Cuentos de amor - 01

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OBRAS COMPLETAS
DE
EMILIA PARDO BAZAN
CONDESA DE PARDO BAZÁN
TOMO 16


EMILIA PARDO BAZAN
CONDESA DE PARDO BAZAN
OBRAS COMPLETAS.--TOMO 16

CUENTOS DE AMOR
[Illustration: colofón]
ADMINISTRACION
_Calle de San Bernardo, 37, principal_
MADRID


Es propiedad.
Queda hecho el depósito
que marca la ley.

R. Velasco, impresor, Marqués de Santa Ana, 11


PREFACIO

Tranquilízate, lector: no se trata de un prólogo grave pegado á un libro
de entretenimiento, lastre de plomo de algo tan leve como el ala de la
mariposa: sólo encontrarás aquí unas cuantas advertencias, por otra
parte innecesarias si para mí no rigiesen distintas leyes que para los
demás autores, y si en mí no se calificase de delito lo que en ellos es
acción indiferente, cuando no gracia merecedora de aplauso.
No ignorarás que he escrito á estas fechas gran número de cuentos, pero
acaso te sorprenda si digo que pasan de cuatrocientos, y á todo correr
se acercan á quinientos ya. No pocos, antes de ser recogidos en volumen,
andan vertidos á varias lenguas en tierras muy lejanas, á pesar del
descuido de una autora que no por indiferencia ni por desdén, sino por
falta de tiempo, suele no contestar á las amables cartas de sus
bondadosos traductores.
De estos cuatrocientos y pico de cuentos hay tres ó cuatro de los
cuales se murmuró; para decir más verdad, de quien se murmuró no fué de
ellos, sino de mí, negándome la propiedad del asunto. Ninguno de los
incluídos en el presente volumen ha sido discutido, que yo sepa, en
concepto tal; pero me adelanto, lector, á advertirte que tres de los que
aquí te ofrezco no son míos por el asunto, y cinco ó seis tampoco son
patrimonio de mi inventiva, sino narraciones de casos auténticos y
reales--lo que Fernán Caballero llamaba _sucedidos_.--Yo los vestí y
arreglé á mi manera, unas veces por gusto y capricho, otras, sobre todo
cuando se trata de sucesos recientes, por respetos á la vida privada
ajena.
Al ver la luz en _El Imparcial_ el cuento titulado _La sirena_, consigné
en nota que su asunto estaba tomado de un lindo y breve apólogo de
Leopoldo Trenor, _La gata blanca_. Después hubo quien me aseguró que el
apólogo, á su vez, se funda en una poesía alemana. No he podido
comprobar la aserción, y queda rectificada de antemano, si fuese
inexacta y si el señor Trenor, en vez de hacer como yo hice, hubiese
concebido la idea primera del apólogo.
_La cabellera de Laura_ es libre glosa de un _ejemplo_ que refiere el
franciscano Padre Juan Laguna en sus _Casos raros de vicios y virtudes
para escarmiento de pecadores_.--_Mi suicidio_ y _Cuento soñado_, son
pensamientos que me sugirió platicando el ilustre y venerable Campoamor;
y aunque él, á fuer de opulento, no reclamaría nunca esas dos perlitas,
me complazco en agradecerle el donativo y en pedirle excusas por el
engarce.
Y pues se trata de perlas, vamos á _La perla rosa_. Verdaderamente me
asombra, lector entendido, que mis vigilantes aduaneros y agentes del
resguardo no hayan gritado _¡matute!_ cuando inserté ese cuento en _El
Liberal_. Me denuncio, ya que ellos se duermen. A los pocos meses de
aparecer en _El Liberal La perla rosa_, ví en el mismo diario un _cuento
ajeno_, firmado por _León de Tinseau_, y titulado _La perla negra_, que,
además de la semejanza del título, ofrecía coincidencias de asunto. En
ambos cuentos, la pérdida de una perla descubre la falta de una mujer.
Leído el cuento de Tinseau, tuve esperanzas de que fuese posterior en
fecha al mío, y escribí á Miguel Moya rogándole me dijese dónde lo había
encontrado. Al saber que en un libro que lleva por epígrafe _Mon oncle
Alcide_, lo encargué á Francia, y ví que estaba impreso hacía tres ó
cuatro años. Por lo tanto, á la letra, yo soy quien ha aprovechado una
idea de Tinseau. Los que no den crédito á mi afirmación de que ni
sospechaba la existencia de _La perla negra_ cuando escribí _La perla
rosa_, dueños son de afirmar á su vez que ésta es hija de aquélla. Sin
falsa modestia, debo añadir que _La perla rosa_ tiene mejor oriente.
Con igual sinceridad declaro que si el cuento de Tinseau resultase
escrito después que el mío, no por eso creería yo á ojos cerrados que
era imitación ó copia. Algún celebrado escritor español podría
atestiguar que no padezco la obsesión de tomar las coincidencias
fortuitas por atentados contra mi propiedad; algún francés podría dar fe
de lo mismo. Ideas análogas se les ocurren á escritores contemporáneos
sujetos á influencias similares, y no lo dudará nadie que conozca la
historia literaria. No insisto, porque he prometido no cansarte, lector,
al menos á sabiendas.
Supongo que no necesita apología el hecho de que varios cuentos míos se
funden en sucesos reales. Las corrientes vienen y van; hace veinte años,
tal vez incurriría en censura de los doctores de la iglesia crítica, no
por basar en la realidad ciertos cuentos, sino por inventar de pies á
cabeza la inmensa mayoría de los que escribo. Ambos procedimientos, á mi
entender, son igualmente lícitos, como lo es el refundir asuntos ya
