de los instrumentos músicos, aladas melodías que volaban como
cisnes sobre la superficie de los lagos, y veía las parejas que, cogidas
de la cintura, luciendo sedas, encajes y joyas, danzaban con incansable
ardor, deslizando los galanes palabras de miel al oído de las damiselas,
rojas de pudor y felicidad, sueltos los rizos y anhelante el seno.
Mientras la princesa se representaba estos cuadros, las nubes se teñían
de carmín hacia el Poniente, un murmullo grave y hondo ascendía del río
y del bosque, y la cautiva, oprimida de afán de libertad, murmuraba para
sí: «¿Cómo será el amor?»
Allá donde la montaña escueta dominaba el río y el bosque, una cabañita
muy miserable, de techo de bálago, servía de vivienda á cierto
pastorcillo, que por costumbre bajaba á apacentar diez ó doce ovejas
blancas en la misma linde de la selva. Más resuelto que los otros
villanos, el mozalbete no recelaba aproximarse al castillo y deslizarse
por entre la maleza con agilidad y disimulo, para mirar hacia la torre.
Después de encontrar un senderito borrado casi, que moría en el cauce
del río, logró el pastor descubrir también que al final del sendero
abríase una boca de cueva; y metiéndose por ella intrépidamente, pudo
cerciorarse de que, pasando bajo el río, la cueva tenía otra salida que
conducía al interior del recinto fortificado. El descubrimiento hizo
latir el corazón del pastorcillo, porque estaba enamorado de la princesa
(aunque no la había visto nunca). Supuso que aprovechando el paso por la
cueva lograría verla á su sabor, sin que se lo estorbasen los armados,
los cuales, bien ajenos á que nadie pudiera introducirse en el recinto,
casi al pie de la torre, no vigilaban sino la orilla opuesta y el río.
Es cierto que entre la torre de la cautiva y el pastor, se interponían
extensos patios, anchos fosos y recios baluartes; con todo eso, el
muchacho se creía feliz: estaba dentro de la fortaleza, y pronto vería á
su amada.
Poco tardó en conseguir tanta ventura. La princesa se asomó, y el
pastorcillo quedó deslumbrado por aquella tez color de luna y aquel pelo
de siderales hebras. No sabía como expresar su admiración y enviar un
saludo á la damisela encantadora; se le ocurrió cantar, tocar su
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