tratados, ó el buscarlos en la tradición y la sabiduría popular ó
_folklore_. No hay género más amplio y libre que el cuento; no hay,
entre los más insignes, cuentista algo fecundo que no explote todas las
canteras y filones, empezando por el de su propia fantasía y siguiendo
por los variadísimos que le ofrecen las literaturas antiguas y modernas,
escritas y orales. De chascarrillos que corrían de boca en boca se hizo
recientemente un libro, redactado por ilustres escritores, y en el
Prólogo que lo encabeza, una pluma famosísima consignó el principio de
que al cuentista le basta la propiedad de la forma de que sabe revestir
el cuento más resobado, trillado y vulgar. El principio estaba ya
sancionado por la práctica, y no era necesario el nuevo ejemplo para
legitimar lo que de tiempo inmemorial venía practicándose.
Por otra parte, quizás nunca como ahora ha sobreabundado la invención en
los cuentistas. Antaño era usual apoderarse de una colección de apólogos
ó fábulas orientales--persas ó chinas, árabes ó indianas--y, sin más
ceremonias, traduciéndolas y adaptándolas en lenguaje castizo, se
graduaba un escritor de cuentista y de moralista. El cuento literario
original es relativamente novísimo en las literaturas occidentales:
procede de la transformación de la poesía épico-lírica, y tiene
precedentes, no sólo en los _fabliaux_ y en los ejemplos de los libros
devotos (aun hoy mina inagotable para el cuentista) sino en ciertas
composiciones poéticas con argumento; verbi-gracia, las _Cantigas_ de
Alfonso el Sabio y las baladas alemanas. Noto particular analogía entre
la concepción del cuento y la de la poesía lírica: una y otra son
rápidas como un chispazo, y muy intensas--porque á ello obliga la
brevedad, condición precisa del _cuento_.--Cuento original que no se
concibe de súbito, no cuaja nunca. Días hay--dispensa, lector, estas
confidencias íntimas y personales--en que no se me ocurre ni un mal
asunto de cuento, y horas en que á docenas se presentan á mi imaginación
asuntos posibles, y al par siento impaciencia de trasladarlos al papel.
Paseando ó leyendo; en el teatro ó en ferrocarril; al chisporroteo de la
llama en invierno y al blando rumor del mar en verano, saltan ideas de
cuentos con sus líneas y colores, como las estrofas en la mente del
poeta lírico, que suele concebir de una vez el pensamiento y su forma
métrica. De las ideas que en tropel me acuden, no aprovecho la mitad;
desecho infinitas, no sólo por creerlas desde el primer instante
indignas de vivir, sino porque algunas me parecen atrevidas, peligrosas
y capaces de horripilarte, ¡oh lector no siempre benévolo! Si esto pasa
con las ideas de cosecha propia, en mayor proporción quizás acontece con
las que me sugieren los libros viejos, y sobre todo, las que se fundan
en datos de la vida real. Por fuerte y viva que supongamos la fantasía
de un escritor, jamás llega al límite de la realidad posible. Cuanto
pudiésemos fingir, queda muy por bajo de lo verdadero. Llamamos
inverosímil á lo inusitado; pero no hay acaecimiento extraño,
monstruoso, espeluznante y peregrino que no conozcamos por la realidad.
Lo saben los de mi profesión: nunca se puede incorporar á la literatura
toda la verdad observada, so pena de ser tildado de extravagante, de
escritor descabellado y de bárbaro sin gusto ni delicadeza; y sin
embargo, las mayores osadías y crudezas de la pluma, aunque sea de
hierro y la mojemos en ácido sulfúrico, son blandenguerías para lo que
escribe en caracteres de fuego la realidad tremenda.
He observado el estremecimiento del público ante ciertos cuentos
verdaderos. Ahí están, para ejemplo en el presente tomo, _Los buenos
tiempos_ y _Sor Aparición_. De _Sor Aparición_ se espantó mucha gente.
Releo el cuento despacio y no puedo explicarme tal horror, sino por la
crueldad de lo real que palpita en él. La narración pienso que está
hecha en términos bien honestos, con el mayor recato y decoro posible;
además, he modificado la historia, y presentado á la infeliz enamorada
del burlador Camargo cuando ejercita la más rigurosa y ejemplar
penitencia. Tantos años de mortificación y de lágrimas la impuse, que
deben bastar para sosiego del más asombradizo. La verdad estricta es que
ignoro el paradero de la víctima de esa broma infame, dada por uno de
nuestros mayores poetas románticos. No sé si entró en un convento, si se
entregó á la disipación, ó si vegetó en la indiferencia; pero me ha
parecido que, dentro de la concepción ideal del cuento, tenía que expiar
su yerro para ennoblecer su desventura. Y cátate que, así y todo,
bastante gente se persignó, como se persignó al leer _Los buenos
tiempos_, historia trágica de la cual se conservan testimonios y
recuerdos todavía. Acaso el público sea hoy mas nervioso é impresionable
que en otras épocas; sólo así se comprende que de libros de devoción
clásicos y venerables no se pueda extraer un cuento sin que se alborote
el cotarro y se desquicie la bóveda celeste. De esto volveremos á
hablar, oh lector, cuando publique mis _Cuentos sacro-profanos_.
EMILIA PARDO BAZÁN.


El amor asesinado

Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de
zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarla punto
de reposo.
Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que
sujeta al alma á los lugares donde por primera vez se nos aparece el
Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió á
la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante
se deslizó en el saquillo de mano, y por último, en los bolsillos de la
viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita
maliciosa y la decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo
de ti. Vamos juntos».
Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien
resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por
guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y
claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana,
un anochecer que se asomó agobiada de tedio á mirar el campo y á gozar
la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en
la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con
agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente,--sólo consiguió Eva que
el Amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del
tejado ó por el agujero de la llave.
Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios,
creyéndose á salvo de atrevimientos y demasías: mas no contaba con lo
ducho que es en tretas y picardigüelas el Amor. El muy maldito se
disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca
y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca,
con una fiebre muy semejante á la que causa la atmósfera sobresaturada
de oxígeno.
Ya fuera de tino, desesperando de poder tener á raya al malvado Amor,
Eva comenzó á pensar en la manera de librarse de él definitivamente, á
toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el
Amor y Eva, la lucha era á muerte, y no importaba el cómo se vencía,
sino sólo obtener la victoria.
Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía
instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de
engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de
suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor,
y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.
Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de
miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y
dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y
mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las
del agua cuando se destrenza sobre guijas ó cae suspirando en morisca
fuente.
Y el Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado
como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como
varón vigoroso.
Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle
golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le
vió calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó á
extrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío.
Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves
instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor
aquél! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía
una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de
su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones
mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus
azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa
de los últimos instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas
proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva
notó ganas de llorar...
No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada,
libre... Y cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos
enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía,
del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.
Al fin Eva soltó á su víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni
se rebullía: estaba muerto,--tan muerto como mi abuela.
Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor
terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que
ascendía á su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente
su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...
El Amor, á quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo
corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.


El viajero

Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la
lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos ó
tres veces que Marta se había atrevido á acercarse á su ventana por ver
si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y
la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que
parecía echar abajo la casa.
Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta
distintamente que llamaban á su puerta, y percibió un acento plañidero y
apremiante que la instaba á abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba
á Marta desoirlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino
honrado se atreve á echarse á la calle, sólo los malhechores y los
perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de
aventuras y presa. Marta debió haber reflexionado que el que posee un
hogar, fuego en él, y á su lado una madre, una hermana, una esposa que
le consuele, no sale en el mes de Enero y con una tormenta desatada, ni
llama á puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas
honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora
mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve
para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se
había quedado zaguera según costumbre, y el impulso de la piedad, el
primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al
través del postigo, preguntase compadecida: «¿Quién llama?» Voz de tenor
dulce y vibrante respondió en tono persuasivo: «Un viajero.» Y la
bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la
tranca, descorrió el cerrojo y dió vuelta á la llave, movida por el
encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.
Entró el viajero, saludando cortesmente; y quitándose con gentil
desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la
capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento
cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía á
mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba á
hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que
llama, es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse á levantar los
ojos, vió de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle,
descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor acostumbrado al
mando y á ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de
confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y la decía cosas
halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y á fin de
disimular su turbación, se dió prisa á servir la cena y ofrecer al
viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese á dormir.
Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el
sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba
para que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya
descansado y sonriente, á tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni
tampoco á la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida
y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que
ella no era mesonera de oficio.
Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño
ni más amo que aquel viajero á quien en una noche tempestuosa tuvo la
imprevisión de acoger. El mandaba, y Marta obedecía sumisa, muda, veloz
como el pensamiento.
No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía
en continua zozobra y pena. He calificado de amo al viajero, y tirano
debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor
traían á Marta medio loca. Al principio el viajero parecía obediente,
afectuoso, zalamero, humilde; pero fué creciéndose y tomando fueros,
hasta no haber quien le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía
Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa,
cuando menos debía temerse ó esperarse, estaba frenético ó contentísimo,
pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa á la
rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos é insensatos,
que á los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en
placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba
como un hombre; ya hartaba á Marta de improperios, ya la prodigaba los
nombres más dulces y las ternezas más rendidas.
Sus extravagancias eran á veces tan insufribles, que Marta, con los
nervios de punta, el alma de través y el corazón á dos dedos de la boca,
maldecía el fatal momento en que dió acogida á su terrible huésped. Lo
malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba á saltar
y á sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón
con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo
olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce
de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones.
¡Qué en olvido las tenía puestas,... cuando el huésped, á medias
palabras y con precauciones y rodeos, anunció que _ya_ había llegado la
ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas
que la arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero,
que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras,
promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su
amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce
y vibrante, alegó por vía de disculpa: «Bien te dije, niña, que soy un
viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.» Y
habéis de saber que sólo al oir esta declaración franca, sólo al sentir
que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la
inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había
abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe.
Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender á lagrimitas está
él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de
sí, el Amor se fué, embozado en su capa, ladeado el chambergo--cuyas
plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente--en busca
de nuevos horizontes, á llamar á otras puertas mejor trancadas y
defendidas. Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos,
de temores, de alarmas, y entregada á la compañía de la grave y
excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No
sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que
las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se
estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón,
que la duele á fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por
si llama á la puerta el huésped.


El corazón perdido

Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo
un objeto rojo: me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí
cuidadosamente. Debe de habérsele perdido á alguna mujer--pensé al
observar la blandura y delicadeza de la tierna víscera que, al contacto
de mis dedos, palpitaba como si estuviese todavía dentro del pecho de su
dueña.--Lo envolví con esmero en un blanco paño, lo abrigué, lo escondí
bajo mi ropa, y me dediqué á averiguar quien era la mujer que había
perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos
maravillosos anteojos, que permitían ver, al través del corpiño, de la
ropa interior, de la carne y de las costillas--como por esos relicarios
que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de
cristal--el lugar que ocupa el corazón.
Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente á la
primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro! la mujer no tenía corazón. Ella
debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fué que,
al decirla yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba á sus
órdenes por si gustaba recogerlo, la mujer indignada juró y perjuró que
no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo
sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la
terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda,
seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad,
el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta
tenía corazón! Y cuando la ofrecí respetuosamente el que yo llevaba
guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un
modo grave suponer que ó la faltaba el corazón, ó era tan descuidada que
había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese.
Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas
y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y á todas las eché los
anteojos y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que
el órgano, ó no había existido nunca, ó se había perdido tiempos atrás.
Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón
de que carecían, negábanse á aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya
porque sin él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban
injuriadas por la oferta, ya porque no se atrevían á arrostrar el
peligro de poseer un corazón.--Iba desesperando de restituir á un pecho
de mujer el pobre corazón abandonado, cuando por casualidad, con ayuda
de mis prodigiosos lentes, acerté á ver que pasaba por la calle una niña
pálida, y en su pecho ¡por fin! distinguí un corazón, un verdadero
corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por qué--pues
reconozco que era un absurdo brindar corazón á quien lo tenía tan vivo y
tan despierto--se me ocurrió hacer la prueba de presentarla el que
habían desechado todas; y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como
las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba
á dejar otra vez caído sobre los guijarros.
Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida
aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta
la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la
amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo
era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse á
suprimir uno de sus dos corazones, ó los dos á un tiempo, diríase que se
complacía en vivir doble vida espiritual queriendo, gozando y sufriendo
por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la
vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se
consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su
lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un
pajarillo, vinieron los médicos y aseguraron que, lo que la arrebataba
de este mundo era la ruptura de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!)
supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto
por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho á un corazón perdido
en la calle.


Mi suicidio

A Campoamor.

Muerta _ella_; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba
que aun me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo,
¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo,
mi ilusión, mi delicia toda... y desaparecer así, de súbito, arrebatada
en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como
decirme con melodiosa voz--la voz mágica, la voz que vibraba en mi
interior produciendo acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.»
¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, á la altura
de mi dolor, y el remedio para el eterno abandono á que me condenaba la
adorada criatura huyendo á lejanas regiones. Seguirla, reunirme con
ella, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre... y estrecharla
delirante, exclamando: «Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin tí? Mira
como he sabido buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe
poder alguno de la tierra ni del cielo.»
* * * * *
Determinado á realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo
aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas horas de ventura,
medidas por el suave ritmo de nuestros corazones... Al entrar olvidé la
desgracia, y pareciome que _ella_, viva y sonriente, acudía como otras
veces á mi encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y
dejando irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el
arrebol de la felicidad.--Allí estaba el amplio sofá donde nos
sentábamos tan juntos como si fuese estrechísimo; allí la chimenea hacia
cuya llama tendía los piececitos, y á la cual yo, envidioso, los
disputaba abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente; allí la
butaca donde se aislaba, en los cortos instantes de enfado pueril que
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